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CAPÍTULO XVI

Hacienda de San Luis

Toma de Oaxaca

5 de agosto de 1860

Después de la batalla de Ixtepeji nos ocupamos de reorganizar nuestras fuerzas y habiéndose retirado el auxilio que trajo a la plaza el Coronel Miramón pensamos seriamente en volver a tomar la iniciativa, para lo cual nos estorbaba mucho el gran número de abogados y empleados liberales que, huyendo de Oaxaca por la persecución de Cobos, vivían con nosotros en la sierra. Nuestra inferioridad numérica nos ponía en la necesidad de intentar un golpe de mano que el enemigo no pudiera preveer; pero esto se dificultaba mucho porque todos nuestros amigos civiles daban a sus familias. que estaban en Oaxaca, aviso anticipado de cuanto nosotros pretendíamos o ellos sospechaban qué íbamos a hacer, y de ese modo hacían abortar nuestras combinaciones. Tuvimos que confinar a varios de ellos a otros pueblos de la sierra, donde no había cuarteles y cuidamos más de los amigos indiscretos que de los enemigos.

Nos ocupábamos de los trabajos preparatorios de nuestra expedición, cuando recibió mi hermano Félix, que en el ejército conservador había sido amigo del Coronel Montero que mandaba en las filas de Cobos el 9° Batallón, una carta en que éste le proponía facilitar nuestro asalto y toma de la ciudad, mediante una gratificación de 10,000 pesos.

Para determinar detalladamente el servicio que Montero podía prestar, se le propuso, en respuesta, que saliera en altas horas de la noche a tener una conferencia conmigo a un kilómetro de la ciudad en un lugar que se llama Las Pozas Zarcas. Movimos con todo el sigilo posible todas nuestras fuerzas capaces de entrar en combate y las aproximamos a cinco kilómetros de la ciudad sobre la sierra. Me adelanté para esperar a Montero en el lugar designado, y me fui en seguida a los arcos del acueducto de la ciudad, para cerciorarme sin ser visto, de si Montero venía solo o acompañado; pero no vino él sino que envió a su mensajero con una esquela, en la que decía que comenzaba a sospecharse de él en la plaza; y que esta circunstancia le impedía salir, así como la de que en la misma plaza se había sentido nuestro movimiento y todos estaban muy en guardia; pero que sin efusión de sangre, podíamos ser dueños del Convento del Carmen y de la fuerza que lo defendía, si nos sujetábamos a sus instrucciones que consistían en que al llegar a doscientas varas frente a la puerta del campo del Convento del Carmen, hiciéramos un movimiento circular, con un cigarro encendido, señal que sería contestada en la misma puerta del Carmen en donde estaba la guardia de previsión del 9°. Una vez, correspondida la señal, debíamos entrar en columna hasta dicha puerta, advirtiendo Montero en su esquela, que al entrar nuestra columna, correría la Guardia hacia el interior del cuartel, y que este movimiento no debía alarmarnos porque tenía el objeto de sorprender una fuerza que había en el interior del referido cónvento, y la cual no estaba en la combinación. El convento cierra una calle, que por eso se llama Cerrada del Carmen, y la puerta del campo corresponde a lo que debería ser continuacjón de la calle.

Después supe que todo esto era un ardid de Montero para destruirnos y que las azoteas de ambos lados de la puerta del campo del Carmen estaban cubiertas de soldados, qúe nos habrían acribillado por completo, y que tenía en el patio una batería abocada para el zaguán. Sospechando que esto fuera así, había yo dispuesto ejecutar sus instrucciones, pero sólo con 50 hombres, puesto que si contábamos con el 9° no necesitábamos más para ser dueños del Carmen, y dispuse que el resto de nuestras fuerzas que llegaba a 700 hombres, atacara en dos columnas el Convento de Santo Domingo, pues me pareció que si Montero de mala fe nos resistía en el Carmen, debía estar muy reforzado ese punto y descuidado el otro.

Después de haber formado este plan, regresé a encontrar al Coronel Salinas que debía estar al pie de la sierra; pero comenzó en esos momentos una lluvia torrencial que nos inutilizó los caminos, y puso a nuestras tropas, refugiadas todavía en la selva, en condiciones que sólo pudieran resistir fuerzas voluntarias como las que teníamos. Fue imposible durante toda la noche no sólo ejecutar maniobras, sino averiguar el lugar en que estaban los soldados que en distintas partidas se habían fraccionado, buscando abrigo contra la lluvia y contra las corrientes que tampoco permitían andar en aquel terreno. Esto impidió que diéramos el asalto proyectado para esa noche.

