Índice de Por el poder de la cruz. Una breve reflexión sobre la Primera Cruzada de Chantal López y Omar CortésCapiítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

5. De la bifurcación del cristianismo.

Toda religión desarrolla dogmas (reglas de fe), rituales y símbolos derivados de su propia escatología, que le permite diferenciarse de otros cultos.

En el cristianismo, el proceso de desarrollo dogmático, ritualístico y simbólico, dará base para el surgimiento y distinción de corrientes y subcorrientes en su seno.

En un principio, el convertirse en adepto, adherente o seguidor del cristianismo, era un hecho relativamente simple; sólo era necesario aceptar, en cuanto regla de fe, el carácter mesiánico de la persona de Jesucristo y que su sufrimiento y muerte constituían un acto de redención cuyo beneficiario no era otro que la misma humanidad, y que algún día volvería (resucitaría) para instaurar el Reino celestial en la Tierra juzgando a los vivos y a los muertos. En lo que respecta al ritualismo, tan sólo era necesario someterse al proceso de iniciación consistente en el bautismo (rito éste plenamente conocido por pertenecer al ritualismo de la religión judía). Ahora bien, aunque cualquier hermano (cristiano) podía suministrar el bautismo, por lo general se dejaba su realización al hermano mayor o al inspirado de las primitivas fraternidades.

Conforme pasa el tiempo, tienden a generarse una serie de cambios y evoluciones en los terrenos dogmático y ritual, que dan base a la bifurcación de los caminos en el desarrollo del cristianismo. La reinterpretación de la figura de Cristo, por ejemplo, se desarrolla a través de tres vertientes:

1. La paulina, elaborada por el apóstol Pablo, y en la cual Jesús es interpretado como un hombre celestial, es decir, un hombre que en el plano espiritual existe con anterioridad a su encarnación terrenal y cuyo principio de vida será el propio espíritu divino. Su venida a la Tierra habría tenido como objeto la inauguración de una nueva humanidad liberada del yugo del llamado pecado original, y en cuya liberación (redención), jugaría un papel de primera importancia el sufrimiento y el sacrificio carnal del redentor (el Cristo), quien por medio de su resurrección y gloriosa ascensión a los cielos, demostraría, amén de su carácter propiamente divino, el logro de su objetivo redentor con el triunfo de la vida sobre la muerte (la luz sobre las tinieblas).

2. La Juanina, atribuida al apóstol Juan, y en la cual se llegó a conjugar a Cristo con el Logos griego (Dios como principio de las ideas), concluyéndose con la identificación de Jesucristo con Dios, sin aceptar, como resulta obvio, la separación entre las naturalezas humana y divina del Cristo, privilegiando tan sólo la última.

3. La doceta (de apariencia) sostenía, al partir del dogma de que la carne es impura por naturaleza, que Jesucristo fue hombre sólo en apariencia, y que tanto su sufrimiento como su muerte, fueron tan sólo apariencias. Los docetistas eludían concebir la divinidad (Cristo) asociada o relacionada con lo mundano, con la carne, por lo que su concepción de la redención de la humanidad adquirirá un particularismo sui géneris.

La elaboración de estas tres concepciones dogmáticas, unida al inicio del establecimiento de una estructura eclesiástica jerarquizada constituida por los profesionales de la fe, incidirá en el ritualismo cristiano. El rito iniciático bautismal será administrado por profesionales, y terminará siendo de su exclusivo dominio (será el epíscopo o vigilante el encargado de suministrarlo). El proceso de iniciación presentará la necesidad de cumplir ciertos requisitos previos para poder efectuarse. El futuro adepto o adherente deberá ser preparado por el presbítero, mediante su aleccionamiento en determinados conocimientos y tendrá que salir airoso de la realización de otro tipo de ritos como, por ejemplo, el del exorcismo, al que debía someterse todo aquél que deseara ser bautizado. En un principio a esta transformación en el ritual iniciático se le denominará la disciplina del arcano, evolucionando, posteriormente al establecimiento del catecumado.

De igual manera, el primitivo ritual de la reunión o asamblea eucarística de los adeptos o adherentes a la fe de Cristo, se transformará en el ritual de la misa, esto es, la ordenación de un conjunto de lecturas, instrucciones, cantos y plegarias, o sea, la conjugación de un gran número de ritos en uno solo, cuyo punto culminante lo será la realización del rito de la transubstanciación (la consagración del pan convirtiéndole en el cuerpo de Cristo, y la consagración del vino convirtiéndole en la sangre de Cristo), realizándose la comunión de los adherentes o adeptos con la sangre y cuerpo de Cristo.

Así, dependiendo de la concepción dogmática que se siguiera (la paulina, la juanina o el docetismo), serán las características que adquirirán los rituales que se practiquen. De entre la pluralidad ritualística, que como consecuencia lógica desencadenó una gran variedad de reinterpretaciones y revalorizaciones elaboradas por fraternidades o iglesias, podemos destacar el llamado rito caldeo (el más antiguo de los ritos cristianos de que se tenga conocimiento) y el rito antioquiano.

El desarrollo de corrientes y subcorrientes en el seno mismo del cristianismo, que se exteriorizaban por sus particulares interpretaciones teológicas que cristalizaban en diferentes dogmas o reglas de fe de forzosa observancia para la adherencia, igual se manifestaba en la práctica ritualística. Así, a esas alturas ya no todos los cristianos observaban las mismas reglas ni practicaban los mismos ritos, hecho éste que complicaba la vida a los que por una u otra causa buscaban su pertenencia al seno de la cristiandad. Y aunque el surgimiento de los concilios ecuménicos tenía por objeto el lograr el establecimiento de reglas generales de fe y de rituales específicos que deberían ser aceptados por todas las fraternidades o iglesias cristianas asistentes, fueron hasta cierto punto impotentes para superar las diferencias en aras de la unidad, produciéndose desde un principio fortísimos cismas como, por ejemplo, el del arrianismo (de Arrio, teólogo y escritor griego, nacido entre 256 y 280, muerto en 336 y que, en su obra El festín expuso sus teorías).

Con el paso de los siglos, el espíritu original de los concilios y sínodos terminó alienado a las estructuras de poder, olvidando así su razón de ser al alejarse cada vez más de su principal objetivo: buscar el hermanamiento y comunión por encima del choque y de la discrepancia. Apartados de su función de conciliar opiniones y posturas, terminaron convirtiéndose en instrumentos políticos para anatematizar o satanizar las opiniones, dogmas o ritos de los considerados o tenidos como enemigos, a los cuales por lo general se les colgará el San Benito de la herejía. Convertidos, pues, en instrumentos políticos para el manipuleo y la justificación en la lucha por el poder, los concilios y los sínodos perderán la razón espiritual de su existencia, acabando cada corriente o subcorriente por realizar sus propios concilios o sínodos en los que todos los participantes hablaran el mismo lenguaje de intolerancia y soberbia. El caso de las llamadas crisis de la iconoclastía y su análisis por los concilios convocados por el considerado Papa Gregorio II y el Emperador Constantino V, es más que elocuente.

En lo que respecta al simbolismo, tiene para nuestro tema particular importancia la utilización del símbolo de la cruz en cuanto distintivo de la cristiandad. Todo parece indicar que su uso proviene de la conversión del Emperador romano Constantino el Grande. Existe una leyenda acerca de un particular sueño que este Emperador tuvo antes de una crucial batalla en la que se jugaba prácticamente el todo o nada. Se cuenta que antes de la batalla, el Emperador soñó que seres celestiales (ángeles), le aconsejaban el uso de la cruz en todos los escudos de sus soldados, señalándole que con él vencería. Se dice que el Emperador hizo caso de aquel consejo y triunfó en la decisiva batalla. Desde ese momento, la cruz se convirtió en el símbolo cristiano por excelencia. Muchas veces sería utilizada por Emperadores, Reyes, o Duques cristianos en sus ejércitos. Heraclio, el Emperador bizantino, la usó en sus campañas militares contra persas, ávares y eslavos; y el Emperador Carlomagno también lo hizo en sus campañas contra los lombardos y los sajones, pero no sería sino hasta la realización de las cruzadas cuando este símbolo cobijaría de manera unánime a la cristiandad universal.


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