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LA VERDAD EN EL ASUNTO DE LAMPAZOS

Club Liberal Ponciano Arriaga. Centro Director de la Confederación de Clubes Liberales

LA PERSECUCION A LOS CLUBES LIBERALES

La férrea mano de la tiranía, que no puede tolerar el civismo ni la energía ni el ejercicio de los más sagrados derechos, está procurando acogotar al naciente Partido Liberal Constitucionalista, en su cuna.

La persecución se ha iniciado de una manera brusca y tenaz en los Estados de Nuevo León y Coahuila, que es en donde el militarismo se hace sentir con más fuerza.

Por más que sea inexacto cuanto dice la prensa timorata o la que alardea de científica, por más que sea una afirmación gratuita el suponer que si no hay clubes liberales en la frontera, es porque allí no hay clero que combatir; el hecho es que el miedo cerval que inspira un soldadón, ha impedido por completo la reunión de pacíficos ciudadanos, que, valiéndose de la ley y del orden; pretenden que no se lleve adelante esa mancebía entre la Iglesia y el Estado, mancebía que por lo vergonzosa tiene sus inmundos ayuntamientos en la sombra; y que, vigilando la vigencia de las leyes, cuidan al mismo tiempo la conducta de los mandatarios del pueblo, ya que éstos, por regla general, no buscan sino el provecho más monstruoso, así se despeñe la nación por la pendiente de la cobardía política o lo que es peor, por la sima de la ignorancia nacional.

Es perfectamente sabido que la malhadada Compañía de Jesús (esa orden político-religiosa que hasta los mismos pontífices han tenido que suprimir en prestigio y decoro de la Iglesia católica), que esa orden posee un colegio perfectamente bien montado en Saltillo, el Colegio de San Juan Nepomuceno, y que, por consiguiente, tiene en sus manos la educación de la juventud, que será el futuro germen de las tinieblas y del error. Es bien sabido que la conducta de los gobiernos de Coahuila y Nuevo León dejan mucho que desear, porque aparte de que esos gobernantes no han sido elegidos por el pueblo, sino colocados por fas o por nefas en sus tronos de caciques, contra la voluntad de los pueblos, dichos impopulares individuos son hechuras completas de la tiranía dictatorial que ha arrastrado por el suelo el pabellón de la Reforma, aliándose al clero y a los traidores de otros tiempos, hasta besar las plantas burguesas de los príncipes austriacos.

LOS LIBERALES DE LAMPAZOS HAN SIDO LAS PRIMERAS VICTIMAS

Periódicamente se reunían con las más sanas y pacíficas intenciones, creyendo en la verdad de los derechos políticos y haciéndose ilusiones sobre la existencia del régimen constitucional, se reunían para discutir los mejores medios de propaganda, para proponer las medidas legislativas idóneas para la conservación incólume de nuestras conquistas sociales y políticas; sus fines eran el aseguramiento del orden y el respeto efectivo de la ley; sus tendencias, las del ciudadano que no cree en la paz de la esclavitud, pero que sí confía en la paz de la democracia; y sin embargo, la ojeriza del poder desde un principio se desata contra ellos. La autoridad militar, extralimitando sus funciones y con una oficiosidad, por sí sola sospechosa y equívoca, se permite tomar cartas en el asunto, e invadiendo una esfera que bajo todos conceptos le está vedada, obliga a las autoridades civiles a desempeñar las funciones, nada gratas por cierto, del vigilante y del delator. Por conducto de ellas, los acecha, los espía, se informa con avidez inexplicable de los asuntos que se proponen discutir, minuciosamente se entera de los debates que sostienen, saca copias literales de los discursos como si fuesen planes de campaña ideados por potencia enemiga, indaga, curiosea los ulteriores propósitos del club; y cuando se ha convencido de que nada hay de ilícito, nada de atentatorio contra el sosiego público, y sí todo de acuerdo con los principios de la libertad y del civismo, como último recurso echa mano de la intriga burda y de la calumnia rastrera.

