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DISCURSO

Pronunciado por el licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, representante del Club Liberal Ponciano Arriaga, en la solemnldad organizada en Pinos por el Club Liberal Jesús González Ortega, de esa ciudad, el 18 de julio de 1901, en honor del Benemérito de América, Benito Juárez.

Intransigencia para el enemigo irreducible, guerra sin cuartel para el conspirador sempiterno, nada de tregua para quien busca la emboscada y se recrea con el complot subterráneo: tal debe ser el grito de combate del Partido Liberal, ésa la fórmula que encarne todas sus tendencias, ése también el propósito y el criterio que lo guíe en todos sus actos, ya que en suerte le ha tocado combatir con quien no descansa ni olvida, ni perdona, ni transige; con un clero que convierte la cruz en arma de combate, el altar en fortaleza y el templo en arsenal inmenso de guerra.

Quédense las complacencias para el enemigo leal, las conciliaciones para quien alguna vez haya sentido deseos de concordia y abrigado sentimientos nobles y resérvense las transacciones y los armisticios para quien sea capaz de respetarlos y cumplirlos.

Para el cIero hipócrita y artero, para el Partido Conservador recalcitrante y reacio, 'para secuaces que dócilmente siguen la sugestión de quien es revoltoso y fue traidor, de quien trajo a Maximiliano y celebra hoy tratados de alianza y pactos leoninos de conciliación con el Hombre de Tuxtepec, para ese cIero intrigante falsario, que lo mismo seduce a una doncella que corrompe a un gobernante; para él ... la lucha de todos los instantes que él quiere y que él provoca. La respuesta de lo inexorable para él que es lo intransigente y el espectáculo de lo implacable y de lo siniestro, único capaz de contener a quien toma de lo infinito sólo la crueldad, y de lo inmenso únicamente la venganza.

Así luchó Juárez, y sólo así pudo vencer. En medio de esos principios terriblemente severos nació la Reforma, con ellos se alimentó y a ellos le debe que en vez de haber sido la burla de la historia, fuese el derrumbe de una civilización ya vieja y fuese también la rehabilitación del hombre y la emancipación de la conciencia humana.

Juárez fue grande, porque fue inexorable, porque dio el golpe de gracia a la opulencia del clero y porque en la persona de Maximiliano mató al Imperio. Triunfó, porque supo hacerse superior a las circunstancias y arrostrar con fe ciega los acontecimientos. Venció a un adversario, el más temible de todos, debido a que nunca cejó, nunca se dio reposo y vigilando siempre al enemigo se decidió a observar sus movimientos sin sufrir un instante de distracción ni de desmayo; de tal suerte que siendo siempre el perseverante y el inflexible, fue también el victorioso y el jamás vencido.

Tenía un gran rival: el Partido Conservador.

Es decir, la mayoría, la fuerza del número, el poder aplastante de la imbecilidad, que pesa y anonada por ser el patrimonio de las grandes masas y el inseparable tributo de las grandes aglomeraciones humanas. Esa facción saca sus raíces de la familia, o sea de lo que nadie puede desarraigar, y pretende elevarse hasta Dios, que no puede ser derribado. Para ser invencible se apoya en la familia, y para ser respetable invoca a Dios. Pero es para prostituir a la familia y profanar a Dios.

Sea como fuese, el Partido Conservador sabe disimular su miseria y acude a lo más alto en lo humano y a lo altísimo en lo sobrenatural y en lo divino.

Y sin embargo, Juárez no midió sus fuerzas con las hercúleas del titán ni palideció ante la lucha. Todas las situaciones siempre lo encontraron impasible, con la serenidad del genio, que en vez de retirarlas las desafía y les sale al encuentro, soberbio, magnífico, radiante la frente por la seguridad del triunfo.

No era como los científicos del día que antes de intentar una reforma, consultan el estado de la atmósfera social y desisten si amenaza tempestad o se hielan y se entumecen si en el ambiente se experimenta el frío glacial de la indiferencia o de la ignorancia.

El mérito de los redentores, de los salvadores de pueblos está en sobreponerse al medio y corregirlo, en no asustarse con la amenaza de una sociedad idiotizada que la mano plagada de perlas de un arzobispo maneja y humilla a su antojo, con la misma facilidad con que el látigo hace andar a la bestia de carga; sino antes bien en intimidarla y desarmarla con el derroche de energías indomables y la súbita explosión de medidas augustas y terribles; ora sea el cadalso que la revolución francesa hizo levantar para cada déspota, y la guillotina que hizo funcionar para todos los cobardes; ora sea el exterminio que Juárez decretó para todo montón de riquezas amasado con el sudor y la sangre del pueblo.

Si Juárez, ofuscado por ese maldito horror que las grandes miserias y las grandes catástrofes sociales inspiran, se hubiera echado en brazos de moderados y conciliadores, si en vez de rebelarse abiertamente contra la infame especulación del clero, contra esta explotación pública y desvergonzada de la conciencia de los imbéciles, de los candores de los maridos y de los caudales de las beatas, hubiese hecho concesiones y hubiese vacilado en presencia de ejércitos sublevados en masa, de conspiraciones sucediéndose sin cesar la una a la otra, y de multitudes amenazadoras y rugientes; a la fecha este mismo pueblo estaría presenciando los horrores de la intolerancia religiosa: hogueras levantadas quizá para los periodistas que se atreven a acusar al padre Icaza, tormentos de nuevo género para quienes con deleite hemos comentado la aventura del padre Amado y azotes furiosamente repartidos ante los audaces que llaman imbécil y caduco y culpable al arzobispo Alarcón.

¿Quién sabe si en este momento hubiésemos ya visto, con motivo de las Fiestas de la Paz, al presidente Díaz comulgando en nombre y en representación de la República?

Porque todo es posible en nuestra época y bajo nuestro gobierno; en esta época de conciliación con todas las bajezas, con todas las ignominias y con todas las desvergüenzas; en lo mismo transige el pueblo con el engaño infame de la no reelección y adula al hombre que le ha robado su fe en la República y su amor a la libertad, que transige el jefe de Estado con la prostitución encerrada en los conventos como en letrinas, con la seducción organizada en las sacristías, a manera de trampas de que no escapará la doncella, y con la traición y el oscurantismo elevados al poder, bajo la forma de gobernadores reaccionarios, como el de Zacatecas y el de San Luis, de gobernantes traidores como el de Yucatán y de gobernantes pésimos como los de toda la República.

Hoy se transige con el clero a sabiendas de que conspira; se apoya descaradamente a los conservadores y se les hace el honor de investirlos con cargos públicos, aunque se sepa que con sólo ocuparlos los deshonran, y que permaneciendo en ellos han de fundar tarde o temprano el concubinato oficial entre la Iglesia y el Estado, hoy, por fin, se ha fraguado una especie de armisticio que viene a romper la eterna, la sacra lucha de la verdad contra las tinieblas, de la civilización contra el retroceso, y a permitir que al amparo de semejante tregua aguce el clero sus armas, organice sus columnas de ataque e infunda en las masas con predicaciones y pasquines, el virus terriblemente contagioso de la sedición y del descontento.

Se conspira, se sugestiona al pueblo en nombre de la cruz, se le azuza en contra de nuestras instituciones, se le enseña a odiar a nuestros mártires y a nuestros héroes, y con el aguijón del fanatismo se le punza para que se yerga contra los hombres leales que quieren libertarle de la tutela del fraile.

Y a sabiendas de todo esto, a despecho de las reclamaciones de la prensa honrada, y aunque se vean circular con profusión hojas sueltas en que el clero con todo descaro prepara una nueva y gran cruzada, la cruzada de los guadalupanos, de los beatos y de los tartufos, contra los amigos de la libertad, los guardianes de las instituciones y los defensores de la honra nacional: a pesar de que se ve la sotana alternar marcialmente con los entorchados del militar y la casaca del matrimonio; ni el supremo gobierno sacude su indolencia, ni las autoridades locales dejan de celebrar consejo con curas y hermanos de la Vela, ni los ciudadanos tampoco en su arranque de dignidad arrebatan a sus familias del fango en que el clero quiere hundirlas y muchas veces las hunde.

Pero hay algo más sensible. Como si este espíritu de conciliación fuese una epidemia, una plaga social que por todas partes cunde, a las cimas del poder asciende y baja a la cabaña del infeliz, el pueblo mismo se siente devorado por esa fiebre de complacencia para con el mal y no reconoce límites, ni medida, ni dique en esa inclinación maldita.

Así lo vemos entonar himnos de alabanza en honor del caudillo que traicionó a la democracia, y llamar héroe a quien hizo la paz para provecho propio y más opípara alimentación de los parásitos del presupuesto; y señalar como candidato apetecible para la presidencia de la República a un hombre que estará muy bueno para educar reclutas a cintarazos y hacer perder la vergüenza a sus subordinados, pero que no tiene un átomo de demócrata, ni la más leve tintura de estadista, ni conoce el respeto a la ley, ni tiene a la Magna Constitución de 57 en más aprecio que el acicate que clava hoy en los ijares de su caballo y hundirá mañana en las entrañas del pueblo.

La política de las complacencias no es la política que salva a los pueblos; el sistema de gobierno que esgrime la crueldad contra el ciudadano digno, que bárbaramente sacrifica a quien hace respetar sus derechos, que sólo da empleos a quienes tienen por virtud la horrible cualidad de la obediencia ciega; ese sistema es el sistema de lo inmoral, de lo desastroso y de lo infame.

