Índice de México insurgente de John ReedCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO XII

Isabel

En esta forma, frente a un cielo carmesí, llegaron los soldados, extenuados, vencidos, bajando del cerro. Algunos a caballo; sus animales con las cabezas bajas, cansados -dos soldados en un caballo, en algunos casos-. Otros a pie, con vendajes ensangrentados en la frente y en los brazos. Las cartucheras vacías, sin rifles. Las caras y las manos malolientes por la suciedad y el sudor, teñidas todavía por la pólvora. Más allá del cerro estaban desparramados todavía en los quince kilómetros del árido desierto que nos separaban de La Cadena. No quedaban más de cincuenta, incluyendo a las mujeres; los restantes estaban dispersos, rezagados, en las montañas infecundas y los pliegues del desierto que se prolongaban por kilómetros, por lo que todavía tardarían horas en llegar.

Don Petronilo venía al frente, con la cabeza baja y los brazos cruzados; las riendas caían, sueltas, sobre el cuello de su indeciso, tambaleante caballo. En seguida, atrás de él, venía Juan Santillana, pálido y enjuto, su cara envejecida. Fernando Silveyra, todo harapos, arrastrado por su montura. Cuando vadearon la escasa corriente, levantaron los ojos y me miraron. Don Petronilo saludó débilmente con la mano; Fernando gritó:

- ¡Pero cómo, allí está el Míster! ¿Cómo escapaste? Creímos que te habrían matado seguramente.

- Jugué una carrera con las cabras -contesté.

Juan se echó a reír.

- ¿Un susto mortal, eh?

Los caballos metieron ansiosos los hocicos en la corriente, bebiendo con desesperación. Juan, cruelmente, metió las espuelas y atravesó el arroyo para abrazarnos. Pero don Petronilo desmontó en el agua, entorpecido, como en sueños y, vadeando hasta arriba de las botas, vino adonde yo estaba.

Estaba llorando silenciosamente. Su expresión no había cambiado, pero corrían por sus mejillas grandes lágrimas.

- ¿Los colorados capturaron a su mujer! -susurró Juan en mi oído.

Yo estaba embargado de pena por el hombre.

- Es una cosa terrible, mi coronel -le dije gentilmente-, el sentir la responsabilidad por todos esos valientes que murieron. Pero no fue por culpa de usted.

- No es eso -contestó pausadamente, mirando por entre las lágrimas el lastimoso acompañamiento que se arrastraba bajando del desierto.

- Yo también tenía muchos amigos que murieron en la batalla -proseguí-. Pero ellos murieron gloriosamente, luchando por su país.

- No lloro por ellos -exclamó, retorciéndose las manos-. Hoy perdi todo lo que más quería. Se llevaron a mi mujer, que era mía, mi nombramiento y todos mis papeles, y todo mi dinero. Pero me tortura la pena al pensar en mis espuelas de plata, incrustadas de oro, que compré el año pasado en Mapimí. Se despidió, abatido.

Comenzaron a venir los peones de sus casas, lanzando gritos compasivos y ofertas cariñosas. Echaban sus brazos a los cuellos de los soldados, atendían a los heridos, les daban tímidamente palmaditas en las espaldas y les llamaban valientes. Extremadamente pobres, ofrecían alimentos, camas y forrajes para los caballos, invitándolos a permanecer en Santo Domingo hasta que se sintieran bien. Yo tenía ya un sitio para dormir. Don Pedro, el principal cabrero, rebosante de calor su generoso corazón, me había dado su cuarto y su cama; desplazó a su familia a la cocina, adonde se trasladó tamo bién él. Lo hizo sin la esperanza de una recompensa, ya que pensó que yo no tenía dinero. En todas partes salían de sus casas hombres, mujeres y niños, a fin de hacer lugar para los vencidos y fatigados soldados.

Fernando, Juan y yo fuimos a pedir un poco de tabaco a los cuatro vendedores acampados bajo los árboles al pie del manantial. No habían vendido nada durante una semana; casi se morían de hambre, pero nos cargaron generosamente de macuche. Hablamos del combate, tendidos y apoyados en los codos, observando los despedazados restos de la guarnición en la cumbre del cerro.

