Índice de México insurgente de John ReedIntroducción de John ReedCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

El territorio de Urbina

Un vendedor de baratijas procedente de Parral llegó al pueblo con una mula cargada de macuche -se fuma macuche cuando no hay tabaco- y fui con la demás gente a verlo para obtener noticias. Esto fue en Magistral, un pueblo montañés de Durango a tres días a caballo de la vía del tren. Alguien compró un poco de macuche, el resto de nosotros le pedimos prestado y mandamos a un muchacho por hojas de elote. Todos se animaron, charlaban alrededor del vendedor en tres filas, pues hacía muchas semanas que el pueblo no oía acerca de la revolución. El hombre estaba lleno de rumores alarmantes: que los federales habían forzado su entrada a Torreón y se encaminaban hacia este lugar, quemando ranchos y asesinando a los pacíficos; que las tropas de Estados Unidos habían cruzado el Río Grande; que Huerta había renunciado; que Huerta iba hacia el norte para tomar el mando de las tropas federales; que Pascual Orozco había sido balaceado en Ojinaga; que Pascual Orozco se dirigía al sur con diez mil colorados. Contó estos informes con mucho dramatismo. Caminaba con vigor hasta que su pesado sombrero café-dorado se movía sobre su cabeza, retorcía su desgastada cobija azul sobre su hombro, disparaba rifles imaginarios y desenfundaba espadas ficticias, mientras que el público murmuraba: ¡má! adió, pero el rumor más interesante fue que el general Urbina se pondría en camino al frente de batalla en dos días.

Un árabe hosco llamado Antonio Swayfeta iba a Parral la mañana siguiente en una calesa de dos ruedas y me permitió acompañarlo hasta Las Nieves, donde vivía el general. Por la tarde ya habíamos trepado las montañas hasta la gran altiplanicie del norte de Durango y descendíamos por las grandes olas de la amarillenta pradera, tan extensa que el ganado pastando se vía como puntos y al final desaparecía en la base de las arrugadas montañas púrpura, que parecían estar a tiro de piedra. Cedió la hostilidad del árabe y me contó la historia de su vida, de la que no pude entender ni una sola palabra. Pero, en resumen, según lo que pude captar, era en su mayoría comercial. Una vez estuvo en El Paso que calificaba como la ciudad más hermosa del mundo. Pero los negocios eran mejores en México. Decía que en México había pocos judíos porque no soportaban la competencia de los árabes.

En todo ese día sólo vimos a un ser humano -un anciano harapiento, envuelto en un sarape rojinegro, sin pantalones, y aferrado al mango roto de un rifle. Escupiendo, dijo que era un soldado; que después de tres años de pensarlo al fin había decidido unirse a la revolución y pelear por la libertad. Pero en su primer batalla dispararon un cañón, el primero que había oído en su vida; y de inmediato se encaminó a su hogar en El Oro para quedarse ahi hasta que la guerra terminara ...

Antonio y yo no dijimos nada. De vez en cuando él se dirigía a la mula en perfecto castellano. Una vez me informó que esa mula era puro corazón.

El sol se quedó suspendido un momento sobre la cresta de las rojas montañas de pórfido, y después se ocultó tras ellas; la turquesa cúpula celeste se tiñó con el polvo naranja de las nubes. Entonces todas las leguas ondulantes del desierto destellaban y se acercaban bajo la suave luz. De pronto apareció la sólida fortaleza de un rancho, de esos que uno ve una vez al día en esta vasta tierra -una plaza imponente de paredes blancas con torres en cada esquina provistas de cañoneras, y con un portal de acero fundido-. Se levantaba sombrío y amenazante sobre una pequeña colina desnuda, como cualquier castillo, con corrales de adobe a su alrededor, y debajo, en lo que había sido un arroyo seco, todo el día manaba el río subterráneo formando un estanque y volvía a desaparecer en la arena. Delgadas líneas de humo brotaban desde dentro y se iban a lo alto contra los últimos reflejos del sol. Desde el río hasta el portal se deslizaban las pequeñas figuras negras de las mujeres con cántaros de agua sobre sus cabezas; y dos jinetes conducían ganado hacia los corrales. Ahora las montañas occidentales eran de terciopelo azul, yel pálido cielo era una bóveda ensangrentada hecha de seda acuosa. Para la hora en que llegamos al gran portal del rancho, arriba sólo había una lluvia de estrellas.

