Índice de Historia de una infamia. Documentos referentes a la Junta de Notables de 1863, compilación de Chantal López y Omar Cortés Sesión del 10 de julio de 1863 Dictamen de la forma de gobierno (Segunda parte) Biblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DE UNA INFAMIA

Documentos referentes a la Junta de Notables de 1863

Dictamen de la forma de gobierno


PRIMERA PARTE

Presentado por la Comisión especial que en la sesión del 8 de julio de 1863 fue nombrada por la Asamblea de Notables reunida en cumplimiento del decreto de 16 de junio último.

La comisión nombrada para abrir dictamen acerca de la forma de gobierno que sea conveniente que adopte la Nación Mexicana; después de considerar la materia con toda la atención que por su inmensa gravedad demanda, tiene el honor de sujetar a la sabiduría de esta respetable y distinguida Asamblea, el resultado de sus observaciones.

La mano adorable de la Suma Providencia, después de haber sujetado por el espacio de medio siglo al pueblo mexicano a las más rudas pruebas que debían acrisolar su fe y su constancia, parece haber depuesto ya los rayos formidables de su justicia, a fin de conducirlo suavemente al glorioso asiento a que está llamado, para preséntar en los fastos de la Humanidad el ejemplo terrible que ha de servir a las naciones de una tan útil como severa y profunda enseñanza.

Es el destino de los pueblos un arcano misterioso que a cada paro humilla nuestra necia presunción, porque para cumplirse conforme a los decretos eternos, no son más que instrumentos mecánicos, aquellos mismos hombres que se atreven a creer en los ensueños de su orgullo, que son los que regulan a su arbitrio el movimiento indeclinable de una máquina, cuyos ocultos y delicados resortes están puestos sobre la esfera de su inteligencia.

La ira de Dios enciende la guerra en medio de las naciones que se lisonjean en sus juicios, frutos del error y la ignorancia, de tener más asegurada su tranquilidad, y cuando los desastres de las discordias civiles han llegado a su colmo, abonando la tierra con torrentes de sangre y derramando el espanto con todo género de crímenes, del cielo es también de donde baja la paz a los hombres de buena voluntad.

Fijando sólo la vista en la serie de admirables acontecimientos que ha sido necesario que se realicen en el antiguo y en el nuevo mundo, para que nosotros nos veamos reunidos hoy bajo la garantía de una nación poderosa, con el objeto de ddiberar tranquilamente sobre la futura constitución de un gobierno que asegure nuestra felicidad, la imaginación abrumada se confunde y en vano busca en los débiles recursos de la humana sabiduría, la solución de este problema, que llenas de asombro contemplan todas las naciones de la Tierra.

En política y en moral, así como en el bello espectáculo que presenta el orden de la naturaleza física, ningún fenómeno se cumple sin relacionarse con las revoluciones del maravilloso conjunto.

La organización que da vida al arador, está enlazada por los infinitos eslabones de una cadena invisible, con el curso imperturbable de los astros, y la regeneración de un país sin ventura, a quien sus desaciertos habían llegado a constituir objeto de universal menosprecio, no podía ser más que el resultado de combinaciones que han conmovido hasta en sus cimientos los reinos más poderosos, y esas otras nacionalidades que parecían eternas, poniendo mil veces en peligro el equilibrio político de los pueblos, y al mismo tiempo, con él la suspirada paz del mundo.

Un momento de reflexión basta para convencernos de que la suerte de México, estaba íntimamente ligada con la caída de Luis Felipe; con el establecimiento de la República Francesa del año de 48; con el golpe de Estado en 1852; con la creación del Imperio Francés, que fue su inmediata consecuencia; con la elevación al trono por el sufragio universal del gran Napoleón III; con los gloriosos triunfos de la Francia en la Crimea y en la Italia; con la inopinada paz de Villafranca, que puso término a una guerra continental de indefinida duración en concepto de todos los políticos; con la excisión de los Estados Unidos que ahora se devoran sin piedad, víctimas de sus rencores y venganzas; en fin, con los atentados y desaciertos de todo género a que se entregó sin reserva la feroz demagogia mexicana, sacudiendo el freno saludable de toda moral, y hollando los principios fundamentales de aquel derecho, a que rinden acatamiento todas las asociaciones civilizadas.

