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CARTAS DE RELACIÓN

SEGUNDA CARTA-RELACIÓN

DE HERNAN CORTÉS AL EMPERADOR CARLOS V

30 DE OCTUBRE DE 1520


Enviada a su sacra majestad del emperador nuestro señor, por el capitán general de la Nueva España, llamado don Fernando Cortés, en la cual hace relación de las tierras y provincias sin cuento que ha descubierto nuevamente en el Yucatán del año de diez y nueve a esta parte, y ha sometido a la corona real de Su Majestad. En especial hace relación de una grandísima provincia muy rica, llamada Culúa, en la cual hay muy grandes ciudades y de maravillosos edificios y de grandes tratos y riquezas, entre las cuales hay una más maravillosa y rica que todas, llamada Tenustitlan, que está, por maravilloso arte, edificada sobre una grande laguna; de la cual ciudad y provincia es rey un grandísimo señor llamado Mutezuma; donde le acaecieron al capitán y a los españoles espantosas cosas de oír. Cuenta largamente del grandísimo señorío del dicho Mutezuma, y de sus ritos y ceremonias y de cómo se sirven.



(Tercera parte)


La manera de su servicio era que todos los días, luego en amaneciendo, eran en su casa más de seiscientos señores y personas principales, los cuales se sentaban, y otros andaban por unas salas y corredores que había en la dicha casa, y allí estaban hablando y pasando tiempo sin entrar donde su persona estaba. Y los servidores de éstos y personas de quien se acompañaban henchían dos o tres grandes patios y la calle, que era muy grande. Y todos estaban sin salir de allí todo el día hasta la noche. Y al tiempo que traían de comer al dicho Mutezuma, asimismo lo traían a todos aquellos señores, tan cumplidamente cuanto a su persona, y también a los servidores y gentes de éstos les daban sus raciones. Había cotidianamente la despensa y botillería abierta para todos aquellos que quisiesen comer y beber. La manera de como les daban de comer, es que venían trescientos o cuatrocientos mancebos con el manjar, que era sin cuento, porque todas las veces que comía y cenaba le traían de todas las maneras de manjares, así de carnes como de pescados y frutas y yerbas que en toda la tierra se podían haber. Y porque la tierra es fría, traían debajo de cada plato y escudilla de manjar un braserico con brasa para que no se enfriase. Poníanle todos los manjares juntos en una gran sala en que él comía, que toda se henchía, la cual estaba toda muy bien esterada y muy limpia, y él estaba sentado en una almohada de cuero, pequeña, muy bien hecha. Al tiempo que comía, estaban allí desviados de él cinco o seis señores ancianos, a los cuales él daba de lo que comía, y estaba en pie uno de aquellos servidores, que le ponía y alzaba los manjares, y pedía a los otros que estaban más afuera lo que era necesario para el servicio. Y al principio y fin de la comida y cena, siempre le daban agua a manos, y con la toalla que una vez se limpiaba nunca se limpiaba más, ni tampoco los platos y escudillas en que le traían una vez el manjar se los tornaban a traer, sino siempre nuevos, y así hacían de los brasericos.

Vestíase todos los días cuatro maneras de vestiduras, todas nuevas, y nunca más se las vestía otra vez. Todos los señores que entraban en su casa no entraban calzados, y cuando iban delante de él algunos que él enviaba a llamar, llevaban la cabeza y ojos inclinados y el cuerpo muy humillado, y hablando con él no le miraban a la cara, lo cual hacían por mucho acatamiento y reverencia. Y sé que lo hacían por este respeto, porque ciertos señores reprehendían a los españoles diciendo que cuando hablaban conmigo estaban exentos, mirándome la cara, que parecía desacatamiento Y poca vergüenza. Cuando salía fuera el dicho Mutezuma, que era pocas veces, todos los que iban con él y los que topaba por las calles le volvían el rostro, y en ninguna manera le miraban, y todos los demás se postraban hasta que él pasaba. Llevaba siempre delante de sí un señor de aquellos con tres varas delgadas altas, que creo se hacía por que se supiese que iba allí su persona. Y cuando lo descendían de las andas, tomaban la una en la mano y llevábanla hasta donde iba. Eran tantas y tan diversas las maneras y ceremonias que este señor tenía en su servicio, que era necesario más espacio del que yo al presente tengo para las relatar, y aun mejor memoria para las retener, porque ninguno de los soldanes ni otro ningún señor infiel de los que hasta ahora se tiene noticia, no creo que tantas ni tales ceremonias en su servicio tengan.

En esta gran ciudad estuve proveyendo las cosas que parecía que convenía al servicio de vuestra sacra majestad, y pacificando y atrayendo a él muchas provincias y tierras pobladas de muchas y muy grandes ciudades y villas y fortalezas, y descubriendo minas, y sabiendo e inquiriendo muchos secretos de las tierras del señorío de este Mutezuma como de otras que con él confinaban y él tenía noticia, que son tantas y tan maravillosas, que son casi increíbles, y todo con tanta voluntad y contentamiento del dicho Mutezuma y de todos los naturales de las dichas tierras, como si de ab initio hubieran conocido a vuestra sacra majestad por su rey y señor natural, y no con menos voluntad hacían todas las cosas que en su real nombre les mandaba.

En las cuales dichas cosas, y en otras no menos útiles al servicio de vuestra alteza, gasté de 8 de noviembre de 1519, hasta entrante el mes de mayo de este año presente, que estando en toda quietud y sosiego en esta dicha ciudad, teniendo repartidos muchos de los españoles por muchas y diversas partes, pacificando y poblando esta tierra, con mucho deseo que viniesen navíos con la respuesta de la relación que a vuestra majestad había hecho de esta tierra, para con ellos enviar la que ahora envío y todas las cosas de oro y joyas que en ella había habido para vuestra alteza, vinieron a mí ciertos naturales de esta tierra, vasallos del dicho Mutezuma, de los que en la costa del mar moran, y me dijeron cómo junto a las sierras de San Martín, que son junto en la dicha costa, antes del puerto o bahía de San Juan, habían llegado diez y ocho navíos y que no sabían quién eran, porque así como los vieron en la mar me lo vinieron a hacer saber. Y tras de estos dichos indios vino otro natural de la isla Fernandina, el cual me trajo una carta de un español que yo tenía puesto en la costa para que si navíos viniesen, les diese razón de mí y de aquella villa que allí estaba cerca de aquel puerto, porque no se perdiesen. En la cual dicha carta se contenía que en tal día había asomado un navío, frontero del dicho puerto de San Juan, solo, y que había mirado por toda la costa de la mar cuanto su vista podía comprender, y que no había visto otro y que creía que era la nao que yo había enviado a vuestra sacra majestad, porque ya era tíempo que viniese; y que para más certificarse, él quedaba esperando que la dicha nao llegase al puerto para se informar de ella, y que luego venía a me traer la relacíón.

Vista esta carta, despaché dos españoles, uno por un camino y otro por otro, porque no errasen a algún mensajero si de la nao viniese. A los cuales dije llegasen hasta el dicho puerto, y supiesen cuántos navíos eran llegados, y de dónde eran y lo que traían, y se volviesen a la más prisa que fuese posible a me lo hacer saber. Y asimismo despaché otro a la Villa de la Vera Cruz a les decir lo que de aquellos navíos había sabido, para que de allá asimismo se informasen y me lo hiciesen saber, y otro al capitán que con los ciento y cincuenta hombres enviaba a hacer el pueblo de la provincia y puerto de Quacucalco, al cual escribí que doquíera que el dicho mensajero le alcanzase, se estuviese y no pasase adelante hasta que yo segunda vez le escribiese, porque tenía nueva que eran llegados al puerto ciertos navíos; el cual, según después pareció, ya cuando llegó mi carta sabía de la venida de los dichos navíos. Y enviados estos dichos mensajeros, se pasaron quince días que ninguna cosa supe, ni hube respuesta de ninguno de ellos; de que no estaba poco espantado. Y pasados estos quince días, vinieron asimismo otros indios vasallos del dicho Mutezuma, de los cuales supe que los dichos navíos estaban ya surtas en el dicho puerto de San Juan y la gente desembarcada, y traían por copia, que había ochenta caballos y ochocientos hombres y diez o doce tiros de fuego, lo cual todo lo traía figurado en un papel de la tierra, para lo mostrar al dicho Mutezuma. Y dijéronme cómo el español que yo tenía puesto en la costa y los otros mensajeros que yo había enviado, estaban con la dicha gente, y que les habían dicho a estos indios que el capitán de aquella gente no los dejaba venir, y que me lo dijesen.

