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CAPÍTULO V

Revolución contra el gobierno del General Santa Anna

Teotongo

1854 y 1855

Mi aventura con Don Marcos Pérez y mi voto contra el General Santa Anna, de que hablaré en seguida, me marcaron como hostil a la administración que entonces regía los destinos del país y no me permitieron ya seguir mucho tiempo en Oaxaca.

La política dictatorial y retrógrada del General Santa Anna y su persecución a los liberales, ocasionaron una reacción en el país que vino a culminar con la proclamación del Plan de Ayutla, en enero de 1854, cuya revolución encabezó el General Don Juan Álvarez, uno de los pocos caudillos de la Independencia que aún sobrevivían. Poco después, imitando Santa Anna a Luis Napoleón, quiso obtener un plebiscito en su favor y ordenó que se tomara una votación popular, que decidiera quién debería ejercer la dictadura.

Estaba yo supliendo la cátedra de Derecho Natural, cuando el Director del Instituto, que lo era entonces el doctor Don Juan Bolaños, citó a todos los catedráticos para ir a votar en cuerpo el l° de diciembre de 1854. Me rehusé a concurrir, pero teniendo esperanzas de que durante la votación hubiera algún mitote de armas, y creyendo que podría hacerse algo, sin embargo de que esto parecía imposible, pues el Gobierno había puesto muchas fuerzas y hasta cañones, asistí al Portal de Palacio en donde se estaba recibiendo la votación. Presidía la mesa el General Ignacio Martínez y Pinillos, que era el Gobernador y Comandante General del Estado o Departamento como entonces se le llamaba, cuando llegó el cuerpo académico. El jefe de la demarcación en donde yo vivía, Don Serapio Maldonado, se presentó diciendo que votaba por la permanencia del General Santa Anna por tantos individuos varones que eran vecinos de su demarcación, y entonces supliqué a la mesa que descontara un voto de ese número, porque yo no quería ejercer el derecho de votar. Luego que oyó esto el General Martínez consultó el caso con el licenciado Don Manuel Pasos, que era su secretario, y quien le manifestó que el votar era un derecho que tenía cada uno, pero no una obligación, en virtud de lo cual, Martínez mandó que se descontara mi voto.

En seguida llegó el cuerpo académico del Instituto y todos los catedráticos votaron en favor del General Santa Anna y pusieron sus respectivas firmas. Cuando terminó ese acto, el licenciado Don Francisco S. de Enciso, que era catedrático de Derecho Civil, me preguntó si no votaba yo. Contesté en los mismos términos en que me había excusado con el General Martínez; esto es, que éste era un derecho que libremente podía o no ejercerse. , me contestó Enciso y uno no vota cuando tiene miedo. Ese reproche me hizo tomar la pluma que se me había ofrecido, me abrí paso entre los concurrentes y puse mi voto en favor del General Don Juan Álvarez que fIguraba como Jefe de la Revolución de Ayutla. Disimulando su enojo el General Martínez me manifestó que era yo el primero en votar en esa forma. Después de haber votado, decidieron que había yo cometido un delito por haber dado al General Álvarez el tratamiento de Excelencia y de General, que había perdido por haberse pronunciado, y además por haber dado mi voto a un sedicioso. A poco comprendí que había cometido un error, porque si hubiera votado por otra persona no hubiera sufrido las persecuciones de que después fui víctima.

Se dio a la policía orden de aprehenderme. Estaba yo en la Alameda con Flavio Maldonado cuando nos dijo Serapio Maldonado, que era agente de policía, que tenía orden de aprehenderme y que la misma orden se había dado a otros muchos, y siguió su camino para que no le vieran cerca de nosotros. Entonces me fui a la casa de Don Marcos Pérez, quien había sido ya desterrado a Tehuacán, a sacar unas pistolas por estar más cerca que la mía y para arreglarle unos papeles de asuntos pendientes. Me llevé unas pistolas chicas de Don Marcos y me fui en seguida para mi casa. Al pasar por la calle de Manero, estaba en la puerta de la tienda el joven dependiente Pardo, quien me hizo una seña para que viera a Marcos Salinas, uno de los policías, quien venía en pos de mí, y a riesgo de comprometer a Pardo dije en voz alta: vengo a ver si me encuentran. Con ese motivo Salinas no creyó prudente arrestarme, sino que siguió toda la calle y al torcer, corrió en busca de otros policías que le ayudaran a hacer la aprehensión, y yo aproveché estos momentos para desaparecer de aquel lugar; corrí toda la cuadra y otra contigua y me metí en la casa de Flavio Maldonado, condiscípulo y amigo mío. A poco llegó Anacleto Montiel, que era jefe de la policía, saludó en voz alta y preguntó por mí, a lo que se le contestó, para que no sospechara que me encontraba allí, que no estaba yo en la casa, pero que regularmente iba a esa hora, que no tardaba yo en llegar, y que si quería verme, podría esperar un poco.