Pensadlo bien, señores: aquí no hay hipérbole ni paradoja; con uno solo de estos sucesos que no se hubiese verificado, o que no hubiera tenido lugar en el punto preciso de tiempo en que cada cual ha venido a colocarse en la Historia, o que se hubiera anticipado o pospuesto con relación a los demás, la causa de México se habría perdido sin remedio, y se habría perdido para siempre.

Así impulsa Dios a los reyes y a los pueblos, así encumbra o abate la suerte de las naciones para llevar a cabo en el orden de su Providencia, el que pudiera parecer uno de sus menos importantes designios.

Las reflexiones que preceden, han servido a la Comisión para penetrarse íntimamente de que a esta numerosa y distinguida Asamblea se le ha cometido, si bien se considera, una misión providencial, el encargo más grave en política y que más puede comprometer la conciencia, el de resolver la cuestión más importante que jamás se ha examinado en la vida siempre azarosa que le ha cabido llevar a México, desde que inscribió su nombre entre los pueblos independientes, a saber, qué forma de gobierno sea la más adecuada para remediar sus necesidades.

Discusión es esta en que no deben perderse de vista ni aún aquellas levísimas circunstancias que menos interés ofrecen a los ojos de un vulgar observador, en que han de evocarse todos los recuerdos del pasado que encierran en sí las lecciones de lo porvenir; en que han de seguirse los casi borrados rastros de una dicha pasajera, y se han de valorizar los amargos desengaños de esos inexplicables sufrimientos que todavía hacen sangrar las hondas heridas de nuestro corazón.

Inútil fuera, aún más que inútil enojosa, tarea la de engolfarse en la cuestión abstracta sobre la excelencia absoluta de las formas de gobierno conocidas hasta ahora: no hay ya quien ignore que una apréciación semejante, sería a lo más provechosa para ejercitar los ingenios en el pro y en el contra de las tesis políticas que suelen proponer las academias, y que sólo la bondad en la aplicación relativa de estas mismas formas, es un objeto digno del estudio detenido de los hombres prácticos.

A la Comisión, pues, parece (volverá a decirlo, porque estas cosas nunca se repiten bastante) que las deliberaciones de esta Asamblea, si no han de ser vagas e infructuosas, deben contraerse a satisfacer esta pregunta: ¿Cuál es el sistema de gobierno que conviene que México adopte para afianzar en su suelo la paz y conservar incólume la Independencia; bajo el cual se desarrollen sin obstáculos los gérmenes felices de su prosperidad; que sea bastante fuerte para mantener siempre encadenada la anarquía y'derramar los inestimables beneficios de la libertad verdadera hasta los últimos confines del territorio; en una palabra, en el que se combinen todas las garantías que aseguren al súbdito los goces más preciados de la vida social, con la estricta obediencia de la ley el profundo acatamiento hacia las autoridades constituidas?

Nada más oportuno para el orden de esta investigación, que examinar ante todas las cosas, las ventajas o inconvenientes que ofrecería para nuestro país adoptar algunos de los sistemas que ya tenemos ensayados desde 1821, en que rompimos nuestros vínculos con la antigua metrópoli.

Una rápida ojeada a la crónica de estos cuarenta y dos años bastará para suministramos las pruebas que necesitamos, pruebas que serán tanto más luminosas y distantes de toda sospecha, cuanto que no procediendo del raciocinio de una inteligencia preocupada, descansan en nuestra propia experiencia, en verdades de sensación que no pueden tergiversarse, en los hechos juzgados ya por la Historia, exenta de todo espíritu de partido.

¿Quien que no haya abdicado los naturales sentimientos de nacionalidad, dejará de reconocer que la más gloriosa conquista que pueden alcanzar los pueblos, es la de su Independencia de todo poder extraño?