Y sabido esto, acordé de enviar un religioso que yo traje en mi compañía, con una carta mía y otra de alcaldes y regidores de la Villa de la Vera Cruz, que estaban conmigo en la dicha ciudad. Las cuales iban dirigidas al capitán y gente que a aquel puerto había llegado, haciéndole saber muy por extenso lo que en esta tierra me había sucedido y cómo tenía muchas ciudades y villas y fortalezas ganadas y conquistadas y pacíficas y sujetas al real servicio de vuestra majestad, y preso, al señor principal de todas estas partes. Y cómo estaba en aquella gran ciudad y la cualidad de ella, y el oro y joyas que para vuestra alteza tenía. Y cómo había enviado relación de esta tierra a vuestra majestad, y que les pedía por merced me hiciesen saber quién eran y si eran vasallos naturales de los reinos y señoríos de vuestra alteza, me escribiesen si venían a esta tierra por su real mandado, o a poblar y estar en ella, o si pasaban adelante o habían de volver atrás, o si traían alguna necesidad, que yo les haría proveer de todo lo que a mí posible fuese; y que si eran de fuera de los reinos de vuestra alteza, asimismo me hiciesen saber si traían alguna necesidad, porque también lo remediaría pudiendo. Donde no, le requerla de parte de vuestra majestad que luego se fuesen de sus tierras y no saltasen en ellas, con apercibimiento que si así no lo hiciesen, iría contra ellos con todo el poder que yo tuviese, así de españoles como de naturales de la tierra, y los prenderla y matarla como extranjeros que se querlan entremeter en los reinos y señoríos de mi rey y señor.

Y partido el dicho religioso con el dicho despacho, dende en cinco días llegaron a la ciudad de Temixtitan veinte españoles de los que en la Villa de la Vera Cruz tenía, los cuales me traían un clérigo y otros dos legos que habían tomado de la dicha villa; de los cuales supe cómo el armada y gente que en el dicho puerto estaba, era de Diego Velázquez, que venía por su mandado, y que venía por capitán de ella un Pánfilo de Narváez, vecino de la isla Fernandina. Y que traían ochenta de caballo y muchos tiros de pólvora y ochocientos peones, entre los cuales dijeron que había ochenta escopeteros, y ciento y veinte ballesteros, y que venía y se nombraba por capitán general y teniente de gobernador de todas estas partes, por el dicho Diego Velázquez. y que para ella traía provisiones de vuestra majestad, y que los mensajeros que yo había enviado y el hombre que en la costa tenia, estaban con el dicho Pánfilo de Narváez, y no les dejaban venir. El cual se había informado de ellos de cómo yo tenía poblada allí aquella villa, doce leguas del dicho puerto y de la gente que en ella estaba, y asimismo de la gente que yo enviaba a Quacucalco, y cómo estaban en una provincia, treinta leguas del dicho puerto, que se dice Tuchitebeque, y de todas las cosas que yo en la tierra había hecho en servicio de vuestra alteza, y las ciudades y villas que yo tenía conquistadas y pacíficas, y de aquella gran ciudad de Temixtitan, y del oro y joyas que en la tierra se había habido; y se había informado de ellos de todas las otras cosas que me habían sucedido.

Y que a ellos les había enviado el dicho Narváez a la dicha Villa de la Vera Cruz a que si pudiesen, hablasen de su parte a los que en ella estaban y los atrajesen a su propósito y se levantasen contra mí. Y con ellos me trajeron más de cien cartas que el dicho Narváez y los que con él estaban enviaban a los de la dicha villa, diciendo que diesen crédito a lo que aquel clérigo y los otros que iban con él, de su parte les dijesen, y prometiéndoles que si así lo hiciesen, que por parte del dicho Diego Velázquez y de él en su nombre les serían hechas muchas mercedes, y los que lo contrario hiciesen, habían de ser muy maltratados, y otras muchas cosas que en las dichas cartas se contenían, y el dicho clérigo y los que con él venían, dijeron.

Y casi junto con éstos vino un español de los que iban a Quacucalco con cartas del capitán, que era un Juan Velázquez de León, el cual me hacía saber cómo la gente que había llegado al puerto era Pánfilo de Narváez, que venía en nombre de Diego Velázquez, con la gente que traían; y me envió una carta que el dicho Narváez le había enviado con un indio, como a pariente de Diego Velázquez y cuñado del dicho Narváez, en que por ella le decía cómo de aquellos mensajeros míos había sabido que estaba allí con aquella gente; que luego se fuese con ella a él, porque en ello haría lo que cumplía y lo que era obligado a sus deudos, y que bien creía que yo le tenía por la fuerza, y otras cosas que el dicho Narváez le escribía.

El cual dicho capitán, como más obligado al servicio de vuestra majestad, no sólo dejó de aceptar lo que el dicho Narváez por su letra le decía, más aún luego se partió después de me haber enviado la carta, para se venir a juntar conmigo con toda la gente que tenía. Y después de me haber informado de aquel clérigo, y de los otros dos que con él venían, de muchas cosas y de la intención de los del dicho Diego Velázquez y Narváez, y de cómo se habían movido con aquella armada y gente contra mí, porque yo había enviado la relación y cosas de esta tierra a vuestra majestad, y no al dicho Diego Velázquez. Y cómo venía con dañada voluntad para me matar a mí y a muchos de mi compañía que ya desde allá traían señalados. Y supe asimismo cómo Figueroa, juez de residencia en la isla Española, y los jueces y oficiales de vuestra alteza que en ella residen, sabido por ellos cómo el dicho Diego Velázquez hacía la dicha armada y la voluntad con que la hacía, constándoles el daño y de servicio que de su venida a vuestra majestad podía redundar, enviaron al licenciado Lucas Vázquez de Ayllón, uno de los dichos jueces, con su poder, a requerir y mandar al dicho Diego Velázquez no enviase la dicha armada; el cual vino y halló al dicho Velázquez con toda la gente armada en la punta de la dicha isla Fernandina, ya que quería pasar. Y que allí le requirió a él y a todos los que en la dicha armada venían, que no viniesen porque de ello vuestra alteza era muy deservido. Y sobre ello les impuso muchas penas, las cuales no obstante ni todo lo por el dicho licenciado requerido ni mandado, todavía había enviado la dicha armada. Y que el dicho licenciado Ayllón estaba en el dicho puerto que había venido juntamente con ella, pensando de evitar el daño que de la venida de la dicha armada se seguía. Porque a él y a todos era notorio el mal propósito y voluntad con que la dicha armada venía.

Envié al dicho clérigo con una carta mía para el dicho Narváez, por la cual le decía cómo yo había sabido del dicho clérigo y de los que con él habían venido, cómo él era capitán de la gente de aquella armada, y que holgaba que fuese él, porque tenía otro pensamiento viendo que los mensajeros que yo había enviado no venían; pero que pues él sabía que yo estaba en esta tierra en servicio de vuestra alteza, me maravillaba no me escribiese o enviase mensajero, haciéndome saber de su venida pues sabía que yo había de holgar con ella, así por él ser mi amigo mucho tiempo había, como porque creía que él venía a servir a vuestra alteza, que era lo que yo más deseaba, y enviar, como había enviado, sobornadores y cartas de inducimiento a las personas que yo tenía en mi compañía en servicio de vuestra majestad, para que se levantasen contra mí y se pasasen a él, como si fuéramos los unos infieles y los otros cristianos, o los unos vasallos de vuestra alteza y los otros sus deservidores. Y que le pedía por merced que de allí adelante no tuviese aquellas formas, antes me hiciese saber la causa de su venida. Y que me habían dicho que se intitulaba capitán general y teniente de gobernador por Diego Velázquez, y por tal se había hecho pregonar en la tierra. Y que había hecho alcaldes y regidores y ejecutado justicia, lo cual era en mucho de servicio de vuestra alteza y contra todas sus leyes. Porque siendo esta tierra de vuestra majestad, y estando poblada de sus vasallos, y habiendo en ella justicia y cabildo, que no se debía intitular de los dichos oficios, ni usar de ellos sin ser primero a ellos recibido; puesto que para los ejercer trajese provisiones de vuestra majestad, las cuales si traía, le pedía por merced y le requería las presentase ante mí, y ante el cabildo de la Vera Cruz, y que de él y de mí serían obedecidas como cartas y provisiones de nuestro rey y señor natural, y cumplidas en cuanto al real servicio de vuestra majestad conviniese. Porque yo estaba en aquella ciudad y en ella tenía preso a aquel señor, y tenía mucha suma de oro y joyas, así de lo de vuestra alteza como de los de mi compañía y mío; lo cual yo no osaba dejar, con temor que salido yo de la dicha ciudad la gente se rebelase, y perdiese tanta cantidad de oro Y joyas, y tal ciudad, mayormente que perdida aquélla, era perdida toda la tierra. Y asimismo di al dicho clérigo una carta para el dicho licenciado Ayllón, el cual, según supe yo después al tiempo que el dicho clérigo llegó, había prendido el dicho Narváez y enviado preso con dos navíos.