Antonio preguntó por don Jesús. Siempre hay seguridad en llamar a un don Jesús en cualquier rancho, pues invariablemente es el nombre del administrador. Por fin apareció un hombre de gran talla enfundado en pantalones ajustados, camiseta de seda púrpura y un sombrero gris cargado con una trenza de plata, y nos invitó a entrar. Las casas formaban el interior del muro, de uno a otro extremo. A lo largo de las paredes y sobre las puertas colgaban festanes de carne en tiras, hilos de pimientas y ropas secándose. Tres muchachas cruzaron la plaza en fila, balanceando las ollas de agua sobre su cabeza, gritándose unas a otras en la voz estridente de las mujeres mexicanas. En una casa una mujer inclinada amamantaba a su bebé; a la siguiente puerta otra estaba de rodillas en su interminable labor de la molienda de maíz sobre un metate de piedra. La población masculina se acuclillaba ante pequeñas fogatas de olotes, envueltos en sus gastados sarapes, fumando sus hojas, observando el trabajo de las mujeres. Al desmontar se levantaron y nos rodearon, dirigiéndonos en voz suave un buenas noches, curioso y amigable.

¿De dónde veníamos? ¿A dónde íbamos? ¿Qué noticias teníamos? ¿Ya habían tomado los maderistas Ojinaga? ¿Era cierto que Orozco iba a matar a los pacíficos? ¿Conocíamos a Pánfilo Silveyra? Él era un sargento, uno de los hombres de Urbina. Él provenía de esta casa, era el primo de ese hombre. ¡Ah, había mucha guerra!

Antonio fue a negociar maíz para la mula.

- Un tantito. Sólo un poquito de maíz -rogaba.

De seguro que don Jesús no le cobraría nada ... ¡cuánto maíz podía comer una mula ...! En una de las casas traté de hacer arreglos para la cena. La mujer extendió las manos.

- Todos somos muy pobres ahora -dijo-. Un poquito de agua, algunos frijoles, tortillas ... es todo lo que comemos en esta casa ...

¿Leche? No, ¿huevos? No, ¿carne? No, ¿café? ¡Válgame Dios, no! Le ofrecía dinero con el que quizá pudiera comprar algo en una de las casas vecinas.

- ¿Quién sabe? -respondió vagamente.

En ese momento llegó el marido y la reprendió por su falta de hospitalidad.

- Mi casa está a sus órdenes -dijo con determinación, y me pidió un cigarrillo.

Entonces se sentó en cuclillas mientras ella traía las dos sillas familiares y nos invitó a sentamos. El cuarto tenía buen tamaño, un suelo sucio y un techo de pesadas vigas con el adobe asomándose entre ellas. Las paredes y el techo blanqueados, a primera vista, sin mancha alguna. En una esquina había una cama de fierro, y en la otra una máquina de coser Singer, como en cualquier otra casa que vi en México. También había una mesa de patas largas, sobre la que se veía una imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, con una veladora encendida ante ella. Arriba de esto, sobre la pared, colgaba una ilustración indecente recortada de las páginas de Le Rire, en un marco plateado; evidentemente un objeto de la más alta veneración.

Luego llegaron varios tíos, primos y compadres a preguntar si por casualidad traíamos algunos cigarros. A una orden del marido, la mujer trajo un carbón encendido entre sus dedos. Fumamos. Se hizo tarde. Se desarrolló una animada discusión con respecto a quién compraría las provisiones para nuestra cena. Por último comprometieron a la mujer y pronto Antonio y yo nos sentamos en la cocina, mientras ella se inclinaba sobre la plataforma de adobe en forma de altar situado en la esquina, cocinando sobre una fogata abierta. El humo nos envolvió, escurriéndose por la puerta. A veces un puerco o unas cuantas gallinas se metían, o un borrego buscaba tortillas, hasta que la voz enojada del amo de la casa recordaba a la mujer que ella no estaba haciendo cinco o seis cosas a la vez. Y ella se levantaba apresuradamente para espantar al animal con una rama ardiendo.

Durante la cena -tiras de carne ardiente por el chile, huevos fritos, tortillas, frijoles y café negro amargo-, toda la población masculina del rancho nos acompañaba, dentro y fuera del cuarto. Parecía que algunos en especial tenían prejuicios contra la Iglesia.

- ¡Curas sinvergüenzas! -gritaba uno-. ¡Quién viene cuando estamos tan pobres y se lleva el diezmo de lo que tenemos!

