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LECCIONES DE HISTORIA PATRIA

Guillermo Prieto

SEGUNDA PARTE

Lección XIV

Las luchas del asedio de México se encarnizan. Infructuosas tentativas de Cortés para la paz. Los tlaxcaltecas atacan a los mexicanos. Nuevos auxilios a Cortés. Estrecha el sitio. El 21 de julio. Avances de Cortés. Incendio del gran templo.


Mientras convalecían los españoles de sus desgracias y curaban sus heridos, no descuidaron el asedio en la interceptación de víveres, poniendo en la mayor actividad los bergantines.

Los mexicanos quisieron inutilizar esos medios poderosos de actividad y construyeron treinta canoas grandes o piraguas, desde donde combatir más cómodamente por agua, al mismo tiempo sembraron ciertas partes del lago por donde debían pasar los bergantines de grandes estacas. Así dispuestos provocaron el combate, haciendo un falso llamamiento a los españoles. Éstos acudieron con ímpetu, empeñándose en la persecución de las pequeñas barcas que los desafiaban y cayendo en la emboscada en que las estacas les quitaban todo movimiento.

Acometen entonces los mexicanos haciendo grande estrago en los españoles; en lo más apurado del conflicto, varios españoles, buenos nadadores, arrancan las estacas, y ponen a flote los bergantines no sin grandes pérdidas, entre ellas la de un comandante de los bergantines.

Quisieron los mexicanos repetir la estratagema, pero sabedor de ello Cortés, pagó engaño por engaño, y en el encuentro perecieron todos los mexicanos que le quisieron atacar en las piraguas, con excepción de algunos nobles que cayeron prisioneros y que mantuvo Cortés en tal estado para procurar negociaciones.

Mandó Cortés un mensajero al Rey, haciéndole presente los males que sufría su Reino, los estragos del hambre y el forzoso resultado del asedio, anunciando no se renovaran los combates.

Añadía el mensaje que no se pretendía la humillación de los mexicanos, ni arrebatarles sus creencias y gobierno, sino que se trataba únicamente de que prestasen reconocimiento al Rey de España, cosa que apoyaba sus conveniencias y sus respetables tradiciones.

El Rey reunió a la nobleza y a los sacerdotes para que deliberasen sobre las proposiciones de Cortés. Hubo algunos nobles que opinaron por la paz en vista de tantos horrores y del mal éxito que había tenido toda la resistencia; pero la generalidad, y especialmente los sacerdotes, movidos por un sentimiento religioso y más por el amor de la independencia, rechazaron toda proposición, le representaron la iniquidad de toda conquista, se consideraron fuertes con su derecho de defender hasta el último trance sus libertades, y contestaron a Cortés que se defenderían hasta el último trance, desairando su mensaje.

A la vez que se ocupaba Cortés de estas infructuosas tentativas de paz, los malinalcos y los matlazincas atacaron a sus aliados y los amenazaban muy de cerca. No pudo desentenderse Cortés de estos peligros, y envió dos expediciones, una que mandaba Tapia en dirección a Cuauhnáhuac; la otra, a cuya cabeza se puso Sandoval, a Toluca; ambas expediciones hicieron mil hazañas, que dieron por resultado la sumisión de esos pueblos hostiles que se aliaron con otros a Cortés, aislando de todo punto a los mexicanos.

Tenía -dice Clavijero- aquella desventurada corte contra sí, los españoles y el Reino de Acolhuacan, las Repúblicas de Tlaxcala, de Huejotzingo y de Cholula, casi todas las ciudades del valle de México, las numerosas naciones de totonacas, mixtecos, otomíes, tlahuicas, cohuixcas, matlazincas y otras, que además de los enemigos extranjeros, más de la mitad del imperio conspiraba por su ruina y la otra mitad lo miraba con indiferencia.

Viendo los tlaxcaltecas la inacción de los españoles y deseando su general Chichimécatl señalarse por notables hazañas, emprendió por sí mismo con sus fuerzas una embestida a los mexicanos.

Distribuyó sus fuerzas de modo que le cubriesen en todo evento la retirada y penetró con los suyos al interior de la ciudad. Sostuvo allí encarnizados combates en que hubo muchos muertos de una y otra parte. Cargaron los mexicanos rabiosos contra sus enemigos, y creían vencerlos totalmente en su persecución, cuando les salió al encuentro la retaguardia de Chichimécatl; entonces se hizo más desesperado el combate, del que salió airoso el general Chichimécatl, volviendo a su campo cubierto de gloria.