El día que el dicho clérigo se partió, me llegó un mensajero de los que estaban en la villa de la Vera Cruz, por el cual me hacían saber que toda la gente de los naturales de la tierra estaban levantados y hechos con el dicho Narváez, en especial los de la ciudad de Cempoal y su partido. Y que ninguno de ellos quería venir a servir a la dicha villa, así en la fortaleza como en las otras cosas en que solían servir.

Porque decían que Narváez les había dicho que yo era malo, y que me venía a prender a mí y a todos los de mi compañía, y llevamos presos, y dejar la tierra. Y que la gente que el dicho Narváez traía era mucha, y la que yo tenía poca. Y que él traía muchos caballos y muchos tiros, y que yo tenía pocos; y que querían ser a viva quien vence, y que también me hacían saber que eran informados de los dichos indios, que el dicho Narváez se venía a aposentar a la dicha ciudad de Cempoal, y que ya sabía cuán cerca estaba de aquella villa. Y que creían, según eran informados, del mal propósito que el dicho Narváez contra todos traía, que desde allí venía sobre ellos, y teniendo de su parte los indios de la dicha ciudad.

Y por tanto, me hacían saber que ellos dejaban la villa sola por no pelear con ellos, y por evitar escándalo se subían a la sierra a casa de un señor vasallo de vuestra alteza y amigo nuestro, y que allí pensaban estar hasta que yo les enviase a mandar lo que hiciesen.

Y como yo vi el gran daño que se comenzaba a revolver, y cómo la tierra se levantaba a causa del dicho Narváez, parecióme que con ir yo donde él estaba se apaciguaría mucho, porque viéndome los indios presente, no se osarían a levantar, y también porque pensaba dar orden con el dicho Narváez, cómo tan gran mal como se comenzaba, cesase. Y así me partí aquel mismo día, dejando la fortaleza muy bien bastecida de maíz y de agua y quinientos hombres dentro en ella y algunos tiros de pólvora.

Y con la otra gente que allí tenía, que serían hasta setenta hombres, seguí mi camino con algunas personas principales de los del dicho Mutezuma. Al cual yo, antes que me partiese, hice muchos razonamientos, diciéndole que mirase que él era vasallo de vuestra majestad, y que ahora había de recibir mercedes de vuestra majestad por los servicios que le había hecho.

Y que aquellos españoles le dejaba encomendados con todo aquel oro y joyas que él me había dado y mandado dar para vuestra alteza; porque yo iba a aquella gente que allí había venido, a saber qué gente era, porque hasta entonces no lo había sabido, y creía que debía ser alguna mala gente y no vasallos de vuestra alteza. Y él me prometió de los hacer proveer de todo lo necesario, y guardar mucho todo lo que allí le dejaba puesto para vuestra majestad, y que aquellos suyos que iban conmigo me llevarían por camino que no saliese de su tierra y me harían proveer en él de todo lo que hubiese menester, y que me rogaba, si aquella fuese gente mala, que se lo hiciese saber, porque luego proveería de mucha gente de guerra para que fuese a pelear con ellos y echarlos fuera de la tierra. Lo cual todo yo le agradecí y certifiqué que por ello vuestra alteza le mandaría hacer muchas mercedes. Y le di muchas joyas y ropas a él y a un hijo suyo y a muchos señores que estaban con él a la sazón.

Y en una ciudad que se dice Chururtecal topé a Juan Velázquez, capitán, que como he dicho, enviaba a Quacucalco, que con toda la gente se venía. Y sacados algunos que venían mal dispuestos, que envié a la ciudad con él y con los demás, seguí mi camino. Y quince leguas adelante de esta ciudad de Chururtecal, topé a aquel padre religioso de mi compañía, que yo había enviado al puerto a saber qué gente era la de la armada que allí había venido. El cual me trajo una carta del dicho Narváez, en que me decía que él traía ciertas provisiones para tener esta tierra por Diego Velázquez. Que luego fuese donde él estaba a las obedecer y cumplir, y que él tenia hecha una villa y alcaldes y regidores. Y del dicho religioso supe cómo habían prendido al dicho licenciado Ayllón y a su escribano y alguacil, y los habían enviado en dos navlos. Y cómo allá le habían acometido con partidos para que él atrajese algunos de los de mi compañia y se pasasen al dicho Narváez, y cómo habían hecho alarde delante de él y de ciertos indios que con él iban, de toda la gente, así de pie como de caballo, y soltado el artillería que estaba en los navíos y la que tenían en tierra, a fin de atemorizar, porque le dijeron al dicho religioso:

Mirad cómo os podéis defender de nosotros si no hacéis lo que quisiéremos.

Y también me dijo cómo había hallado con el dicho Narváez a un señor natural de esta tierra, vasallo del dicho Mutezuma, y que le tenia por gobernador suyo en toda su tierra, de los puertos hacia la costa de la mar, y que supo que al dicho Narváez, le había hablado de parte del dicho Mutezuma, y dádole ciertas joyas de oro, y el dicho Narváez le había dado también a él ciertas casillas. Y que supo que habia despachado de allí ciertos mensajeros para el dicho Mutezuma, y enviado a le decir que él le soltaría y que venía a prenderme a mi y a todos los de mi compañía, e irse luego y dejar la tierra. Y que él no quería oro, sino, preso yo y los que conmigo estaban, volverse y dejar la tierra y sus naturales de ella en su libertad.

Finalmente que supe que su intención era de se aposesionar en la tierra, por su autoridad, sin pedir que fuese recibido de ninguna persona, y no queriendo yo ni los de mi compañía tenerle por capitán y justicia, en nombre del dicho Diego Velázquez, venía contra nosotros a tomarnos por guerra, y que para ello estaba confederado con los naturales de la tierra, en especial con el dicho Mutezuma, por sus mensajeros. Y como yo viese tan manifiesto el daño y deservicio que a vuestra majestad de lo susodicho se podía seguir, puesto que me dijeron el gran poder que traía, y aunque traía mandado de Diego Velázquez que a mí y a ciertos de los de mi compañía que venían señalados, que luego que nos pudiese haber nos ahorcase, no dejé de me acercar más a él, creyendo por bien hacerle conocer el gran deservicio que a vuestra alteza hacía y poderle apartar del mal propósito y dañada voluntad que traía; y asl seguí mi camino.

A quince leguas antes de llegar a la ciudad de Cempoal, donde el dicho Narváez estaba aposentado, llegaron a mí el clérigo de ellos, que los de la Vera Cruz hablan enviado, y con quien yo al dicho Narváez y al licenciado Ayllón había escrito, y otro clérigo y un Andrés de Duero, vecino de la isla Fernandina, que asimismo vino con el dicho Narváez. Los cuales en respuesta de mi carta, me dijeron de parte del dicho Narváez que yo todavía le fuese a obedecer y tener por capitán, y le entregase la tierra. Porque de otra manera me sería hecho mucho daño, porque el dicho Narváez traía gran poder y yo tenia poco, y demás de la mucha gente de españoles que traía, que los más de los naturales eran en su favor; y que si yo le quisiese dar la tierra, que me daría de los navíos y mantenimientos que él traía los que yo quisiese, y me dejaría ir en ellos a mí y a los que conmigo quisiesen ir, con todo lo que quisiésemos llevar, sin nos poner impedimento en cosa alguna.

Y el uno de los dichos clérigos me dijo que así venía capitulado del dicho Diego Velázquez, que hiciesen conmigo el dicho partido, y para ello había dado su poder al dicho Narváez y a los dichos dos clérigos juntamente. Y que acerca de esto me harían todo el partido que yo quisiese.

