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6.1. La expedición de Anselmo de Buis, arzobispo de Milán.

Las noticias de los logros de la cruzada señorial llegaban, aunque con retraso de meses, a la Europa latina impresionando a señores y clérigos. Para finales de 1099 se extendería con gran rapidez la noticia de la liberación de Jerusalén, y aunque el Papa Urbano II jamás se enteró de la victoriosa culminación de la empresa por él impulsada, su sucesor, Pascual II, la recibió encantado.

Posteriormente, con el regreso de gran parte de los soldados de Cristo, para los que la liberación de la Santa Ciudad de Jerusalén representaba la finiquitación de su compromiso con la cruz, se extendieron por toda Europa varios relatos épicos a través de los cuales se contaban las penalidades, los combates y triunfos de las fuerzas cruzadas, así como los milagros y ayudas celestiales recibidas por los soldados de Cristo. En fin. un conjunto de leyendas en las que la exageración y mistificación se fundían para intentar dar realce a las proezas de los abanderados de la cruz.

De entre aquél cúmulo de informaciones, hubo dos que pusieron a pensar al Papa y a sus allegados. La primera, relativa al campo militar, era el llamado hecho por muchos caballeros, para que partiesen a Jerusalén contingentes militares, ya que ante el masivo regreso acordado por varios de los jefes del ejército de la cruz, ésta se encontraba en estado de indefensión.

La segunda información que llamó la atención del Papa, fue la referente a la descripción de aquellas tierras que bien podían ser colonizadas por pobladores latinos. Así, Pascual II consideró necesario hacer un nuevo llamado a Occidente para que la cristiandad acudiese con el doble fin de socorrer a los ejércitos de Cristo y colonizar los territorios liberados.

Partiendo de Italia en el mes de septiembre de 1100, la expedición comandada por el arzobispo de Milán, Anselmo de Buis, fue, quizá, la más numerosa de todas las que hasta ese momento habían partido a Medio Oriente.

Parecida a las expediciones comandadas por Sans-Avoir y el Ermitaño, y compuesta mayoritariamente por población lombarda sin preparación militar e indisciplinada hasta decir basta, esta expedición siguió la ruta terrestre en su desplazamiento rumbo a Constantinopla.

Acompañaban al arzobispo de Milán, entre otros, Alberto, Conde de Biandrete, Guilberto, Conde de Parma y Hugo de Montebello.

Los contingentes, compuestos por ancianos, mujeres, niños y una no despreciable cantidad de enfermos y minusválidos, iniciaron su marcha, trasladándose por el Valle de Save y cruzando posteriormente territorio húngaro desembocaron en Belgrado, llegando a territorio imperial bizantino, siendo recibidos por una comitiva enviada por el Emperador Alejo I.

Debido a que esa expedición estaba compuesta por cerca de veinticinco mil personas, hubo de ser dividida, por órdenes del Emperador, en tres grupos, que fueron colocados, respectivamente, a las afueras de Filipópolis, Andrianópolis y Rodosto.

Al generar aquellas multitudes famélicas un sin fin de desórdenes que perjudicaban a las ciudades imperiales, se les ordenó trasladarse al Bósforo, pero, inconformes, se amotinaron. Todo hubiera terminado en una auténtica carnicería, de no haber sido por la atinada intervención del arzobispo milanés quien logró convencerles de la necesidad de cumplir las órdenes del Emperador.

Los expedicionarios serían visitados por Raimundo, Conde de Tolosa y Esteban, Conde de Blois, que se encontraban en Constantinopla arreglando su regreso a Occidente. En la primavera de 1101, ese multitudinario ejército de Cristo se puso en marcha rumbo a Jerusalén. Y al trazar la ruta a seguir, surgieron serios problemas, ya que los lombardos, enterados de que su ídolo, el jefe cruzado Bohemundo, se encontraba preso en el castillo de Niksar, exigieron acudir en su auxilio. Aquella idea no pudo ser sacada de las cabezas de los tercos lombardos por el arzobispo milanés, y tuvo que aceptar la petición. Para desgracia de aquellos soldados de Cristo, en su marcha rumbo al castillo de Niksar fueron sorprendidos por las tropas islámicas dirigidas por el emir damishmend Mulik Ghazi. La carnicería que resultó de esa emboscada fue terrible. Los soldados del Islam se dieron gusto masacrando mujeres, niños, ancianos y lisiados, dejando vivos tan sólo a unos cuantos para esclavizarles. Pocos, muy pocos fueron los que lograron salvar su vida huyendo.

Los que pudieron salvarse, fueron a reunirse a Constantinopla en donde se entrevistaron con un enfurecido Emperador que acremente les recriminó su estupidez, ya que más de veintitrés mil personas habían muerto en su intento por liberar a Bohemundo. Su falta de destreza militar y su reiterada indisciplina, les impidieron defenderse correctamente. En menos de dos días, las fuerzas islámicas, cuya desventaja numérica ante esa masiva expedición era evidente, terminaron apuntándose un sonado triunfo.


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