Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIGÉSIMO

FIN DE LAS CONFERENCIAS DE SAN ISIDRO

Gabriel Rodríguez tenía con nosotros una deuda de justicia, consistente en el sofístico e injurioso discurso con que contestó a los oradores obreros de la Bolsa, y Borrel se encargó de cobrársela.

Para qoe el efecto del suceso tenga el relieve necesario conviene tener presente que al prestigio de sabio economista que se concedía a Gabriel Rodríguez, contribuía su simpática y arrogante figura, su potente voz y su oratoria magistral, en tanto que su contrincante Borrel era un niño en apariencia, de poca edad, corta estatura, lampiño, vivaracho y risueño, sin otros títulos que garantizaran su intelectualidad que el de oficial sastre.

Si me sedujera el deseo de buscar analogías legendarias o históricas, diría que se trataba de una reproducción parlamentaria del suceso de David y Goliat.

Así se explica Borrel:

La intención de protejernos y aconsejarnos expuesta en un período revolucionario y después de manifestado nuestro propósito de alcanzar la integridad de nuestro derecho, hay que convenir por lo pronto en que es tardía, y si otros motivos no hubiera para dudar de su sinceridad, éste bastaría para rechazar por hipócrita y falsa la filantropía y la caridad, llamadla como quierais, de la economía política, especie de doña Juana de Robres que levanta un hospital para meter en él a los pobres a quienes despoja. Esto sentado, veamos que valor racional puede tener el cónsejo del ahorro que se nos propone: el ahorro, para el trabajador, con el sistema del jornal como retribución basado en las oscilaciones de la oferta y la demanda, es imposible, a menos que los que nos lo aconsejan quieran, no que nos privemos de lo superfluo, sino que limitemos lo necesario, en cuyo caso el ahorro como consejo es la sugestión del crimen y como práctica es un suicidio. Así ahorraba aquel gallego del cuento que llevaba los zapatos debajo del brazo, y se consolaba del dolor causado por un tropezón con la idea del beneficio que experimentaron sus zapatos por ir comodamente colocados bajo el sobaco. Además como no puede admitirse que haya dos pesas y dos medidas para los hombres, para que el ahorro sea bueno ha de ser aplicable a todos, y los señores economistas nos dirán qué sería de las ciencias, de las artes, de la industria, del comercio y del cambio si todos los humanos uno por uno, y como resumen las colectividades para ser prudentes y económicos hubieramos de limitarnos a tan estrecho modelo de conducta. Esos grupos de obreros ahorrativos que nos presentan como modelo, que empezando por una insignificante cantidad han llegado a alcanzar sumas fabulosas y han realizado grandes operaciones industriales y comerciales se componen de individuos que por haber provocado exageradamente una de sus facultades, desarrolladas a expensas de la atrofia de todas las demás, quedan desequilibrados moralmente, rompen la harmonía de proporciones que constituye el ser humano, faltan a las supremas condiciones de fortaleza, belleza y bondad y resultan una abominable mixtificación, una monstruosidad. Cultivando el ahorro se obtiene el avaro, no el ser perfecto para la harmonía social. Limitándose el hombre a lo necesario y absteniéndose de lo superfluo se llega a considerar como únicamente necesario lo imprescindible, y decidme qué haríamos de catedrales, palacios, museos, teatros, ornamentación pública y privada, refinamientos del lujo y todo lo que da relumbrón y aparato a nuestra civilización y ocupación y jornal a tanto asalariado. Ya sé que se me dirá que el esplendor de la santidad, la majestad del poder, el prestigio de la autoridad, merecen las distinciones de la opulencia; pero yo replico: todo eso vale menos que la virtud, para la cual se deja la miseria. Vuestros consejos no nos seducen; quedaos con ellos, ya que no seremos tan cándidos que os pidamos que nos aconsejéis con el ejemplo. No os pediremos que sustituyáis vuestra levita de burgués, vuestra toga, vuestra sotana, vuestro uniforme o cualquiera otra prenda de privilegiado por nuestra blusa de obrero; ni que os alimentéis con pan y cebolla, ni que llevéis vuestros hijos al campo, a la mina o a la fábrica sin pasar por la escuela ni menos pensar en la universidad, ni tampoco que obliguéis a vuestras mujeres a reemplazar al hombre en las más rudas faenas para trabajar más barato que él y dar más ganancia al capitalista, ni que por último reduzcáis el término medio de vuestra vida a esa insignificante proporción a que generalmente llega la vida del trabajador y que causa el efecto cuando se considera como si se tratara de una matanza colectiva, no; ni somos tan cándidos que os pidamos un imposible, ni tampoco queremos rebajaros; pero es inútil que pretendáis detenemos en nuestras reivindicaciones igualitarias con necios y ridículos sofismas.