Yo les respondí que no veía provisión de vuestra alteza por donde le debiese entregar la tierra, y que si alguna traía que la presentase ante mí y ante el cabildo de la Villa de la Vera Cruz, según orden y costumbre de España. Y que yo estaba presto de la obedecer y cumplir, y que hasta tanto, por ningún interés ni partido haría lo que él decía; antes yo y los que conmigo estaban moriríamos en defensa de la tierra, pues la habíamos ganado y tenido por vuestra majestad pacífica y segura, y por no ser traidores y desleales a nuestro rey.

Otros muchos partidos me movieron por me atraer a su propósito, y ninguno quise aceptar sin ver provisión de vuestra alteza por donde lo debiese hacer; la cual nunca me quisieron mostrar, y en conclusión, estos clérigos y el dicho Andrés de Duero y yo, quedamos concertados que el dicho Narváez con diez personas, y yo con otras tantas, nos viésemos con seguridad de ambas las partes, y que allí me notificase las provisiones, si algunas traía, y que yo respondiese. Y yo de mi parte envié firmado el seguro, y él asimismo me envió otro firmado de su nombre, el cual, según me pareció, no tenía pensamiento de guardar, antes concertó que en la visita se tuviese forma como de presto me matasen, y para ello se señalaron dos de los diez que con él habían de venir, y que los demás peleasen con los que conmigo hablan de ir. Porque decían que muerto yo, era su hecho acabado como de verdad lo fuera, si Dios, que en semejantes casos remedia, no remediara con cierto aviso que de los mismos que eran en la traición, me vino, juntamente con el seguro que me enviaban, lo cual sabido, escribí una carta al dicho Narváez y otra a los Terceros, diciéndoles cómo yo había sabido su mala intención y que yo no quería ir de aquella manera que ellos tenían concertado.

Y luego les envié ciertos requerimientos y mandamientos, por el cual requería al dicho Narváez que si algunas provisiones de vuestra alteza traía, me las notificase; y que hasta tanto, no se nombrase capitán ni justicia ni se entremetiese en cosa alguna de los dichos oficios, so cierta pena que para ello le impuse. Y asimismo mandaba y mandé por el dicho mandamiento a todas las personas que con el dicho Narváez estaban, que no tuviesen ni obedeciesen al dicho Narváez por tal capitán ni justicia; antes, dentro de cierto término que en el dicho mandamiento señalé, pareciesen ante mí para que yo les dijese lo que debían hacer en servicio de vuestra alteza, con protestación que, lo contrario haciendo, procedería contra ellos como contra traidores y aleves y malos vasallos, que se rebelaban contra su rey y quieren usurpar sus tierras y señoríos, y darlas y aposesionar de ellas a quien no pertenecían, ni de ellos ha acción ni derecho compete. Y que para la ejecución de esto, no pareciendo ante mí ni haciendo lo contenido en el dicho mi mandamiento, iría contra ellos a los prender y cautivar, conforme a justicia.

Y la respuesta que de esto hube del dicho Narváez, fue prender al escribano y a la persona que con mi poder le fueron a notificar el dicho mandamiento, y tomarles ciertos indios que llevaban, los cuales estuvieron detenidos hasta que llegó otro mensajero que yo envié a saber de ellos, ante los cuales tomaron a hacer alarde de toda la gente y amenazar a ellos y a mí, si la tierra no les entregásemos. Y visto que por ninguna vía yo podía excusar tan gran daño y mal, y que las gentes naturales de la tierra se alborotaban y levantaban a más andar, encomendándome a Dios, y pospuesto todo el temor del daño que se me podía seguir, considerando que morir en servicio de mi rey, y por defender y amparar sus tierras y no las dejar usurpar, a mí y a los de mi compañía se nos seguía harta gloria, di mi mandamiento a Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor, para prender al dicho Narváez y a los que se llamaban alcaldes y regidores; al cual di ochenta hombres, y les mandé que fuesen con él a los prender, y yo con otros ciento y setenta, que por todos éramos doscientos y cincuenta hombres, sin tiro de pólvora ni caballo, sino a pie, seguí al dicho alguacil mayor, para lo ayudar si el dicho Narváez y los otros quisiesen resistir su prisión.

Y el día que el dicho alguacil mayor y yo con la gente llegamos a la ciudad de Cempoal, donde el dicho Narváez y gente estaba aposentada, luego que supo de nuestra ida, salió al campo con ochenta de caballo y quinientos peones, sin los demás que dejó en su aposento, que era la mezquita mayor de aquella ciudad, asaz fuerte, y llegó casi una legua de donde yo estaba; y como lo que de mi ida sabía era por lengua de los indios, y no me halló, creyó que le burlaban y volvióse a su aposento teniendo apercibida toda su gente, y puso dos espías casi a una legua de la dicha ciudad. Y como yo deseaba evitar todo escándalo, parecióme que sería el menos yo ir de noche, sin ser sentido si fuese posible, e ir derecho al aposento del dicho Narváez, que yo y todos los de mi compañía sabíamos muy bien, y prenderlo. Porque preso él, creí que no hubiera escándalo, porque los demás querían obedecer a la justicia, en especial que los demás de ellos venían por fuerza, que el dicho Diego Velázquez les hizo, y por temor que no les quitase los indios que en la isla Fernandina tenían.

Y así fue que el día de Pascua de Espíritu Santo, poco más de medianoche, yo di en el dicho aposento, y antes topé las dichas espías, que el dicho Narváez tenía puestas, y las que yo delante llevaba prendieron a la una de ellas, y la otra se escapó, de quien me informé de la manera que estaban; y porque la espía que se había escapado no llegase antes que yo y diese mandado de mi venida, me di la mayor prisa que pude, aunque no pude tanta que la dicha espía no llegase primero casi media hora. Cuando llegué al dicho Narváez, ya todos los de su compañía estaban armados y ensillados sus caballos y muy a punto, y llevaba cada cuarto doscientos hombres. Y llegamos tan sin ruido, que cuando fuimos sentidos y ellos tocaron al arma, entraba yo por el patio de su aposento, en el cual estaba toda la gente aposentada y junta y tenían tomadas tres o cuatro torres que en él había, y todos los demás aposentos fuertes. Y en la una de las dichas torres, donde el dicho Narváez estaba aposentado, tenía a la escalera de ella hasta diez y nueve tiros de fusilería, y dimos tanta prisa a subir la dicha torre, que no tuvieron lugar de poner fuego más de a un tiro, el cual quiso Dios que no salió ni hizo daño ninguno.

Así se subió la torre hasta donde el dicho Narváez tenía su cama, donde él y hasta cincuenta hombres que con él estaban pelearon con el dicho alguacil mayor y con los que con él subieron, y puesto que muchas veces le requirieron que se diese a prisión por vuestra alteza, nunca quisieron, hasta que se les puso fuego y con él se dieron. Y en tanto que el dicho alguacil mayor prendía al dicho Narváez, yo con los que conmigo quedaron defendía la subida de la torre a la demás gente que en su socorro venía, e hice tomar toda la artillerfa y me fortalecí con ella. Por manera que sin muertes de hombres, más de dos que un tiro mató, en una hora eran presos todos los que se habían de prender, y tomadas las armas a todos los demás, y ellos prometido ser obedientes a la justicia de vuestra majestad, diciendo que hasta allí habían sido engañados, porque les habían dicho que traían provisiones de vuestra alteza, y que yo estaba alzado con la tierra y que era traidor a vuestra majestad, y les habían hecho entender otras muchas cosas.

Y como todos conocieron la verdad, y la mala intención y dañada voluntad del dicho Diego Velázquez y del dicho Narváez, y cómo se habian movido con mal propósito, todos fueron muy alegres, porque así Dios lo había hecho y proveído. Porque certifico a vuestra majestad que si Dios misteriosamente esto no proveyera, y la victoria fuera del dicho Narváez, fuera el mayor daño que de mucho tiempo acá en españoles tantos por tantos se ha hecho. Porque él ejecutara el propósito que traía y lo que por Diego Velázquez era mandado, que era ahorcarme a mí y a muchos de los de mi compañía, porque no hubiese quien del hecho diese razón. Y según de los indios yo me informé, tenían acordado que si a mi el dicho Narváez prendiese, como él les había dicho, que no podría ser tan sin daño suyo y de su gente, que muchos de ellos y los de mi compañía no muriesen. Y que entre tanto ellos matarían a los que yo en la ciudad dejaba, como lo acometieron, y después se juntarian y darían sobre los que acá quedasen, en manera que ellos y su tierra quedasen libres, y de los españoles no quedase memoria. Puede vuestra alteza ser muy cierto que si así lo hicieran y salieran con su propósito, de hoy en veinte años no se tornara a ganar ni a pacificar la tierra, que estaba ganada y pacífica.

