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CAPÍTULO I

Antepasados - Infancia

1830 a 1836

Nací en la ciudad de Oaxaca el 15 de septiembre de 1830. Mi padre fue José Faustino Díaz y mi madre, su esposa, Petrona Mori. Aunque de origen español, mi padre era de los que llamamos raza criolla, es decir, con alguna mezcla de sangre india. Mis abuelos paternos fueron Manuel Díaz y Marcela Bohórquez, ambos de Oaxaca; y mis abuelos maternos Mariano Mori y Tecla Cortés, de Yodocono.

Mi bisabuelo materno vino de Asturias y se casó con una india del pueblo de Yodocono, parroquia de Tilantongo, Distrito de Nochistlán, del Estado de Oaxaca; de manera que mi madre tenía media sangre india de raza mixteca. Después de algún tiempo mis abuelos maternos se establecieron en la ciudad de Oaxaca en donde se casó mi madre. Mi padre era herrador y veterinario de profesión y antes de casarse, siendo muy joven, había servido en un Regimiento como mariscal.

Cuando mi padre se casó, por el año de 1808, era dependiente de una empresa de minas que tenía las haciendas de beneficio de metales y minas anexas de Cinco Señores, San José y el Socorro, situadas en el Distrito de Ixtlán, llamado hoy Villa Juárez porque en uno de sus pueblos, San Pablo Guelatao, nació Don Benito Juárez. Esas haciendas pertenecían a la catedral de Oaxaca: más tarde las arrendó una compañía inglesa y por último, siendo yo jefe político de Ixtlán, se las adjudiqué al Lic. Don Miguel Castro, quien las denunció en virtud de las leyes de Reforma que nacionalizaron los bienes de la iglesia.

Mi padre era dependiente de confianza de la compañía minera, y con una pequeña escolta que él mismo había armado, conducía plata de las haciendas a Oaxaca, y de retorno, dinero para las rayas. El General Don Vicente Guerrero dio a mi padre, durante la guerra de Independencia, un nombramiento de capitán, por haberle servido como mariscal o veterinario.

Mi padre era pobre cuando se casó. Mirando que a su mujer no le gustaba vivir en la sierra de Ixtlán, se lanzó a correr fortuna y se trasladó a la costa que el Estado de Oaxaca tiene en el Pacífico, sin más fondos que el valor de los caballos y mulas con que llegó al Distrito de Ometepec: se estableció en él y se decidió a sembrar caña de azúcar. Vio que el terreno era a propósito para ese cultivo y arrendó una extensión de tierras del pueblo de Xochistlahuaca, pagando por toda renta unas cuantas libras de cera al año, para la fiesta del Santo Patrón de aquel pueblo. Hizo desmontes y sembró caña. Tenía dificultad para pagar mozos porque contaba con poco dinero, y él mismo construyó su trapiche. Era hombre atrevido y emprendedor, y le gustaba afrontar y vencer dificultades.

Ocurrió un incidente que le permitió ganar algún dinero. Un ganado cabrío que pastaba por aquellos campos, se envenenó probablemente con algunos pastos, y empezaron a morirse centenares de cabezas. Sabedor de esto mi padre fue, con los pocos hombres de que pudo disponer, a quitar violentamente pieles porque se descomponían pronto, comprometiéndose los pastores a darle la mitad de las pieles que quitara; se hizo dueño de muchas pieles por este medio, y compró las demás a muy bajo precio, quedándose al fin con todas, y entonces le ocurrió la idea de curtirlas. Se puso a buscar libros para ver cómo se hacía esa operación, y estableció allí una curtiduría con muchas dificultades, porque no tenía material con que hacer las tintas ni las substancias necesarias para la operación. Labró en una roca una gran taza para las operaciones consiguientes; quemó piedra para hacer cal, y suplió el salvado que se usa en las curtidurías, con la fécula del arroz, que obtuvo de un molino construido por él mismo y a su manera.

Con algunos centenares de pieles curtidas de que hizo buenos cordobanes, se dirigió a un lugar de la costa a donde supo que se esperaba un buque contrabandista, al que acudieron otros muchos compradores de mercancías, pues la guerra de Independencia no permitía al Gobierno cuidar sus costas; cambió sus cordobanes por varios efectos, y después de haberse provisto de los que necesitaba, puso una tienda en el pueblo de Xochistlahuaca.