Se estableció la policía en la esquina de la calle en donde estaba la casa de Maldonado, y otra partida en la puerta de mi casa; pero yo ya había hecho traer mis armas y mi caballo, que mi mozo sacó de mi casa suponiendo que lo llevaba al agua al río de Atoyac, y luego en un canasto de basura y bien tapadas, sacó mi silla, pistolas, espadas y salió como a tirar la basura.

Un hombre llamado Esteban Aragón, valiente y muy enérgico, me había hablado en sentido revolucionario; sabía yo dónde vivía, lo mandé llamar y le propuse que se fuera conmigo a la revolución: me contestó afirmativamente, pero que no tenía caballo; y yo le dije que tenía dos sables, dos pares de pistolas y dos sillas, y que lo proveería de esos útiles. Salió a conseguir un caballo: cogió una de mis espadas, la ocultó debajo de su jorongo y se fue en dirección al río, a donde llevan a tomar agua a los caballos de los vecinos de la parte sur de la ciudad; luego que vio un caballo, se fue sobre el mozo que lo cuidaba, amenazándolo con el sable, le quitó el caballo, se montó en pelo y se me presentó en la casa de Maldonado para que violentamente siguiéramos la marcha. Yo no comprendía el motivo de su prisa. Ensillamos nuestros caballos, y ya listos, acometimos la salida. Los policías a quienes se les había dado orden de aprehenderme, nos salieron al paso; pero me puse inmediatamente a la defensa: Aragón acometió con bastante brío, y así salimos bien del encuentro.

Nos fuimos por Ocotlán y Santa Catarina hasta Ejutla, en donde vimos a Don Pablo Lauza, Gobernador del Distrito, amigo personal mío y partidario de la revolución. Luego que supe que el caballo de Aragón era robado, procuré comprar otro con el dinero que llevaba, porque comprendí que nos podrían perseguir por ladrones. Con este motivo, lo entregamos a la autoridad de Ejutla, y por su orden quedó amarrado en la plaza, para que lo reclamara su dueño cuando lo conociera. No supe qué fin tendría ese caballo.

Caminamos todo el día siguiente: en la noche atravesábamos las poblaciones, y así continuamos hasta llegar a la Mixteca, donde me encontré aquello revuelto, pues había proclamado la revolución José María Herrera, de Huajuápam. El pobre tenía muy poca gente y mala: indios monteros casi desarmados, pues solamente estaban provistos de machetes y otros instrumentos de agricultura.

Yo me iba haciendo dueño de la voluntad de Herrera: sabía más que él porque había yo hecho un regular estudio del arte de la guerra, en una cátedra de estrategia y táctica, creada por Don Benito Juárez, que daba en el Instituto el Teniente Coronel Don Ignacio Uría. Dispuse que esperáramos en la cañada de Teotongo al Teniente Coronel Canalizo del 4° de Caballería, que venía a atacarnos con una columna de infantería y caballería, quien traía como ochenta o cien caballos y cincuenta infantes, que mandaba el Capitán Ortiz del 10° de infantería. Esta era muy poca fuerza, pero para nosotros la mitad hubiera sido suficiente para hacernos pedazos, si no hubiéramos contado con los grandes accidentes del terreno. Apenas tendríamos unas veinte o treinta escopetas, y los demás traían hachas, garrochas de trabajo y otros instrumentos de labranza.

En un aguaje que hay en la cañada de Teotongo con exhuberante vegetación, me pareció natural que los soldados, con la fatiga, se detendrían a beber agua. En efecto, se detuvieron muchos, sobre todo los infantes, pues la caballería siguió su camino. Nosotros habíamos aflojado muchas piedras en el cerro, dispuestas con trancas para hacerlas rodar en un momento dado. Cuando los soldados estaban bebiendo agua, les hicimos una descarga y a la vez les cayó una avalancha de piedras, con lo que les causamos perjuicios graves y se alarmaron y corrieron. Éste fue el primer combate en que me encontré.