Dos días después de preso el dicho Narváez, porque en aquella ciudad no se podía sostener tanta gente junta, mayormente que ya estaba casi destruida, porque los que con el dicho Narváez estaban en ella la habian robado, y los vecinos de ella estaban ausentes, y sus casas solas, despaché dos capitanes con cada doscientos hombres, el uno para que fuese a hacer el pueblo en el puerto de Cucicacalco, que, como a vuestra alteza he dicho, antes enviaba a hacer, y el otro, a aquel río que los navíos de Francisco de Garay dijeron que habían visto, porque ya lo tenía seguro. Y asimismo envié otros doscientos hombres a la Villa de la Vera Cruz, donde hice que los navíos que el dicho Narváez traía viniesen. Y con la gente demás me quedé en la dicha ciudad para proveer lo que al servicio de vuestra majestad convenía. Y despaché un mensajero a la ciudad de Temixtitan, y con él hice saber a los españoles que allí había dejado, lo que me había sucedido. El cual dicho mensajero volvió de ahí a doce días, y me trajo cartas del alcalde que allí había quedado, en que me hacía saber cómo los índios les habían combatido la fortaleza por todas partes de ella, y puéstoles fuego por muchas partes y hecho ciertas minas, y que se habían visto en mucho trabajo y peligro, y todavía los mataran si el dicho Mutezuma no mandara cesar la guerra; y que aún los tenían cercados, puesto que no los combatían, sin dejar salir ninguno de ellos dos pasos fuera de la fortaleza.

Y que les habían tomado en el combate mucha parte del bastimento que yo les había dejado, y que les habían quemado los cuatro bergantines que yo allí tenía, y que estaban en muy extrema necesidad, y que por amor de Dios los socorriese a mucha prisa. Vista la necesidad en que estos españoles estaban, y que si no los socorría, además de los matar los indios, y perderse todo el oro y plata y joyas que en la tierra se habían habido, así de vuestra alteza como de españoles y míos, y se perdía la mejor y más noble y mejor ciudad de todo lo nuevamente descubierto del mundo; y ella perdida, se perdía todo lo que estaba ganado, por ser la cabeza de todo y a quien todos obedecían. Y luego despaché mensajeros a los capitanes que había enviado con la gente, haciéndoles saber lo que me habían escrito de la gran ciudad para que luego, donde quiera que los alcanzasen, volviesen, y por el camino principal más cercano se fuesen a la provincia de Tascaltecal, donde yo con la gente estaba en mi compañía, y con toda la artillería que pude y con setenta de caballo me fui a juntar con ellos, y allí juntos y hecho alarde, se hallaron los dichos setenta de caballo y quinientos peones. Y con ellos a la mayor prisa que pude me partí para la dicha ciudad, y en todo el camino nunca me salió a recibir ninguna persona del dicho Mutezuma como antes lo solían hacer, y toda la tierra estaba alborotada y casi despoblada; de que concebí mala sospecha, 9reyendo que los españoles que en la dicha ciudad habían quedado eran muertos, y que toda la gente de la tierra estaba junta esperándome en algún paso o parte donde ellos se pUdiesen aprovechar mejor de mí.

Y con este temor fui al mejor recaudo que pude, hasta que llegué a la ciudad de Tescucan, que, como ya he hecho relación a vuestra majestad, está en la costa de aquella gran laguna. Allí pregunté a algunos de los naturales de ella por los españoles que en la gran ciudad habían quedado. Los cuales me dijeron que eran vivos, y yo les dije que me trajesen una canoa, porque yo quería enviar un español a lo saber; y que en tanto que él iba, había de quedar conmigo un natural de aquella cíudad que parecía algo principal, porque los señores y principales de ella, de quien yo tenía noticia, no parecía ninguno. Y él mandó traer la canoa y envió ciertos indios con el español que yo enviaba, y se quedó conmigo. Y estándose embarcando este español para ir a la dicha ciudad de Temixtitan, vio venir por la mar otra canoa, y esperó a que llegase al puerto, y en ella venía uno de los españoles que habían quedado en la dicha ciudad, de quien supe que eran vivos todos, excepto cinco o seis que los indios habían muerto, y que los demás estaban todavía cercados, y que no los dejaban salir de la fortaleza ni los proveían de cosas que habían menester, sino por mucha copia de rescate; aunque después de mi ida habían sabido, lo hacían algo mejor con ellos; y que el dicho Mutezuma decía que no esperaba sino que yo fuese, para que luego tornasen a andar por la ciudad como antes solían. Y con el dicho español me envió el dicho Mutezuma un mensajero suyo, en que me decía que ya creía que debía saber lo que en aquella ciudad había acaecido, y que él tenia pensamiento que por ello yo venía enojado y traía voluntad de le hacer algún daño; que me rogaba que perdiese el enojo, porque a él le había pesado tanto cuanto a mí, y que ninguna cosa se había hecho por su voluntad y consentimiento, y me envió a decir otras cosas para me aplacar la ira que él creía que yo traía por lo acaecido; y que me fuese a la ciudad a aposentar, como antes estaba, porque no menos se haría en ella lo que yo mandase, que antes se solía hacer. Yo le envié a decir que no traía enojo ninguno de él, porque bien sabía su buena voluntad, y que así como él lo decía, lo haría yo.

Y otro día siguiente, que fue víspera de San Juan Bautista, me partí, y dormí en el camino, a tres leguas de la dicha gran ciudad; y día de San Juan, después de haber oído misa, me partí y entré en ella casi a mediodía, y vi poca gente por la ciudad, y algunas puertas de las encrucijadas y traviesas de las calles quitadas, que no me pareció bien, aunque pensé que lo hacían de temor de lo que habían hecho, y que entrando yo los aseguraría. Con esto me fui a la fortaleza, en la cual y en aquella mezquita mayor que estaba junto a ella, se aposentó toda la gente que conmigo venía; y los que estaban en la fortaleza nos recibieron con tanta alegría como si nuevamente les diéramos las vidas, que ya ellos estimaban perdidas, y con mucho placer estuvimos aquel día y noche creyendo que ya estaba todo pacífico.

Y otro día después de misa enviaba un mensajero a la Villa de la Vera Cruz, por les dar buenas nuevas de cómo los cristianos eran vivos y yo había entrado en la ciudad, y estaba segura. El cual mensajero volvió dende a media hora todo descalabrado y herido, dando voces que todos los indios de la ciudad venían de guerra, y que tenían todas las puentes alzadas. Y junto tras él da sobre nosotros tanta multitud de gente por todas partes, que ni las calles ni azoteas se parecían con la gente, la cual venía con los mayores alaridos y grita más espantable que en el mundo se puede pensar. Y eran tantas las piedras que nos echaban con hondas dentro de la fortaleza, que no parecía sino que el cielo las llovía, y las flechas y tiraderas eran tantas, que todas las paredes y patios estaban llenos, que casi no podíamos andar con ellas. Y yo salí fuera a ellos por dos o tres partes, y pelearon con nosotros muy reciamente, aunque por la una parte un capitán salió con doscientos hombres, y antes que se pudiese recoger le mataron cuatro, e hirieron a él y a muchos de los otros; y por la parte que yo andaba, me hirieron a mí y a muchos de los españoles. Y nosotros matamos pocos de ellos, porque se nos acogían de la otra parte de las puentes, y de las azoteas y terrados nos hacían daño con piedras, de las cuales azoteas ganamos algunas y quemamos. Pero eran tantas y tan fuertes, y de tanta gente pobladas, y tan bastecidas de piedras y otros géneros de armas, que no bastábamos para las tomar todas, ni defender, que ellos no nos ofendiesen a su placer.

En la fortaleza daban tan recio combate, que por muchas partes nos pusieron fuego, y por la una se quemó mucha parte de ella, sin lo poder remediar, hasta que la atajamos cortando las paredes y derrocando un pedazo, que mató el fuego. Y si no fuera por la mucha guarda que allí puse de escopeteros y ballesteros y otros tiros de pólvora, nos entraran a escala vista sin los poder resistir. Así estuvimos peleando todo aquel día, hasta que fue la noche bien cerrada, y aún en ella no nos dejaron sin grita y rebato hasta el día. Aquella noche hice reparar los portillos de aquello quemado, y todo lo demás que me pareció que en la fortaleza había flaco; y concerté las estancias y gente que en ellas había de estar, y la que otro día habíamos de salir a pelear fuera, e hice curar los heridos, que eran más de ochenta.