Al día siguiente, el 4 de agosto de 1860, calculando que sería muy difícil nuestro regreso a la sierra, porque todos nuestros soldados no volverían de buen grado, pues habían consentido en el ataque, y tenían a sus familias en la ciudad; y siendo en esos momentos tiroteados por una fuerza, que con ese objeto salió de la ciudad, hicimos un movimiento rápido sobre ella, que la obligó a replegarse a su centro de operaciones y nos establecimos en la Hacienda de San Luis, como a dos kilómetros de la ciudad, ocupando además la Hacienda de Dolores. En esa posición pasamos toda la noche, y como a las tres de la madrugada siguiente, se me presentó un desertor del enemigo, avisándome que en la noche se había movido éste sobre nosotros y que debíamos tenerlo muy cerca. Al comunicar esta noticia al Coronel Don Ramón Cajiga, que ocupaba la Hacienda de Dolores con parte del Batallón Juárez, volvió el ayudante avisándome que el enemigo estaba de por medio. Dispuse entonces que el Coronel Don Manuel Velasco con la mitad de su batallón batiera al enemigo que se nos había interpuesto.

En esos momentos comenzaba a despuntar la luz del día, y vimos que a nuestra espalda había un fuerte puesto militar que nos habría impedido volver a la sierra, si lo hubiéramos intentado. Era la mitad del 9° Batallón mandada por su Teniente Coronel Don Manuel González.

Mandé batir de preferencia esa tropa por los Capitanes Don Luis Cataneo y Don Fidencio Hernández, después General, quienes lograron derrotarla, y la obligaron a incorporarse con el grueso del enemigo por el ramal de la sierra que termina en el Fortín de la Soledad.

En estos momentos fue rechazado Marcelino Cobos que atacaba la Hacienda de Dolores, y a la vez se me incorporaban los Tenientes Coroneles Cajiga y Velasco con sus respectivas fuerzas, así como los Capitanes Canseco y Hernández, y era precisamente el mismo momento en que el General José M. Cobos con el núcleo principal de sus tropas, con tres baterías y los derrotados de Dolores, atacaba resueltamente las posiciones que ocupaba yo en la Hacienda de San Luis.

Ejecutamos entonces un movimiento general, saliendo a la llanura al encuentro de Cobos; lo rechazamos quedando en nuestro poder sus cañones más pesados, y lo obligamos a retirarse a la ciudad. Dispuso entonces el Coronel Salinas, que con el Batallón de Morelos, mandado por Velasco y las Guardias Nacionales de Miahuatlán y Ejutla, ocupara yo la Plaza de Armas mientra él se dirigía contra el Fortín de la Soledad. Después de una tenaz resistencia en las calles por donde tenía yo que penetrar a la plaza, en cuya resistencia perdí muchos soldados y oficiáIes; y recibí una bala que me inutilizó la pierna derecha, aunque sin tocar el hueso, logré desalojar al enemigo de la Plaza de Armas, del Palacio, de la Catedral y del Convento de la Concepción, dejándolo reducido exclusivamente a Santo Domingo y al Carmen.

Comencé desde luego a horadar dos líneas de manzanas, con dirección a Santo Domingo para acercar mis columnas a esa posición, a cubierto de los fuegos enemigos, y dar un asalto al Convento de Santo Domingo. Me proponía salir con mi fuerza por las casas que quedaban frente al convento y proteger el ataque desde las alturas de dichas casas. Este trabajo duró todo el día y parte de la noche del 5 de agosto de 1860. El Coronel Salinas se me había incorporado y todas las operaciones las ejecutaba de su orden. Adelantados nuestros trabajos en condición de poder dar el asalto al amanecer del día 6, nos avisaron que el enemigo había derribado parte de la pared de la Huerta de Santo Domingo, y que por allí se había fugado. Como yo había sido herido desde las 9 de la mañana del día anterior y no pudiendo andar a pie, había andado a caballo durante el día y la noche, no estaba ya en condición de andar más y mucho menos de combatir. El Coronel Salinas y los otros jefes movieron las fuenas hacia Santo Domingo, en mi concepto con intención de perseguir al enemigo, pero no lo hicieron por razones que ignoro.