Así pudo hacerse de algún dinero, y con él montó un pequeño ingenio y vivió allí de ocho a diez años. Cuando sus hijos comenzaron a crecer, hablo de los que me precedieron, comprendió la necesidad de educarlos; realizó todo lo que tenía en la costa y se fue a Oaxaca: tomó en arrendamiento una casa en que estableció una posada que se llamó el Mesón de la Soledad, en donde puso su banco de herrador y su hospital de veterinaria, y compró dos pequeñas casas, una cerca de la iglesia de Guadalupe y la otra junto al convento de la Merced. En ésta estableció una curtiduría y arrendaba la otra.

Como traía algún capital que le había producido su trabajo en la costa, compró también un terreno en la hacienda de Tlanichico, donde estableció un plantío de magueyes, y él administraba en Oaxaca el mesón que tenía y servía su banco de herrador.

En los últimos años de la vida de mi padre se hizo muy místico en Oaxaca sin ser fanático; era un católico muy ferviente. Rezaba mucho y aun llegó a usar un traje monacal de los terceros de San Francisco, aunque no había recibido ninguna orden eclesiástica.

El bienestar de la familia terminó con la muerte de mi padre, ocurrida en el año de 1833, en que fue atacado del cólera. Apenas tenía yo entonces dos años y unos cuantos meses. Los pocos bienes que dejó mi padre, los consumió mi madre en la subsistencia y educación de la familia. Recuerdo que ella manejó el mesón algunos años y que esto le ayudaba en sus gastos, y si su aptitud de mujer no le permitió aumentar el haber paterno, su buen juicio y sus deberes de madre le proporcionaron la manera de prolongar por mucho tiempo aquellos escasos recursos. Cuando las circunstancias se lo exigieron, fue vendiendo sus fincas en pequeños abonos, algunas veces hasta de diez pesos al mes, y así pudimos afrontar las necesidades de la vida, mientras que yo cumplí diez y ocho años y tomé a mi cargo la subsistencia y educación de la familia.

Mi padre tuvo siete hijos: cuatro varones y tres mujeres. Primero nació una mujer llamada Desideria; después dos hombres, Cayetano y Pablo; luego otras dos mujeres, Manuela y Nicolasa, después yo y al fin Félix.

Cayetano y Pablo murieron en la infancia. Desideria se casó, y murió en 1867 de cosa de 58 años de edad. Su marido fue Antonio Tapia, de Acatlán, y tuvo varios hijos de los cuales le sobrevivieron dos hijas: María de Jesús y Amada. Las dos se casaron y la mayor, María de Jesús, fue esposa del Lic. Ignacio Muñoz. Tuvo tres hijos, que yo he adoptado como míos: Ignacio, María y José. De los varones, el mayor, es capitán de Estado Mayor facultativo del Ejército y el menor, José, es ahora cabo alumno del Colegio Militar y saldrá despachado como Teniente a fines de este año (1892) que acabará su carrera en el Colegio Militar. Amada se casó con José Castillo y sus hijos murieron en la infancia.

Manuela murió en 1856 de 27 años de edad. Dejó una hija, Delfina, nacida en 1843, que fue mi primera esposa y falleció en 1880. Nos casamos en 1867 y tuvimos ocho hijos de ese matrimonio; pero solamente sobreviven Porfirio, nacido en 1874 y Luz en 1875.

Nicolasa se ha casado dos veces: primero con el Coronel Don Vicente Lebrija y después con el Coronel Don Francisco Borjes. De ninguno de los dos matrimonios ha tenido hijos. Solamente vivieron conmigo las dos mujeres que me precedieron y mi hermano Félix, quien se casó en 1868 con Doña Rafaela Varela y tuvo dos hijos, un varón y una niña, quienes murieron en la infancia. Después hablaré de mi hermano que falleció en 1872 y llegó a ser General en el Ejército y Gobernador del Estado de Oaxaca.

Mi madre murió en 1859. Estaba yo a la sazón en Tehuantepec, cuando las necesidades del servicio me hicieron venir a Oaxaca, en donde permanecí dos días solamente. La encontré enferma; pero ignoraba su gravedad por una parte, y por otra las exigencias del servicio militar no me permitieron diferir mi marcha. No tuve el consuelo de verla morir, pues falleció dos días después de mi salida de Oaxaca.

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