Índice del Proceso de Fernando Maximiliano de Habsburgo, Miguel Miramón y Tomás MejíaCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SÉPTIMO

Tercera parte


Defensa de Miguel Miramón realizada por el Lic. A. Moreno



Documento N° 129

Defensa de Miguel Miramón por el Lic. A. Moreno

Señor.

Cumple al primero de mis deberes, al ejercicio más noble y satisfactorio de mi profesión, encargarme, lleno de los temores que mi pequeñez me inspira, de la grave cuanto delicada defensa del señor don Miguel Miramón. Y si bien el conocimiento de mi insuficiencia hizo que rehusase desde luego la eminente confianza que se me dispensó, era de mi obligación sacrificar mi amor propio a mi deber de abogado, y hacer frente a un negocio tan erizado de espinas, que ha de tener publicidad en las naciones civilizadas, en todo el mundo, porque el proceso de mi cliente es el del Archiduque de Austria; porque es una de las causas más célebres en el foro mexicano, la única en su género y de la más inmensa gravedad.

Me animó además para vencer mis justas resistencias, la confianza que me inspiran los jueces que han de decidir de la suerte de mi defendido. No es de valientes republicanos, que han sido pródigos de su sangre en los campos de batalla, derramar la de un enemigo vencido e inerme. No es de soldados del pueblo, que han luchado tantos años en defensa de los principios liberales, conculcar como jueces el de que: Por delitos políticos no se puede imponer pena de muerte. Principio que se conquistó con la sangre de los Ocampos, los Degollados, los Valles y miles de mártires de la libertad, y sabiamente consignados en el artículo 23 de nuestra Constitución. No es por último de los defensores de la libertad y de la reforma, desmentir sus antecedentes no haciendo ahora lo que siempre han hecho. Es glorioso el gran partido liberal venciendo a sus enemigos en el campo de batalla; pero más glorioso, más sublime es aún, perdonando, expensando y dando libres a los vencidos.

Es, además, bien conocida a los señores del Consejo la amplísima libertad del abogado defensor para razonar en favor de su defendido. Ella se funda en lo mismo que la defensa, en el derecho natural, que todos conocen y que nadie puede derogar y menos impedir que tenga efecto. Ese mismo derecho obliga a los jueces a oír y juzgar independientemente de opiniones políticas, pasiones ni respetos de ninguna clase.

Con tal convencimiento, con la seguridad de que los liberales de hoy son los de hace cinco años, los de hace diez, los de siempre, puedo entrar en materia, seguro de que se me ministrará cumplida justicia. Y he aquí el motivo de que haga escuchar mi voz en tan solemnes momentos.

Dos clases de cargos se han hecho al señor don Miguel Miramón. Son los unos los relativos a su complicidad en la usurpación del poder público; son los otros, los pertenecientes a varios delitos de subversión, militares y aun del fuero común. El buen orden pide que me encargue de unos y otros según la división indicada.

Pero antes de proceder a ello, señores, no puedo menos que hacer a ustedes presente la deformidad del proceso, que consiste en su absoluta carencia de datos. En todo él no se encuentra una sola justificación, un solo papel, la prueba más ligera que directa o indirectamente funde los cargos hechos a los reos.

Se dirá que son de pública notoriedad y que no necesitan de justificarse. Permitiéndolo sin conceder; ¿pero todos ellos tienen esa notoriedad? ¿cada uno consta al público como la luz meridiana?

Veo, señores, que suponiéndose los hechos como existentes e incontrovertibles, se dan por consumados; y no ocupándose el proceso de probarlos, se toma a los reos su declaración inquisitoria, y acto continuo su confesión con cargos. Si ésta, que es la contestación del pleito, ha de fundarse en las constancias procesales, debe ser la expresión y resultado consiguiente de los trabajos del sumario, ¿de dónde o cómo se podrá argüir a alguien por lo que no existe, y deducir una consecuencia de un antecedente que no se ha consignado?

Ni la ley de 25 de enero de 1862 ni la de 1857 y Ordenanza militar a que se refiere aquella disposición, excluyen el deber de justificar el cuerpo del delito y el delito mismo, por angustiado que sea el término de sesenta horas concedido para la formación del proceso. Ni podrían mandar semejante monstruosidad; porque la prueba y la exculpación son de derecho natural, y sin ellas ni puede haber pleito ni juzgadores que dén su juicio afinado sobre él.

Tampoco excusa lo angustiado del plazo. En buena lógica, si el concedido por la ley a fin de que se forme el proceso, no es suficiente para la debida justificación, lo único que se infiere es que la ley es impracticable; pero nunca podrá deducirse que por tal motivo han de omitirse las diligencias necesarias a la averiguación de la verdad prevenidas por nuestra legislación, por el sentido común, por la misma esencia de las cosas, y por las leyes y costumbres de todos los países civilizados del mundo.

Menos aún excusa la pretendida notoriedad de los hechos. Suponiendo que los de que se hace cargo al señor Miramón la tuviesen, se puede preguntar, sin nota de temeridad: ¿Cuál es la regla de buen crédito para calificar esa notoriedad? ¿Será acaso la conciencia, el convencimiento personal del juez de instrucción?

Regla tan falible, tan singular, tan varia, como la cabeza de cada hombre, no puede ser la base adoptada por la ley y por la buena jurisprudencia. Un fiscal verá notoriedad donde otro no la encuentra. Y un juez reputará oscuro o dudoso lo que otro concibe como claro.

Quedaría entonces la justificación procesal consignada a la inteligencia más o menos despejada, imparcial y despreocupada de los que intervienen en las causas políticas, y la norma de sus procedimientos y juicio final, sería su voluntad absoluta, sin responsabilidad, sin recurso ulterior, sin esperanza de mejoría, puesto que a nadie se puede hacer responsable de pensar, sentir y querer, como piensa, siente y quiere.

No se me oculta que algunos criminalistas, poco filantrópicos, asientan que no es necesaria la prueba acerca de los hechos notorios, de cuya existencia, nadie, sin ser loco, puede dudar. Pero prescindiendo de que esas doctrinas jamás han estado en uso en la práctica criminal, hay que decir que la pública notoriedad o fama notoria consiste en la opinión general que acerca de cierto hecho tienen los vecinos de un pueblo, afirmando haberlo oído de personas fidedignas. Su fuerza depende de la mayor o menor consistencia que tenga aquella opinión, así como también del mayor o menor crédito de las personas de quienes se origina: Leyes 8 y 14, título 14, partida 3a.

Fundado en estas disposiciones el doctor Guim, en los artículos relativos define la notoriedad diciendo: que es la noticia pública que todos tienen de una cosa; y la divide en notoriedad de hecho y notoriedad de derecho, asegurando que la firmeza es el conocimiento general que se tiene de un acontecimiento o caso sucedido. Como todos los autores la confunden con la fama pública, y quieren que para que pruebe algo, se derive en primer lugar de personas ciertas, graves, honestas y desinteresadas; que se funde en causas probables; que se refiera a tiempo anterior al pleito y que sea uniforme, constante, perpetua e inconcusa, de manera que una fama notoria no se destruye por otra.

Se necesita, además, que la fama o notoriedad sea probada con el testimonio de dos o tres testigos que depongan sobre ella, asegurando que así lo siente y cree la mayor parte del pueblo. Si el señor Fiscal se hubiera tomado el trabajo de justificar la notoriedad de cada uno de los hechos de que hace cargo a mi cliente, y urgir a los testigos por la razón de su dicho, estoy seguro de que nada se habría conseguido a este respecto.

Mas a pesar de que la fama o notoriedad tenga estas condiciones, no hace por sí misma plena prueba, porque dictum unius facile sequitur multitudo: no se podrá imponer pena por ella, puesto que sólo en las causas civiles hace semiplena prueba, y la hará plena en ellas en ciertos casos de excepción, adminiculada, según asegura Argentreo, con otras justificaciones. Famam non esse per se speciem probationis, sed egere adminiculis et substantia veri et valere ad inquirendum, non ad judicandum, et circa praeparatoria, non circa decisoria.

El gran Ferraris, tratando de esta materia dice: que la fama que prueba, non dicitur nisi bona sit, quia fama est arglumentum virtutis. Añade: Ut fama probet, multa requiruntur. Primo requiritur quod fama originem duxerit personis gravibus, honestis, fide dignis et non interesatis. Secundo: quod habeat certos auctores et rationabiles, de probabiles causas. Tertio: quod testes dependant de tempore praeciso ante motam litem. Quarto: quod sit uniformis, constans, perpetua et inconcussa. Termina diciendo: Fama, regulariter loquendo, per se non facit plenam probationem.

Se ve por lo expuesto, señores, que la pública notoriedad o fama notoria, no puede ser un cargo en las causas criminales, y mucho menos cuando esa notoriedad no está justificada. Se ha visto ya lo que quieren las leyes y los autores para que ella justifique algo en ciertos casos dados. ¿En el proceso del señor Miramón se ha procurado siquiera justificar la notoriedad? ¿Se han observado las prescripciones que la legislación y el buen sentido de los autores requieren? Lo habéis visto, señores: en él no hay más prueba ae la pretendida notoriedad de los hechos, que la cabeza del señor Fiscal y su conciencia.

Entrando ahora a la contestación, análisis y depuración de los cargos hechos a mi defendido, debo decir en primer lugar: que los de complicidad en la usurpación del poder público, no tienen fundamento alguno, ni en el derecho ni en los hechos.

El Supremo Gobierno Nacional en sus órdenes de veintiuno del mes próximo pasado, con que comienza el proceso, ha colocado la cuestión en el terreno legal y aun designado las leyes por las que debe enjuiciarse a los procesados. No me es, pues, lícito, dislocarla del expresado terreno, en que se quiso que se controvirtiera.