El enemigo que se evadió tomando el rumbo de Zimatlán, y después de dos días, contramarchó buscando el camino de Oaxaca a Tehuacán y volviendo a pasar muy cerca de la ciudad.

La batalla del 5 de agosto de 1860, que dio por resultado la toma de Oaxaca, me valió el ascenso a Coronel del Ejército permanente que me mandó de Veracruz el Presidente Juárez.

Durante el segundo sitio de Oaxaca, se me había incorporado mi hermano, el Teniente Coronel Don Félix Díaz, quien prestó muy buenos servicios en el asalto y ocupación de la Plaza de Oaxaca, cooperando eficazmente a esa victona, lo mismo que a la de Ixtepeji. Uno o dos días después de la toma de Oaxaca, censuró duramente mi hermano la conducta del Coronel en Jefe, delante de Don Justo Benítez, Secretario del Coronel Salinas, porque no se aprovechaba la victoria para perseguir al enemigo. Con este motivo se le mandó a perseguirlo con una columna insignificante y muy mal municionada. Para que sus soldados no se desmoralizaran. por la escasez de parque, llenó de ladrillos unas cajas de municiones vacías y las llevó consigo, teniendo cuidado, por supuesto, de evitar que llegaran a abrirse. Alcanzó a Cobos el 9 de agosto de 1860, lo batió en las Sedas, tomándole diez cañones y un gran número de prisioneros, entre los cuales había cerca de 400 soldados de los Regimientos de Guías y Granaderos a caballo, que había derrotado. Con esta base organizó su regimiento con el nombre de Lanceros de Oaxaca y con él hizo la campaña a las órdenes del General Salinas.

Recobrada la capital, Don Marcos Pérez estableció su Gobierno en Oaxaca, el 9 de agosto de 1860, y a poco nombró Jefe Político de Zimatlán a Don Juan Escobar y de Yautepec a Don Juan N. Hernández, quienes abusando de la predilección que les tenía el Gobernador, cometían en sus Distritos todo género de extorsiones, lo cual, exagerado por sus adversarios políticos, ocasionó quejas fundadas y consiguiente desprestigio a la administración.

Conociendo el disgusto que había contra Don Marcos y la intención de deponerlo, emprendí en su favor una lucha con Salinas que era la persona principal que llevaba la voz entre los descontentos, y no me entendí con Don José Esperón, porque no tenía yo amistad con él y porque sabía que se haría lo que resolviera Salinas. Me dijo éste que nada se promovería en contra de Don Marcos Pérez, si conseguía yo que ofreciera remover a los dos Jefes Políticos indicados.

Estando todavía enfermo de mis heridas en Oaxaca, dije a Don Marcos Pérez un día que me visitó, que él era un hombre muy respetable y muy correcto, pero que le perjudicaba mucho la manera con que consentía a sUS Jefes Políticos, contra quienes había multitud de quejas. Me contestó que no tenía más noticia de esas faltas, que simples rumores sin pruebas que las justificaran, y que él no podía abandonar a sus amigos.

Le ofrecí entonces que yo no haría ni permitiría que se hiciera nada en su contra, y que podía estar seguro de que mientras estuviera yo en Oaxaca no se le molestaría, lo cual sabía él bien sin necesidad de que yo se lo dijera, porque mis antecedentes y relaciones con él me obligaban a proceder así; pero que no podía responder de lo que se hiciera después de mi salida que estaba ya próxima, y que tuvo lugar el 20 de octubre de ese año. En efecto, Don Marcos fue encausado con el pretexto de que no había presentado la memoria armal que requiere la Constitución del Estado, y depuesto por la Legislatura el 8 de noviembre de 1860, fue nombrado Gobernador interino Don Ramón Cajiga, quien nombró su secretario al Lic. Don José Esperón, que había sido el jefe de la conspiración contra Don Marcos, y fue el director de la política del Gobierno de Cajiga. No pudo sobrevivir Don Marcos a la decepción que le causó este procedimiento y falleció el 19 de agosto de 1861, Y así perdió la República uno de sus hijos más preclaros.
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