Tan noble aspiración la ha impreso Dios en todos los corazones y por eso las leyes civiles han fijado el tiempo y las circunstancias en que el hijo de familia, sustrayéndose a la potestad paterna, debe quedar expedito en el ejercicio de todos sus derechos.

¡Ay, sin embargo, de aquel que anticipa esta época crítica de su vida social, o que falto de juicio y de cordura, no sacude el yugo saludable, sino para entregarse a los extravíos de una liviana juventud! Si México, con la conciencia de sus antecedentes y la previsión de los peligros de que estaba sembrada su nueva carrera como nación soberana, no se hubiera dejado seducir en su imprevisión por el ejemplo de la efímera prosperidad de un pueblo vecino, a la que no era dable que aspirase sin poner en tortura sus antiguos hábitos, y las propensiones de su origen y de sus razas, no es dudoso que habría llegado en pocos años a la cumbre de la opulencia y de la felicidad.

Sí, pues, esto no ha sucedido, y por el contrario, gime en el abismo del vilipendio y de la miseria, es porquce se extravió del camino del bien, y porque un deplorable error vino a cegarla en la adopción de los medios que se le presentaban para cimentar su propia dicha. ¡Cómo, en efecto, se explicaría de otro modo que de improviso se agostasen tantos y tan copiosos gérmenes de riqueza y de adelantamientos, que la Naturaleza, pródiga en sus dones, depositara sobre este suelo envidiable y privilegiado? Sí, es preciso reconocer que México abusó torpemente de su emancipación, y que el abuso ha consistido en que al gobierno por sí mismo, todo lo cambió radicalmente en su manera de ser, en su administración interior, sin dejar casi nada en pie de la legislación y el orden antiguos, que habían formado sus hábitos y sus costumbres.

Estas mudanzas, para las que no estaba preparado, y que no era posible realizar sino chocando abiertamente con las opiniones y deseos de su inmensa mayoría era preciso que inoculasen en la savia de su vida independiente el tósigo que debía emponzoñar el resto de su existencia.

La Comisión, al ofrecer a la Asamblea sobre este punto sus observaciones tomadas de nuestra historia, no se fijará por ahora, porque se propone hacerlo a su debido tiempo, en el muy corto intervalo que medió entre la consumación de la Independencia en 1821 y el establecimiento de la Constitución de 1824, en la que se adaptó el régimen republicano, representativo, popular y federal.

A partir desde este paso decisivo para el porvenir de México, ocurre desde luego escudriñar cuál fue el origen en el país de una institución como la de la República, tan desconocida para los mexicanos hasta entonces, y ver si ella fue adoptada, consultándose o no de algún modo la verdadera voluntad nacional. Por fruto de semejante examen, sacaremos, señores, el primero de nuestros desengaños, porque bastarda por demás, y tan viciosa como la de los otros cambios políticos, que desde aquella época hasta hoy se han sucedido en nuestro suelo, es la fuente de donde se derivó esta carta, cuyos principios ha tenido buen cuidado de presentar después como inacabables y de una legitimidad incontrovertible, el espíritu de partido.

En efecto, la inexperiencia de la juventud, unida a las instigaciones del resentimiento, tan dominantes en un corazón impetuoso, fueron los únicos móviles para la proclamación que se hizo de la República en la ciudad de Veracruz en diciembre de 1822, viniendo luego la fortuna y la victoria a coronar las esperanzas de este proyecto atrevido.

Un alzamiento militar, pues, ofrecen los innumerables que hemos visto posteriormente, suplantó el voto de los pueblos oprimidos bajo el peso de una fuerza mayor a que no podían resistir: el estruendo del cañón y el amago de las bayonetas, usurpando el lugar de las tranquilas discusiones sobre la conveniencia pública, he aquí los mágicos atavíos que adornaron desde el principio la sangrienta cuna del sistema republicano. El Plan de Ayutla o el Plan de Tacubaya, no tienen ciertamente títulos menos satisfactorios para aspirar a los honores de la legitimidad.

