Índice de Memorias de un revolucionario de Pedro KropotkinAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

PARTE QUINTA

LA FORTALEZA. - LA FUGA

(Primer archivo)

I.- La fortaleza de San Pedro y San Pablo. - Mi celda. - Los sufrimientos del ocio obligado. - Llegada de mi hermano. - El permiso para continuar las investigaciones científicas. II.- Los trabajos científicos. - Estudio de la historia de Rusia. III.- Los paseos por el patio. - Detención de mi hermano. - Venganza de la Sección Tercera.

I

Esta era, pues, la terrible fortaleza donde tanta de la verdadera vitalidad de Rusia habla perecido durante los últimos dos siglos y cuyo nombre se pronuncia siempre a media voz en Petersburgo.

Aquí, Pedro I atormentó a su hijo Alexis y lo mató con su propia mano; aquí, la princesa Tarakánova estuvo encerrada en una celda de tal modo invadida por el agua durante una inundación, que las ratas se subían sobre ella para librarse de una muerte segura; aqui también el terrible Minij martirizaba a sus enemigos, y Catalina II enterraba vivos a los que no aprobaban que hubiera asesinado a su marido. Y desde los tiempos de Pedro I, durante ciento setenta años, los anales de esta masa de piedra que, al surgir del Neva, se levanta frente al Palacio de Invierno, lo fueron de asesinato y tortura; de hombres enterrados vivos, condenados a una muerte lenta o arrastrados a la demencia en la soledad de obscuras y húmedas mazmorras.

Aqui, los decabristas, que fueron los primeros en desplegar la bandera de la República y de la abolición de la servidumbre, sufrieron sus primeros martirios, pudiendo aún encontrarse sus huellas en la Bastilla rusa. Aquí, igualmente, estuvieron presos los poetas Rylévev, Shevchenko, Dostoievski, Bakunin, Chernishevski, Pisarev y tantos otros de nuestros mejores escritores contemporáneos. Aquí, Karakózov fue atormentado y murió en la horca.

Aquí, en cierta parte del revellín de Alexis, aun se halla aprisionado Niechaiev, entregado por Suiza a Rusia como un criminal cualquiera, siendo después tratado como preso polltico peligroso, y no volverá más a ver la luz. En el mismo revellin hay dos o tres hombres a quienes, según rumores, por saber más de lo conveniente respecto a cierto misterio palatino, Alejandro II condenó a prisión perpetua. Uno de ellos, adornado con larga barba gris, fue visto últimamente por un conocido mio en la misteriosa fortaleza.

Todas estas sombras se levantaban ante mi imaginación; pero mi pensamiento se fijó especialmente en Bakunin, quien, a pesar de haber estado después del 48 sujeto con cadena al muro de un castillo austriaco durante dos años, y entregado después a Nicolás I, que lo tuvo encerrado en la fortaleza seis años más, salió, sin embargo, cuando la muerte del zar de hierro le devolvió la libertad, más fresco y más lleno de vigor que sus compañeros que habian permanecido libres. El ha podido soportar la prisión -me dije de un modo resuelto-, y yo también lo haré; ¡no sucumbiré aqui! Mi primer movimiento fue aproximarme a la ventana, colocada tan alta, que apenas podia alcanzarla con el brazo levantado. Era una abertura larga y estrecha, tallada en un muro de metro y medio de espesor, protegida por fuertes rejas y enrejado metálico. A la distancia de doce metros de esta ventana pude ver la muralla exterior de la fortaleza, de una anchura enorme, sobre la cual vi una garita de color gris; sólo mirando hacia arriba se lograba divisar un pedacito de cielo.

