Índice de México insurgente de John ReedCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO IV

La tropa en el arroyo

Me subí al coche con Rafaelito, Pablo Seañes y su amante. Ella era una criatura extraña. Joven, delgada y hermosa; era veneno y piedra para todos excepto para Pablo. Nunca la vi sonreír ni le oí decir una palabra amable; algunas veces nos trataba con inmensa ferocidad, otras, con indiferencia bestial. Pero a Pablo lo mecía como a un bebé. Cuando él se recostaba a lo largo del asiento con su cabeza en el regazo de ella, ella lo tapaba con coraje contra su pecho, haciendo ruidos como una tigresa con su cachorro.

Patricio sacó la guitarra de la caja donde la guardaba, y al acompañamiento de Rafael, el teniente coronel cantó canciones de amor con voz cascada.

Los mexicanos saben muchas de ellas. No están escritas, pero a menudo se componen extemporáneamente y se transmiten por tradición oral. Algunas son muy hermosas, otras grotescas, y otras son satíricas como cualquier canción popular francesa. Ésta decía así:

Desterrado me fui para el Sur,
desterrado por el gobierno y al año volví.
Con aquel cariño inmenso me fui con el fin
de por allá quedarme. ¡Sólo el amor
de esa mujer me hizo volver!

Después cantó Los hijos de la noche:

Yo soy uno de los hijos de la noche
que vagan sin rumbo en la oscuridad.
La hermosa luna con sus rayos dorados
es la compañera de mis tristezas.

Me voy a separar de ti,
cansado de llorar;
voy a zarpar, zarpar,
por las orillas del mar.

Verás en el momento de nuestro adiós
que no te vaya dejar amar a otro.
Porque de ser así, te rompería la cara
y nos daríamos muchos golpes.

Por eso me voy a hacer americano.
Ve con Dios, Antonia,
despídeme de mis amigos.
Espero que los americanos me dejen pasar
y me dejen abrir una cantina
¡al otro lado del río!

En la hacienda del centro nos dieron de almorzar. Ahí Fidencio me ofreció su caballo para cabalgar durante la tarde.

La tropa ya iba adelante, los podía ver avanzando en línea a lo largo de medio kilómetro, contrastando con el arbusto de mesquite negro; la diminuta bandera verde-blanco-rojo, ondeando a la cabeza de ellos.

Las montañas se habían ocultado en algún lugar más allá del horizonte; cabalgamos en medio de un gran valle desértico, rodeando por las orillas para encontramos con el azul celeste del firmamento mexicano. Ahora que yo estaba fuera del coche, un gran silencio y una paz más allá de todo lo que yo había sentido, me envolvió; es casi imposible ser objetivo con respecto al desierto; uno se hunde en él, se convierte en parte de él.

A galope, pronto me integré a la tropa.

- ¡Hey, señor -gritaban-, aquí viene el míster en un caballo! ¿Qué tal, míster? ¿Cómo le va? ¿Va a pelear con nosotros?

Pero el capitán Fernando que iba a la cabeza de la columna dio vuelta y rugió:

- Venga para acá, míster -el hombrón sonreía con deleite-. Debe cabalgar con nosotros -gritó palmeándome la espalda-. Tome, ahora -y me dio una botella de sotol a medias-. Tómeselo todo. Demuéstrenos que es un hombre.

- Es mucho -dije, y me reí.

- Tómeselo -gritó a coro la tropa que se había juntado para ver.

Me lo tomé. Un coro de risas y aplausos se oyó. Fernando se inclinó y me tomó la mano.

- ¡Bien, compañero! -se agachó, disfrutando el momento. Los hombres me rodearon, divertidos e interesados.

¿Iba a pelear con ellos? ¿De dónde era? ¿Qué estaba haciendo? La mayoria de ellos nunca había oído hablar de periodistas; uno de ellos arriesgó la extraña opinión de que yo era un gringo y un porfirista, de que debía ser fusilado.

Los demás, sin embargo, se opusieron totalmente a este punto de vista. Era imposible que algún porfirista pudiera tomar tanto sotol de un solo trago. Isidro Amayo contó que estuvo en una brigada durante la primera Revolución, en ella también iba un periodista, y que le llamaban corresponsal de guerra. ¿Me gustaba México? Yo respondí:

- Me gusta mucho. También me gustan los mexicanos ¡y me gusta el sotol, el aguardiante, el mezcal, el pulque y otras costumbres mexicanas!

Todos rieron a carcajadas. El capitán Fernando se inclinó y me dio palmadas en el brazo.

