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CUARTA PARTE

CAPÍTULO XII

El asalto de los hombres de Contreras

El miércoles, mi amigo el fotógrafo y yo andábamos deambulando por el campamento cuando Villa llegó hasta nosotros en su caballo. Se veía cansado, mugroso, pero feliz. Dominando su caballo con las riendas, frente a nosotros, los movimientos de su cuerpo eran sencillos y llenos de gracia, como los de un lobo, sonrió y nos dijo:

- Bien, muchachos, ¿cómo les va ahora?

Le contestamos que estábamos muy a gusto.

- No he tenido tiempo de preocuparme por ustedes, así es que deben cuidarse de no meterse en lugares peligrosos. Los heridos están mal. Hay cientos. Son valientes esos muchachos; la gente más valiente de este mundo -continuó fascinado-. Pueden ir a ver el tren hospital. Ahí hay algo bueno para que ustedes escriban en sus periódicos ...

Y en verdad fue grandioso. El tren hospital estaba justo detrás del tren de trabajo. Cuarenta furgones barnizados por dentro, y por fuera marcados en un costado con una cruz azul enorme, y una gran leyenda: SERVICIOS SANITARIOS. Aquí se ocupaban de los heridos en cuanto llegaban del frente. Se les acomodaba en las instalaciones quirúrgicas más modernas. Los atendían sesenta competentes doctores extranjeros y mexicanos. Cada noche los furgones llevaban a los más graves hasta los hospitales base en Chihuahua y Parral.

Fuimos hasta San Ramón, y más allá del extremo de la línea de árboles que cruza el desierto. Ya había empezado a arreciar el calor. Enfrente, una serpiente de fuego de rifles se desenrrollaba a lo largo de las líneas, y después una ametralladora se oyó: ¡Spat-spat-spat! Cuando emergimos a campo abierto, un solitario máuser comenzó a abrir fuego hacia la derecha en algún lugar. No le dimos importancia al principio. Pero pronto notamos que había un pequeño sonido pesado por el terreno alrededor de nosotros. Motas de polvo volaban cada tantos minutos.

- Dios mío -dijo el fotógrafo- algún desgraciado anda tras de nosotros.

Por instinto ambos corrimos. Los disparos de rifle se hicieron más rápidos. Era una gran distancia a través de la planicie. Después de un rato redujimos el paso a trote. Por último, caminamos, el polvo se levantaba como siempre, teníamos la sensación, después de todo, de que no tenía caso correr. Después nos olvidamos del asunto ...

Media hora después nos arrastramos a través de los arbustos por medio kilómetro desde las afueras de Gómez y llegamos a un diminuto rancho, compuesto por seis u ocho chozas de adobe. En el refugio que una de las casas ofrecía, estaban desparramados unos sesenta hombres harapientos de Contreras. Jugaban cartas, platicaban con pereza. Allá abajo, justo a la vuelta de la esquina, que apuntaba como una guía hacia las posiciones federales, una tormenta de balas barría continuamente, removiendo el polvo. Estos hombres habían estado en el frente durante toda la noche. La contraseña era ningún sombrero y todos estaban descubiertos de la cabeza bajo el tórrido sol. No habían dormido ni comido, y no había ni una gota de agua en dos kilómetros a la redonda.

- Hay un cuartel federal allá arriba que está disparando -explicó un chiquillo como de doce años-. Tenemos orden de atacar cuando la artillería llegue.

Un anciano se acuclillaba contra la pared, me preguntó de dónde venía. Le dije que de Nueva York.

- Bien -dijo-, no sé nada de Nueva York. Pero apuesto a que ustedes no tienen ganado fino que corra por la calle como el que tenemos en las calles de Jiménez.

- No se ve ni una sola cabeza de ganado en las calles de Nueva York -le dije.

- ¿Qué? ¿Ninguna cabeza de ganado? ¿Usted quiere decir que no conducen ganado por las calles? ¿Ni ovejas?

Dije que no.

Me miró como pensando que yo era un gran mentiroso. Entonces dirigió sus ojos hacia el suelo y pensó con profundidad.

- Bien -pronunció finalmente-, ¡entonces yo no quiero ir allá!

Dos chiquillos traviesos comenzaron a jugar la roña. En un segundo veinte hombrones se correteaban unos a otros por todo el patiecillo. Los jugadores de cartas habían hecho una pausa y cuando menos ocho hombres estaban tratando de jugar a alguna cosa y discutían sobre las reglas casi a gritos. O quizá no había suficientes cartas para todos.

Cuatro o cinco se habían tirado a la sombra de una casa, cantando tonadas de amor satíricas. En todo este tiempo el continuo estrépito infernal allá arriba jamás cesó. Las balas pegaban en el polvo como gotas de lluvia. De vez en cuando, uno de los hombres se estiraba, apostaba su rifle en la esquina y disparaba ...

Nos quedamos ahí una media hora. Después, trajeron dos cañones grises desde la maleza y los llevaron hasta sus posiciones en el canal seco, a treinta y cinco metros hacia la izquierda.

- Creo que ya nos vamos -dijo el muchacho.

En ese momento, tres hombres llegaron a caballo desde la retaguardia. Oficiales, evidentemente. Estaban expuestos al fuego de los rifles que llegaba por encima de los techos de las chozas, pero levantaron sus caballos con las balas zumbando por todos lados, burlándose de ellas.

El primero en hablar fue Fierro, el soberbio y enorme animal que había asesinado a veinte personas.

Miró con desprecio a los harapientos soldados desde su silla.

- Bien, bonito grupo para tomar una ciudad -dijo-, pero no tenemos a nadie más aquí. Éntrenle cuando oigan el clarín.

Avanzó cruelmente de manera que su gran caballo se retrajo y luego se levantó haciendo giros con sus patas traseras. Fierro se alejó cabalgando hacia atrás, diciendo mientras lo hacía:

- Inútiles, esos tontos de Contreras.

- ¡Muerte al carnicero! -dijo un hombre furioso-. Ese asesino mató a mi cuñado en las calles de Durango. ¡Sin crimen ni insulto! Mi compadre estaba muy borracho, caminaba frente al teatro. Le preguntó la hora a Fierro, y Fierro le dijo: ¡Tú ...! Cómo te atreves a hablarme antes de que yo te hable primero.

El clarín sonó, todos se levantaron agarrando sus armas. Los jugadores suspendieron momentáneamente el juego, pero continuaban sus gritos furiosos, se acusaban unos a otros de haberse robado las ganancias.

- ¡Oiga -gritó un soldado-, le apuesto mi silla a que yo regreso y usted no! Esta mañana le gané una bonita silla a Juan.

- Muy bien, ¡mi nuevo caballo pinto! ...

Riendo, haciendo bromas, jugueteando, salieron desde el refugio de las casas rumbo a la lluvia de acero. Corrieron a tumbos por la calle, como si fueran animalitos caseros que no están acostumbrados a correr. Al avanzar levantaron una polvareda que los cubría, y hacían un ruido endemoniado.

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