Hice un minucioso reconocimiento de la habitación, en la que ahora tendría que pasar quién sabe cuántos años. Por la posición de la alta chimenea de la Casa de la Moneda deduje que me encontraba en la parte sureste del castillo, en un bastión que domina el Neva. El edificio, sin embargo, en que yo estaba encarcelado no era el bastión propiamente dicho, sino lo que se llama en fortificación un reducto; esto es, una construcción interna de dos pisos y forma pentagonal, que se eleva un poco sobre los muros del bastión, y está destinada en sus dos terceras partes a contener cañones. El local donde me hallaba era una casamata y la ventana una tronera. Los rayos del sol no podían penetrar a través de esta última; aun en verano se perdían en el espesor del muro. Había alli una cama de hierro, una pequeña mesa de roble y un banco de la misma madera. El suelo estaba cubierto de fieltro estampado y las paredes de papel amarillo. Sin embargo, a fin de amortiguar el sonido, el papel no estaba fijado directamente sobre aquéllas, sino en lienzo, tras el cual descubrí una alambrera y más allá una capa de fieltro; sólo después de ésta fue cuando pude llegar a la piedra del muro. En el fondo de la habitación había un lavabo y una gruesa puerta de roble, en la que noté un postigo cerrado por fuera, destinado al paso de los alimentos, y un agujero pequeño, con un cristal y una tapa que podía levantarse desde el exterior; éste era el judas, a través del cual el preso podía ser espiado a cada momento. El centinela que estaba en el pasadizo levantaba con frecuencia la corredera y miraba al interior, oyéndose el crujir de sus botas cuando se acercaba a la puerta. Traté de hablarle; pero entonces el ojo que se veia al otro lado del cristal tomó una expresión de terror y aquélla se cerró al momento, abriéndose furtivamente un par de minutos después; pero no fue posible obtener de él ni una palabra.

El silencio más absoluto reinaba a mi alrededor. Arrimé el banco a la ventana y miré a la pequeña parte de cielo que era posible ver; procuré recoger algún sonido del Neva o de la parte de la ciudad que está al otro lado del río; pero no pude conseguirlo. Este silencio sepulcral empezó a entristecerme y traté de cantar, primero en voz baja y más alto después.

¿He de despedirme entonces del amor para siempre? -me encontré que cantaba, de mi ópera favorita Ruslan y Ludmila, de Glinka ...

- Señor, haga el favor de no cantar -dijo una voz algo apagada que se oía a través de la ventanilla.

- Quiero cantar.

- Está prohibido.

- Pues sin embargo, cantaré.

Entonces vino el gobernador, quien intentó persuadirme de que no debía hacerlo, porque tendría que dar parte al jefe de la fortaleza, haciendo además observaciones encaminadas al mismo fin.

- Pero se me cerrará la garganta y perderán su fuerza los pulmones si no puedo hablar ni cantar -traté de contestar.

- Lo mejor será que procuréis cantar en un tono más bajo, que se sienta lo menos posible -dijo el viejo gobernador de un modo suplicante.

Pero todo esto resultó estéril, porque algunos dias después se me quitó por completo el deseo del canto. Intenté hacerlo como esfuerzo por mantener lo afirmado, pero no me fue posible.

Lo principal -dije para mi- es conservar mi vigor fisico; no quiero caer enfermo. Me imaginaré obligado a pasar un par de años en una cabaña en el extremo norte, durante una expedición ártica. Haré bastante ejercicio, me dedicaré a la gimnasia y no me dejaré dominar por lo que me rodea. Diez pasos desde un ángulo a otro de la habitación es ya algo; si los repito ciento cincuenta veces habré recorrido un verst (unos mil metros). Determiné andar todos los dias siete verst (sobre ocho kilómetros): dos por la mañana, dos antes de comer, dos después y uno antes de acostarme. Si pongo sobre la mesa diez cigarrillos y muevo uno cada vez que pase ante ella, contaré fácilmente las trescientas veces que tengo que caminar arriba y abajo. Debo marchar con rapidez, pero moderarme en las vueltas para evitar el mareo y girar cada vez en sentido contrario. Además, haré gimnasia dos veces al dia, sirviéndome del banco, que es pesado. Y en efecto, lo levanté por un pie, sosteniéndolo con el brazo extendido; hice con él un molinete y pronto aprendí a tirarlo de una mano a otra, por encima de la cabeza, por la espalda y bajo la pierna.