Estamos en pleno periodo de conciliación y de paz; pero de conciliación con lo asqueroso y de paz para lo inicuo.

Estamos en paz con el clero, aunque conspire y prostituya; en paz con el extranjero, aunque nos humille y nos explote; en paz con la inmoralidad administrativa, aunque deshonre al país y conculque el derecho.

Estamos en paz con el seductor de doncellas, con el ladrón de honras, con el sacerdote que roba herencias, con el que embrutece entendimientos, con el que lanza el grito de rebelión y con el que se yergue insolente ante las instituciones para arrojarles salivazos y mancharlas con la baba de su odio.

Conciliación sí; pero no entre los derechos legítimos, no entre las exigencias racionales; no la conciliación que quería Juárez: el respeto al derecho ajeno es la paz; no la conciliación forjada a golpe de yunque, entre el derecho y el atentado, entre la ley y la conspiración, entre la virtud de la democracia y la asquerosa podredumbre del sátiro; entre las Leyes de Reforma que quieren que sólo haya un poder civil, pronto a reprimir los abusos e inspirado siempre en los principios de la justicia, y la desenfrenada audacia de un clero que pide impunidad para sus raptos, para sus adulterios, para sus éxtasis eróticos, para sus aventuras de fauno, y también para sus fáciles y brillantes conquistas de fortunas enteras, de fabulosas riquezas, arrebatadas al candor de un fanático o también muchas veces, a la miseria de las clases desheredadas.

Libertad para lucrar con el centavo de la viuda, con el centavo del menesteroso, con la cuota que se paga por nacer, por rezar, por casarse, por morir. Libertad para falsificar y prostituir la religión de amor que predicó el crucificado.

El clero pide esa libertad y la libertad de preparar un cataclismo para el poder civil, y el poder civil en nombre de la conciliación se la concede.

Necesitamos que renazca el espíritu de Juárez, y que sus manos inexorables purifiquen nuestra vida política limpiándola de tanta abyección, de tanta inmundicia y de despotismo tan grande.

Se hace preciso que el hálito vital del grande hombre se difunda por nuestro ser social y lo entone, lo fortalezca y lo limpie del contagio. Hace falta un Catón, severo, inflexible, incapaz de corromperse, que no descanse hasta quitar al clero su poder de absorción sobre las riquezas, su facultad de marchitar a mansalva el pudor de las doncellas y su temible virtud de adormecer las conciencias, de hipnotizarIas y reducirlas a instinto; pero instinto ciego, brutal, de desolación y de exterminio, el mismo que produjo la matanza de St. Barthélemy, alimentó las hogueras de la Inquisición, destruyó los tesoros artísticos de los aztecas, condenó a Galileo, ignoró a Colón, y estuvo a punto de convertir a la Europa en una interminable procesión de idiotas, encabezada por embaucadores y por tiranos, y a la América en una inmensa desconocida.

Hace falta también un hombre de la talla de Juárez: austero, impecable, obsesionado por una idea fija de libertad, frenético adorador del derecho, y enemigo jurado del prevaricato y del abuso, que dé a cada cualidad y a cada vicio social su recompensa y su castigo; a la ineptitud, a la imbecilidad y al retroceso, el humilde rincón del olvido; a la ductilidad, a la desvergüenza y al servilismo el puntapié formidable del desprecio; y a la picardía judicial, al vandalismo administrativo y a la escandalosa explotación de los empleos en provecho del propio estómago, a esos vicios que hoy por hoy, son el ornato de nuestro régimen de gobierno, a ellos, el lúgubre calabozo en donde todo queda recluido y sofocado todo, hasta el hedor de la podredumbre humana, todo, hasta la pestilencia de los caciques corrompidos.

De otro modo la salvación es imposible y el triunfo quimérico.

Si Juárez venció, fue porque se manifestó invencible; pues ni dio nunca tregua al enemigo ni nunca le hizo concesiones.

A las predicaciones turbulentas opuso leyes que fulguraban con la luz centellante de las tormentas, a las multitudes llevadas al paroxismo las dominó con su impasibilidad estoica de ciertas ocasiones y con sus golpes aplastantes de otras veces; y cuando el clero pensaba que con sus convulsiones formidables iba a inspirar respeto al Hombre de la Reforma y a imponerle condiciones, éste, levantándose hasta la apoteosis e irguiéndose sublime ante el peligro, anonada a su adversario, aplasta al clero, lo asombra y lo desarma con esa ostentación de pasmosa serenidad ante el precipicio, con ese sublime alarde de confianza en sí mismo y en su causa, con ese reto inaudito, para todos inesperado y abrumador, para el fraile y para el beato, que se llamó la Ley de Nacionalización, la Ley del Matrimonio Civil, la Ley de la Igualdad de Cultos.

