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Viesca

La organización había sido trabajo laborioso ejecutado en medio de grandes dificultades y peligros. La indiscreción y cobardía de las masas, la vigilancia de las autoridades apoyada en la sucia labor de espías y delatores, la carencia de recursos monetarios, todo fue venciéndose o esquivándose por los revolucionarios del grupo de Viesca. Su organización adquirió vigor y consistencia al impulso constante que supieron emplear aquellos pocos trabajadores libertarios. Una a una fueron reuniéndose armas para el grupo; un día era una pistola, otro una carabina; poco a poco se las dotó de parque. Hubo que imponerse dobles privaciones, que trabajar triple de lo ordinario para pagar unas cuantas monedas más de las necesarias para pagar el derecho de vivir; pero al fin, cuando se aproximaba la fecha de la insurrección, se contaba con algunos elementos, valiosísimos desde el punto de vista de las condiciones miserables que rodean a todos los luchadores de principios.

La revolución nunca ha tenido capitales. Los ricos, difícilmente llegan a militar en las luchas por la emancipación humana; cuando más, arriesgan alguna parte de sus capitales en tal o cual juego político. Son egoístas del tipo suicida: quieren para ellos hasta lo innecesario, aunque la plétora los reviente. Por eso Tolstoi y Kropotkin son dos tipos extraordinarios en estos tiempos.

La noche del 24 al 25 de junio, aniversario de los asesinatos de Veracruz, era la fecha indicada para iniciar la rebelión en distintas partes del país. El grupo de Viesca se alistaba sigilosamente; se habían tomado minuciosas precauciones; pero todas ellas no pudieron impedir que sus trabajos se manifestaran tan claros y amenazadores que las autoridades principales del lugar, temerosas, huyeron la víspera del levantamiento. Además, la traición de Casas Grandes, reveló al gobierno la existencia de la vasta conspiración, y lo que era más importante para el buen éxito de sus planes, la fecha en que comenzaría la agresión de los rebeldes.

El telégrafo había comunicado órdenes apremiantes a todos los pueblos y ciudades, para que las autoridades civiles y militares hicieran cuanto pudieran para sofocar la revolución, mientras se preparaba un embajador a presentarse en Washington a pedir la más vergonzosa ayuda en favor de la tiranía mexicana.

A la media noche se reunieron los compañeros, señalóse a cada quien su sitio y se puso manos a la obra. La policía pretendió resistir; se cruzaron algunos disparos que causaron un herido de cada lado y un muerto de los gendarmes. La cárcel fue abierta cuan grande era la puerta; no quedó allí nadie. Proclamóse el Programa Liberal, y se declaró nulo el poder de la Dictadura.

Se efectuó una requisa de caballos y se tomaron los escasos fondos que había en las oficinas públicas. La revolución se apoderó del pueblo por completo, sin que se diera un solo caso de violencias o atropellos contra las familias o las personas neutrales.

José Lugo, que no había tomado parte en los preparativos, la tomó muy activa en los momentos de la acción.

La denuncia paralizó el movimiento de muchos grupos; otros, que pudieron levantarse oportunamente, faltaron a sus deberes de solidaridad, quedándose en un silencio bochornoso.

El gobierno empezó a destacar tropas sobre la región lagunera, y entonces vino también sobre los valientes insurrectos de Viesca la inundación de la calumnia y de la injuria. Escritorzuelos que ostentan el título de liberales y amigos de los proletarios, emprendieron la tarea de levantar contra los rebeldes el odio ciego de la patriotería nacional. Se insinuó unas veces, se aseguró otras, que las armas de los revolucionarios eran facilitadas por los Estados Unidos, que ávidos por adueñarse de México, lanzaban al motín a unos malos mexicanos, traidores o ilusos, comparados como los de Panamá, como bandidos y forajidos. El epíteto más benigno que se les aplicó fue el de mitoteros.

De ese modo los amigos del pueblo manifestaron lo que son y lo que valen. Quisieron con sus pobres declamaciones facilitar el aplastamiento de los dignos por los mercenarios del poder y el patrioterismo ignorante de las masas. La brutalidad de la represión podía ejercerse sobre ellos tan ampliamente como agradara al despotismo; ya había entre los liberales mismos quien condenara a los pocos que, para vergüenza del rebaño, habían roto con la pasividad y la mansedumbre. Pero aquellas voces que traían todas las notas de las bajas pasiones, aquellos murmullos que eran el gruñido de una impotencia envidiosa, murieron al llegar al oído de los parias, hermanos de los bandidos insumisos.

A pesar de la cobardía, a pesar de la abyección y del envilecimiento que deprimen el carácter de las masas, no se dio entero crédito a la calumnia de los amigos del pueblo. En lo general se amaba y se admiraba a los audaces que supieron enfrentarse resueltamente con el poder que espantaba a los viles. La evacuación de Viesca se impuso; los voluntarios de la libertad salieron de su recinto, despedidos por la mirada cariñosa y llena de esperanza de las mujeres proletarias, cuyas simpatías se despertaban delirantes por los transformadores de la paz y el orden, que llevaban sobre sus indómitas espaldas el título de bandidos, como lo habían llevado todos los iniciadores de una reforma, como lo han merecido los libertadores de todas las épocas.

Hacia la serranía, hacia las montañas amigas, se encaminaron sus pasos. Allí el núcleo se quebró obedeciendo a un nuevo plan; la cantidad se descompuso en unidades proyectadas en todas direcciones, a donde irían a crear nuevas organizaciones rebeldes, repitiendo el fenómeno biológico de ciertas especies zoológicas que se reproducen en sus fragmentos.

Viesca dio a conocer caracteres como Lugo y otros, cuyos nombres todavía no es tiempo de mencionar.

Viesca desenmascaró a los liberales de conveniencia y excluyó de la revolución elementos dañados con el temor o la incompetencia.

En 1908, las tropas de la tirania no vencieron en ninguna parte.

La traición aplazó el triunfo de la revolución; fue todo.

Práxedis G. Guerrero

Regeneración, N° 3, del 17 de septiembre de 1910. Los Angeles, California.

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