Y luego que fue de día, ya la gente de los enemigos nos comenzaba a combatir muy más reciamente que el día pasado, porque estaba tanta cantidad de ellos, que los artilleros no tenían necesidad de puntería, sino asestar en los escuadrones de los indios. Y puesto que la artillería hacía mucho daño, porque jugaban trece arcabuces, sin las escopetas y ballestas, hacían tan poca mella que ni se parecía que no lo sentían, porque por donde llevaba el tiro diez o doce hombres se cerraba luego de gente, que no parecía que hacía daño ninguno. Y dejado en la fortaleza el recaudo que convenía y se podía dejar, yo torné a salir y les gané algunas de las puentes y quemé algunas casas, y matamos muchos en ellas que las defendían, y eran tantos, que aunque más daño se hiciera hacíamos muy poquita mella, y a nosotros convenía pelear todo el día y ellos peleaban por horas, que se remudaban y aún les sobraba gente.

También hirieron aquel día otros cincuenta o sesenta españoles, aunque no murió ninguno, y peleamos hasta que fue de noche, que de cansados nos retrajimos a la fortaleza. Y viendo el gran daño que los enemigos nos hacían, y cómo nos herían y mataban a su salvo, y que puesto que nosotros hacíamos daño en ellos, por ser tantos no se parecía, toda aquella noche y otro día gastamos en hacer tres ingenios de madera y cada uno llevaba veinte hombres, los cuales iban dentro porque con las piedras que nos tiraban desde las azoteas no los pudiesen ofender, porque iban los ingenios cubiertos de tablas, y los que iban dentro eran ballesteros y escüpeteros, y los demás llevaban picos y azadones y varas de hierro para horadarles las casas y derrocar las albarradas que tenían hechas en las calles. Y en tanto que estos artificios se hacían, no cesaba el combate de los contrarios, en tanta manera, que como salíamos fuera de la fortaleza se querían ellos entrar dentro, a los cuales resistimos con harto trabajo.

Y el dicho Mutezuma, que todavía estaba preso, y un hijo suyo, con otros muchos señores que al principio se habían tomado, dijo que le sacasen a las azoteas de la fortaleza y que él hablaría a los capitanes de aquella gente y les harían que cesase la guerra. y yo le hice sacar, y en llegando a un pretil que salía fuera de la fortaleza, queriendo hablar a la gente que por allí combatía, le dieron una pedrada los suyos en la cabeza, tan grande, que de allí a tres días murió; y yo le hice sacar así muerto a dos indios que estaban presos, y a cuestas lo llevaron a la gente, y no sé lo que de él hicieron, salvo que no por eso cesó la guerra, y muy más recia y muy cruda de cada día.

Y este día llamaron por aquella parte por donde habían herido al dicho Mutezuma, diciendo que me allegase yo allí, que me querían hablar ciertos capitanes, y así lo hice, y pasamos entre ellos y yo muchas razones, rogándoles que no peleasen conmigo pues ninguna razón para ello tenían, y que mirasen las buenas obras que de mí habían recibido y cómo habían sido muy bien tratados de mí. La respuesta suya era que me fuese y que les dejase la tierra y que luego dejarían la guerra, y que de otra manera, que creyese que habían de morir todos o dar fin con nosotros. Lo cual, según pareció, hacían porque yo me saliese de la fortaleza para me tomar a su placer al salir de la ciudad entre las puentes. Yo les respondí que no pensasen que les rogaba con la paz por temor que les tenía, sino porque me pesaba del daño que les hacía y del que había de hacer, y por no destruir tan buena ciudad como aquella era; y todavía respondían que no cesarían de me dar'guerra hasta que saliese de la ciudad. Después de acabados aquellos ingenios, luego otro día salí para les ganar ciertas azoteas y puentes, y yendo los ingenios delante y tras ellos cuatro tiros de fuego y otra mucha gente de ballesteros y rodeleros y más de tres mil indios de los naturales de Tascaltecal, que habían venido conmigo y servían a los españoles. Y llegados a una puente, pusimos los ingenios arrimados a las paredes de unas azoteas, y ciertas escalas que llevábamos para las subir, y era tanta la gente que estaba, en defensa de la dicha puente y azoteas, y tantas las piedras que de arriba tiraban y tan grandes, que nos desconcertaron los ingenios y nos mataron un español e hirieron otros muchos, sin les poder ganar ni aún un paso, aunque pugnábamos mucho por ello, porque peleamos desde la mañana hasta mediodía, que nos volvimos con harta tristeza a la fortaleza, de donde cobraron tanto ánimo que casi a las puertas nos llegaban.

Y tomaron aquella mezquita grande, y en la torre más alta y más principal de ella se subieron hasta quinientos indios, que, según me pareció, eran personas principales. Y en ella subieron mucho mantenimiento de pan y agua y otras cosas de comer y muchas piedras, y todos los demás tenían lanzas muy largas con unos hierros de pedernal más anchos que los de las nuestras y no menos agudos, y de allí hacían mucho daño a la gente de la fortaleza porque estaba muy cerca de ella. La cual dicha torre combatieron los españoles dos o tres veces y la acometieron a subir; y como era muy alta y tenía la subida agra porque tiene ciento y tantos escalones, y los de arriba estaban bien pertrechados de piedras y otras armas y favorecidos a causa de no haberles podido ganar las otras azoteas, ninguna vez los españoles comenzaban a subir que no volvían rodando, y herían mucha gente, y los que de las otras partes los veían, cobraban tanto ánimo que se nos venían hasta la fortaleza sin ningún temor.

Y yo, viendo que si aquellos salían con tener aquella torre, demás de nos hacer de ella mucho daño, cobraban esfuerzo para nos ofender, salí fuera de la fortaleza, aunque manco de la mano izquierda de una herida que el primer día me hablan dado, y liada la rodela en el brazo fui a la torre con algunos españoles que me siguieron e hícela cercar toda por bajo, porque se podía muy bien hacer, aunque los cercadores no estaban de balde, que por todas partes peleaban con los contrarios, de los cuales, por favorecer a los suyos, se recrecieron muchos; y yo comencé a subir por la escalera de la dicha torre y tras mí ciertos españoles. Y puesto que nos defendían la subida muy reciamente, y tanto, que derrocaron tres o cuatro españoles, con ayuda de Dios y de su gloriosa Madre, por cuya casa aquella torre se había señalado y puesto en ella su imagen, les subimos la dicha torre, y arriba peleamos con ellos tanto, que les fue forzado saltar de ella abajo a unas azoteas que tenía alrededor, tan anchas como un paso. Y de éstas tenía la dicha torre tres o cuatro, tan altas la una de la otra como tres estados, y algunos cayeron abajo del todo, que demás del daño que recibían de la caída, los españoles que estaban abajo al derredor de la torre los mataban. Y los que en aquellas azoteas quedaron pelearon desde allí tan reciamente, que estuvimos más de tres horas en los acabar de matar; por manera que murieron todos, que ninguno escapó, y crea vuestra sacra majestad que fue tanto ganarles esta torre, que si Dios no les quebrara las alas, bastaban veinte de ellos para resistir la subida a mil hombres. Como quiera que pelearon muy valientemente hasta que murieron, e hice poner fuego a la torre y a las otras que en la mezquita había, los cuales habían ya quitado y llevado las imágenes que en ellas teníamos.

Algo perdieron del orgullo con haberles tomado esta fuerza, y tanto, que por todas partes aflojaron en mucha manera; y luego tomé aquella azotea y hablé a los capitanes que antes habían hablado conmigo, que estaban algo desmayados por lo que habían visto. Los cuales luego llegaron y les dije que mirasen que no se podían amparar y que les hacíamos de cada día mucho daño, y que morían muchos de ellos y quemábamos y destruíamos su ciudad, y que no había de parar hasta no dejar de ella ni de ellos cosa alguna. Los cuales me respondieron que bien veían que recibían de nos mucho daño y que morían muchos de ellos, pero que ellos estaban ya determinados de morir todos por nos acabar, y que mirase yo por todas aquellas calles y plazas y azoteas cuán llenas de gente estaban. Y que tenían hecha cuenta que, al morir veinte y cinco mil de ellos y uno de los nuestros, nos acabaríamos nosotros primero porque éramos pocos y ellos muchos, y que me hacían saber que todas las calzadas de las entradas de la ciudad eran deshechas, como de hecho pasaba, que todas las habían deshecho excepto una, y que ninguna parte teníamos por do salir sino por el agua; y que bien sabían que teníamos pocos mantenimientos y poca agua dulce, que no podíamos durar mucho, que de hambre no nos muriésemos aunque ellos no nos matasen.