Así pudo triunfar, arrastrando en pos de sí a la victoria domeñada, al fraile estupefacto, a las masas magnetizadas por tanta grandeza, a sus partidarios electrizados por tanta audacia.

Así pudo minar para siempre el solio en que los embaucadores de bonete reínan bajo el palio y entre nubes de incienso, y desgarrar también en mil pedazos la venda que ocultaba al pueblo la verdad, para azotar con ellos el rostro de la clerecía y arrojarlos después al inmenso montón de las cosas inservibles.

En nombre de la patria, os lo pido, ciudadanos: no deis la razón a los conciliadores; porque aplaudirlos, es maldecir a Juárez, y renegar de Juárez, compatriotas, es renegar del progreso.

La civilización y la patria, exigen de vosotros que no seáis complacientes con el enemigo jurado de las libertades públicas, y eterno deturpador de nuestros héroes y que no os convirtáis en cómplices de esos infames que, así como deshonraron a su país con el lodo de su traición y la pantomima inmunda del Imperio, se dedican ahora a manchar a las familias y a las más castas doncellas con el rastro abominable de sus aventuras faunálicas.

Y como el enemigo cuenta con aliados, y aliados poderosos, y posee inmensos caudales y tiene pendientes de sus labios legiones de fanáticos, y día a día aumenta sus tremendos recursos, ya es tiempo de exclamar con el ministro de Juárez: Ahora o nunca las instituciones se salvan.

Antonio Díaz Soto y Gama


Este discurso ocasionó mi prisión arbitraria en Pinos, lo publico únicamente para que el público y la prensa honrada juzguen si hubo delito o si se trata de una burda alcaldada o de un insufrible abuso.

Antonio Díaz Soto y Gama


Como ven nuestros lectores, este discurso, si bien contiene conceptos rebosantes de virilidad, ellos no ameritan castigo alguno. El artículo 6° de la Constitución dice: La manifestación de las ideas no puede ser objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque la moral, los derechos de tercero, provoque algún crimen o delito o perturbe el orden público. Con las ideas manifestadas en el discurso de nuestro querido amigo no se atacan los derechos de tercero, ni ningún crimen o delito se provoca, ni se perturba el tan cacareado orden público de que se muestran tan celosos el presidente y todos sus empleados (gobernadores, diputados, jefes políticos, etcétera, etcétera), sin pensar que con sus intransigencias ponen en peligro esa paz pública, ni menos se ofende a la moral con el mismo discurso, que puede ser leído por la más púdica doncella, sin sonrojos ni rubores.

Por lo que se ve, que la actual administración no permite que se la descubra. Si en lugar de haber hecho la disecCión de la dictadura del general Díaz, el orador hubiera encorvádose para rendir tributo a la tiranía, se le hubiera premiado con un empleo vergonzoso o se le habría anotado en la lista de los próximos diputados. Pero como el señor licenciado Soto y Gama es un hombre de energía, talento y honradez, ha recibido como premio la cárcel.

Volvemós a protestar contra el inicuo atentado llevado a efecto en la persona del señor Soto y Gama. Cada vez que recordamos esa vejación, suspiramos por nuestra querida libertad deshonrada por el entronizamiento de los déspotas, violada por el asqueroso contubernio de la mojigatería monacal y la petulancia de la soldadesca.

El juez de distrito de Zacatecas acaba de pronunciar su fallo en el proceso y condenó al señor Soto y Gama a sufrir la pena de cuatro meses de arresto.

Como era de esperarse el acusado no se conformó con dicho fallo y apeló de él.

Parece increíble que a pesar de que el artículo 6° de la Constitución da amplia libertad a la emisión del pensamiento, se haya penado el ejercicio de esa libertad, o lo que es lo mismo, el ejercicio de un derecho legítimo.

Creemos que el Tribunal de Circuito al que tocó conocer de esa apdlación, revocará la sentencia del juez de distrito de Zacatecas. Así lo exige la buena administración de justicia, para que no se sigan llevando a cabo los atropellos de que son víctimas los ciudadanos que tienen la entereza de manifestar sus ideas sin dobleces, sino apegándose a la verdad.

Si el despotismo quiere que no se le descubra debe ajustarse a la ley; en caso contrario, esto es, si como hasta aquí continúa haciendo befa de nuestros principios, para cumplir su capricho sobre toda consideración legal, siempre habrá ciudadanos honrados que critiquen los desacatos que las autoridades cometen con la ley.

Urge que se moralice la actual administración, siquiera sea por decoro de la República, porque es antidemocrático todo ataque que se cometa a las garantías de los ciudadanos y es disolvente toda persecución que se efectúa contra los buenos patriotas.

(De Regeneración, No. 52 del 31 de agosto de 1901).

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