- ¿Sabe usted que Gino Güereca murió? -dijo Fernando-. Yo lo vi caer. Su hermoso caballo tordillo que montaba por primera vez, estaba espantado por el freno y la silla. Pero cuando llegó donde silbaban las balas y retumbaban los cañones, se tranquilizó en seguida. Ese caballo era de raza pura ... Sus padres deben haber sido todos guerreros. En torno a Gino había cuatro o cinco héroes más; casi todos sus cartuchos estaban agotados. Pelearon hasta que en el frente y de ambos costados se les cerraron las líneas dobles de colorados galopando. Gino estaba a pie, al lado de su caballo; de pronto una rociada de balas tocó al animal en varias partes; suspiró y cayó muerto. Sus acompañantes dejaron de tirar en una especie de pánico.

- ¡Estamos perdidos! -gritaron.

- ¡Corran ahora que es tiempo todavía! -les decía Gino, sacudiendo su rifle humeante sobre ellos.

- ¡No -gritó-, den tiempo a los compañeros para que se vayan!

- Poco después lo cercaron estrechamente; no lo volví a ver hasta que lo sepultamos esta mañana ... Aquello era un infierno. Los rifles se habían calentado al grado que no se podían tocar sus cañones; el remolino caliginoso que salía de ellos al disparar lo retorcía todo, como si fuera un espejismo ...

Juan interrumpió:

- Caminamos en línea recta hacia La Puerta cuando comenzó la retirada, pero casi inmediatamente nos dimos cuenta de que no tenía objeto. Los colorados rompían nuestras pequeñas formaciones como si fueran inmensas olas marinas. Martínez iba adelante. No tuvo siquiera oportunidad de disparar su rifle, y éste era también su primer combate. Lo hirieron montado ... Pensé entonces en lo que usted y Martínez se querían. Las conversaciones que tenían ustedes eran muy afectuosas; por las noches no se dejaban dormir mutuamente ...

Los elevados penachos de los árboles se habían entristecido por la falta de luz; parecían estar erguidos entre la lluvia de estrellas arriba, en la honda cúpula. Los vendedores habían avivado su pequeña fogata; el tranquilo murmullo de su charla en voz baja llegaba hasta nosotros. Las puertas abiertas en las chozas de los peones arrojaban su titubeante luz de velas. Venía del río una silenciosa línea de muchachas vestidas de negro con cántaros de agua en sus cabezas. Las mujeres molían su maíz con el monótono crujir de las piedras. Los perros ladraban. El repiqueteo de los cascos marcaba el paso de la caballada hacia el río. A lo largo del enrejado, frente a la casa de don Pedro, los guerreros fumaban y peleaban otra vez la batalla, pataleando en derredor y gritando las descripciones que hacían.

- Tomé mi rifle por el cañón y lo estrellé en su cara grotesca, así como ... -narraba otro, gesticulando.

Los peones, acuclillados alrededor, oían sin respirar ... Y, mientras tanto, la macilenta procesión de los vencidos se arrastraba por el camino al cruzar el río.

No había oscurecido todavía. Me fui a la orilla para observarlos, con la vaga esperanza de hallar a alguno de mis compadres, que pudiera aparecer aún como perdido. Y fue allí donde vi por primera vez a Isabel.

No había nada interesante en ella. Creo que me di cuenta de su presencia, principalmente, porque era una de las pocas mujeres en aquella desventurada compañía. Era una muchacha india de piel muy oscura, como de veintiséis años de edad, con el cuerpo rechoncho de su raza explotada; facciones agradables; el pelo cayendo adelante, sobre sus hombros, en dos largas trenzas; y grandes dientes que brillaban con su sonrisa. Nunca pude saber si era simplemente una mujer que trabajaba como peón en derredor de La Cadena, cuando ocurrió el ataque, o si era una mujer de las que siguen a los campamentos del ejército.

Caminaba trabajosamente, impasible, entre el polvo, atrás del caballo del capitán Félix Romero, y así lo había hecho al través de veinte kilómetros. Él no le hablaba, ni siquiera volvía atrás la vista; seguía adelante indiferente. Algunas veces se cansaba de llevar su rifle y se lo daba para que lo cargara, con un frío: - ¡Toma! ¡Lleva eso!

Averigüé más tarde que cuando volvieron a La Cadena después de la lucha, para sepultar a los muertos, la había encontrado vagando a la ventura en la hacienda, ostensiblemente fuera de su razón, y qué, necesitando una mujer, le había ordenado que lo siguiera; lo que hizo, sin preguntar, siguiendo las costumbres de su país y de su sexo.

El capitán Félix dejó beber agua a su caballo. Isabel se detuvo también, se arrodilló y sumergió su cara en el agua.

- Ven acá -le ordenó el capitán-. ¡Ándale!

Se levantó sin proferir palabra y vadeó el arroyo. En el mismo orden subieron a la otra orilla; allí desmontó el capitán, extendió la mano hacia el rifle que ella llevaba y dijo:

- ¡Arregla mi cena!

Echó a andar hacia las casas donde el resto de los soldados estaban sentados.

Isabel se acuclilló sobre sus rodillas y juntó ramas secas para hacer fuego. Poco después ardía una pequeña hoguera. Llamó a un chiquillo con la rígida y chillona voz que tienen las mujeres mexicanas:

- ¡Oye, chamaco, tráeme un poco de agua y maíz para darle de comer a mi hombre!

Y levantándose sobre sus rodillas, ante el vivo resplandor de las llamas, sacudió hacia abajo su larga, lacia y negra cabellera. Llevaba una especie de blusa de color azul pálido, desvaído, de tela corriente. Tenía manchas de sangre seca sobre el pecho.

- ¡Qué batalla, señorita! -le dije.

Brillaron sus dientes al sonreír y, no obstante, había un vacío enigmático en su expresión. Los indios tienen caras como máscaras. Bajo la de ella pude ver que estaba terriblemente cansada y hasta un poco histérica. Pero hablaba bastante tranquila.

- Y bien -dijo-. ¿Es usted el gringo que corrió tantos kilómetros de los colorados, disparándole por detrás?

Luego se rió deteniendo el aliento en medio de la risa, como si hubiese sentido un dolor.

El chamaco llegó dando traspiés, trayendo una vasija de barro y una brazada de mazorcas de maíz que echó a sus pies. Isabel desató de su challa pesada artesa de piedra, el metate, que usan las mujeres mexicanas, y empezó a desgranar mecánicamente el maíz, echándolo dentro.

- No recuerdo haberte visto en La Cadena -le dije-. ¿Estuviste allá mucho tiempo?

- Demasiado -contestó sencillamente sin levantar la cara, agregando repentinamente-: ¡Ah, esta guerra no es cosa para mujeres! -Lloraba.

Don Félix salió de la oscuridad, con un cigarro en la boca.

- Mi comida -gruñó-. ¿Está pronto?

- ¡Luego, luego! -contestó ella. Él se fue otra vez.

- ¡Oiga, señor, quienquiera que usted sea! -dijo Isabel suavemente, mirándome-. Mi amante murió ayer en el combate. Este hombre es ahora mi hombre; pero por Dios y todos los hombres, no puedo dormir con él esta noche. Permítame quedarme entonces con usted.

No había el menor rasgo de coquetería en su voz. Aquel espíritu equívoco, infantil, se encontraba en una situación que no podía soportar, y había hallado la salida instintivamente. Dudo inclusive que supiera por qué se rebelaba ante la idea de pensar en este hombre nuevo, cuando el cadáver de su amante no se había enfriado todavía. Yo no era nada para ella, ni ella lo era para mí. Eso era lo que importaba.

Asentí. Abandonamos juntos el fuego. El maíz del capitán se desparramaba de la artesa. A poco andar nos lo encontramos en la oscuridad.

- ¡Mi comida! -dijo exasperado. Su voz cambió-. ¿A dónde vas?

- Me voy con este señor -contestó Isabel nerviosamente-. Me voy a quedar con él ...

- ¿Tú ...? -comenzó a tragar gordo-. Tú eres mi mujer. ¡Oiga, señor, ésta que está aquí es mi mujer!

- -dije-. Es su mujer. Yo no tengo nada que ver con ella. Pero está muy cansada y no se siente bien; le he ofrecido mi cama por esta noche.

- ¡Eso está muy mal, señor! -exclamó el capitán con voz tronante-. Usted es huésped de esta tropa y amigo del coronel, pero ésta es mi mujer y yo la quiero ...

- ¡Oh! -Isabel comenzó a llorar-. ¡Hasta pronto señor! Me cogió del brazo y tiró de mí para caminar.

Todos habíamos estado viviendo en una pesadilla de lucha y muerte. Creo que todos estaban un poco aturdidos y excitados. Yo lo estaba. Pero ya los peones y los soldados habían empezado a reunirse en torno nuestro; al seguir adelante, la voz del capitán subió de tono, detallando al grupo reunido la injusticia de que era víctima:

- ¡Apelaré al coronel! -decía-. ¡Se lo diré al coronel!