Y de verdad que ellos tenían mucha razón; que aunque no tuviéramos otra guerra sino la hambre y necesidad de mantenimientos, bastaba para morir todos en breve tiempo. Y pasamos otras muchas razones, favoreciendo cada uno sus partidos. Ya que fue de noche, salí con ciertos españoles, y como los tomé descuidados, ganámosles una calle donde les quemamos más de trescientas casas, y luego volví por otra, ya que allí acudía la gente, y asimismo quemé muchas casas de ella, en especial ciertas azoteas que estaban junto a la fortaleza, de donde nos hacían mucho daño, y con lo que aquella noche se les hizo recibieron mucho temor, y en esta misma noche hice tomar y aderezar los ingenios que el día antes nos habían desconcertado.

Y por seguir la victoria que Dios nos daba, salí en amaneciendo por aquella calle donde el día antes nos habían desbaratado, donde no menos defensa hallamos que el primero; pero como nos iban las vidas y la honra, porque por aquella calle estaba sana la calzada que iba hasta la tierra firme, aunque hasta llegar a ella había ocho puentes muy grandes y muy hondas, y toda la calle de muchas y altas azoteas y torres, pusimos tanta determinación y ánimo que, ayudándonos Nuestro Señor, les ganamos aquel día las cuatro, y se quemaron todas las azoteas y casas y torres que había hasta la postrera de ellas. Aunque por lo de la noche pasada tenían en todas las puentes hechas muchas y muy fuertes albarradas de adobes y barro, en manera que los tiros y ballestas no les podían hacer daño. Las cuales dichas cuatro puentes cegamos con los adobes y tierra de las albarradas y con mucha piedra y madera de las casas quemadas, y aunque todo no fue tan sin peligro que no hiriesen muchos españoles. Aquella noche puse mucho recaudo en guardar aquellas puentes porque no las tomasen a ganar, y otro dia de mañana tomé a salir y Dios nos dio asimismo tan buena dicha y victoria, aunque era innumerable gente la que defendfa las puentes y albarradas y ojos que aquella noche nos habían hecho, se las ganamos todas y las cegamos.

Asimismo fueron ciertos de caballo siguiendo el alcance y victoria, hasta la tierra firme; y estando yo reparando aquellas puentes y haciéndolas cegar, viniéronme a llamar a mucha prisa diciendo que los indios combatian la fortaleza y pedían paces y me estaban esperando allí ciertos señores capitanes de ellos. Y dejando allí toda la gente y ciertos tiros, me fui solo con dos de caballo a ver lo que aquellos principales querían, los cuales me dijeron que si yo les aseguraba que por el hecho no serian punidos, que ellos harian alzar el cerco y tomar a poner las puentes y hacer las calzadas y servirian a vuestra majestad como antes lo hacían. Y rogáronme que hiciese traer allí uno como religioso de los suyos que yo tenía preso, el cual era como general de aquella religión. El cual vino y les habló y dio concierto entre ellos y mi, y luego pareció que enviaban mensajeros, según ellos dijeron, a los capitanes y a la gente que tenían en las estancias, a decir que cesase el combate que daban a la fortaleza y toda la otra guerra. Con esto nos despedimos, y yo metime en la fortaleza a comer, y en comenzando vinieron a mucha prisa a me decir que los indios habían tomado a ganar las puentes que aquel dia les habíamos ganado, y que habían muerto ciertos españoles de que Dios sabe cuanta alteración recibí, porque yo no pensé que había más que hacer con tener ganada la salida. Y cabalgué a la mayor prisa que pude, y corri por toda la calle adelante con algunos de caballo que me siguieron, y sin detenerme en alguna parte, tomé a romper por los dichos indios y les tomé a ganar las puentes, y fui en alcance de ellos hasta la tierra firme.

Y como los peones estaban cansados y heridos y atemorizados, y vi al presente el grandísimo peligro, ninguno me siguió. A cuya causa, después de pasadas yo las puentes, ya que me quise volver, las hallé tomadas y ahondadas mucho, más de lo que habíamos cegado. Y por la una parte y por la otra parte de toda la calzada, llena de gente, así en la tierra como en el agua, en canoas; la cual nos garrochaba y apedreaba en tanta manera, que si Dios misteriosamente no nos quisiera salvar, era imposible escapar de allí, y aun ya era público entre los que quedaban en la ciudad, que yo era muerto. Y cuando llegué a la postrera puente de hacia la ciudad, hallé a todos los de caballo que conmigo iban, caídos en ella, y un caballo suelto. Por manera que yo no pude pasar y me fue forzado de revolver solo contra mis enemigos, y con aquello hice algún tanto de lugar para que los caballos pudiesen pasar, y yo hallé la puente desembarazada y pasé, aunque con harto trabajo, porque había de la una parte a la otra casi un estado de saltar con el caballo, lo cual por ir yo y él bien armados no nos hirieron, más de atormentar el cuerpo.

Y así quedaron aquella noche con victoria y ganadas las dichas cuatro puentes; y yo dejé en las otras cuatro buen recaudo y fui a la fortaleza e hice hacer una puente de madera que llevaban cuarenta hombres. Y viendo el gran peligro en que estábamos y el mucho daño que los indios cada día nos hacían, y temiendo que también deshiciesen aquella calzada como las otras, y deshecha era forzado morir todos, y porque de todos los de mi compañía fui requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé de lo hacer aquella noche, y tomé todo el oro y joyas de vuestra majestad que se podían sacar y púselo en una sala y allí lo entregué con ciertos líos a los oficiales de vuestra alteza, que yo en su real nombre tenía señalados, y a los alcaldes y regidores y a toda la gente que allí estaba, les rogué y requerí que me ayudasen a lo sacar y salvar, y di una yegua mía para ello, en la cual se cargó tanta parte cuanta yo podía llevar; y señalé ciertos españoles, así criados míos como de los otros, que viniesen con el dicho oro y yegua, y lo demás los dichos oficiales y alcaldes y regidores y yo lo dimos y repartimos por los españoles para que lo sacasen.

Desamparada la fortaleza, con mucha riqueza así de vuestra alteza como de los españoles y mía, me salr lo más secreto que yo pude, sacando conmigo un hijo y dos hijas del dicho Mutezuma y a Cacamacín, señor de Aculuacán; y al otro su hermano que yo habfa puesto en su lugar y, a otros señores de provincias y ciudades que allí tenía presos.

Y llegando a las puentes que los indios tenían quitadas, a la primera de ellas se echó la puente que yo traía hecha, con poco trabajo, porque no hubo quien la resistíese, excepto ciertas velas que en ella estaban, las cuales apellidaban tan recio que antes de llegar a la segunda estaba infinita gente de los contrarios sobre nosotros, combatiéndonos por todas partes, así desde el agua como de la tierra; y yo pasé presto con cinco de caballo y cien peones, con los cuales pasé a nado todas las puentes y las gané hasta la tierra firme. Y dejando aquella gente a la delantera, tomé a la rezaga donde hallé que peleaban reciamente, y que era sin comparación el daño que los nuestros recibían, así los españoles como los indios de Tascaltecal que con nosotros estaban, y así a todos los mataron, y muchas naturales de los españoles; y asimismo habían muerto muchos españoles y caballos y perdido todo el oro y joyas y ropa y otras muchas cosas que sacábamos, y toda la artillería.

Recogidos los que estaban vivos, echélos adelante, y yo con tres o cuatro de caballo y hasta veinte peones que osaron quedar conmigo, me fui en la rezaga peleando con los indios hasta llegar a una ciudad que se dice Tacuba, que está fuera de la calzada, de que Dios sabe cuanto trabajo y peligro recibí; porque todas las veces que volvía sobre los contrarios salía lleno de flechas y viras y apedreado, porque como era agua de la una parte y de otra, herían a su salvo sin temor. A los que salían a tierra, luego volvíamos sobre ellos y saltaban al agua, así que recibían muy poco daño si no eran algunos que con los muchos se tropezaban unos con otros y caían y aquellos morían. Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente hasta la dicha ciudad de Tacuba, sin me matar ni herir ningún español ni indio, sino fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga; y no menos peleaban así en la delantera como por los lados, aunque la mayor fuerza era en las espaldas por do venía la gente de la gran ciudad.