Algunas horas después de mi ingreso en la prisión, vino el gobernador a ofrecerme algunos libros, entre los cuales estaba un antiguo conocido y amigo mío, el primer tomo de la Fisiología de George Lewis, traducida al ruso; pero faltaba el segundo, que era precisamente el que yo deseaba volver a leer. Pedí, como es natural, que me permitieran tener pluma, papel y tinta, pero me lo negaron. Para poderlo obtener se necesita un permiso especial del propio emperador. Esta inacción forzosa me hizo sufrir extraordinariamente, y empecé a componer en mi imaginación una serie de novelas de carácter popular, inspiradas en la historia de Rusia, algo así como Mistéres du Peuple, de Eugenio Sué. Hice el argumento, las descripciones, los diálogos, y procuré retenerlo todo en la memoria, desde el principio al fin. Puede imaginarse fácilmente lo exhausto que me hubiera dejado este trabajo si hubiese tenido que continuarlo más allá de dos o tres meses.

Pero mi hermano Alejandro obtuvo pluma y tinta para mi. Un dia me dijeron que subiera a un coche de cuatro ruedas, en compañia del mismo oficial de gendarmes circasiano de quien he hablado anteriormente. Me llevaron a la Sección Tercera, donde se me permitió comunicar con mi hermano en presencia de dos oficiales de gendarmes.

Alejandro estaba en Zurich cuando me arrestaron. Desde su primera juventud había anhelado ir a otros países donde los hombres piensan como quieren, leen lo que les gusta y expresan francamente sus ideas. La vida rusa le era repulsiva. La verdad -la verdad absoluta- y una franqueza ilimitada eran los rasgos más salientes de su carácter. No podia tolerar el engaño ni la doblez, bajo ninguna forma. La falta de libertad de palabra en Rusia, la predisposición de sus habitantes a someterse a la opresión y las formas veladas a que tenian que recurrir nuestros escritores, repugnaban por completo a su franca y expansiva naturaleza. Poco después de mi regreso de la Europa occidental, se trasladó a Suiza, decidiendo establecerse allí. Desde que perdió sus dos hijos -uno atacado por el cólera, en pocas horas, y otro de consunción-, San Petersburbgo se le hizo doblemente insoportable.

Mi hermano no había tomado parte en nuestra propaganda. No creía en la posibilidad de un alzamiento popular, y no concebía la revolución sino como obra de un cuerpo representativo, semejante a la Asamblea nacional francesa de 1789. En cuanto a la agitación socialista, sólo la conocía por los discursos que se pronunciaban en las reuniones públicas, no teniendo idea de la propaganda secreta que estábamos a punto de realizar. En Inglaterra habria sido partidario de John Bright o de los chartistas. Si se hubiese encontrado en París cuando la revolución de junio del 48, seguramente se habría batido en las barricadas al lado del último pUñado de trabajadores; pero en el periodo preparatorio hubiera seguido a Ledru-Rollin o a Luis Blanc.

Cuando fue a Suiza, fijó su residencia en Zurich, simpatizando alli con un grupo moderado de la Internacional. Socialista en principio, sus ideas influian naturalmente en su género de vida, por demás frugal y laboriosa; trabajó con pasión en su gran obra científica -el objetivo principal de su existencia-, obra que habia de hacer digno pendant en el presente siglo, con los famosos Cuadros de la Naturaleza de los enciclopedistas. Llegó a ser gran amigo personal del antiguo emigrado coronel Pedro Lavrov, siendo ambos partidarios de las ideas filosóficas de Kant.

En cuanto Alejandro se enteró de mi detención, lo abandonó todo -la obra de su vida, su vida misma de libertad, que le era tan necesaria como el aire a la existencia del ave-, y volvió a Petersburgo, que detestaba, con el solo propósito de tratar de endulzar mi cautiverio.