- Ahora está usted con los hombres. Cuando ganemos la Revolución habrá un gobierno de hombres; no de ricos. Cabalgamos por tierras de hombres. Eran de los ricos, pero ahora son mías y de mis compañeros.

- ¿Y ustedes serán el ejército? -pregunté.

- Cuando ganemos la Revolución -fue la sorprendente respuesta- ya no habrá ejército. Los hombres están hartos de ejércitos. Es a través del ejército que don Porfirio nos despojó.

- ¿Pero qué pasaría si Estados Unidos invade México?

Una verdadera tormenta se desencadenó.

- ¡Somos más valientes que los americanos! Los malditos gringos no llegarían más allá de Juárez. ¡Que se atrevan! ¡Los perseguiríamos hasta que cruzaran la frontera otra vez y quemaríamos su capital al día siguiente ...!

- No -dijo Fernando- ustedes tienen más dinero y más soldados, pero los hombres nos protegerían. No necesitamos de un ejército. Los hombres pelearían por sus casas y sus mujeres.

- ¿Por qué pelean ustedes? -pregunté.

Juan Sánchez, el que cargaba la bandera, me miró de manera curiosa.

- Pues, es bueno pelear; ¡no se tiene que trabajar en las minas ...!

Manuel Paredes dijo:

- Peleamos para restaurar a Francisco I. Madero en la presidencia.

Esta extraordinaria declaración está impresa en el programa de la Revolución y por todas partes se conoce a los soldados constitucionalistas como maderistas.

- Yo lo conocí -continuó Manuel con lentitud-. Siempre estaba riendo, siempre.

- -dijo otro-, cuando había pequeños problemas con un hombre,y el resto quería pelear contra él o ponerlo en prisión, Pancho Madero decía: Déjenme hablar con él por unos minutos. Yo puedo solucionarlo.

- Le gustaban mucho los bailes -dijo un indígena-; varias veces lo ví bailar toda la noche, todo el día y la noche siguiente. Solía venir a las grandes haciendas y daba discursos. Cuando comenzaba los peones lo odiaban, al terminar todos estaban llorando ...

En ese momento un hombre comenzó una tonada monótona e irregular, tal como las que siempre acompañaban a las baladas populares que brotan por millares en cualquier ocasión.

En mil novecientos diez
Madero fue encarcelado
en Palacio Nacional
el dieciocho de febrero.

Cuatro días estuvo preso
en el salón de la Intendencia
porque no aceptaba
renunciar a la presidencia.

Entonces Blanquet y Díaz
lo martirizaron ahí;
ellos fueron los verdugos
que así saciaban su odio.

Ellos lo golpeaban
hasta que él se desmayaba,
con lujo de crueldad
para hacerla renunciar.

Luego con hierros candentes
lo quemaron sin piedad.
Y sólo se desmayaba;
nada le hacían las llamas.

Pero todo fue en vano,
por su enorme valentía,
porque prefería morir;
¡Qué gran corazón tenía!

Este fue el fin de la vida
de aquél que era el redentor
de la República indígena
y del pueblo, salvador.

Lo sacaron de Palacio;
En un asalto murió,
dijo Huerta con cinismo,
pero nadie le creyó.

¡Oh!, calle de Lecumberri
ya se acabó tu alegría,
pues por ti pasó Madero
rumbo a la Penitenciaría.

El veintidós de febrero
siempre se recordará;
La Virgen de Guadalupe
y Dios lo perdonarán.

Adiós. mi México lindo,
donde Madero murió;
adiós, adiós al Palacio
en que el apóstol cayó.

¡Señores no hay nada eterno
y no hay nada sincero;
vean lo que le pasó
a don Francisco I. Madero!

Cuando la canción iba a la mitad, todos los soldados la tarareaban, pero al terminar se hizo un resonante silencio.

- Nosotros peleamos -dijo Isidro Amayo- por la libertad.

- ¿Qué quieren decir con libertad?

- ¡Libertad es cuando yo puedo hacer lo que quiero!

- ¿Pero supongamos que esto daña a otra persona?

Me contestó, muy seguro, con la gran frase de Benito Juárez:

- ¡El respeto al derecho ajeno es la paz!

Yo no esperaba esto. Me sorprendió el concepto de libertad de estos mestizos descalzos. Creo que ésta es la única definición correcta de la libertad: ¡hacer lo que uno quiere! Los norteamericanos me la citan triunfalmente como un ejemplo de la irresponsabilidad de los mexicanos. Pero, pienso que es mejor definición que la nuestra: Libertad es el derecho de hacer lo que la justicia dice.

Cualquier estudiante mexicano conoce la definición de paz, y parece que también entienden muy bien lo que significa. Sin embargo, dicen que los mexicanos no quieren paz. Esto es una mentira, una mentira estúpida. ¡Dejemos que los estadounidenses se tomen la molestia de ir preguntando por todo el ejército maderista si quieren paz o no! La gente está cansada de la guerra.

Pero, para ser justos, debo escribir sobre lo que dijo Juan Sánchez:

- ¿Hay guerra en Estados Unidos ahora? -preguntó.

- No -le respondí mintiendo.

- ¿No hay ninguna guerra en absoluto? -meditó por un momento-. ¿Cómo se entretienen entonces ...?

En ese instante alguien vio un coyote atisbando desde un arbusto, y toda la tropa se dio a la caza con alboroto. Se esparcieron retozando por el desierto, los últimos rayos del sol centelleaban en las cananas y espuelas, las puntas de sus brillantes sarapes volaban detrás de ellos. Más allá el mundo chamuscado se deslizaba con suavidad y una extensión de lejanas montañas color lila resaltó por encima del calor de las olas como un caballo encabritado. Por aquí, si la leyenda es cierta, pasaron los españoles cubiertos con sus armaduras de fierro en busca de oro; una llamarada de carmesí y plata que dejó al desierto frío y desolado desde entonces.

Al llegar a una loma, divisamos por primera vez la hacienda de La Mimbrera, un grupo amurallado de casas, tan fuerte como para soportar un sitio, extendiéndose escarpadamente ladera abajo, con la magnífica casa grande en la cumbre.

Frente a esta casa que había sido saqueada y quemada por Cheché Campa, general de Orozco, dos años antes, subió el coche. Ya había una enorme fogata, y diez compañeros estaban matando borregos. Ellos se tambaleaban al resplandor rojo de la fogata, con los borregos forcejeando y balando en sus brazos; la sangre caía a borbotones por el suelo brillando ante la candente luz como algo fosforescente.

Cené junto con los oficiales en la casa del administrador, don Jesús, ell más bello espécimen de hombría que jamás haya visto. Medía 1.80 metros, delgado, piel blanca, un tipo puramente español de la más alta cuna. Recuerdo que a un lado del comedor colgaba un rótulo bordado en rojo, blanco y verde, que decía: ¡Viva México! y otro que decía: ¡Viva Jesús! Al terminar de cenar me paré junto al fuego pensando dónde dormiría, cuando el capitán Fernando tocó mi brazo.

- ¿Dormirá con los compañeros?

Atravesamos la gran plaza, bajo la opalescente luz de las estrellas del desierto, y llegamos a un apartado granero de piedra. Dentro, unas cuantas velas pegadas a la pared alumbraban los rifles recargados en las esquinas, los sables en el piso y los compañeros enrollados en sus cobijas con la cabeza apoyada en el cuerpo de otros. Uno o dos estaban despiertos, hablando y fumando. En una esquina, tres estaban sentados envueltos en sus sarapes, jugando cartas. Cinco o seis tenían buena voz y una guitarra. Cantaban Pascual Orozco:

Dicen que Pascual Orozco chaqueteó
porque don Luis Terrazas lo convenció;
le dieron muchos millones y lo compraron
y a derrocar al gobierno lo enviaron.

Orozco así lo creyó
y a la guerra se marchó,
pero el cañón maderista
ése le dUo que no.

Si a tu ventana llega Porfirio Díaz,
dale para que coma tortillas frías;
si a tu ventana llega el general Huerta,
escúpele en la cara y cierra la puerta.

Si a tu ventana llega Inés Salazar,
cuida tu baúl para que no pueda robar;
si a tu ventana llega Maclovio Herrera,
no tengas miedo y abre la casa entera.

Cuando llegué no me reconocieron, pero luego uno de los jugadores dijo:

- ¡Aquí viene el míster!

Al oirlo unos se levantaron y levantaron al resto.

- Está bien, es bueno dormir con los hombres, tome este lugar, amigo; aquí está mi silla; aquí no hay nada malo; aquí un hombre se va derecho ...

- Que pase buena noche, compañero -dijeron-. Hasta mañana, pues.

Más tarde alguien cerró la puerta. El cuarto se llenó de humo y fetidez por la respiración humana. Había muy poco silencio entre el coro de ronquidos y el canto que continuó, creo, hasta el amanecer. Los compañeros tenían pulgas ...

Yo me enrollé en mis cobijas y me acosté sobre el suelo de cemento muy feliz. Fue el mejor sueño que tuve hasta entonces en México.

En cuanto amaneció subimos con gran algarabía una pronunciada barranca del desolado desierto para calentamos. Era un frío amargo. La tropa estaba envuelta en sarapes hasta los ojos, se veían como hongos multicolores bajo sus enormes sombreros. Los rayos del sol quemaban al caer sobre mi cara, nos tomaron de improviso, glorificando los sarapes a colores más brillantes de lo que eran. El de Isidro Amayo era de espirales azul marino y amarillo; Juan Sánchez tenía uno color rojo ladrillo; contra ellos zigzagueaba un patrón centelleante de púrpura y negro.

Volteamos para ver cómo paraban el coche. Patricio nos hizo ademanes. Dos de las mulas estaban muy cansadas, por lo nuevo de las veredas y el trotar fatigoso de los últimos dos días. La tropa se dispersó en busca de mulas. Pronto regresaron conduciendo dos hermosos animales que jamás habían sido enjaezados. Apenas olieron el coche hicieron un desesperado intento por liberarse. Entonces, toda la tropa regresó a su ocupación original: se convirtieron en vaqueros. Era un bello panorama, las reatas balanceándose en el aire, los repentinos tiros de los lazos, como si fueran serpientes; los caballitos frenados contra la impresión de las mulas que corrían. Esas mulas eran unos demonios. Una y otra vez rompieron las reatas; dos veces tiraron a caballo y jinete. Pablo vino al rescate. Se montó en el caballo de Sabás, hincó las espuelas y persiguió a una mula. En tres minutos ya la había lazado por la pata, tirado y atado. Entonces procedió de la misma manera con la segunda. No era por nada que a los veintiséis años Pablo ya fuera teniente coronel. No sólo podía pelear mejor que sus hombres, sino que montar mejor, lazar mejor, disparar mejor, cortar leña mejor y bailar mejor.

Las patas de las mulas estaban amarradas, y las arrastró con reatas hasta el coche donde se les deslizó el arnés a pesar de sus frenéticos esfuerzos. Cuando todo estuvo listo, Patricio se subió al frente, agarró el látigo, y nos dijo que las soltáramos. Los animales salvajes se levantaron en desorden, relinchando y jalando; por encima del clamor se oía el chasquido del pesado látigo, y por debajo a Patricio:

- ¡Ándenle! ¡Hijas de la gran ch ...!

Y se lanzaron hacia adelante, corriendo, con el gran coche detrás atravesando arroyos como un tren express. Pronto desapareció detrás de su propia nube de polvo, para reaparecer horas más tarde, subiendo a paso lento por la ladera de una gran colina, a muchos kilómetros de distancia ...

Panchito tenía once años y ya era soldado con un rifle demasiado pesado para él y un caballo en el que tenían que subirlo. Su compadre era Victoriano, un veterano de catorce años. Otros siete de la tropa eran menores de diecisiete años. Había una mujer hosca de cara indígena, que montaba de lado y llevaba dos cananas. Ella cabalgaba con los hombres y dormía con ellos en los cuarteles.

- ¿Por qué pelea? -le pregunté.

Con la cabeza señaló la figura impresionante de Julián Reyes.

- Porque él pelea -me contestó-. El que a buen árbol se arrima buena sombra le cobija.

- Un buen gallo en cualquier gallinero canta -coreó Isidro.

- El que es perico dondequiera es verde -agregó otro.

- Caras vemos, corazones no sabemos -dijo José sentimentalmente.

A medio día lazamos una res y la degollamos. Como no había tiempo para hacer una fogata, cortamos en tiras la carne y la comimos cruda.

- Oiga, míster -gritó José-, ¿los soldados en Estados Unidos comen carne cruda?

Respondí que no creía que lo hicieran.

- Es buena para los hombres. En la campaña no tenemos tiempo para nada más que carne cruda. Nos hace más valientes.

Ya entrada la tarde alcanzamos al coche, galopamos con él a través del arroyo seco y subimos al otro lado, pasamos el gran campo de rebota que flanquea la hacienda de La Zarca. A diferencia de La Mimbrera, la casa grande aquí está sobre un lugar plano, con las casas de los peones formando grandes filas a los costados, y un desolado desierto lleno de chaparral extendiéndose unos treinta kilómetros al frente. Cheché Campa también había visitado La Zarca. La casa grande era una negra ruina con agujeros por todas partes.

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