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MANIFIESTO DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA GENERAL PORFIRIO DÍAZ A LA NACIÓN

Mexicanos:

La rebelión iniciada en Chihuahua en noviembre del año próximo pasado y que paulatinamente ha ido extendiéndose, hizo que el gobierno que presido acudiese, como era de su estricto deber, a combatir en el orden militar el movimiento armado.

Entretanto, la opinión pública se informó demandando determinadas reformas políticas y administrativas, y a fin de satisfacerla, tuve la honra de informar al Congreso de la Unión, el primero del mes próximo anterior, que era mi propósito iniciar o apoyar las medidas que reclamaba la Nación. Sobreponiéndome al cargo que se me pueda hacer de no obrar espontáneamente sino bajo la presión de la rebelión armada, es público y notorio que he entrado de lleno en el camino de las reformas prometidas. La iniciativa sobre no reelección del Presidente y Vicepresidente de la República y de los gobernadores de los Estados, apoyada moralmente por el Ejecutivo de la Unión, ha sido ya aprobada por la Cámara popular y está a punto de serlo por el Senado de la República; el estudio de una nueva ley electoral que haga efectivo el sufragio del pueblo, acomodándose a nuestro medio social y eliminando hasta donde sea posible la intervención de la autoridad política, está ya concluido y en breve se someterá a la deliberación de las Cámaras lo mismo que un proyecto de ley sobre responsabilidad de los funcionarios judiciales y otro sobre fraccionamiento de terrenos.

Al mismo tiempo, los cambios polìticos y administrativos de la Federación y de algunos Estados constituyen otra prueba inequívoca de la sinceridad con que el gobierno de la República procura interpretar las aspiraciones de la gran mayoría de la Nación, y del espíritu de reforma que ha invadido también la administración pública de las entidades federativas.

La gran masa de nuestros conciudadanos, de hábitos pacíficos y laboriosos, de tendencias evolutivas y progresistas, sin duda habrá reconocido la buena fe con que procede el gobierno; y aquellos mexicanos que se hayan lanzado desinteresadamente a la revuelta, en pos de los principios políticos que está realizando la administración actual, deberían ya haber depuesto las armas evitando así a su país los horrores de la guerra civil, ya que los principios inscriptos en su bandera no necesitan de la fuerza para incorporarse a la ley.

Mas infortunadamente esto último no ha sido así, y el gobierno, que se consagraba a la doble labor de combatir con las armas a la rebelión y de dar garantías para el porvenir a la opinión pública, ha querido probar una vez más su deseo de restablecer la paz por medios legítimos y decorosos. Algunos ciudadanos patriotas y de buena voluntad ofreciéronse espontáneamente a servir de mediadores con los jefes rebeldes; y aunque el gobierno creyó no deber iniciar negociación alguna, porque habría sido desconocer los títulos legítimos de su autoridad, dio oídos a las palabras de paz, manifestando que escucharía las proposiciones que se le presentaran.

El resultado de esa iniciativa privada fue, como se sabe, que se concertara una suspensión de hostilidades entre el General Comandante de las fuerzas federales en Ciudad Juárez y los jefes alzados en armas que operan en aquella región, para que durante ia tregua conociera el gobierno las condiciones o bases a que había de sujetarse el restablecimiento del orden. El gobierno constituyó su delegado en la persona de un honorable magistrado de la Corte Suprema de Justicia de la Nación a quien se dieron instrucciones inspiradas en un espíritu de liberalidad y de concordia, hasta donde lo permiten la dignidad de la República y los intereses mismos de la paz que se trataba de negociar.

La buena voluntad del gobierno y su deseo manifiesto de hacer concesiones amplias y de dar garantías eficaces de la oportuna ejecución de sus propósitos, fueron interpretados, sin duda, por los jefes rebeldes como debilidad o poca fe en la justicia de la causa del mismo gobierno; ello es que las negociaciones fracasaron por la exorbitancia de la demanda previa formulada por los representantes revolucionarios antes de dar a conocer sus bases de arreglo, y de todo punto incompatible con un régimen legal.

La exigencia de la revolución de que presenten su renuncia el Presidente y el Vicepresidente de la República en estos momentos tan difíciles, si hubiera de aceptarse, dejaría a la Nación abandonada a todos los azares y peligros de unas elecciones que efectuadas desde luego, según lo prescribe nuestra Carta Fundamental, se harían en plena efervescencia de las pasiones y antes de que estuviera restablecido el orden público en todo el país.

Por otra parte, fijar plazo a la renuncia, equivaldría a exponerse a los inconvenientes apuntados, por no ser posible prever cuándo cesará el desorden, y lo que es peor, debilitaría el prestigio y la autoridad del jefe de la Nación, precisamente cuando más necesarias son estas condiciones para vigorizar la situación política, cuyos firmes puntos de apoyo deben ser, principalmente, el buen sentido del pueblo y la actitud del ejército, de cuya conducta bizarra y ejemplar se enorgullece la República. No es, pues, una inspiración de vanidad personal del Presidente, para quien el poder, hoy más que nunca, no tiene ya sino amargos sinsabores e inmensas responsabilidades, lo que le hizo negarse a la exigencia de la rebelión, no; es el deber, el supremo deber que tiene de dejar el país en orden y dentro de la ley o de hacer cualquier sacrificio, aun el de la propia vida, por conseguirlo.

Por último, hacer depender la presidencia de la República, es decir, la autoridad soberana de la Nación, de la voluntad o del deseo de un grupo más o menos numeroso de hombres armados, no es, por cierto, restablecer la paz, que siempre debe tener por base el respeto a la ley; sino, por el contrario, abrir en nuestra historia otro siniestro periodo de anarquía, cuyo imperio y cuyas consecuencias nadie puede prever.

El Presidente de la República que tiene la honra de dirigirse al pueblo mexicano en estos solemnes momentos se retirará, sí, del poder, cuando su conciencia le diga que al retirarse, no entrega el país a la anarquía y lo hará en la forma decorosa que conviene a la Nación, y como corresponde a un mandatario que podrá, sin duda, haber cometido muchos errores, pero que también ha sabido defender a su patria y servirla con lealtad.

El fracaso de las negociaciones de paz tal vez traerá consigo la renovación y la recrudescencia en la actividad revolucionaria. Si por desgracia fuere así, el gobierno, por su parte, redoblará sus esfuerzos contando con la lealtad de nuestro heroico ejército para someter a la rebelión dentro del orden; mas para conjurar pronta y eficazmente los inminentes peligros que amenazan nuestro régimen social y la autonomía de la Nación, el gobierno necesita del patriotismo y del esfuerzo generoso del pueblo; cree contar con él, y con él está seguro de salvar a a patrIa.

México, mayo 7 de 1911.

Porfirio Díaz


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