Nuestra entrevista fue conmovedora. Mi hermano estaba muy excitado. La vista sólo del uniforme azul de los gendarmes -los verdugos de todo pensamiento libre en Rusia- le era odiosa, y francamente manifestó ese sentimiento delante de ellos. En cuanto a mi, su presencia en la capital me inspiraba la más viva inquietud. Sentiame feliz al ver su rostro querido, sus ojos llenos de ternura, y saber que me permitirian comunicar con él una vez al mes; no obstante, hubiera preferido verlo a centenares de leguas de aquel lugar, al que habia llegado en plena libertad, pero a donde podia volver en cualquier momento escoltado por los gendannes. ¿Por qué has venido a meterte en la boca del lobo? Parte en seguida -pensaba yo entre mi; pero también comprendia que mientras durara mi cautiverio estaria él en San Petersburgo.

Como sabia mejor que nadie que el ocio seria capaz de matarme, hizo en el acto gestiones para que me permitieran trabajar. La Sociedad Geográfica deseaba que finalizara mi Memoria sobre el periodo glacial, y mi hermano habia interesado al mundo cientifico de San Petersburgo, comprometiendo a todos sus miembros para que apoyaran la petición. La Academia de Ciencias se interesó también en el asunto; y finalmente, a los dos o tres meses de estar preso, el gobernador entró en mi celda y me anunció que el emperador me permitia completar mi informe para la Sociedad Geográfica, pudiendo disponer con tal motivo de pluma y tinta, pero sólo hasta la puesta del sol, añadió. Durante el invierno el sol se pone a las tres de la tarde en San Petersburgo; pero no habia más remedio que conformarse. Hasta la puesta del sol -fueron las palabras que pronunció Alejandro II al conceder el permiso.


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II

¡Ya podía trabajar!

Seríame imposible expresar ahora el inmenso consuelo que entonces sentí al saber que podía volver a escribir. Hubiera preferido vivir sólo de pan y agua en el más infecto de los calabozos, con tal de poder ocuparme de algo.

Yo era, sin embargo, el único preso que gozaba de ese permiso. Varios de mis compañeros que estuvieron encarcelados tres o más años, antes de la vista del famoso proceso de los cuatrocientos noventa y tres, sólo pudieron obtener una simple pizarra. Naturalmente, a falta de cosa mejor, en medio de su lúgubre soledad, aquélla era bien recibida. Empleábanla para escribir los temas de los idiomas que estudiaban, o para resolver problemas de matemáticas; pero todo lo que en ella fijaban desaparecla al cabo de algunas horas.

Desde aquel instante, mi vida de cautivo se adaptó a una forma más regular, teniendo ya un objetivo inmediato. A las nueve de la mañana tenia ya casi completados los trescientos pasos a través de mi celda, y esperaba los lapiceros y plumas que debian traerme. El trabajo que preparaba para la Sociedad Geográfica contenia, además del informe sobre las exploraciones en Finlandia, una exposición de principios sobre los cuales debe reposar la hipótesis glacial.

Sabiendo que podía disponer de tiempo ilimitado, me decidí a escribir de nuevo y ampliar esta parte de mi trabajo. La Academia de Ciencias puso su admirable biblioteca a mi disposición, y pronto se llenó un rincón de mi celda de libros y mapas, incluyendo el total de las Investigaciones Geológicas Suecas, una colección casi completa de Memorias de todas las expediciones árticas, y toda la colección del Quarterly Journal de la Sociedad Geológica Londinense. Mi obra llegó a formar dos gruesos volúmenes. El primero se imprimió, debido a los cuidados de mi hermano y de Polakov (en las Memorias de la Sociedad Geográfica), en tanto que el segundo, que no había terminado por completo cuando mi evasión, quedó en poder de la Sección Tercera. El manuscrito no pudo hallarse hasta 1895, en que fue entregado a la Sociedad Geográfica, la cual, a su vez, me lo remitió a Londres.

A las cinco de la tarde -a las tres en invierno-, al mismo tiempo que me traían una pequeña lámpara, se incautaban de los lapiceros y plumas, viéndome obligado a suspender el trabajo.

Entonces leía generalmente libros de Historia. En la fortaleza se había llegado a formar una biblioteca completa durante la sucesión de presos políticos que en ella fueron confinados. Me permitieron agregar a aquélla algunos libros de texto sobre la historia de mi país, y junto con los que me llevaban mis parientes, pude leer la mayor parte de las obras y de las colecciones de actas y documentos que se refieren al periodo moscovita de la historia de Rusia.

Dedicábame con gusto, no sólo a la lectura de los anales rusos, particularmente los verdaderamente admirables de la democrática república medioeval de Pskov -la mejor quizás de Europa en la historia de las ciudades de esa época-, sino también a la de toda clase de documentos antiguos, y a la de las Vidas de los Santos, que a veces contienen hechos de la vida real de las masas que no se pueden encontrar en otra parte. Lei también durante dicho periodo de tiempo gran número de novelas, como igualmente los Cuentos de Navidad, de Dickens, que me mandó mi familia, precisamente en esos días del año, y que me hizo pasar dícha fiesta riendo y llorando con las soberbias creaciones del gran novelista.


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III

Lo que más me entristecía era el silencio sepulcral que reinaba en torno mio. En vano golpeaba en el muro y en el suelo con la esperanza de obtener alguna ligera respuesta. El silencio era completo. Un mes, dos meses, quince meses pasaron sin que nadie contestara a mi llamamiento. Entonces no éramos más que seis, repartidos entre las treinta y seis casamatas, hallándose los demás compañeros detenidos en la prisión de la Litovsky Zámok.

Cuando el oficial de guardia entraba en mi celda para acompañarme al paseo, y yo le preguntaba: ¿Qué tiempo hace? ¿Está lloviendo? -mirábame él con desconfianza, y sin pronunciar palabra, retrocedía hacia la puerta donde estaban el centinela y otro oficial que lo vigilaban. El solo ser viviente cuya voz podia oír era el gobernador. Venía todas las mañanas, me daba los buenos días y me preguntaba si tenía necesidad de comprar tabaco o papel. Intentaba conversar con él; pero con una mirada furtiva que lanzaba a los oficiales que se hallaban cerca de la puerta entreabierta, parecía querer decirme: Ya veis que a mí también me espían. Sólo las palomas no temían aproximarse a mi. Todas las mañanas y las tardes venían a mi ventana a recibir su comida a través de la reja. No se percibían otros ruidos que el crugir de las botas del centinela, el casi imperceptible que éste hacía al abrir y cerrar el judas y el tañido de las campanas de la catedral de la fortaleza. Tocaban un ¡Señor, sálvame! (Gospodi pomilui), una, dos, tres y cuatro veces cada cuarto de hora, doblando después la gran campana al terminar aquélla, a la que seguía una especie de canto lúgubre ejecutado por las campanas, que los cambios rápidos de temperatura desentonaban sin cesar, produciendo una horrible cacofonia que recordaba el toque de campanas de los entierros.

A media noche, después del referido cántico, oíanse las notas discordantes de Dios salve al zar. Esto duraba un cuarto de hora, y apenas finalizaba, un nuevo Señor, sálvame, anunciaba al desvelado prisionero que había pasado otro cuarto de hora de su inútil vida, y que otros muchos cuartos, horas, días y meses de su vegetativa existencia se sucederian antes de que lo soltaran sus carceleros o lo rescatara la muerte.

Todas las mañanas me sacaban a pasear durante media hora por el patio de la prisión. Este patio tenía la forma de un reducido pentágono, con una acera estrecha a su alrededor, y en el centro un pequeño edificio destinado a cuarto de baño; pero, asi y todo, esos paseos me agradaban.

La necesidad de nuevas impresiones se hace sentir tanto en la prisión, que cuando me paseaba por tan estrecho sitio, fijaba constantemente la vista en la flecha dorada de la catedral de la fortaleza. De entre todos los objetos que me rodeaban era el único que cambiaba de aspecto, y me gustaba verla deslumbrante como el oro cuando el sol brillaba en un cielo claro y despejado, tomando un aspecto fantástico cuando una gasa de azulada neblina envolvia la ciudad, o adquiriendo el color gris del acero si espesas nubes obscurecian el firmamento.

Durante estos paseos solía ver algunas veces a la hija del gobernador, muchacha de díez y ocho a diez y nueve años, cuando salla del pabellón de su padre y tenia que cruzar nuestro patio para dírigirse a la puerta de entrada, única salida del edificio. Siempre lo hacia rápidamente y con los ojos bajos, como si se sintiera avergonzada de ser hija de un carcelero. Su hermano menor, por el contrario, que era un cadete a quien vi una o dos veces en dicho lugar, siempre me miraba tan fijamente a la cara con tan franca expresión de simpatía, que no pudo menos de llamar mi atención, y hasta llegar a mencionárselo a alguno después de mi salida. Cuatro o cinco años después, cuando ya era oficial, fue desterrado a Siberia. Había ingresado en el partido Narodnaia Volia y supongo ayudó a que se comunicaran los amigos con los presos de la fortaleza.

El invierno es triste y sombrio en San Petersburgo para los que no pueden pasear por las calles brillantemente iluminadas; pero lo es todavía más para el que está en el fondo de una casamata. La humedad era peor que la obscuridad. Para preservarme de ella, calentaban el local hasta un grado tan alto que llegaba a sentir verdadera sofocación; pero, en cambio, cuando pude conseguir que bajara un poco la temperatura, la humedad traspasó los muros, corriendo el agua a lo largo del papel, y bien pronto fui presa de agudos dolores reumáticos.

A pesar de todo, mi espíritu no decaía, y continuaba escribiendo y trazando cartas geográficas en la obscuridad, afilando los lapiceros con un pedazo de vidrio que había podido recoger en el patio. Caminaba regularmente mis ocho kilómetros al día, y continuaba los ejercicios gimnásticos con el banquillo. El tiempo se pasaba; pero de pronto aconteció una terrible desgracia que estuvo a punto de anonadarme.

Mi hermano Alejandro habia sido detenido.

A fines de Noviembre de 1874, me permitieron tener una entrevista con él y con nuestra hermana Elena en la fortaleza, en presencia de un oficial de gendarmes. Esas entrevistas, autorizadas a grandes intervalos, producen siempre cierta excitación en el preso y su familia. Contémplanse rostros queridos, óyense voces amadas, y se sabe que la visión sólo durará breves instantes. Se siente uno alejado de los suyos, a pesar de la momentánea aproximación, con tanto más motivo cuanto que no se puede tener una conversación intima ante un extraño, un enemigo, un espia. Mis hermanos se mostraban preocupados respecto de mi salud, sobre la cual los obscuros y tristes dias de invierno y la humedad habian impreso ya sus primeras huellas. Nos separamos con el corazón oprimido.

Una semana después de nuestra entrevista, en vez de la carta que esperaba de mi hermano respecto a la publicación de mi libro, recibi una breve nota de Polakov, informándome que en lo sucesivo leeria él las pruebas y que a él me dirigiera para todo lo concerniente a la imprenta. Del tono de la nota deduje que algo desagradable habia ocurrido a mi hermano, pues si sólo se hubiese tratado de su salud, dicho amigo me lo hubiera dicho.

Una terrible ansiedad se apoderó de mi. Alejandro -pensé- ha debido ser arrestado, y lo ha sido por causa mía. La vida dejó en el acto de tener el menor atractivo para mí; mis paseos, mi gimnasia y mi trabajo perdieron todo su interés. Pasaba todo el día paseando por la celda, sin pensar en otra cosa que en la detención de mi hermano. Para mi, hombre soltero, la prisión no era más que una molestia personal; pero mi hermano era casado, adoraba a su esposa y ambos habían reconcentrado en su último hijo todo el amor que antes tuvieron a los dos primeros.

Lo peor era la incertidumbre. ¿Qué podía haber hecho? ¿Por qué le habían arrestado? ¿Qué iba a suceder?

Pasaron algunas semanas, siendo cada dia mayor y más profunda mi ansiedad, sin que recibiera la menor noticia, hasta que al fin llegué a saber de un modo indirecto que lo habían arrestado por una carta escrita a P. L. Lavrov.

Los detalles no los supe hasta mucho después. Con posterioridad a nuestra última entrevista, había escrito a su antiguo amigo, que en aquella época dirigía en Londres una revista socialista rusa, titulada Vperíód. En dicha carta expresaba sus temores acerca de mi salud; hablaba de los numerosos arrestos que en aquellos días se efectuaban y exponía con franqueza su desprecio por el régímen despótico.

La carta fue interceptada en correos por la Sección Tercera, y en la noche de Navidad fueron a registrar su casa, lo que efectuaron de modo más brutal aún que de ordinario. Después de media noche, varios hombres hicieron una irrupción en su departamento, revolviéndolo todo. Hasta las paredes fueron reconocidas; el niño enfermo fue sacado de la cama, a fin de inspeccionar las ropas y colchones; mas como nada había, nada pudieron encontrar.

Este registro irritó a mi hermano, quien con su acostumbrada franqueza, dijo al oficial de gendarmes que lo dirigía: Contra vos, capitán, no siento rencor. Vuestra educación ha sido limitada y casi no comprendeis lo que estáis haciendo. En cuanto a vos -continuó dirigiéndose al procurador-, debo deciros que no ignoráis el papel que representáis en todo esto; habéis recibido una educación universitaria, conocéis la ley y sabéis que la estáis arrastrando por el suelo, dando con vuestra presencia una apariencia de legalidad al acto arbitrario que cometen esos esbirros; sois, pues, un miserable.

Aquellos hombres le juraron un odio mortal. Lo tuvieron encerrado en la Sección Tercera hasta mayo. El hijo de mi hermano -un niño encantador, a quien la enfermedad había vuelto más afectuoso e inteligente todavia- estaba atacado de una fiebre consuntiva, y los médicos habian declarado que no tenia remedio. Alejandro, que jamás habia pedido el menor favor a sus enemigos, les suplicó entonces que le permitieran ver a su hijo por última vez. Les rogó que lo dejaran ir, bajo palabra de honor, durante una hora a su casa, o que lo condujeran convenientemente custodiado. Pero le rehusaron este favor; no quisieron privarse del placer de la venganza.

El niño murió, y poco después la desgraciada madre, casi enloquecida de dolor, recibió la noticia de que su esposo había sido desterrado por tiempo indefinido a Minusinsk, pequeño pueblo de la Siberia oriental, a donde tuvo que hacer el viaje en carreta entre dos gendarmes. Ella estaba autorizada para seguirlo, pero sólo después, porque no se les permitía hacer el viaje juntos.

Decidme, al menos, cuál es mi crimen -preguntaba mi hermano. Pero ninguna acusación pesaba sobre él, aparte de la carta mencionada. Su deportación apareció como un acto arbitrario, como una venganza tan evidente de la Sección Tercera, que toda nuestra familia creyó que no se prolongaria más allá de algunos meses. Mi hermano dirigió una carta al ministro del interior, el cual respondió que no podía intervenir en las decisiones del jefe de la gendarmeria; otra fue enviada al Senado, con resultado idéntico. Todo resultó inútil.

Dos años más tarde, nuestra hermana Elena, obrando por su propia iniciativa, escribió una petición al zar. Nuestro primo Dimitri, gobernador general de Járkov, aide-de-camp del emperador y gran favorito de la Corte, indignado del proceder de la Sección Tercera, entregó el documento personalmente al zar, apoyándolo con algunas palabras. Pero el rencor de los Romanov es un rasgo característico de la familia, que estaba fuertemente desarrollado en Alejandro II, y como consecuencia de ello, escribió en la petición Pust posidit (que espere todavía).

Mi hermano permaneció en Siberia doce años, y no volvió jamás a Rusia.


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