- Y nosotros pagando un cuarto al gobierno por esta maldita guerra ...

- ¡Cállense! -chilló la mujer-. ¡Es para Dios! Dios debe comer, igual que nosotros ...

El marido mostró una amplia sonrisa. Una vez fue a Jiménez, por lo que se le consideraba como un hombre de mundo.

- Dios no come -enfatizó con decisión-. Los curas engordan a nuestras expensas.

- ¿Por qué lo dan? -pregunté.

- Es la ley -dijeron varios al mismo tiempo.

¡Y nadie podía creer que esa ley había sido abolida en México en el año 1857!

Les pregunté por el general Urbina:

- Un hombre bueno, todo corazón, y otro dijo: Es muy valiente. Las balas se le resbalan como la lluvia sobre un sombrero ...

- Es el primo de la hermana del primer marido de mi mujer.

- Es el bueno para los negocios del campo (esto es un hombre con gran éxito como bandido y salteador de caminos).

Y por último uno dijo con orgullo:

- Hace unos cuantos años sólo era un peón como nosotros; y ahora es general y un hombre rico.

Pero no olvidaré en mucho tiempo el cuerpo enjuto y los pies descalzos de un viejo con la cara de santo, quien dijo pausadamente:

- La Revolución es buena. Cuando termine, nunca, nunca, nos moriremos de hambre, si servimos a Dios. Pero es larga, y no tenemos nada qué comer, ni ropa qué ponernos, pues el amo se ha ido de la hacienda; no tenemos herramientas ni animales para trabajar; los soldados se llevan nuestro maíz y ahuyentan nuestro ganado ...

- ¿Por qué no luchan los pacíficos?

Se encogió de hombros.

- Ellos no nos necesitan ahora. No tienen rifles para nosotros, ni caballos. Están ganando. ¿Y quién los alimentará si no sembramos maíz? No, señor. Pero si la Revolución pierde, entonces no habrá más pacíficos. Entonces nosotros nos levantaremos con nuestros cuchillos y nuestros látigos ... La Revolución no perderá ...

Cuando Antonio y yo nos envolvimos en nuestras cobijas en el suelo del granero, ellos cantaban. Uno de los jóvenes se había conseguido una guitarra, y dos voces, apoyándose una a la otra en esa peculiar y estridente armonía mexicana de barbería, entonaban en voz alta algo acerca de una triste historia de amor.

Durante todo el día siguiente cabalgamos a través de grandes terrenos que cubrían más de dos millones de acres según me dijeron. El rancho era una de las muchas propiedades de la hacienda El Canutillo. El hacendado, un español rico, se había fugado del país hacía dos años.

- ¿Quién es el dueño ahora?

- El general Urbina -dijo Antonio.

Y así era, según lo que descubrí. Las grandes haciendas del norte de Durango, un área mayor que la del Estado de New Jersey, fue confiscada por el gobierno constitucionalista a través del general, quien los gobernó con sus propios agentes, y además se decía que dividió por mitades con la Revolución.

Viajamos todo el día, sin parar más que lo suficiente para comer algunas tortillas. Cerca de la puesta del sol vimos el muro de lodo café que rodeaba El Canutillo con su ciudad de pequeñas casas y la antigua torre rosada de la iglesia sobresaliendo por entre los álamos -a kilómetros de distancia al pie de las montañas-. El pueblo de Las Nieves, una dispersa colección de adobes del mismo color que la tierra de que se hacen, estaba frente a nuestros ojos, como un extraño crecimiento en el desierto. Un río centellante, sin huella alguna de verdor a lo largo de sus riberas que contrastase con la planicie tostada, trazaba un semicírculo alrededor del pueblo. Y al chapotear a través del vado, entre las mujeres arrodilladas lavando, el sol de repente se ocultó detrás de las montañas occidentales. De inmediato un diluvio de luz amarilla, espesa como el agua, ahogó la tierra, y una neblina dorada se levantó del suelo, sobre el que el ganado flotaba sin patas.

Yo sabía que el precio de un viaje como el que había realizado con Antonio costaba cuando menos diez pesos, y él era un árabe en los negocios. Pero cuando le ofreci dinero, me abrazó y comenzó a llorar ... ¡Dios te bendiga árabe excelente! Tienes razón, los negocios son mejores en México.

Índice de México insurgente de John ReedIntroducción de John ReedCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha