Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO QUINTO

MEETING DE LOS CAMPOS ELISEOS

En el curso de la discusión sostenida en las Cortes sobre La Internacional dirigiéronse toda clase de insultos a los trabajadores que aspiraban a su emancipación.

Cuantas frases ofensivas inventó la hipocresía para calumniar a la honradez, fueron lanzadas por aquellos escépticos, parapetados en su inmunidad~,con aplauso de cuantos se enriquecen y gozan a costa del sudor y del la sangre del ciudadano pobre.

La Federación Madrileña de La Internacional creyó de su deber formular una enérgica protesta, y al efecto se propuso la realización de un acto de carácter revolucionario que revestía cierta semejanza con aquellos que los clubs y las secciones de París efectuaban durante el período de la Convención.

La Comisión de propaganda del Consejo local de dicha Federación, previo el aviso correspondiente a la autoridad con veinticuatro horas de anticipación, citó solemnemente a los detractores de La Internacional a pública controversia por medio del siguiente cartel que apareció fijado en las esquinas de Madrid la mañana del 22 de Octubre de 1871:

ASOCIACIÓN INTERNACIONAL DE LOS TRABAJADORES
¡ALTO!
AL PUEBLO MADRILEÑO

A La Internacional se le está procesando en las Cortes.

El ministro de la gobernación la ha citado a la barra; pero como según parece las prácticas parlamentarias no permiten esto, puesto que no ha sido avisada esta Asociación con tal objeto, el tribunal condenará a la víctima sin escucharla.

Nosotros protestamos contra ese atentado, y puesto que no quiere oirse nuestra defensa ante las Cortes, citamos nosotros ante el tribunal de la opinión pública a todos los que nos han atacado y principalmente a los diputados Sres. Jove y Hevia y Candau, para que, repitiendo las calumnias dirigidas a nuestra Asociación, podamos nosotros defenderla.

La opinión pública, constituida en jurado, fallará en esta causa y dará la razón al que la tenga.

La Comisión de propaganda del Consejo de la Federación local Madrileña se encarga de la defensa de La Internacional, y espera que los señores citados y todos los que como ellos piensen acudan a una reunión que tendrá lugar hoy domingo 22 del corriente, a las tres de la tarde, en el Teatro Rossini (Campos Elíseos) donde les probaremos que nos calumnian.

Si tenéis fe en la verdad de lo que habéis dicho, acudid a la cita; y tú, pueblo trabajador, puesto que de tus intereses se trata, no dejes que arrollen tu bandera, acude también.

Madrid 22 de Octubre de 1871.
La Comisión de propaganda.

A la hora indicada hallábanse los jardines de los Campos Elíseos llenos de gente esperando que se abriera el teatro, que se abrió con algún retraso, en virtud de algunas dificultades autoritarias que surgieron a última hora, pero que se vencieron al fin oyendo la voz de la prudencia.

Abrióse el teatro y llenóse en seguida, dando inmediato principio al acto.

Presidió Paulino Iglesias, quien expuso breve y sencillamente el objeto de la reunión, declarando que los Sres. Jove y Hevia y Candau tenían el derecho y el deber de repetir allí cuanto en desdoro de La Internacional y de los trabajadores que la constituyen habían dicho en el Congreso, y que para refutarlos la Comisión había designado a varios compañeros. En su consecuencia, invitó a los Sres, Jove y Hevia y Candau o en su defecto a cualesquiera otras personas solidarias de sus ideas a que sostuviesen las imputaciones hechas en el Congreso por dichos señores contra la Asociación Internacional de los trabajadores.

Nadie respondió a la invitación de la presidencia, repetida dos veces más, y tras un corto silencio me concedió la palabra.

Tengo a la vista dos extractos de mi discurso: uno de La Epoca y otro de La Emancipación; aquél escrito por un enemigo y éste por un compañero, pero coinciden en lo substancial. Opto por copiar al enemigo:

Salió a la palestra Lorenzo, oficial tipógrafo, quien con palabra poco inafluyente pretendió demostrar que La Internacional tenía un alto fin moral; pero de cualquier manera, era un hecho fatal y no había más remedio que aceptarla. Quejóse del monopolio ejercído por las clases privilegiadas sobre la instrucción pública y de que el obrero, por las condiciones económicas a que la sociedad le tiene relegado, esté desheredado de todo progreso científico, siendo la ciencia que se adquiere en las universidades patrimonio exclusivo de los que pueden costear una lujosa educación. Máquinas vivas llamó a los de la clase a que pertenece, criadas en el servilismo del trabajo desde la infancia. Hemos pedido, exclamaba, rebaja en las horas del trabajo, porque necesitamos libertad para pensar, para estudiar, para aceptar nuestra responsabilidad de ciudadanos; hemos reclamado el tiempo que nuestros explotadores nos roban, y que necesitamos para dedicarlo a nuestros intereses morales. La rebaja en las horas de trabajo no es la holganza. (Aplausos). Nos llamáis inmorales porque atacamos vuestros intereses y no queréis reconocer los nuestros. Terminó con esta declaración: Si a La Internacional se la declara fuera de la ley, La Internacional declarará a la ley fuera de la razón y de la justicia. (Grandes aplausos).

El presidente concedió nuevamente la palabra a Candau, Jove y Hevia o a cualquier amigo suyo, sin que nadie aceptara la invitación.

Presentóse el compañero Mesa, quien haciéndose cargo de la acusación según la cual La Internacional quiere la destrucción de la familia, hizo notar la hipocresía de los acusadores, admirándose de que se atrevan a hablar de familia hombres tan corrompidos como los moderados, que dieron el ejemplo de haber constituído un ministerio en que ni uno solo podía presentar su familia en público porque, aunque casados todos y algunos con hijos, cada cual vivía en alegre concubinaje. Nosotros, dijo, queremos que la familia tenga por base el amor, y que en ella, como en todas partes exista la libertad y la igualdad. En la sociedad presente la única familia honrada es la del pobre, a no ser cuando viene el rico y la prostituye.

Entrando en otro orden de consideraciones negó cuanto se había fantaseado en el Congreso acerca de los estatutos de La Internacional, evidenciando lo falso y ridículo de ciertas acusaciones lanzadas sin convicción y a tontas y a locas por los mismos acusadores.

Llamó la atención sobre la rara coincidencia de que cuantos combaten La Internacional por inmoral y peligrosa se muestren partidarios de las sociedades cooperativas. Jove y Hevia, dice, no las mira con mal ojo, y Candau se declara protector de ellas y se jacta de haber dado dinero y consejos a sus trabajadores para que las formen; porque, sépase que el Sr. Candau es un rico propietario de Morón, muy filantrópico; tanto, que estuvo a punto de ser elegido diputado en las eleccioncs de 1869, y lo hubiera sido si no fuera porque a un chusco se le ocurrió exhibir a la puerta de cada uno de los colegios electorales un tarugo de pan duro, negro e inverosímilmente malo con esta inscripción: Este es el pan que el candidato Candau da a sus jornaleros.

Otra vez concedió el presidente la palabra a los Sres. Candau, Jove y Hevia o a algún amigo suyo, tan inútilmente como las anteriores.

Francisco Mora extrañó la ausencia de los acusadores de La Internacional, deduciendo de ella que aquellos señores se habían rodeado de los privilegios que otorga el Congreso para mentir impunemente.

Expuso la historia de La Internacional, considerando como génesis la reunión de los delegados obreros de diversas naciones que concurrieron a la Exposición Universal de Londres de 1862, y como primera manifestación de su existencia el meeting celebrado en 28 de Septiembre de 1864 en Saint Martn's Hall, Londres continuada luego en la brillante serie de sus Congresos.

Explicó el colectivismo como la síntesis de estas dos ideas inharmónicas que vienen disputándose el dominio del mundo: la libertad y la igualdad. El comunismo con su tendencia a la igualdad absoluta perjudica a la libertad, en tanto que el individualismo con su libertad desenfrenada es absurdo y antisocial. El colectivismo toma del comunismo la propiedad común de la tierra y de los instrumentos del trabajo, lo da a título usufructuario a las corporaciones productoras agrícolas e industriales, y, conforme con el respeto al derecho individual, deja a los individuos la libre disposición de los productos del trabajo.

Manifestó que la cuestión de la herencia, dé la que equivocadamente dijo Castelar que no se habían atrevido a resolver los Congresos internacionales, no podía ni debía ser objeto de una resolución, puesto que transformada la propiedad actual de la tierra y de los instrumentos de trabajo en propiedad colectiva de la sociedad entera, la herencia quedaría abolida naturalmente.

Declaró que no somos enemigos de las clases privilegiadas, ni las queremos destruir, sino sencillamente las llamamos a razonar para decirles: venid a trabajar con nosotros y tocaremos a menos fatiga y mayor goce; transijamos de una manera equitativa en beneficio de todos. Pero nuestra voz se pierde en el desierto porque la moral de la burguesía es como un gabán cortado a su medida y no viene a la clase trabajadora.

Dirigiéndose a la prensa, reclamó a su concurso para que todos trabajen al fin de la Asociación Internacional, puesto que todos tenemos intereses comunes, terminando con la afirmación de que los grandes ideales de progreso se fecundan y agitan con las persecuciones.

La acostumbrada concesión de la palabra a Candau y Jove y Hevia, tamo bién fue desatendida esta vez, presentándose Guillermina Rojas, quien en razonado y elocuente discurso hizo la apología de los principios de La Internacional; censuró la propiedad individual por injusta; la idea de patria, por antihumanitaria, y la actual constitución de la familia, por deficiente respecto del cuidado físico y moral de los hijos, y tiránica respecto de la mujer, afirmando que no es concebible racionalmente la unión del hombre y la mujer más que por el amor, y por tanto se declaró opuesta al matrimonio. En cuanto a religión, La Internacional no tiene ninguna, porque admite a toda clase de creyentes, y cada cual, en el sagrado de su conciencia podía levantar un altar al dios de su preferencia.

Calificó de cobardes a los diputados acusadores de La Internacional, y terminó dirigiéndoles estas palabras: Queréis oponeros al concurso majestuoso y avasallador de las aspiraciones proletarias, ellas os envolverán con su fuerza incontrastable.

Produjéronse dos o tres incidentes sin importancia, aunque demostraron que si los acusadores de La Internacional carecieron de valor para presentarse enviaron perturbadores con el fin de impedir la realización del acto.

Mora hizo el resumen de las ideas expuestas formando un bello y razonado conjunto.

El presidente preguntó a la reunión si opinaba que las imputaciones dirigidas a La Internacional en el Congreso eran ciertas o calumniosas.

Una exclamación grande, magnífica, espontánea, sin una voz contradictoria, se alzó para protestar contra los calumniadores.

Grande fue el efecto causado en la opinión por el acto que queda reseñado. El Gobierno y su satélite el Parlamento, claro está, llevaron la farsa hasta el fin: a ello quedaron comprometidos gobernantes y legisladores desde el momento que iniciaron el asunto, y sabido es que esa gente cumple lo que promete cuando se trata de cosas malas.

Por su parte la prensa en general se manifestó mogigata y reaccionaria hasta un extremo inverosimíl, tomando el nombre de Guillermina Rojas y sus declaraciones como pretexto para exponer hipocresías, doctrinas trasnochadas y ridículas lamentaciones.

Como muestra de las maniobras de la prensa sobre este asunto, inserto el siguiente comunicado que en su justificación y defensa vióse Guillermina obligada a publicar:

Sr Director de El Debate.

Muy Sr. mío: He leído en uno de los números del periódico que V. dirije, un artículo fundado sobre un escrito que ha aparecido en El Lusitano, de Mérida.

Según el referido periódico, he estado en aquella ciudad vendiendo botellas, no sé de qué, y drogas medicinales, en compañía de un caballero francés.

Sepa V., señor director, que tan pronto ha estado en dar crédito a lo dicho por El Lusitano, y que por las apreciaciones que se escriben en el periódico de su dirección parece se hace solidario de los insultos y dicterios que se me dirigen, que la que suscribe no ha faltado un momento de esta capital, que jamás ha vendido drogas ni botellas para explotar a los pobres y ricos, ni ha ejercido jamás ninguna clase de industria.

Ha estudiado dos años en la Escuela normal de Cádiz, y recibido su título de maestra superior después de llenar todos los requisitos que entonces se exigían, consistentes en certificados de las autoridades que probasen una conducta irreprochable. Ha estado después ejerciendo dicha profesión, por espacio de dos años, en una de las escuelas públicas de aquella ciudad, hasta que, comprendiendo era imposible poder harmonizar sus ideas con la educación mística y la raquítica instrucción que se da hoy en las escuelas, presentó su dimisión y volvió a su primitiva ocupación, la cual era costurera de sastre, para ganar honradamente el sustento sin tener que violentar su conciencia abdicando vergonzosamente de sus ideas en beneficio personal.

Conste, pues señor director, que no es Guillermina Rojas y Origis, natural de las Islas Canarias, esa embaucadora de que habla El Lusitano; sino una modesta hija del trabajo, que gana el pan, en perjuicio de sus pulmones, trabajando para una de las sastrerías más conocidas de esta villa.

No dudo ni un momento que hará V. esta rectificación en el número próximo, pues es deber de V., como hombre honrado el poner en el lugar que corresponde mi dignidad ultrajada por un miserable que, sin conocerme, me insulta de la manera más soez. Caso de que yo hubiese sido esa madame Guillermina, comprendo que se discutiesen las ideas vertidas por mí, pero no que se desgarre mi honra por hombres que sólo me conocen por haber vertido ideas contrarias a las suyas con toda la franqueza que mi conciencia me dictaba.

De V. afectísima amiga, que le desea salud.

Guillermina Rojas y Orgis.
Madrid 19 de Febrero de 1872.

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