Se dispersó también toda nuestra gente y yo me dirigí, acompañado de Aragón y Rivera, desconocido hasta entonces para mí, quien me fue después muy útil, a Tlaxiaco, a donde llegamos en altas horas de la noche y fuimos a la casa del Cura Don Manuel Márquez, fraile dominico, quien era amigo mío y hermano de Don Cenobio Márquez, el jefe de la revolución en Oaxaca.

En Tlaxiaco estaba la matriz del 4° de Caballería, cuya fuerza nos había atacado; y el Coronel Valero que era quien mandaba en la Mixteca, pero estaba casi solo pues su fuerza se encontraba a larga distancia. Hablé al Cura, Don Manuel Márquez, de su hermano, y como él sabía ya cómo caminaban las cosas y lo que pasaba conmigo, no me quiso recibir en su casa para evitarse dificultades, sino que me mandó con un dependiente suyo a una casa vacía y allí nos dio todo lo que necesitábamos tanto para nosotros como para nuestros caballos, y nos sirvió de mucho.

Después de media hora vino el Cura Márquez a preguntarme si estaba seguro de que hubiéramos sido derrotados, porque él creía lo contrario. Yo no supe verdaderamente si había corrido antes de ser debido, pero recordaba que toda nuestra gente venía corriendo tras de mí y mucha adelante, y que cada uno tomó el rumbo que pudo. Más tarde volvió el padre Márquez, cuando estaban llegando heridos y dispersos del enemigo y nos dijo que las fuerzas del Gobierno se habían dado por derrotadas. Ya que faltaba poco para amanecer vino de nuevo y me informó que habían llegado el Alcalde y los Regidores de Teotongo para preguntar qué se disponía con los heridos y caballos sueltos que había en el lugar del combate. No supe ya lo que pasó después, porque el Cura Márquez tenía mucho miedo de que permaneciéramos allí, y me despidió dándome una carta de recomendación para el Cura de Chalcatongo, Don Martín Reyes, quien hacía gran contraste con el padre Márquez, pues era muy comunicativo.

Después de pernoctar en Chalcatongo y disfrutar de la hospitalidad del Cura Ruiz, pasé a Cuanana donde tenía un amigo, Cura también, el señor Don Ignacio Cruz, y permanecí allí por cosa de un mes. En ese pueblo encontré a Don Mariano Jiménez, uno de los dispersos en la acción de Teotongo, y permanecimos juntos hasta que se nos avisó que el General Don Ignacio Martínez y Pinillos había sido relevado en el Gobierno y Comandancia Militar de Oaxaca por el General Don José María García, quien trataba a los descontentos y revolucionarios con menos rigor que el General Martínez. Nombró su secretario al señor licenciado Don Guillermo Valle, persona muy benévola y amigo personal de Don Cenobio Márquez, quien he dicho ya, figuraba como jefe de la revolución en el Estado. El señor Márquez me dio seguridades de que no sería yo perseguido si volvía a la ciudad, lo cual verifiqué, pasando tranquilo algunos días en Oaxaca.

No duró mucho el General García en el Gobierno y Comandancia General del Estado (1), pues a poco fue reemplazado por el General Martínez y Pinillos. El General García me dio aviso anticipado de ese cambio, y con ese motivo tuve que salir otra vez de Oaxaca para no verme expuesto a persecuciones. Antes de que tuviera yo tiempo de tomar de nuevo parte en la revolución, el General Santa Anna abandonó el mando y salió del país dejando encargado del Gobierno en México a un triunvirato; pero pronunciada la ciudad de México, se reunió una junta que eligió Presidente al General Don Martín Carrera; todo lo cual dio el triunfo a la revolución de Ayutla encabezada por Don Juan Álvarez. El Gobierno del General Carrera establecido en México, ordenó al General Martínez y Pinillos, Gobernador de Oaxaca, que proclamara el Plan de Ayutla y así lo hizo.




Notas

(1) El General García estuvo de Gobernador en Oaxaca del 3 de febrero al 18 de marzo de 1855.

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