Y llegado a la dicha ciudad de Tacuba hallé toda la gente remolinada en una plaza, que no sabían dónde ir, a los cuales yo di prisa que se saliesen al campo antes que se recreciese más gente en la dicha ciudad y tomasen las azoteas, porque nos harían de ellas mucho daño y los que llevaban la delantera dijeron que no sabían por dónde habían de salir, y yo los hice quedar en la rezaga y tomé la delantera hasta los sacar fuera de la dicha ciudad, y esperé en unas labranzas; y cuando llegó la rezaga supe que habían recibido algún daño, y que habían muerto algunos españoles e indios, y que se quedaba por el camino mucho oro perdido, lo cual los indios cogían. Y allí estuve hasta que pasó toda la gente peleando con los indios, en tal manera, que los detuve para que los peones tomasen un cerro donde estaba una torre y aposento fuerte, el cual tomaron sin recibir algún daño porque no me partí de allí ni dejé pasar los contrarios hasta haber tomado ellos el cerro, en que Dios sabe el trabajo y fatiga que allí se recibió, porque ya no había caballo, de veinte y cuatro que nos habían quedado, que pudiese correr, ni caballero que pudiese alzar el brazo, ni peón sano que pudiese menearse. Llegados al dicho aposento nos fortalecimos en él, y allí nos cercaron y estuvimos cercados hasta noche, sin nos dejar descansar una hora. En este desbarato se halló por copia, que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos, y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo e hijas de Mutezuma, y a todos los otros señores que traíamos presos.

Y aquella noche, a medianoche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hechos muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para dónde íbamos, más de que un indio de los de Tascaltecal nos guiaba diciendo que él nos sacaría a su tierra si el camino no nos impedían. Y muy cerca estaban guardas que nos sintieron y muy presto apellidaron muchas poblaciones que había a la redonda, de las cuales se recogió mucha gente y nos fueron siguiendo hasta el día, que ya que amanecía, cinco de caballo que iban delante por corredores, dieron en unos escuadrones de gente que estaban en el camino y mataron algunos de ellos, los cuales fueron desbaratados creyendo que iba más gente de caballo y de pie.

Y porque vi que de todas partes se recrecía la gente de los contrarios, concerté allí la de los nuestros, y de la que había sana para algo, hice escuadrones; y puse en delantera y rezaga y lados, y en medio, los heridos; y asimismo repartí los de caballo, y así fuimos todo aquel día peleando por todas partes, en tanta manera que en toda la noche y día no anduvimos más de tres leguas. Y quiso Nuestro Señor que ya que la noche sobrevenía, mostramos una torre y buen aposento en un cerro, donde asimismo nos hicimos fuertes. Y por aquella noche nos dejaron, aunque, casi al alba, hubo otro cierto rebato sin haber de qué, más del temor que ya todos llevábamos de la multitud de gente que a la continua nos seguía al alcance. Otro día me partí a una hora del día por la orden ya dicha, llevando la delantera y rezaga a buen recaudo, y siempre nos seguían de una parte y de otra los enemigos, gritando y apellidando toda aquella tierra, que es muy poblada. Y los de caballo, aunque éramos pocos, arremetíamos y hacíamos poco daño en ellos, porque como por allí era la tierra algo fragosa, se nos acogían a los cerros. Y de esta manera fuimos aquel día por cerca de unas leguas, hasta que llegamos a una población buena, donde pensamos haber algún reencuentro con los del pueblo, y como llegamos lo desampararon, y se fueron a otras poblaciones que estaban por allí a la redonda.

Y allí estuve aquel día, y otro, porque la gente, así heridos como los sanos, venían muy cansados y fatigados y con mucha hambre y sed. Y los caballos asimismo traíamos bien cansados, y porque allí hallamos algún maíz, que comimos y llevamos por el camino, cocido y tostado; y otro día nos partimos, y siempre acompañados de gente de los contrarios, y por la delantera y rezaga nos acometían gritando y haciendo algunas arremetidas, y seguimos nuestro camino por donde el indio tascaltecal nos guiaba, por el cual llevábamos mucho trabajo y fatiga, porque nos convenía ir muchas veces fuera de camino. Y ya que era tarde, llegamos a un llano, donde había unas casas pequeñas donde aquella noche nos aposentamos, con harta necesidad de comida.

Y otro día, luego por la mañana, comenzamos a andar, y aún no éramos salidos al camino, cuando ya la gente de los enemigos nos seguía por la rezaga, y escaramuzando con ellos llegamos a un pueblo grande, que estaba dos leguas de allí, y a la mano derecha de él estaban algunos indios encima de un cerro pequeño; y creyendo de los tomar, porque estaban muy cerca del camino, y también por descubrir si había más gente de la que parecía, detrás del cerro, me fui con cinco de caballo y diez o doce peones, rodeando el dicho cerro, y detrás de él estaba una gran ciudad de mucha gente, con los cuales peleamos tanto, que, por ser la tierra donde estaba algo áspera de piedras, y la gente mucha y nosotros pocos, nos convino retraer al pueblo donde los nuestros estaban; y de allí salí yo muy mal herido en la cabeza de dos pedradas.

Y después de me haber atado las heridas, hice salir los españoles del pueblo porque me pareció que no era aposento seguro para nosotros. Y así caminando, siguiéndonos todavía los indios en harta cantidad, los cuales pelearon con nosotros tan reciamente que hirieron cuatro o cinco españoles y otros tantos caballos, y nos mataron un caballo, que aunque Dios sabe cuánta falta nos hizo y cuánta pena recibimos con habémosle muerto, porque no teníamos después de Dios otra seguridad sino la de los caballos, nos consoló su carne, porque la comimos sin dejar cuero ni otra cosa de él, según la necesidad que traíamos; porque después que de la gran ciudad salimos ninguna otra cosa comimos sino maíz tostado Y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y yerbas que cogíamos del campo.

Y viendo que de cada día sobrevenía más gente y más recia, y nosotros íbamos enflaqueciendo, hice aquella noche que los heridos y dolientes, que llevábamos a las ancas dé los caballos y a cuestas, hiciesen muletas y otras maneras de ayudas como se pudiesen sostener y andar, porque los caballos y españoles sanos estuviesen libres para pelear. Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso, según lo que a otro día siguiente sucedió; que habiendo partido en la mañana de este aposento y siendo apartados legua y media de él, yendo por mi camino, salieron al encuentro mucha cantidad de indios, y tanta, que por la delantera, lados ni rezaga, ninguna cosa de los campos que se podían ver, había de ellos vacía. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que casi no nos conocíamos unos a otros, tan revueltos y juntos andaban con nosotros, y cierto creíamos ser aquel el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como íbamos, muy cansados y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que, con toda nuestra flaqueza, quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos de ellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban que no podían pelear ni huir. Y con este trabajo fuimos mucha parte del día, hasta que quiso Dios que murió una persona tan principal de ellos, que con su muerte cesó toda aquella guerra.

Así fuimos algo más descansados, aunque todavía mordiéndonos, hasta una casa pequeña que estaba en el llano, adonde por aquella noche nos aposentamos; y en el campo y ya desde allí se parecían ciertas sierras de la provincia de Tascaltecal, de que no poca alegría allegó a nuestro corazón, porque ya conocíamos la tierra y sabíamos por dónde habíamos de ir, aunque no estábamos muy satisfechos de hallar los naturales de la dicha provincia seguros y por nuestros amigos, porque creíamos que viéndonos ir tan desbaratados quisieran ellos dar fin a nuestras vidas, por cobrar la libertad que antes tenían. El cual pensamiento y sospecha nos puso en tanta aflicción cuanta traíamos viniendo peleando con los de Culúa.

Índice de Cartas de relación de Hernán CortésSegunda parte de la Segunda Carta-Relación de Hernán Cortés al Emperador Carlos V, del 30 de octubre de 1520Cuarta parte de la Segunda Carta-Relación de Hernán Cortés al Emperador Carlos V, del 30 de octubre de 1520Biblioteca Virtual Antorcha