A pesar de que en distintas ocasiones nos habíamos exhibido por las exigencias de la propaganda. los que podíamos ser considerados como individuos activos del primitivo núcleo organizador de La Internacional, la burguesia nos desconocía por completo: no se había percatado de nuestros trabajos, y en las conferencias de San Isidro pudimos jugarle una broma que puso en ridículo a los buenos burgueses que llevaban la dirección en el asunto de la defensa intelectual del privilegio.

Cinco sesiones transcurrieron en que los señores Bona, Rodríguez (D. Gabrid), Casalduero, Suñer y Capdevila y algún otro cuyo nombre he olvidado nos venían proponiendo como remedio a la pésima condición del trabajador, los específicos de su preocupación particular o si se quiere la panacea de su botica. De dos clases eran éstos: económicos y políticos, y tanto con unos como con otros se nos prometía la bienaventuranza, mientras que nosotros criticábamos y negábamos sin hacer afirmaciones concretas por nuestra parte y sin dar pie a los sabios para que nos volvieran la recíproca.

Si previamente hubiéramos sabido el tema de los discursos de nuestros pretendidos redentores no hubiera sido posible distribuir mejor las tareas, ni preparar las réplicas, ni pasar por alto ciertas consecuencias que nos hubieran llevado a extremos a que no queríamos llegar.

Borrel fue una especialidad contra los economistas: su crítica del ahorro era contundente, y cuando habia desmenuzado uno por uno los razonamientos y argumentos de aquellos satisfechos que nos predicaban la privación y abstención de todo lo que no era absolutamente indispensable para el sustento material, como si en nosotros no debiera haber otras manifestaciones vitales que las de la animalidad, las frases felices, los chistes agudos y el inevitable ridículo caían como lluvia menuda sobre el desdichado sabio que tan detestable criterio había manifestado, quedando patente que los consejos que se nos daban, más que para nuestra libertad y nuestra felicidad, se dirigían a imponernos la calma y la paciencia para tranquilidad de los privilegiados.

Mora, con su aspecto grave y una elocución reposada y perfectamente ceñida al asunto, solía encargarse de los que nos prometían la Jauja republicana, demostrando con citas históricas y estadísticas de actualidad que, estando la máquina coercitiva del Estado fundada para mantener el orden, y por orden entienden los gobernantes el acatamiento incondicional a la autoridad, que llaman respeto a la ley, y ésta en último lugar no es más que la sancionadora de la usurpación de la riqueza natural, la producida por el trabajo y la de los medios de producir, no queda para nosotros los trabajadores más que la servidumbre, sea en forma de esclavitud, como en tiempos antiguos, o de salario como en los actuales; de los cambios de régimen político no podemos esperar nada verdaderamente serio y eficaz para nuestra emancipación; concluyendo que los que nos proponen que ingresemos en el Partido Republicano no se inspiran en la justicia de nuestras reclamaciones sino que solicitan nuestro concurso para su encumbramiento.

Ayudando yo a Mora en la tarea de combatir las solicitaciones de los políticos suscité un incidente con Suñer y Capdevila, que explicaré previa la siguiente digresión. Tenía este señor por sistema, en sus controversias con los socialistas, presentarse más radical y revolucionario que ellos, para tener derecho luego a que éstos como compensación acatasen la República. Una noche, discutiendo con unos obreros en el club de la calle del Lobo, se proclamó comunista; pero su contrincante le replicó leyendo el siguiente párrafo de un discurso de Bakunin:

Porque me he declarado partidario de la propiedad colectiva, se me ha tildado de comunista. Yo detesto el comunismo, porque es la negación de la libertad y no puedo concebir nada humano sin llbertad. No soy comunista, porque el comunismo concentra y absorbe todas las potencias de la sociedad en el Estado, porque conduce necesariamente a la centralización de la propiedad en el Estado, en tanto que yo quiero la abolición del Estado, la extirpación radical del principio de autoridad y de tutela del Estado, que bajo el pretexto de moralizar y civilizar los hombres, los tiene avasallados, oprimidos, explotados y envilecidos. Quiero la organización de la sociedad y de la propiedad colectiva o social de abajo arriba, por el voto de la libre asociación, y no de arriba abajo por mediación de la autoridad, cualquiera que esta sea. Cómo consecuencia de la abolición del Estado, quiero la abolición de la propiedad individualmente hereditaria, que no es más que una institución del Estado y una consecuencia del principio fundamental del Estado mismo.

Ante semejante exposición, resultado de una convicción profunda, quedó Suñer y Capdevila sin saber qué contestar, demostrando claramente que la declaración comunista que acababa de soltar era una palabra vana, sin fundamento alguno en su inteligencia, que quebrantó no poco el prestigio que como médico y filósofo se había granjeado con su famoso lema: guerra a Dios, a la tisis y a los reyes.

Y vuelvo al incidente: Hablaba yo de cómo dividen las pasiones políticas a los que, por tener idénticos intereses, debieran estar unidos en sus aspiraciones emancipadoras; exponía los desastrosos efectos de las guerras civiles que tanta sangre, ruinas y atraso nos han producido; hacía notar el encono que divide a los adversarios políticos, mientras los jefes de los partidos, parodiando a los augures que se burlan de la credulidad de las gentes, viven en tranquila amistad después de haber lanzado en la tribuna los rayos de la elocuencia como si trataran de exterminarse recíprocamente, cuando de pronto se levanta Suñer y Capdevila, y, en términos descompuestos y con palabras inconvenientes, protesta negando la veracidad de mis afirmaciones respecto a los jefes de los partidos, que calificó de falsas e injuriosas. Por mi parte repliqué que los hechos en que fundaba mis afirmaciones eran harto patentes, y no era suficiente la preocupación política del Sr. Suñer y Capdeliva para desvanecerlas. La única declaración que podía hacer en honor de dicho señor era asegurar que no había pensado en aludirle personalmente, porque hablaba en términos generales, y él, además, no tenía la significación ni el carácter de jefe de partido, rogándole moderase sus ímpetus, no se diera el caso de que alguno le aplicase aquel refrán: el que se pica ajos come. Quedó el pobre médico algo corrido ante el fracaso de su protesta y patente la verdad de mis exposiciones, no siendo por nadie puesto en duda que con República y sin ella, en la repartición de los bienes constitutivos del patrimonio universal y en la repartición de los productos del trabajo el capitalista se lleva la parte del león, y por último, que ser republicano, matarse por la República en el campo o en la barricada o perder el tiempo en el colegio electoral para quedar asalariado como sucede en la monarquía era un vano cambio de etiqueta que distaba mucho de resolver el problema planteado.

Morago con sus geniales improvisaciones, varios compañeros cuyo nombres no recuerdo con su oporiuna intervención. presintiendo diversos puntos de vista del asunto que se debatía, y Gomis desde la presidencia con su acertada dirección, sus discretas indicaciones y la serena imparcialidad con que procedía, todos los buenos amigos aquellos que obraban inspirados por los grandes ideales, se me representan jóVénes, alegres y fuertes como eran entonces, animados de bellísimos sentimientos, poseídos de ardiente entusiasmo, dispuestos al sacrificio si era necesario lo mismo que fraternizar magnánimente con los vencidos después del triunfo de la futura Revolución Social, y al considerar que algunos han muerto, otros cayeron en enervante escepticismo y todos los sobrevivientes hemos entrado ya en el triste período de la vejez ...

Decía que en aquellas conferencias jugamos una broma a la burguesía, y en efecto, el hecho se patentizó en la quinta sesión.

Al declarar abierta la sesión el presidente manifestó que habiendo sido convocadas las conferencias en virtud del reto que D. Gabriel Rodríguez lanzó a los compañeros Morago y Lorenzo que intervinieron en las reuniones públicas celebradas en la Bolsa por la Asociación para la Reforma de Aranceles, y habiendo pedido el concurso de los intelectuales del privilegio, visto el éxito negativo de tal concurso, escaso de personal burgués y aun más escaso de ideas, puesto que cuanto han propuesto aquí los señores que han venido a ilustrarnos es reconocidamente ineficaz, declaro en nombre de los iniciadores de estas conferencias que no podemos aceptar los consejos que se nos han dado, y que por nuestra parte tenemos un ideal concreto y bien determinado a la par que un medio positivo y seguro para conseguirlo, representamos la Asociación Internacional de los Trabajadores, y como ella y con ella queremos nuestra emancipación de la tiranía política y capitalista. Aspiramos a organizar la sociedad sobre la base del trabajo y la equitativa repartición de sus productos para que cese de una vez y para siempre la opulencia holgazana y la laboriosidad miserable. Somos hermanos y cooperadores de todos los trabajadores del mundo civilizado que en los actuales momentos se organizan y se agitan parea conquistar sus derechos, que desconocieron todas las religiones, todos los régimenes políticos, todos los códigos, y con ellos, teólogos, moralistas, filósofos, legisladores y gobernantes. Queremos, en una palabra, que desaparezca la usurpación productora de todo antagonismo, para que se establezca la justicia y brille esplendente e inextinguible la fraternidad.

Con aplausos, aclamaciones y gritos de alegría fue acogida la declaración de la presidencia, aprovechando los sabios burgueses aquel entusiasmo para desaparecer ocultando su ridícula derrota.

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