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PRIMERA PARTE

CAPÍTULO VII

Un puesto de avanzada de la Revolución

Eramos ciento cincuenta los que estábamos en La Cadena, el puesto de avanzada más occidental de todo el ejército maderista. Nuestra labor era cuidar un paso, la Puerta de la Cadena; pero las tropas estaban acuarteladas en la hacienda, a diez millas. Se erguía sobre una pequeña meseta, con un profundo arroyo de un lado, al fondo del cual un río subterráneo salía a la superficie por unos cincuenta metros y volvía a desaparecer. Tan lejos como el ojo podía llegar y hacia abajo, por el ancho valle, estaba el más despiadado tipo de desierto; lechos de arroyos secos, además de un bosque de chaparral, cactus y plantas espada. Hacia el Este se extendía La Puerta, rompiendo la tremenda sucesión de montañas que manchaban medio cielo, continuando hacia el Norte y hacia el Sur más allá de la visión, arrugadas como si fueran la ropa de cama de un gigante. El desierto arremetía para encontrar una abertura; más allá no había otra cosa más que el intenso azul del inmaculado cielo mexicano. Desde La Puerta se podían ver ochenta kilómetros de la vasta planicie árida que los españoles llamaron Llano de los Gigantes, donde las bajas montañas yacen esparcidas por todo el lugar; y a cuatro leguas de distancia las grises casas de un solo piso de Mapimí. Ahí estaba el enemigo: mil doscientos colorados, o irregulares federales, bajo las órdenes del infame coronel Argumedo. Los colorados son los bandidos que hicieron la revolución de Orozco. Así se les llamaba porque su bandera era roja y porque sus manos estaban llenas de sangre por las matanzas. Ellos barrieron el norte de México, quemando, saqueando, robando a los pobres. En Chihuahua, cortaron las plantas de los pies a un pobre diablo y le hicieron caminar un kilómetro por el desierto antes de que muriera. Yo he visto una ciudad de cuatro mil almas reducida a cinco después de una visita de los colorados. Cuando Villa tomó Torreón, no hubo misericordia para los colorados; siempre los mataban.

El primer día que llegamos a La Cadena, doce de ellos cabalgaban haciendo reconocimiento. Veinticinco de la tropa estaban de guardia en La Puerta, y capturaron a un colorado. Lo hicieron bajarse del caballo, le quitaron el rifle, la ropa y los zapatos. Después lo hicieron correr desnudo por cincuenta metros de chaparral y cactus, disparándole. Por último, Juan Sánchez lo tiró, gritando, por lo tanto se ganó el rifle, que me trajo como regalo. Dejaron al colorado a merced de las grandes avispas que revolotean con pereza en el desierto durante todo el día.

Mientras esto ocurría, mi compadre, el capitán Longino Güereca, el soldado Juan Vallejo y yo tomamos prestado el coche del coronel para un viaje al pequeño y polvoriento rancho de Bruquilla, que era el hogar de Longino. Estaba a cuatro leguas desérticas al norte, donde un arroyo brotaba milagrosamente de una pequeña colina blanca. El viejo Güereca era un peón de cabello cano y huaraches. Había nacido esclavo en una de las grandes haciendas; pero los años de trabajo, demasiado agobiantes para darse cuenta, lo habían convertido en uno de esos raros seres en México: un dueño independiente de una parcela. Tenía diez hijos; hijas de piel morena y suave, e hijos que parecían mozos de labranza de Nueva Inglaterra; y una hija en la tumba.

Los Güereca eran gente orgullosa, ambiciosa y de buen corazón. Longino dijo:

- Éste es mi querido amigo, Juan Reed, mi hermano.

El anciano y su esposa me abrazaron dándome palmadas en la espalda, en la forma afectuosa de los mexicanos.

- Mi familia no le debe nada a la Revolución -dijo Gino con orgullo-. Otros han tomado dinero, caballos y vagones. Los jefes del ejército se han hecho ricos de la pobreza en las grandes haciendas. Los Güereca le habían dado todo a los maderistas, sin haber tomado nada más que mi rango ...

El anciano, sin embargo, estaba un poco amargado. Levantando una reata de pelo de caballo, dijo:

- Hace tres años yo tenía cuatro reatas como ésta. Ahora sólo tengo una. Uno de los colorados se llevó una, la gente de Urbina se llevó otra, y la última se la llevó José Bravo ... ¿qué diferencia hay en qué bando le roba a uno?

Pero no lo decía en serio, pues estaba muy orgulloso de su hijo menor, el oficial más valiente de todo el ejército.

Nos sentamos a la mesa en un largo cuarto de adobe, comiendo el queso más exquisito y tortillas con mantequilla fresca de cabra; la sorda y anciana madre se disculpaba en voz alta, por la pobreza de la comida mientras su aguerrido hijo recitaba su Ilíada personal de nueve días de lucha alrededor de Torreón.