Nos pasó adelante, dirigiéndose hacia el cuartel del coronel, con su cara evasiva y voz borboteante.

- ¡Oiga, mi coronel! -gritó-. Este gringo se lleva a mi mujer. Es el más grave de los insultos.

- Bueno -replicó el coronel con calma-, si ambos desean irse, creo que no podemos hacer nada para impedírselo, ¿verdad?

La noticia circuló con la rapidez del rayo. Una legión de muchachos nos seguía de cerca, lanzando las regocijadas groserías que acostumbran gritar detrás de los cortejos rústicos a los recién casados. Pasamos el bordo donde estaban sentados los heridos y los soldados, que hacían visajes y observaciones escabrosas, agudas, como si se tratara de un matrimonio. Todo ello no era soez o sugestivo; sus bromas eran sanas y alegres. Se sentían sinceramente felices por nosotros.

Cuando nos acercamos a la casa de don Pedro nos dimos cuenta de que había muchas velas adentro. Él, su mujer e hija estaban atareados con las escobas, barriendo y volviendo a barrer el piso de tierra y rociándolo con agua. Habían puesto ropa nueva de cama y encendido el candelero de fiesta ante la mesa del altar de la Virgen. Sobre el marco de la puerta colgaba un festón de botones en flor, de papel, reliquias decoloradas de muchas Navidades anteriores (porque era en invierno) y no había flores naturales.

Don Pedro estaba risueño, radiante. No importaba quiénes fuéramos, o cuáles fueran nuestras relaciones. Éramos un hombre y una mujer solteros, y para él se trataba de una fiesta nupcial.

- Que pases una feliz noche -dijo con voz queda, y cerró la puerta. La sobria Isabel hizo los menesteres del cuarto y apagó todas las velas, excepto una.

Entonces oímos, afuera, los preludios de la música. Alguien había alquilado la orquesta del pueblo para darnos una serenata. Más tarde, durante la noche, tocaron continuamente afuera de la puerta de nuestra habitación. De la casa vecina oímos ajetreo de sillas y mesas para despejar la pieza; y poco antes de dormirme comenzaron a bailar combinando económicamente la serenata con el baile.

Sin la menor turbación, Isabel se acostó a mi lado en la cama. Su mano alcanzó la mía. Se arrimó junto a mi cuerpo, buscando su calor, musitó hasta mañana y se durmió. Y calmada, dulcemente, me embargó el sueño ...

Al despertar la mañana siguiente, se había ido. Abrí la puerta y miré fuera. La mañana era deslumbrante -todo azul y oro-, una región etérea ataviada de grandes nubes blancas fulgurantes y un cielo ventoso; el desierto, bronceado y luminoso. Bajo los cenicientos árboles sin hojas, el fuego matinal de los vendedores saltaba horizontalmente, impelido por el viento. Las oscuras mujeres, arropadas contra el viento, cruzaban a campo abierto hacia el río, en fila, con sus cántaros rojos en la cabeza. Los gallos cantaban; las cabras clamaban por la ordeña; un centenar de caballos levantaban una polvareda del suelo al ser llevados al río.

Isabel estaba en cuclillas sobre una pequeña hoguera cerca de la esquina de la casa, palmeando tortillas para el desayuno del capitán. Sonrió al verme; me preguntó cortésmente si había dormido bien. Ahora estaba muy contenta; podía vérsele por la forma en que cantaba haciendo su trabajo.

Luego llegó el capitán, quien me saludó en forma agria con la cabeza.

- Espero que ya esté listo -refunfuñó, tomando las tortillas que ella le dio-. Necesitas mucho tiempo para hacer un pequeño desayuno. ¡Caramba! ¡Cómo! ¿No hay café?

Se fue, mascando a dos carrillos.

- Alístate -gritó sobre el hombro, volviéndose-. Salimos dentro de una hora.

- ¿Te vas? -le pregunté curiosamente. Isabel me miró con los ojos muy abiertos.

- Claro que me voy. ¡Seguro! ¿No es él mi hombre? -miró hacia él con admiración. Ya no era una rebelde ...

- Es mi hombre -dijo-. Es muy guapo y valiente. Por ejemplo, en la batalla, el otro día ...

Isabel había olvidado a su amante.

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