Los mexicanos, heridos en lo más vivo contra los tlaxcaltecas, les acometieron en gran número en el campo mismo de Alvarado: defendiéronse españoles y tlaxcaltecas heroicamente. Advertido Cortés de lo que pasaba, penetró en la ciudad, de suerte que, al regresar perseguidos los mexicanos, se encontraron entre dos fuegos, peleando furibundos y perdiendo muchísima gente, pero sin desmayar un solo instante.

Coincidiendo con estos sucesos, llegaron a Cortés por Veracruz nuevos socorros para continuar el asedio.

No obstante, el príncipe Ixtlilxóchitl había aconsejado a Cortés que sin emprender nuevas hostilidades ni exponer más gente, estrechase el sitio, pues sólo el hambre le daría la victoria más segura, sin destruir los edificios ni que se produjesen más horrores.

Aunque Cortés acogió el consejo con entusiasmo, tanto que abrazó al joven príncipe y le felicitó por su prudencia, las fuerzas sitiadoras, poco conformes con la inacción repetían sus entradas a la ciudad y hallaban cada vez más obstinados y resueltos a los mexicanos a no dejar las armas hasta que no abandonasen el país los invasores.

Impuesto Cortés con enojo de tal resolución, decidió penetrar en la ciudad, pero sin dar un solo paso sin destruir antes todos los edificios que se hallasen a su tránsito, cegando los fosos, y estrechando así el sitio con mayores seguridades.

Hizo nuevas entradas con sus españoles y con sus aliados, apoyados por los bergantines en estos encuentros, que fueron muy encarnizados; la suerte de los sitiados y sitiadores fue muy varia, encontrándose a veces comprometida la vida del mismo Cortés, y una de ellas expuestos los bergantines a perecer por el gran número de canoas que los atacaron.

Hiciéronse célebres en estos ataques algunas mujeres que acompañaban a las fuerzas españolas, armándose, haciendo guardias y peleando como los más valerosos soldados. Llamábanse estas mujeres María Estrada, Beatriz Bermúdez, Juana Martínez, Isabel Rodríguez y Beatriz Palacios.

El 21 de julio se hizo una grande entrada a la ciudad, arruinando muchos edificios, entre otros el magnífico palacio de Cuauhtemotzin, y dando por resultado la ansiada comunicación del campo de Cortés con el de Alvarado.

Este empuje redujo a los mexicanos a las tres cuartas partes de la ciudad.

Por una señora mexicana que cogió Cortés prisionera, supo que los sitiados estaban en el último extremo, que el hambre hacía en ellos estragos espantosos, que la discordia los devoraba porque el Rey, los sacerdotes y la nobleza estaban decididos a morir antes que ceder, pero no así el pueblo, que se encontraba desanimado y cansado del asedio.

Confirmadas por otros varios conductos tales noticias, se apresuró a poner término a semejante situación con la toma de la ciudad.

El mismo 21 se apoderó Cortés de una larga calle cuyas casas destruyó en su totalidad; cuando verificaba tal aniquilamiento, gritaban los sitiadores: Arruinad esas casas, traidores, que pronto tendréis que reedificarlas; a lo que contestaban los sitiadores: Las reedificaremos si somos vencidos; pero si no, vosotros las repararéis para que se alojen vuestros enemigos.

No pudiendo los mexicanos contener tanto estrago, hicieron unas fortificaciones ambulantes de madera para hostilizar desde ellas a los españoles, y sembraron de obstáculos el suelo en todas direcciones para impedir los movimientos de la caballería.

Pero los aliados convirtieron en su provecho aquella estratagema, llenando los fosos con los escombros y facilitando así los movimientos de los españoles.

Éstos en su entrada del 26, ganaron dos fosos.

Alvarado empleaba por su parte la mayor actividad en sus operaciones. En medio de repetidos y encarnizados combates, penetró hasta las inmediaciones del palacio de Cuauhtemotzin. De allí tuvo que retroceder entre la persecución y el incendio.

Observando Cortés por aquella parte una gran humareda, corrió en auxilio de Alvarado, apoderándose de varios puntos importantes, allí en Tlatelolco, con indecible júbilo, se reunieron las fuerzas españolas que habían estado separadas desde que comenzó el sitio.

Después de posesionarse Cortés de la plaza con alguna caballería, subió al templo, desde donde pudo distinguir y cerciorarse que sólo le quedaba por tomar una parte de ella. Mandó entonces prender fuego a las hermosas torres del suntuoso templo, en donde, como el de Tenochtitlan, se adoraba al dios de la guerra.

A la vista de aquella hoguera inmensa se oyeron gritos de horror y de espanto ... Conmovido el mismo conquistador, mandó que cesase el incendio y que se hiciesen nuevas proposiciones de paz a los mexicanos.

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