Se aprovecha el militarismo y torpemente explota un incidente chusco. Hace explosión un judas, que una mano desconocida prende, y con alarma digna de ser reservada para cuando se presente formidable e incontenible la invasión extranjera, se presenta en el lugar del suceso, del grotesco suceso, un cabo de rurales cuyo nombre fue conocido durante el voluntario destierro del valiente doctor Ignacio Martínez, y el famoso cabo no tiene empacho en ejercer pomposamente las funciones que en todo pueblo culto corresponden al policía de la ciudad o a la ronda del barrio.

Acude acompañado de varios de sus subalternos, pertenecientes todos al ejército federal, sin reparar en el ridículo imborrable que sobre éste arroja, desde el momento en que 10 destina a reprimir, como si se tratara de un motín y los curiosos vecinos fuesen feroces revolucionarios, lo que en todo caso a las autoridades locales, a los gendarmes municipales de la población tocaba castigar con la naturalidad, con la calma con que se castiga una sencilla falta de policía, que no tuvo más consecuencias que hacer saltar de sus lechos, con el sobresalto del insomnio, a los vecinos que dormían tranquilamente, o provocar la curiosidad inofensiva de los restantes moradores del pueblo.

Y para ello, para punir una simple contravención se pide a Monterrey un refuerzo de 250 hombres, se hace entrar en alarma a la población y se trata de conducir, y con gran aparato se conduce a la estación del ferrocarril, a cuatro liberales que, por simples sospechas de haber cometido una travesura de mal gusto, se juzga acreedores a ser sometidos en la misma capital del Estado a un consejo militar, que en nombre de la Federación los juzgue. ¡Consejo militar para juzgar a quienes encendieron un judas a media noche!

Acude el pueblo, legítimamente alarmado ahora por el alboroto que los mismos defensores de la paz improvisaran; se atreve a hacer demostraciones de simpatía en favor de aquellos a quienes claramente se trata de atropellar sin otra causa que ese enfermizo prurito de persecución de que los tiranos medrosos adolecen; y cuando el presidente del club y distinguido caballero don Francisco Naranjo (h), haciéndose intérprete de sentimientos que palpitan en todos los pechos, con franqueza declara a los prisioneros que su aprehensión es honrosa, y segura su pronta libertad, el mismo cabo de rurales, siempre pronto a trastornar el orden que decía guardar y a poner en peligro derechos que se han colocado bajo su protección, con voz altanera y estentórea da la arbitraria orden de ¡silencio!, como si para él y sus inspiradores fuese una necesidad de vida o muerte el sofocar todas las lamentaciones de indignación, todos los sentimientos que revelen vigor y valentía, y todos los gritos que simulen una protesta o sean eco del descontento público.

Se oyen dos disparos que lanza el mismo oficioso cabo de rurales. La alarma cunde y el escándalo se improvisa, porque así lo quisieron los guardianes del orden.

Y como si no bastara tanto exceso y torpeza tanta para dar gusto al elevado personaje cuyas secretas instrucciones se ejecutaban, amarráronse con fuertes cordeles a los presuntos responsables de la explosión de un judas. Ya antes habían sido abofeteados y cubiertos de improperios, en castigo de su enorme delito, de la tremenda falta de haber incurrido en el desagrado de un mandarín suspicaz y voluntarioso.

Pero los propósitos de los guardianes del orden iban mucho más lejos y de seguro no se saciarían con tan poco. Breves instantes después la casa del señor ingeniero Naranjo se hallaba literalmente sitiada por las fuerzas federales, compactas patrullas recorrían las calles inmediatas, y no se dejaba el paso libre a ningún transeúnte sin haberlo examinado cuidadosamente a la luz de una linterna. Se esperaba reconocer en alguno de ellos al señor Naranjo, a quien seguramente no estaba reservada ninguna feliz aventura. El enigma se aclaró bien pronto. Con voz perfectamente perceptible y que muchas personas escucharon, entre ellas el mismo aludido, tuvo uno de los hombres que militaban en las fuerzas sitiadoras, la franqueza de exclamar frente a la casa de Naranjo: Si intenta entrar o salir el señor Naranjo, se le hace fuego sin más consideraciones y se le mata como a un perro. Afortunadamente, el ciudadano amenazado de un modo tan feroz se hallaba en su casa, a donde había llegado en coche.

