Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo PrietoPrimer apéndice - Publicado en la primera edición en papel de esta obraBiblioteca Virtual Antorcha

LECCIONES DE HISTORIA PATRIA

Guillermo Prieto

Segundo apéndice

Reseña de los Reyes de España en la época moderna hasta Fernando VII
Artículo de Agustín Rivera


Interesamos a continuación y con la licencia respectiva de su ilustre autor, la Reseña de los Reyes de España durante su dominación en la Nueva España, porque sin ese conocimiento no pueden explicarse satisfactoriamente hechos e instituciones enlazados íntimamente con la historia de la metrópoli.


ARTICULO ESCRITO POR AGUSTIN RIVERA


Isabel la Católica, aparte de otros muchos hechos ilustres, empeñó sus alhajas para auxiliar a Cristóbal Colón en el descubrimiento del Nuevo Mundo y fue la madre de los indios, por lo que los mexicanos tenemos una deuda que hasta 1891 no hemos pagado: erigirle una estatua. Esta gran Reina no tuvo más que una mancha, y desgraciadamente muy grande, la fundación de la Inquisición en España. Fernando el Católico fue un Rey muy falso y no tuvo los talentos ni las virtudes de su esposa. La Reina doña Juana, hija de los Reyes Católicos, fue loca. Carlos V, hijo de Juana la Loca, fue un gran guerrero; pero tuvo grandes defectos. Felipe II, hijo de Carlos V, fomentó mucho los estudios teológicos, la bella literatura clásica y las bellas artes, y tuvo un gran talento administrativo; pero fue un tirano, y ninguno de los Reyes de España perjudicó tanto como éste a su nación y a las que de ella dependían. Todavía en 1891 están resistiendo España, México y las demás naciones hispanoamericanas, los funestos efectos de la educación que recibió este Rey. Felipe III, hijo de Felipe II, tuvo poca sal en la mollera y por esto causó grandes males a España y a México; pero tuvo buenos sentimientos. Felipe IV, hijo de Felipe III, fue un calavera de talento; protector de los poetas, de los pintores y de los músicos, muy afecto al teatro, a las mujeres, a los bailes y a las lides de toros, en las que (lo mismo que Carlos V) picaba con sus propias manos; entregó a España y a México en las manos de su fatal ministro el conde duque de Olivares, y esto causó en ambas naciones un grande atraso en la civilización.

Carlos II, hijo de Felipe IV, fue un pobre tonto, a quien unos monjes y una monja hicieron creer que estaba hechizado (Lucas Alamán, Disertaciones sobre la historia de la República Mexicana). Entregó a España y a México en manos de la Inquisición y con esto está dicho todo. Pero era de buen corazón y con mucha humildad se hincaba con las dos rodillas para que lo conjuraran los monjes, le sacaran al diablo y 10 curaran de la impotencia para poder tener hijos, pues no había podido tener ni uno de su prima esposa doña María Luisa de Orléans, ni de la segunda doña Mariana de Neoburg. Toda España estaba alarmada al saber que su Rey tenía al diablo entre el cuero y carne y que se le había metido como una nigua. Los doctores teólogos, canonistas y médicos de las universidades de España, las cuales eran a la sazón más de veinte, y principalmente los de la primera y más famosa que era la de Salamanca (aquellos médicos, de quienes cree el señor Canónigo de la Rosa que hacían disecciones de cadáveres humanos), se quebraban la cabeza estudiando el título de las Decretales: De frigidis et maleficiatis (De los fríos y maleficiados) y estudiando los volúmenes in folio que habían escrito Grillando, Ulrico, Molitor, Delrio, Pedro Gregorio, Sirmond, Beroaldo, Pamelino, Cerda, Balsamón, Forcatulo, Ramírez del Prado, Pedro Paludano, Pablo Grimaldo, Juan Branel, el sutil Escoto, Enríquez, Navarro, Vega y otros comentaristas al mismo título, y tratadistas de la materia de maleficios; estudiándolos, repito, para hallar el modo de sitiar al demonio y desalojarlo de una posición tan ventajosa; pues decían que el que este espíritu maligno se metiese en el cuerpo de una bruja y la hiciese volar, o en el cuerpo de un labriego y lo volviese venado, era en España el pan de cada día y una cosa muy pasable; pero el que le hubiera ocurrido meterse en el cuerpo de Su Sacra Real Majestad, del Ungido del Señor, y meterse en tales rincones y términos, que quisiese impedir al monarca un hijo y a España un sucesor a la corona, por lo cual a la muerte del Rey habría en la nación una espantosa anarquía; el que tratase de burlarse del derecho divino por el que gobiernan los Reyes y hacer su juguete de todos los monjes, que eran los que realmente gobernaban a España y a México, esto ya era una audacia y un descaro intolerables.

El muy reverendo padre Everardo Nitard, el muy reverendo padre fray Froilán Díaz y otros monjes de diversas órdenes menudeaban descargas de exorcismos sobre el pobrecito Rey, con voz sonora y ademán imperativo; los médicos hacían pasar por las reales narices manojos de ruda, magnífico específico contra los hechizos (1); monjas y médicos usaban de ciertos cachivaches, que tenían por sagrados y buenos para obtener la salud; mas ninguno hizo cosa de provecho ni pudo alcanzar de Dios el remedio de aquella necesidad. El diablo se reía de aquella batería de conjuros, muchos en un mal latín, no quiso salir, y el Rey permaneció en el mismo estado (2).

Entonces el monarca escribió al Papa suplicándole que lo sacase de este apuro y declarase quién debía ser su sucesor en el trono de España; y el Papa declaró que debía ser el duque de Anjou por ser biznieto de Ana de Austria, hermana de Felipe IV, y en consecuencia tercer nieto de Felipe III. No les gustó a innumerables españoles tal declaración, porque el duque era francés, en razón de la antigua y grande enemistad que había entre españoles y franceses, especialmente desde que aquéllos, al mando de Carlos V, habían combatido acérrimamente con éstos al mando de Francisco I.

La principal causa de esta enemistad era la diversidad de ideas, sentimientos y caracteres entre los de una y los de otra nación. Los españoles desde antes de Jesucristo, desde los remotos tiempos de Sagunto y de Numancia hasta la guerra de África en nuestros días (3). siempre han sido valientes guerreros, defensores de su religión y de su patria. Descartes y los demás filósofos franceses eran el blanco del odio de los españoles que a aquéllos los llamaban herejes.

Según refiere Feijoo, una señora de la nobleza española les torció el pescuezo a unos loros llevados de Francia solamente porque hablaban el francés; y los franceses siempre han sido amantes del progreso y odiaban a los españoles, principalmente por la Inquisición de éstos, llamándoles fanáticos.

Así es que, a la muerte de Carlos II, se siguió una larga guerra de sucesión, en la que corrieron torrentes de sangre, hasta que el mismo duque de Anjou cortó con su espada el nudo gordiano en la célebre batalla de Villa viciosa en 1710, y se sentó en el trono español con el nombre de Felipe V. Ahí acabó la dinastía de la Casa de Austria, que había durado dos siglos, y comenzó la de la Casa de Borbón, que hasta el día reina en España; hecho que el clásico español Vieira y Clavija, arcediano de la catedral de Fuerteventura, expresa con este bello pensamiento: ¡Verse triunfantes y adoradas en Madrid las cautivas lises de Francisco I, en lugar de las caudales águilas de su émulo Carlos V! (4)

Felipe V fue un buen Rey, que comenzó a levantar a España de la postración en que yacía.

Felipe II y la Inquisición encerraron a España dentro de los Pirineos, como dentro de una muralla impenetrable, aislándola del movimiento político y filosófico de las demás naciones de Europa, que creían perjudicial, y ésta fue la causa principal del atraso de la nación ibera en civilización; pero desde que el gran Luis XIV de Francia tuvo noticia de la batalla decisiva de Villaviciosa, le escribió a su nieto Felipe V: Ya no habrá más Pirineos. Entonces, como dice el historiador español Lafuente, comenzó España a recibir de las demás naciones de Europa y principalmente de Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, lecciones de la filosofía moderna, de la medicina y demás ciencias naturales modernas y del derecho público y del derecho de gentes modernos, que fueron otras tantas semillas de civilización.

En lugar de la esterilidad del último austriaco, el primer Barbón dio a España dos hijos y Reyes ilustres, mas aunque fue el primero que no quiso autorizar con su presencia los autos de fe, auxilió mucho a la Inquisición. Fernando VI, hijo de Felipe V, fue también un buen Rey, que continuó la empresa de regeneración social de España y apoyó a Feijoo, el gran civilizador de España: censurado e impugnado por multitud de españoles, y elogiado por el Papa Benedicto XIV y otra multitud de sabios de Italia, Francia, Inglaterra y de las demás naciones de Europa, el benedictino de Oviedo permaneció en pie en medio de unos y otros con la pluma en la mano, observando esta máxima del clásico español don Diego de Saavedra Fajardo: Por alabanzas y murmuraciones se ha de pasar, sin dejarse halagar de aquéllas (es decir, con agradecimiento, pero sin vanidad) ni vencer de éstas.

Empero, Fernando VI auxilió bastante a la Inquisición.

Carlos III, hermano de Fernando VI, fue el mejor de los Reyes de España en la época moderna, después de Isabel la Católica. Por supuesto que no careció de defectos.

Carlos IV, hijo de Carlos III, fue de poca capacidad intelectual, pero fue bondadoso. De sus candores todos los españoles se reían en secreto, a excepción de muy pocos que se dolían de ellos, y principalmente al ver el papel ridículo que estaba haciendo ante la nación, teniendo a su lado y al de su linda esposa María Luisa al gallardo joven don Manuel Godoy, que por la influencia de la Reina, de simple guardia de corps subió rápidamente al alto cargo de primer ministro y fue condecorado con el título de Príncipe de la Paz y con otros. Mas la verdad histórica obliga a decir que sus grandes talentos lo hicieron merecedor de aquellos cargos y títulos, y que si en el orden político tuvo errores (exagerados por la multitud de sus émulos y enemigos), en el orden de las ciencias y de las artes le debieron mucho España y México.

Fernando VII, hijo de Carlos IV, fue de poca capacidad intelectual y de viles sentimientos. Mientras que su pueblo, el pueblo de Viriato y de Juan de Padilla, corría a los campos de batalla, cambiando el labrador el arado por la espada, el estudiante el libro por el cañón, el monje la capucha por el morrión y la mujer la rueca por el puñal, y ejecutaba hazañas heroicas en defensa de la patria, para sacudir el yugo de Napoleón I; mientras que el pueblo español reunido en cortes, ora en la Isla de León, ora en Cádiz, daba a conocer en brillantes discusiones, en sabias leyes y en una sabia Constitución política su grande instrucción en el derecho público, el derecho de gentes y el derecho constitucional, ópima cosecha de los cuatro reinados anteriores; mientras que el pueblo de Lucano, que en un poema inmortal había llorado la pérdida de la República romana en los campos de Farsalia, el pueblo de Feijoo, de Jovellanos y de Quintana, reunido en ilustres cortes, establecía la libertad de imprenta, prohibía la pena de azotes, abolía la Inquisición, rompía los privilegios feudales, echaba abajo la horca, destruía las celosías y los cerrojos, estableciendo la publicidad en el procedimiento judicial, hacía pedazos encolerizado la marca, el potro y los demás instrumentos de tormento y de infamia, contrarios a la dignidad del hombre y a la justicia de Dios, y derribaba instituciones que parecían firmísimas, apoyadas en las ideas, en las costumbres y en la veneración de los siglos; y ejecutaba todas estas cosas ¡para constituir a la nación española, dándole una organización social diversa de la que tenía hacía largos siglos!; y hacía todas estas cosas con una sabia imprudencia, cuando parecía más inoportuno, sin esperar el tiempo de la paz, sino cercadas aquellas cortes de la guerra por todas partes y en medio de la más deshecha tempestad; porque conocía que si volvía Fernando VII con su turba de Escoiquiz, de Caballeros y de Persas; mientras esto, repito, hacía el pueblo español, un Rey indigno de tal pueblo, desde su destierro y confinamiento de Valencey, escribía cartas afectuosas y llenas de bajezas a Napoleón, entre ellas aquella en que le rogaba que se dignara adoptarlo por hijo; carta que todavía el día de hoy hace bufar de cólera a todos los españoles que conocen su historia (5).

Las cortes españolas de 1810 a 1814, uno de los hechos más grandes y hermosos de la historia de España, me han llevado más lejos de lo que permite una reseña: volvamos a Fernando VII.

Este Rey no solamente fue de poca capacidad intelectual, sino que fue un bribón.

César Cantú retrata con esa pincelada a Luis IX de Francia: Buen rey, mal hombre. Fernando VII fue mal hijo, mal padre, mal Rey, mal hombre. En su reinado la Inquisición, que había sido muy reprimida por Carlos III, casi reducida a la nulidad por el Príncipe de la Paz y abolida por las cortes españolas de 1810, fue restablecida y desplegó sus furores; faltó la libertad de pensamiento y la libertad de imprenta, hubo numerosas prohibiciones de libros, numerosas prisiones, numerosos destierros de hombres ilustres, numerosos cadalsos, y en fin, su reinado fue una época de terror que recordaba los tiempos de Felipe II y de Carlos II, y causa espanto en las páginas de los mismos historiadores españoles como Lafuente; con la circunstancia notabilísima de que Felipe II había existido y reinado en el siglo XVI y Carlos II en el XVII; pero Fernando VII reinó en medio de las luces del siglo XIX.

Fernando VII, en su última enfermedad, por maldad o por imbecilidad, ejecutó una acción que costó muy cara a España: por intrigas de su ministro Calomarde, instrumento del Santo Oficio, derogó la ley sálica firmando el decreto en la copa del sombrero de dicho ministro; decreto por el cual privó de la corona a Isabel, hija de él y de Cristina, la puso en manos de su hermano, don Carlos Isidro de Borbón: sabe luego estas intrigas la princesa Luisa Carlota, hermana de Cristina; vuela de Italia a Madrid, entra en el palacio real, reprende a Cristina por su debilidad en no defender los derechos de su hija y los de ella misma, le da una bofetada en la cara a Calomarde; él contesta con este adagio: Manos blancas no afrentan; por la influencia de la Reina y de su hermana, el viejo Rey hace una machincuepa restableciendo la ley sálica, muere poco después (1833), le sucede su hija con el nombre de Isabel II, y Cristina empuña las riendas como gobernadora del Reino durante la menor edad de Isabel.

¡Qué chasco se hubiera pegado nuestra patria, si Fernando VII, llamado por el Plan de Iguala, hubiera venido a gobernarla!

Tómese en una mano la Historia de México por don Lucas Alamán y en otra la historia de España, y se conocerá que cualesquiera que hayan sido los males de los gobiernos de Iturbide, de Victoria y de Guerrero, fueron mucho mayores los males que hizo Fernando VII en España en la misma época.

Por su protección la Inquisición duró en España catorce años más que en México. ¡Qué chasco se hubiera llevado nuestra patria, si hubiera venido a gobernarla don Carlos Isidro de Borbón, llamado también por el sapientísimo Plan de Iguala! Aquel don Carlos, que en lugar de escuelas, colegios e imprentas, nos hubiera traído al Santo Oficio, del que era tan partidario y protector como su hermano; y en lugar de fábricas de industria, de máquinas para el laboreo de las minas y de sabios decretos y reglamentos para el comercio interior y exterior, nos habría traído las muelas de Santa Apolonia, porque era tan supersticioso como su hermano; y en lugar de la fecunda Constitución de 1824, ejércitos de vascongados, navarros, catalanes y aragoneses, como aquéllos con que inundó en sangre a España durante siete años, porque era de tan buena capacidad intelectual y de tan buen corazón como su hermano.

El Santo Oficio, tan simpático en el siglo XIX, habría sido el mejor vehículo para las relaciones diplomáticas con todas las naciones de Europa, y hubiera ofrecido dentro de sus muros un asilo seguro a todos los inmigrantes y colonizadores ingleses, franceses y alemanes, y las muelas de Santa Apolonia habrían civilizado y enriquecido al pueblo; y las bayonetas españolas habrían sido muy simpáticas para todos los mexicanos; y la familia Borbón en México habría sido muy simpática para la doctrina Monroe.

Aquí tienen mis lectores que por su pobreza no pueden comprar libros (pues la sola Historia general de España por don Modesto de Lafuente cuesta cerca de 100 pesos), una Reseña de los Reyes de España en la época moderna hasta Fernando VII.



Notas

(1) Tesoro de la medicina por el venerable Gregorio López. Este libro fue comentado por el doctor Salcedo, catedrático de medicina en la Universidad de México en tiempo del mismo Rey Carlos II, y por el doctor Brizuela, catedrático de medicina en la misma Universidad en el reinado siguiente. Ambos doctores aprueban la ruda, el untar todo el cuerpo del hechizado con hiel de cuervo y aceite de ajonjolí y otras cosas semejantes, como excelentes medicamentos para curar los maleficios.

Dicho Tesoro fue impreso y reimpreso varias veces, y una de ellas fue en Madrid en 1727, con la licencia y aprobación del Consejo de Indias que se ve a su frente, libro que he leído. Tal era el estado de la medicina en España y en la Nueva España en el primer tercio del siglo próximo pasado, cuando ya hacia un siglo (1619) que Harvey habia descubieno en Inglaterra la circulación de la sangre, y merced a éste y otros importantes descubrimientos de las ciencias médicas, éstas habian adelantado bastante en las demás naciones de Europa, como Francia, Italia, Inglaterra y Holanda.

(2) El sapientísimo Feijoo, monje de la orden de San Benito, dice que en tiempo de Carlos II y todavía en su tiempo, esto es, más de medio siglo después, pululaban en toda España los monjes y clérigos seculares conjurados ignorantes, se burla de ellos y refiere entre otros muchísimos casos curiosos, los dos siguientes: que él vio una vez en la iglesia de su convento a un monje conjurando con grandes gritos a otro, teniendo el manual de los exorcismos al revés y diciendo algunas palabras que había aprendido de memoria; y que vio otra vez en la misma iglesia otro monje conjurando a un criado del convento; que mientras más gritaba y hacía ademanes el conjurador, más chillaba y brincaba el conjurado y se daba contra las paredes, como si fuera por la virtud del conjuro, y que éste en el conjuro contra los ratones, porque ninguno de los dos monjes conjuradores sabía el latín. Don Melchor de Santa Cruz, escritor público español de la misma época, en su Floresta española y hermoso ramillete de agudezas (lo tengo), dice: Conjuraba un religioso a un endemoniado de decir exorcismos dejábale ya por rebelde. Hallábase allí a esta sazón un lego, y tornando un libro que estaba impreso en Antuerpia, pareciéndole que aquello sólo consistía en voces y gritos, empezó con grande ahínco a decir: Antuerpire, Antuerpia!, exi foras, maledicte. Repetían esto con tan grandes clamores, que el diablo se reía de él, y corrido de la burla, leyendo el renglón más abajo en que estaba el nombre del librero, decía: Apud jacocobum Berdusscum, atribuyéndolo a que sería nombre de algún gran santo, y finalmente concluyó: Ego tibi mando salias in die de Nocbe Buena. Pero el diablo que poco se espantaba de voces latinizadas, cogiéndole en tal mal latín, le respondió: Si non parias meliorum, non salibo.

Yo tengo algunos programas latinos, escritos, in die de Nocbe Buena, entre ellos uno para un acto público de física en el seminario de Colima, compuesto por su vicerrector, presbítero don Jesús Ortiz, acérrimo partidario de Gaume y de Ventura, contra la enseñanza de los clásicos paganos, en el que se ve una importantia importantiae y otros barbarismos y solecismos, y he leído un hatajo de disparates en algunas patentes de cofradías. ¡Cuidado señores catedráticos gomistas y señores lectores de patentes! Ya lo habéis oído. Sí non parlas meliorem latinum, non salibo.

(3) Terminada el 26 de mayo de 1860.

(4) Una patética admiración, un bello epíteto, una valiente hipérbole, dos preciosas sinécdoques y dos bellísimas antítesis, ¡tantas riquezas en un renglón!

(5) ¡Ah! Más de una vez al meditar sobre las enseñanzas de la historia, de esa que Cicerón llama la luz de la verdad, la maestra de la vida, me he dicho: ¡cuán políticos, cuán ilustres son esos varones que, al parecer con la mayor impolítica, han sembrado las semillas del progreso en medio de los huracanes! ¡Cuán sabia, cuán útil, cuán sublime, cuán satisfactorio, deberá de ser sembrar con dolor hoy una semilla, que será mañana pisoteada y maldecida, y que producirá sus frutos a los veinte años, cuando se dormirá el sueño de la tumba! Sí: porque ninguna semilla de progreso será vana. Estará algún tiempo en un estado latente, pero la planta tendrá precisamente que brotar.

Toda nación en su vida social, tiene cuatro épocas o estados: el de tierra eriaza, el de semilla, el de planta y el de frutos y cosecha.

El estado de tierra eriaza es el de la ignorancia y las preocupaciones.

El de semilla es aquél en que las ideas de progreso se hallan en la mayoría de los espíritus, en un estado latente, por no quererse manifestar con las palabras ni con los hechos, ora por motivos de familia, ora por motivos de sociedad, ora por temor, ora por algún interés.

El estado de planta es cuando las ideas de progreso se manifiestan con las palabras por la mayoría de los individuos, pero no con los hechos, y el estado de frutos tienen lugar cuando los individuos de una nación en su inmensa mayoría hablan y obran en el sentido del progreso.

Cuando una nación se halla en la vía del progreso en un estado de transición, muchos hombres y muchas mujeres se hallan en el estado de tierra eriaza, muchos en el estado de semilla, muchos en el de planta y muchos en el de cosecha.

Cuando una nación ha llegado al estado de semilla, cuando la mayoria de sus individuos, así el de los de clase alta, como de la de los zapateros y tendajoneros, tienen en su interior las ideas de progreso, aunque estén en un estado latente, y las palabras, los hechos y las bullas parezcan contrarios, se ha conquistado lo principal, que es la cabeza.

En el primer tercio del siglo XVI (1619), Bernal Díaz del Castillo sembró las semillas de una naranja en el atrio de un teocalli en Coatzacoalcos, y hoy la inmensa mayoría del territorio de nuestra nación, desde un mar hasta otro mar, es un bosque de naranjos.

Así son las semillas del progreso. La historia es la luz de la verdad, la maestra de la vida. Abrimos la historia de Europa en el siglo x: ¡qué sociedad tan llena de preocupaciones y tan atrasada!; casi todos eran enemigos del progreso.

Abrimos la historia de Europa en el siglo XIX, la historia contemporánea: ¡qué cuadro tan diverso!; vemos que todas las naciones de Europa, de la porción más ilustrada del género humano, a excepción de Turquía, se gobiernan por los principios del progreso.

Desde el siglo X hasta hoy, es decir, en nueve siglos, para contener los principios del progreso, ha habido innumerables guerras, ríos de sangre, se han escrito innumerables libros, ha habido odios sin cuento, maldiciones sin cuento, persecuciones, destierros, cárceles, cadalsos y hogueras sin cuento: todo ha sido en vano: el progreso es una ley de la naturaleza: el sol sale todos los días por el oriente y se oculta en el ocaso, para aparecer el día siguiente en el oriente: lo que sucede en el mundo fiSico sucede en el mundo moral.

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