De lo contrario, y establecida en la palestra del derecho público y de gentes, podría decir con Filangieri (Leyes del orden social, tomo 3°, pág. 507) : Los actos del vencedor, son tan legítimos como los del vencido, desposeído de sus atributos temporalmente ... La distinción entre el soberano de hecho y el de derecho es inadmisible. Podía asegurar con Wattel (tom. 3°, cap. 18, per totum) que en la guerra civil los beligerantes deben tratarse como en la guerra extranjera. Podría defender con Burlamaqui (tom. 3°, pág. 101 a 514) que la guerra civil rompe los vínculos entre los súbditos y el Gobierno, y quedan en el estado de dos beligerantes independientes. Podría en fin decir en contra de nuestras leyes con el citado Filangieri (pág. 21) allí: Una constitución que infama con el nombre de traición y de felonía el ejercicio legal del derecho de cambiar, al agrado de la voluntad del pueblo, el principio del Gobierno gue se ha dado, es un atentado directo contra el derecho soberano del mismo pueblo. Este derecho es inalienable e imprescriptible.

Nuestra misma Constitución consigna en su art. 127 la facultad de reformarla, sin límite alguno. No hay, pues, duda, en que la autonomía de la nación mexicana puede variarse al arbitrio y voluntad soberana de la misma.

Mas la constitución del trono de Maximiliano ¿fue por la voluntad nacional y la libre emisión de los votos de los mexicanos? Yo digo que no: y de ello me es testigo la conciencia pública, la presencia de cuarenta mil bayonetas francesas en el país, los hechos criminales de los adictos a la intervención y al trono, las hazañas gloriosas de los que las contrariaron.

Pero si esto es verdad, también lo es que la mayoría del país sucumbió a la presión extranjera, que obedeció al trono de hecho, y que éste fue respetado en casi todo el territorio nacional. Sin voluntad, es verdad: a virtud de la coacción; pero esto no puede borrar de nuestra historia tal hecho consumado.

En tal estado de cosas cabe muy bien defender a la nación por su conducta en este asunto; mas como esto me haría difundir demasiado apartándome de mi objeto principal, sólo me permitiré llamar la atención de los señores del Consejo hacia el cap. 8°, tomo 1° de la obra del célebre Reynoso. Allí se prueba hasta la evidencia la obligación de los pueblos indefensos en someterse al conquistador, según derecho natural y político.

Esto no quita el buen derecho del Gobierno legítimo. Samuel de Cocceüs, después de probar que una cosa es el derecho al imperio y otra su ejercicio y posesión, concluye diciendo: que estas cosas son tan diversas, que uno puede tener un derecho plenísimo y otro una plenísima posesión, ut contigit in imperio a tyrano usurpato.

No es, pues, extraño, señores, que algunos mexicanos de buena fe hubieran aceptado el imperio. Y si incurrieron en ese error, como lo creo, la equidad nos manda no castigarlos como culpables, porque los errores del entendimiento a nadie se imputan, y porque de lo contrario sería necesario castigar a millones de mexicanos, que, con su aquiescencia, con su falta de oposición, con su fuerza de inercia, ni contrariaron al usurpador ni defendieron al gobierno nacional.

Don Miguel Miramón confiesa haber reconocido, a su regreso del extranjero, al gobierno imperial establecido de hecho en México. Mas este reconocimiento de un hecho, ¿importa precisa e indispensablemente un delito? Ajeno a las cuestiones del derecho público, por razón de su profesión, ¿se puede y debe imputar a mi cliente como crimen un error de su entendimiento, una mala calificación del poder público? Ciertamente no.

Y si esto es verdad, como en efecto lo es, fluye por consecuencia natural, que el haber aceptado una comisión que lo expatriaba, tampoco debe imputársele a culpa, pues no siendo vicioso el antecedente, no lo son las consecuencias lógicas que derivan de él.

He dicho que ni el derecho ni los hechos prueban la complicidad de mi defendido en la usurpación del poder. Examinado el primero, veamos cuáles son los segundos.

Ninguno ciertamente se cita ni puede citarse a este respecto.

Cuando un puñado de mexicanos votó por el establecimiento de un trono en México, llamando al Archiduque de Austria para ocuparlo, don Miguel Miramón ni perteneció a esta junta ni aun estaba en el país.

En todas las operaciones consiguientes no figura el nombre de Miramón, ni nadie lo denunció como partícipe en ellas, y cuando ha confesado que volvió al país, lo hace diciendo que prefirió pasar por los Estados de Tamaulipas, Nuevo León, San Luis y Querétaro, lleno de sus enemigos políticos, antes que tomar la carretera de Veracruz en donde se hallaban los franceses. Llegado a México, porque ya no tenía posibilidad para vivir en el extranjero, se retiró a su casa y familia.

Examinados con imparcialidad los hechos, se ve con claridad que el señor Miramón no tuvo participio alguno ni en la intervención francesa ni en la erección del imperio, ni en el derrocamiento de la República. Todo se hizo cuando él estaba ausente, todo sin su voluntad.

Se me manda decir a este respecto y en confirmación de lo dicho, que el señor Miramón ofreció sus servicios al señor Juárez desde París, por conducto del ex Ministro don Jesús Terán, para hacer la guerra a los franceses. Que el gobierno aceptó, y que si el plan no llegó a tener verificativo, fue por causas independientes de la voluntad de mi cliente. A quien así se porta, no se le puede tachar de intervencionista ni afrancesado.

Descendiendo ahora a cada uno de los cargos en particular hechos al señor Miramón, se advierte desde luego: primero, que los cinco con que comienza la confesión relativa, son por hechos que tuvieron lugar antes del 25 de enero de 1862, en que se expidió la ley de esa fecha.

El Supremo Gobierno ordenó que esa disposición fuese la única regla para el procedimiento judicial, que debía obsequiarse en el proceso. Y siendo un principio de eterna verdad, consignado en el art. 14 de nuestra Constitución, que ninguna ley puede tener efecto retroactivo, se sigue necesariamente que los hechos anteriores al año de 62, no están bajo el dominio de esa ley, ni puede serles aplicada, y mucho menos hacerse cargo a mi cliente de ellos. Lo contrario importaría una aberración de principios indisculpable y una verdadera injusticia.

Se advierte en segundo lugar, lo que repito y repetiré hasta el fastidio, que estos cinco cargos, como todos, no tienen más fundamento en el proceso, que la memoria que de ellos hace el C. Fiscal, y para su calificación, cuantía, apreciación y peripecias, el juicio que de ellos plugo formar a dicho funcionario.

Se advierte en tercer lugar que estos cargos son oficiosos, arbitrarios y ajenos a la cuestión. Tanto en la nota de fojas 1. como en la de fojas 2, se manda encausar a Fernando Maximiliano de Habsburgo y a sus cómplices en los delitos cometidos por éste. Y es claro que no siendo responsable el Archiduque por hechos en que no ha tenido ingerencia, éstos ni para él ni para sus cómplices pueden ser objeto del proceso que se mandó formar.

Se advierte en cuarto lugar, finalmente, que los repetidos cinco cargos, se fundan en hechos que la nación ha juzgado, el tiempo y los acontecimientos posteriores borrado de la memoria de los mexicanos, y la historia consignado en sus páginas, como consumados, y de una época que pasó para siempre. El traerlos a colación en la actualidad, el resucitados sin interés del momento, ni fin alguno plausible, sólo puede servir para recrudecer los ánimos, agravar gratuitamente la posición de los procesados y atacar la majestad de la justicia.

Mas no obstante lo dicho, cumple a mi deber y al buen nombre de mi cliente contestados; y así lo haré, sin que por esto se entienda que convengo en su oportunidad, en su justicia y en sus fundamentos, para estimarlos como parte integrante de esta causa.

Se hace cargo al señor Miramón de haber tenido parte en la primera rebelión de Puebla. A esto ha contestado tan satisfactoriamente, que nada deja que desear. La capitulación celebrada en aquella plaza entre los disidentes y un gobierno, que gozaba de facultades extraordinarias, puso término a un negocio que no puede resucitarse sin infracción del derecho de gentes. Bien o mal, el presidente de la época lo concluyó para siempre, porque el que capitula nada reserva para lo futuro y da término final a la guerra sin consecuencias ulteriores, a no ser que otra cosa se estipule.

Se hace cargo también a mi cliente de la segunda rebelión de la expresada ciudad. Con respecto a este cargo, es necesario tener presente que Miramón ya no era militar. Por lo que a mí toca, ignoro el hecho, y no sé nada acerca de su certidumbre. Pero si él tuvo lugar, hay que advertir que no es de pública notoriedad, no es tan claro como la luz meridiana, no es finalmente de la naturaleza de aquellos por los que puede hacerse cargo sin temor prudente de incidir en error. Todo el mundo sabe que la llamada reacción hizo dos revoluciones en Puebla en aquella época. Esto es de pública notoriedad. Mas no lo es que fulano y zutano, que Miramón y quien se quiera, pertenecieron a esa reacción. Falta, pues, el fundamento que el C. Fiscal adoptó para sus cargos y reconvenciones: no puede por tanto, si hemos de ser consecuentes, imputarse a mi defendido.

El tercer cargo consiste en que el señor Miramón cooperó eficazmente a sostener la guerra civil, es decir, a ser constante reaccionario, y como tal oponerse a la Constitución de 1857. A esto ha contestado, como todos los de su opinión polítiCa, que la nación rechazó esa ley fundamental.

Recordando los hechos y estimándolos con imparcialidad y justicia, es necesario confesar que todo el partido conservador, sin excepción, rechazó nuestra carta fundamental, no obstante su origen nacional y legítimo: que el clamor y escándalo farisaico de los pretendidos piadosos, las pastorales y protestas del clero y las armas de los soldados, hicieron creer a muchos de buena fe, que en efecto la Constitución de 57 era contraria a la religión y a los intereses sociales.

El mismo jefe del gobierno la creyó impracticable, y mirada la cuestión bajo este aspecto, no hay duda en que don Miguel Miramón es disculpable y sus respuestas satisfactorias. Sería injusto hacer efectiva la responsabilidad lejana del subalterno, cuando no lo fue la inmediata del superior.

Mas acerca de estos hechos la nación y el Supremo Gobierno han fallado definitivamente y para siempre. El autor del plan de Tacubaya fue perdonado, y es de pública notoriedad que coadyuvó a la defensa de Puebla contra los franceses, por orden y consentimiento del señor Juárez. Se olvidaron sus debilidades, sus delitos políticos, sus pasos retrógrados, y el manto de la patria lo cubrió todo. ¿Sería justo que este mismo manto no sirva para cubrir a los cómplices del señor Comonfort?

En aquel tiempo don Miguel Miramón era teniente coronel, empleo muy subalterno respecto de los que desempeñaban los autores del plan de Tacubaya. Sus jefes se pronunciaron por ese plan, y Miramón obedeció pasivamente al coronel del cuerpo, en lo militar, sin mezclarse en la parte política, que a la sazón era muy oscura, puesto que las intenciones del gobierno no eran enteramente manifiestas, y menos aún las de los que explotaron el pronunciamiento en sentido reaccionario. ¿Puede con justicia hacerse cargo a un subalterno por hechos del Presidente, en que a ciegas tomó parte?

Estas consideraciones rebajan mucho el cuarto cargo, porque los hechos que contiene no son más que variantes y consecuencias de aquel primordial, que dieron por resultado un gobierno parecido a otros muchos del país.

Don Miguel Miramón fue elevado a la presidencia en sustitución de don Félix Zuloaga, y elegido por una junta de notables. ¿Tocábale a mi cliente dejar acéfalo el gobierno? ¿Era más conveniente a la nación el estado de anarquía, que el tener un gobierno, sea cual fuere? ¿Y puede imputársele como culpa a Miramón el haber hecho este sacrificio en pro de su patria?

Además, es necesario confesar que los títulos a la presidencia de don Miguel Miramón, valen tanto como otros muchos que han ocupado ese puesto, y respecto de los cuales nada se ha dicho hasta el día. Acostumbrada la nación a variar de mandatarios, como de estaciones, los verdaderos títulos del presidente eran el triunfo contra sus opositores. El país obedecía, y con su tácita sanción, legitimaba el poder, al que se llegaba por un camino trillado. Pero ya a Miramón tocaron otros tiempos: dueños los Estados de fuerzas propias, opusieron resistencia, y la no esperada firmeza y heroica constancia del señor Juárez, hicieron que siempre se conservara el principio de gobierno y la enseña de la legitimidad.

Supongamos por un momento que el señor Juárez hubiera abandonado la empresa, y retirádose como otros muchos presidentes vencidos, al extranjero: ¿podría entonces tacharse a mi cliente de usurpador de un poder que nadie defendía? Resulta, en consecuencia, que sólo la constancia del señor Juárez es lo que hace delincuentes a sus rivales, cuya constancia es tan contingente, tan personal, tan fuera de lo que se acostumbró siempre, que no puede designarse como una regla de derecho público para valorizar los actos de sus contrarios, y menos como una regla de derecho criminal para estimar la culpabilidad de ellos.

Arista, presidente federal, fue derribado por Santa-Anna. Si Arista no se hubiera dado por vencido, Santa-Anna sería un criminal; mas como aconteció lo contrario, nadie ha objetado de ilegítimo a Santa-Anna. ¿Podremos, pues, aceptar como regla de procedimientos el valor o cobardía del presidente atacado? Señores, sobre este punto me acojo al buen sentido y conciencia de ustedes.

En la época de su gobierno se acercaron las fuerzas constitucionales a México con el fin de apoderarse de aquella capital. La suerte de las batallas les fue adversa, y el resultado de su derrota multitud de víctimas sacrificadas en las lomas de Tacubaya. Todos estos son hechos de pública notoriedad.

Mas no lo es, ni lo será nunca, que el presidente Miramón haya sido el autor de ese horrible atentado. La opinión pública, el justo resentimiento de los defensores de la libertad y las quejas de los parientes de los asesinados, jamás se han fijado en Miramón. Rechazo, pues, este cargo como falso, injusto e infundado.

Rechazo igualmente el de no haberse castigado al autor de tamaño crimen. Ni el gobierno actual, ni nadie, puede residenciar al ex-presidente Miramón en razón de sus actos oficiales, porque importaría una contradicción en no reconocerlo y hacerlo responsable. Mi cliente tuvo sus razones de política para no castigar al culpable; tal vez la misma razón de Estado que se ha tenido presente muchas veces por todos los gobiernos para disculparse de los delitos anteriores, para admitir en las filas de sus defensores a los que ayer les combatían, para decretar amnistía. Acerca de las razones de Estado, dice un autor, sólo Dios puede juzgar.

También ha contestado satisfactoriamente el señor Miramón el cargo de la ocupación de los fondos destinados al pago de la convención inglesa. En este cargo como en todos los que se hagan al procesado por sus actos presidenciales, no se puede entrar sin incurrir en la contradicción de reconocerlo como tal presidente.

La misma razón de Estado que obliga a muchos Gobiernos y a algunos Generales a echar mano de lo que encuentran, en obvio de mayores males, obligó a la administración de Miramón a apoderarse de los fondos de Capuchinas. Si somos lógicos y consecuentes, es necesario confesar que todo el mundo ha hecho mal, o nadie.

Hay además que advertir que si el hecho principal es notorio, no lo son así sus peripecias. Ni el Señor Fiscal ni nadie justificará lo contrario, ni podrá sentar como hecho inconcuso que hubo sellos rotos, violación de pabellón inglés, pretexto para la futura intervención, etc., etc.

Hasta aquí los cargos anteriores a la ley de 25 de enero de 1862; veamos los posteriores a ella.

Es el primero, haber intentado el señor Miramón desembarcar bajo la protección de la triple alianza en Veracruz a principios de 1862. Sobre esto hay que notar que se echan en cara a mi cliente intentos o conatos de hechos que no llegaron a realizarse. Que se suponen algunos que ni son ni pueden ser notorios y que no tienen la más ligera justificación.

El simple desembarco no es un delito, y la pretendida protección de los aliados se reduce a la amistad de! General Primo. Si el C. Fiscal tiene pruebas de lo contrario, habría sido bueno que las hubiera aducido. No lo ha hecho así, y por lo tanto su cargo, sus reconvenciones, sus indicios vehementísimos, etc., etc., no pasan de la esfera de sospechas, que si hacen honor a su suspicacia no por eso son menos inciertos.

El segundo cargo consiste en que por segunda vez, ya no intentó mi cliente llegar, sino que en efecto llegó a México bajo la protección de la intervención y de Maximiliano. Sobre esto ya he dicho lo bastante en el cuerpo de este alegato: no haré por lo tanto otra cosa que recordarlo al Consejo. Sólo añadiré, que colocado el señor Miramón en la calidad de paria político, por haber sido excluido de las amnistías; sin recursos para vivir en el extranjero; de una notabilidad y nombre que no le permitía oscurecerse, acaso con menos libertad que nadie, se vio obligado a reconocer y servir al Imperio, de seis meses a esta parte.

Este cargo, además, se puede hacer a todo el país, pues todas las clases y todas las personas, con voluntad o sin ella, bajo la presión de las bayonetas extranjeras o espontáneamente, reconocieron expresa o tácitamente el poder imperial, excepto el número limitado de los que se conservaron con las armas en la mano y de aquellos pueblos que tuvieron la dicha de no ser profanados por la presencia del soldado francés.

Cargo tan universal no se puede hacer a un individuo determinado ni a una sola clase, por su mismo carácter de universalidad; y antes bien deja de serlo como todo lo que sea voluntad expresa o tácita de la Nación, aunque sea coactada. No diré a este respecto con el señor Reynoso, Que un pueblo desamparado de hecho por su gobierno, durante el estado de separación, deja de ser súbdito suyo.

Tampoco aseguraré, con el mismo autor, Que los pueblos indefensos deben someterse al conquistador. Estas y otras doctrinas semejantes extinguen el patriotismo y aniquilan el espíritu público.

Pero aunque esté de ello convencido, también lo estoy de los hechos que han pasado a mi vista y que son de la notoriedad pública que tanto agradó al Señor Fiscal. Estos hechos son: que el partido liberal fue arrollado; que el conservador recibió con palmas y coronas a los soldados de Napoleón, que las masas vieron, oyeron, y se retiraron a sus casas a seguir vegetando, sin que se hubieran levantado en contra del invasor, y que sólo el partido liberal, ese glorioso partido, fue el que pudo despertar de su letargo al país y hacer la oposición, con las armas, con la prensa, con sus influencias, como pudo, sin excepción.

En tal estado de cosas y cuando la situación daba lugar a que cada uno pensase con su cabeza y obrase por su cuenta, ¿se podrá fundadamente culpar a nadie de que hubiera adoptado este o el otro extremo?

Don Miguel Miramón erró a mi juicio en aceptar al Gobierno de Maximiliano, en creerlO nacional, en haberlo servido; pero su error no es un delito, así como no lo es el engañarse, cuando no está en la posibilidad humana evitarlo. No me cansaré de repetir estos conceptos.

Y siendo, como es, cierto lo expuesto, se sigue necesariamente que no puede ser fundado el cargo de haber servido a un Gobierno a quien su conciencia le dictaba que debía servir, y que el haber batallado en su defensa, de seis meses a esta parte, y el no haber sido avaro de su persona en los campos de batalla, tampoco puede ser un cargo, puesto que, como militar valiente y pundonoroso, no podría declinar una obligación que era la consecuencia necesaria de sus convicciones políticas.

Los CC. del Consejo abundan en buen sentido. Su conciencia, sus principios liberales, la convicción en que se encuentran de que todo mexicano está en su derecho para pensar como guste, y que no es lícito atacar la libre emisión del pensamiento ni la libertad individual, me excusan de insistir en este punto. Creídos en la justicia de su causa y convencidos del deber de defenderla contra un injusto agresor, se lanzaron al campo de batalla, y con su sangre han puesto el sello a sus convicciones. Lo mismo ha acontecido en el bando opuesto; algunos de buena fe lo abrazaron y erróneamente lo creyeron el medio más a propósito de salvar los intereses nacionales. En tal concepto, la consecuencia para los militares era indeclinable: defender su opinión con las armas en la mano. Por tanto, han errado, pero no delinquido.

He aquí el motivo por qué los autores de derecho público defienden que es injusto que se imponga pena de muerte por delitos políticos, y he aquí el motivo por qué nuestra ilustrada y filantrópica Constitución haya elevado a ley nacional tales principios.

En efecto, señores, para que haya crimen es necesario (en) esencia, que se tenga conocimiento de que la acción que se hace es criminal: por falta de ese conocimiento, un demente, un idiota, un niño no delinquen jamás. Pues bien, el partido político carece de ese conocimiento, le falta la conciencia íntima, aquel reclamo roedor y secreto que condena su acción; cree de buena fe que defiende la religión o los intereses nacionales, y estima de su deber morir mártir por sus creencias. ¿Será justo, señores, sacrificar a este creyente, a este fanático?

A nuestra vez todos lo somos; y por lo que a mí respecta, me irrita la sola idea de que alguien pretendiera catequizarme. Quedemos, pues, todos en nuestras opiniones, sacrifiquemos nuestros resentimientos en las aras de la patria, y cuando el pueblo mexicano sea un verdadero tolerante político, no ocurrirá a las vías de hecho y será grande y feliz.

He cansado ya la atención del Consejo; mas no me es lícito prescindir de mis deberes de defensor, de exponer cuanto a ello he creído conducente. Antes de concluir quiero fijar algunas proposiciones, que recomiendo a la justificación, conciencia y honor de los ciudadanos vocales del Consejo.

Es la primera: que la garantía que concede a los mexicanos el art. 23 de la Constitución, de no ser muertos por delitos políticos, no está suspensa por ninguna de las leyes en que se han concedido facultades extraordinarias omnímodas al ejecutivo. Ni el decreto de 7 de julio de 1861, ni los cuatro que le son relativos, ni ningunos otros lo provienen así: resulta, por tanto, que todo mexicano, y entre ellos don Miguel Miramón, está garantizado por este artículo, preciosa conquista de la civilización y de la humanidad.

Es la segunda: que siendo la Constitución la ley suprema, ley que ninguna otra puede nulificar, derogar o hacerla ilusoria, ella y sólo ella debe ser la única regla de procedimientos y justicia para los Ciudadanos vocales del Consejo.

Es la tercera: que este concepto sube de punto si se advierte que no hay la más mínima constancia procesal, el cargo más insignificante ni el indicio más ligero de que don Miguel Miramón sea traidor a la Patria, haciéndole la guerra en compañía de los extranjeros. Jamás se unió a los soldados franceses: en las mil batallas y encuentros en que éstos se hallaron, nunca el nombre de Miramón se juntó al de los esbirros de Napoleón, y vosotros, señores, y vuestros compañeros de armas, nunca lo habéis visto acompañando a un Berthier, a un Neigre, etc., etc., ni como subordinado, ni como superior, ni como aliado. Sobre esto apelo a la lealtad caballerosa de los soldados de la libertad.

¿Cuándo comenzó a oírse el nombre de Miramón en nuestras guerras civiles? Cuando los franceses habían evacuado los países en que él figuró, cuando la última brigada al mando de Castagny había desaparecido de nuestros ojos y distaba centenares de leguas de las huestes de Miramón. De ello somos testigos los queretanos todos. Por tanto, mi defendido está ileso de toda mancha de traidor, y no se halla incurso en la excepción del artículo ya citado de nuestra Carta magna.

Es la cuarta: que examinados uno a uno los cinco casos del artículo 1°, los cinco del artículo 2°, los doce del tercero, y los tres del 4° de la ley de 25 de enero de 1862, en ninguna de estas veinticinco fracciones se encuentra comprendido don Miguel Miramón, ya se atienda a las disposiciones de la ley aplicadas a la conducta del procesado, ya a los hechos que se le imputan, y ya a la fecha y promulgación de la repetida ley. Quiero suponer que don Miguel Miramón tuviese responsabilidad por haber sido unos meses presidente de la República. Bien: esto fue años antes del de 1862: ¿podremos aplicarle la ley de ese año? Supongo que su filiación constante en el partido reaccionario fuese un delito. Ella tuvo lugar antes de que existiese la ley de 62. ¿Podrá sin efecto retroactivo, aplicársele esa ley?

¿Qué es, pues, lo que ha hecho Miramón desde que salió a luz y está vigente la ley de 25 de enero de 1862? Respondo en dos palabras. Haber errado con las nueve décimas partes de la República, en creer legítimo el gobierno imperial, y haber estimado de sus deberes militares el sostenerlo con las armas en la mano.

Es la quinta: que atenta la pretendida complicidad de mi cliente en la usurpación del poder público y las leyes que en ese caso tienen lugar, decliné la jurisdicción del Ciudadano General en Jefe y del presente Consejo, a su vez, para que conozcan acerca de los delitos del género dicho, atribuidos a mi defensa. Hoy mi compañero el señor Jáuregui insiste, con gran copia de sólidos fundamentos, en esa declinatoria, y yo por mi parte lo secundo, puesto que lo que se pide es enteramente arreglado a justicia.

Es la sexta: que examinada la conducta del señor Miramón, desde que tan ventajosamente comenzó a figurar en la escena política y la suerte le fue propicia en las batallas, se verá que él jamás se ha manchado con la sangre de sus hermanos. Desde sus primeras acciones hasta la sorpresa de Toluca, y desde la batalla de la Estancia de las Vacas hasta las últimas que tuvieron lugar en los suburbios de esta Ciudad, durante el sitio, los prisioneros hechos por Miramón han sido respetados. Ellos fueron por centenares, y en su lista se registran los nombres de Alvarez, Tapia, Degollado, Berriozábal, Govantes, etc., etc. Preguntad a estos señores si será justo y generoso privar de la vida a su libertador. Su caballerosidad os responderá por mí.

Es la séptima, finalmente: que aunque en lo general se ha creído que el Gobierno mandó que se procediese y juzgase en el proceso que nos ocupa, con arreglo a la ley de 25 de enero de 1862, se ha incurrido en un error lamentable que es preciso desvanecer. Sobre esto llamo especialísimamente la atención del Consejo.

El C. Ministro de guerra dice en su nota relativa: se proceda a juzgar a Fernando Maximiliano de Habsburgo y a sus llamados Generales Miramón y Mejía. Bien: esta proposición es universal, absoluta; por ella sólo se manda juzgar, mas no se dice con arreglo a qué ley se deba hacerla, ni cuál ha de ser la regla del juicio final o sentencia que se pronuncie después de haber tramitado el proceso.

Sigue diciendo el Ciudadano Ministro que esta tramitación o procedimientos en el juicio, sea con entero arreglo a los artículos del sexto al undécimo inclusive, que son los relativos a la forma del procedimiento judicial. Al explicarse el Gobierno con tanta claridad acerca de la sustanciación, declara aún más su primer mandato para juzgar.

Ha querido, pues, dos cosas: que se juzgue, y que el procedimiento sea conforme a la ley designada.

¿Por qué, pues, no previene cuál sea la de ese juicio, la de la sentencia? Sabiamente se hizo esa omisión. El Supremo Gobierno sabe muy bien que no son las leyes positivas las que deciden de los delitos políticos; no ignora que ellas son cuestión de derecho público e internacional, y que sólo con arreglo a estos derechos se podrán reprimir tales delitos. De ello tenemos un ejemplo en la nación vecina; allí no faltan leyes contra los revoltosos, y sin embargo, Jefferson Davis no ha sido juzgado ni castigado hasta la fecha. Sobre lo expuesto, repito que llamo muy particularmente la atención del Consejo y de su ilustrado asesor.

En resumen, ciudadanos del Consejo, y en atención a que el proceso de que os ocupáis carece de justificación; a que no son notorios los hechos de que se hace cargo a don Miguel Miramón; a que la pretendida notoriedad no está probada con arreglo a derecho; a que el ciudadano Fiscal sólo ha tenido presente para suponerla, su convencimiento personal; a que los cargos que se hacen a mi cliente, en su mayor parte están fuera de la jurisdicción del Consejo, si es que la tiene, porque son por hechos anteriores a la ley de 25 de enero de 1862, que es la que debe observarse en el procedimiento; a que los posteriores a ella no pueden reputarse sino como errores de entendimiento, disculpables por sí mismos; a que no hay dato alguno, y sí hechos en contrario, de que se infiera que mi defendido no fue ni ha sido cómplice en la usurpación del poder público; a que para este delito el Consejo no es competente, según la Constitución; a que ésta garantiza la vida de don Miguel Miramón, que no ha sido traidor, intervencionista ni enemigo de su patria; a que aun cuando la referida disposición de 62 fuera la regla de vuestro juicio, ella no comprende a Miramón, atentos sus hechos; a que según lo ordenado por el Gobierno, no tenéis para sentenciar más norma que el derecho público, en todo favotable a mi cliente; y a que en caso de que fueseis competentes, no tenéis prueba de ninguna especie en qué fundar un fallo racional, la justificación del Consejo se ha de servir absolver a mi cliente por falta de justificación en el proceso que legitima la sentencia, y por la inculpabilidad moral y civil del procesado.

Así os lo suplico en términos de justicia, y así lo espero de vuestro patriotismo y probidad. Recordad, señores, que en vuestra decisión estriba el honor nacional, que la presente causa pertenece al dominio del mundo, que gravita sobre nosotros la responsabilidad que severamente os exigirá la civilización del universo, y que no se salvan las naciones y las ideas con una severidad mal entendida, sino con la estricta observancia de la justicia. ¿Qué responderéis a los pueblos civilizados de Europa cuando os echen en cara que habéis fallado en un proceso que no es proceso, y en una causa a que falta la justificación, que es de derecho natural? Se os objetará que vuestro fallo sería parecido a los de las tribus bárbaras de nuestros desiertos. Este sería el lenguaje europeo, y nada tendría que contestarse.

Mas no será así: en vuestros pechos late un corazón mexicano, patriota, pundonoroso. Antes que todo es México, y México no quiere que sus hijos lo deshonren.

Dije.

A. Moreno.

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