Si no hubiera sido por esto, si el señor Naranjo se hubiera dirigido a pie de la estación a su casa, muy probablemente los sitiadores hubieran conseguido su objeto.

48 horas duró el asedio. El señor Naranjo se rindió tan luego como hubieron presentado orden escrita de autoridad competente, y desde luego con toda pompa y oficial regocijo, fue conducido a la ciudad de Monterrey, tan conocida en la historia de nuestras tiranías.

Complicándose entre tanto los sucesos como en trama infernal y sucediéndose con rapidez creciente, eran cateadas las casas de los principales liberales del pueblo, registradas sus cartas más íntimas y villanamente turbada la tranquilidad de sus hogares.

Estos detalles, rudos y saturados de encono, como lo son la mano y la conciencia de quien los combinó y mandó ejecutar, se traducen en dos solas palabras: persecución gratuita. Sólo atribuyéndoselos a un apasionamiento desbordante, a una explosión violenta de rencores, a una ojeriza desenfrenada y brutal, puede comprenderse el por qué de tantas vejaciones injustificadas, de un derroche tan malsano de arbitrariedades y violencias, y de un procedimiento que por lo cínico y por lo necio, ha de recordarse siempre cuando la posteridad fije sus ojos en este lúgubre periodo de bochornoso cesarismo.

Nada en ese procedimiento puede justificarse: ni la causa de él, fútil e insuficiente en grado supremo; ni los pormenores de la ejecución, que rebosan torpeza y cinismo, insolente capricho y absoluto e irritante desdén por el derecho.

O si no, que nos diga el poder, o en su lugar la prensa que lo adula y lo agasaja, ¿prender un cohete a media noche es un delito? Y aunque lo fuese, ¿a las autoridades militares correspondería su reprensión? ¿Será tan grave ese delito que amerite la intervención de las fuerzas federales, la llegada de refuerzos a una guarnición que con aquél se siente amenazada, y el transporte de los delincuentes a la capital de un Estado para confinarlos en pavoroso cuartel?

Que también se nos diga si es que hallándose la ciudad de Lampazos, rebosante de tropas, recién venidas de Monterrey, es verosímil que un pequeño grupo de vecinos se haya arrojado con temeridad de idiotas sobre la escolta que custodiaba a los presos, y si nada significa en el presente caso el dicho de un alcalde, de un banquero y de muchos, muchísimos distinguidos ciudadanos, dignos de toda fe, que aseguran precisamente lo contrario que a voz en cuello declaran por todos los ámbitos de Nuevo León, que quien provocó el desorden y agrió los ánimos e hizo cundir la alarma, fue el cabo de rurales con su peregrina ocurrencia de disparar al aire la pistola.

Mientras no se nos aclare tanto misterio y tanto enigma estamos en nuestro derecho para afirmar lo que hemos dicho, y con nosotros toda la prensa honrada; que el poder ha necesitado saciarse, y se ha saciado, ha pretendido detener en su curso un movimiento que le espanta, y ha hecho cuanto en su mano estaba; ha querido intimidar y no ha intimidado a nadie.

Porque los liberales lo sabemos, y los clubes lo predican; es impotente el despotismo para sofocar el hábito de las libertades que en los pechos mexicanos palpitan, y es necio el militarismo si se cree capaz de destruir lo que han creado generaciones de valientes y sostienen ahora los patriotas: el espíritu público que salvó a México en la desgracia y lo ha de salvar también en nuestra época de mentido progreso.

Protestamos con toda nuestra fuerza y con toda la indignación que en nuestras almas cabe, contra esa indigna farsa con que se ha pretendido arrojar lodo sobre un grupo de ciudadanos honrados, sin imaginarse que la mancha y el ridículo habían de caer sobre la reputación equívoca de nuestros hombres públicos y sobre su conducta turbia y escandalosa.

Y como nosotros venimos a luchar honradamente y con la ley en la mano por el pueblo y para el pueblo, y no por el triunfo de tal o cual candidato, lo que procuramos es, dentro del orden, la vigencia de las leyes. No somos oposicionistas sistemáticos como lo dicen esos periodistas sin pudor, que renuncian a tener criterio con tal de conseguir una partida en el presupuesto, y que están acostumbrados a servir a todos los gobiernos, como una prostituta se acomoda al mejor postor. Pero sí queremos que se vuelvan al pueblo sus derechos arrebatados y que el gobierno adopte úna situación franca. Que si es, como lo es, dictadura, y de las peores, borre del catálogo de las libertades públicas todas aquéllas que perjudican al hombre necesario, pero no que, siguiendo las máximas tenebrosas del jesuitismo y los consejos hipócritas de Maquiavelo, aparezca ante las naciones cultas como una democracia perfecta. Descarándose el actual gobierno, quitándose del rostro esa careta que no indica sino pavor e hipocresía, sabremos a qué atenemos, y el pueblo mexicano o ejercita sus derechos electorales y se muestra digno de su historia, o aparece como una nación degenerada y femenil, presa fatal de una tiranía que sabe aliarse con el clero para afianzar su oprobiosa dominación sobre trece millones de hombres.

Pero a despecho de todo y a pesar de todo, hemos de seguir luchando por el triunfo de la ley sobre el capricho de unos pocos, y por el reinado del orden constitucional, que ventajosamente reemplace la presión mecánica de la tiranía sobre las conciencias, sobre las energías y sobre los sanos entusiasmos.

Precisamente porque somos patriotas, no somos ni podremos ser revolucionarios, y si queremos que con la aplicación del condigno castigo al funcionario que falta y con la vigilancia y censura libre del pueblo sobre sus autoridades, se haga justicia, se respete el derecho, haya salud en su cuerpo social y apacible tranquilidad en las manifestaciones de su existencia.

Ingeniero Camilo Arriaga, presidente; licenciado Antonio Díaz Soto y Gama, vicepresidente; José M. Facha, primer secretario; profesor Blas E. Rodríguez, segundo secretario; licenciado Moisés García, tercer secretario; Genaro López Zapata, cuarto secretario.

Como esperábamos, los liberales no habían de permanecer impasibles ante la inicua persecución de que están siendo víctimas los ciudadanos, que dentro de la ley se han propuesto trabajar en favor de la regeneración política y social de nuestra infortunada patria.

A despecho de la corrompida prensa clerical y gobiernista, que tiene como leaders de escándalo y oprobio a El País, El Popular y El Imparcial, se ha hecho la luz en el asunto de Lampazos, y se ha llegado al convencimiento de que la dictadura odia toda manifestación de las energías individuales, que tiendan al ejercicio de los derechos que la Constitución otorga a los ciudadanos.

Pueden continuar esas hojas su bochornosa labor; pueden seguir adelante encharcándose en las cenagosidades de su antipatriótico y deshonroso trabajo; pueden seguir trabajando por llegar a la ignominiosa meta que se proponen, que ya el público sensato, el que no adula, el que se avergonzaría de sonreír a los césares, ese público ha dado su fallo a favor de los ciudadanos perseguidos y en contra de las acechanzas de los magnates.

Aplaudimos la actitud asumida por el Centro Director de la Confederación de Clubes Liberales, por ser la que deben adoptar los ciudadanos que se precian de patriotas. Quédese para los hombres sin pudor la vergüenza de vivir agarrados a las pestilentes plantas del militarismo.

(De Regeneración, No. 40 del 23 de mayo de 1901).

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