- Llegamos tan cerca -decía- que el aire caliente y la pólvora quemada nos apestaba en la cara. Llegamos demasiado cerca para disparar, así es que amartillamos nuestros rifles ...

En este punto todos los perros comenzaron a ladrar al mismo tiempo. Brincamos de nuestros asientos. Uno no sabía qué esperar en Cadena esos días. Era un pequeño niño a caballo, gritando que los colorados estaban entrando por La Puerta y alejándose a galope tendido.

Longino voló a enganchar las mulas al coche. La familia entera se puso a trabajar con ahínco; en cinco minutos Longino se hincó sobre una rodilla, besó la mano de su padre, y en un instante ya estábamos devorando el camino.

- ¡Que no te maten! ¡Que no te maten! ¡Que no te maten! -podíamos oír los gritos de la señora.

Pasamos un vagón cargado de mazorcas con una familia de mujeres y niños, dos baúles de hojalata y una cama de fierro, llena hasta el máximo. El hombre de la familia montaba un burro. Sí, los colorados venían; cientos de ellos se colaban por La Puerta. La última vez que los colorados habían venido mataron a su hija. Por tres años había habido guerra en este valle, y no se quejaba. Porque era por la patria. Ahora ellos irían a los Estados Unidos donde ... Pero Juan flageló a las mulas cruelmente y no oímos más. Adelante iba un anciano descalzo que plácidamente conducía algunas cabras. ¿Había oído de los colorados? Bueno, había un chisme sobre los colorados. ¿Estaban pasando por La Puerta, cuántos eran?

- ¡Pues, quién sabe, señor!

Por fin, gritando a las tambaleantes mulas, llegamos al campo justo a tiempo para ver a la victoriosa tropa dispersa por todo el desierto, tirando más rondas de municiones de las que habían usado en la batalla. Se movían agachados, apenas sobresaliendo con sus brutos de la barda de mesquite a través de la que relampagueaban todos los enormes sombreros y los alegres sarapes, los últimos rayos del sol brillaban sobre sus rifles levantados.

En la noche llegó un correo del general Urbina diciendo que estaba enfermo, que quería que Pablo Seañes regresara. Así fue que el gran coche regresó con la amante de Pablo, Rafaelito, el jorobado, Fidencio y Patricio; Pablo me dijo:

- Juanito, si quieres regresar con nosotros, te sientas junto a mí en el coche.

Patricio y Rafaelito me rogaron que fuera, pero ya había llegado tan lejos en el frente que no quería regresar. Entonces, al día siguiente, mis amigos y compañeros de la tropa, a quienes había aprendido a conocer tan bien en nuestra marcha a través del desierto, recibieron órdenes de ir a Jarralitos. Sólo Juan Vallejo y Longino Güereca se quedaron atrás.

La nueva guarnición de Cadena era de una especie diferente de hombres. Dios sabe de dónde venían, pero siempre había un lugar en donde los soldados literalmente se morían de hambre. Eran los peones más miserables que jamás haya visto; la mitad de ellos no tenía sarapes. Se sabía que unos cincuenta eran nuevos, nunca habían olido la pólvora; otro número igual estaba bajo las órdenes de un terrible e incompetente veterano llamado mayor Salazar; los cincuenta restantes estaban equipados con viejas carabinas y diez rondas de municiones por cabeza. El oficial al mando era el teniente coronel Petronilo Hernández, quien había sido mayor durante seis años en el ejército federal hasta que el asesinato de Madero lo llevó al otro bando. Era un valiente hombre de buen corazón, con hombros doblados, pero los años como oficial del ejército de la banda roja lo habían incapacitado para conducir tropas como ésta. Cada mañana daba una orden del día, distribuyendo guardias, poniendo centinelas, nombrando al oficial en servicio. Nadie la leía. Los oficiales en este ejército no tenían nada que ver con la disciplina o el orden de los soldados. Ellos eran oficiales porque habían sido valientes y su trabajo era pelear a la cabeza de la tropa; eso era todo. Los mismos soldados escogían a un general, bajo quien habían sido reclutados, como si fuera su señor feudal. Ellos se llaman a sí mismos su gente, y un oficial de la gente de otro no tiene mucha autoridad sobre ellos. Petronilo era gente de Urbina, pero las dos terceras partes de la guarnición de Cadena pertenecían a la división de Arrieta. Esta era la razón por la cual no había centinelas al Oeste y al Norte. El teniente coronel Alberto Redondo guardaba otro paso cuatro leguas al Sur, así es que pensábamos estar seguros en esa dirección. Es cierto, veinticinco hombres vigilaban La Puerta; que era fuerte ...

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