A consecuencia del buen éxito de este pronunciamiento, formóse la Constitución de 1824, y una vez en vigor el nuevo régimen, imperfectísimo trasunto del de los Estados Unidos, se quitó el dique para que se desbordasen como un torrente al aspirantísimo personal, excitado por la creación de tantos y tan pingües empleos, y las ambiciones y rivalidades locales, efecto del nacimiento de las nuevas soberanías, que habían de hacer con el tiempo de la administración un caos, y un inmenso teatro de ensangrentadas ruinas, del vastísimo territorio de la República.

Se hizo más honda la división que antes existía entre los ciudadanos, y se exacerbó más el odio encarnizado de las banderías políticas que empujadas ocultamente por los Estados Unidos, cuyas creces se hacían depender de nuestras desgracias, se reunieron al fin en logias bajo las denominaciones de escocés y yorkinos, para aumentar los medios de su mutua destrucción con el puñal y con el veneno.

Estos tenebrosos clubs decidieron en lo de adelante de los destinos del país; allí se hacía la distribución de los cargos públicos; allí se fraguaban los complots para las elecciones; allí se dictaban las inicuas leyes que expedían después los cuerpos legislativos; las listas de proscripción, las sentencias de muerte se acordaban allí; en una palabra, desde la obscuridad de esos antros de corrupción se gobernaba a la República y se la repartía en jirones entre los criminales, como si fuese el acervo común de una herencia no dividida.

Vosotros, señores, lo sabéis y lo sentís: en México nunca puede recordarse el tiempo ominoso en que extendieron su dominio las sociedades secretas, sin que venga a la memoria consternada el espectáculo abominable del primer ataque de las autoridades a la propiedad, del saqueo del Parián acaecido en 1828, que dejó huellas tan hondas en la fortuna de multitud de familias, y que fue consentido por un gobierno supeditado a la punta de la espada del jefe de tan escandaloso motín. A las logias igualmente corresponde la ignominia, que sería inicuo hacer recaer sobre el espíritu nacional, de la ley de expulsión de españoles, bárbara e injusta por haber comprendido a personas tan indefensas como inocentes; antieconómica, por haber privado al comercio y a la industria de los muchos y floridos capitales que les servían de fomento, y altamente inmoral, porque con ella traficó el gobierno, poniendo en venduta, como pudiera 'hacerse en una almoneda pública, las excepciones que al fin se alcanzaron por algunos individuos.

Mal comprendidas desde el principio las combinaciones del complicado sistema de gobierno que por fuerza había querido aclimatarse en la nación; sin virtudes, tacto ni inteligencia para desarrollarlas pacíficamente, la llamada soberanía de los Estados, planta exótica en las que hasta entonces habían sido Provincias de la Nueva España gustosamente sometidas a un orden de cosas, no es fácil describir hasta qué punto trastornó las cabezas, y sublevó el espíritu de orgullo y de insubordinación.

No eran, por cierto, estas entidades políticas, como lo proclamaban los visionarios, brillantes satélites, girando en armonioso concierto en torno de un centro vigoroso de unión: eran, sí, cuerpos errantes, sin regla en su dirección, sin fijeza en su camino, entre los cuales, todo hombre sensato podía presentir continuos y siniestros choques, semejantes a los de los átomos en el caos de los antiguos filósofos.

No hablemos ya de ese flujo con que se hacían las leyes hechas como por la necesidad imperiosa menestral que trabaja en su oficio; prescindamos del laberinto inextricable a que por esta causa se redujeron a poco el sistema hacendario, y las disposiciones fiscales, sobre todo, las relativas al tráfico y al comercio, y fijémonos sólo en la pugna constante en que desde luego entraron estas altaneras localidades, tanto consigo mismas como con el gobierno general y los empleados de su resorte.

Los comandantes militares, dependientes de la Federación y que mandaban las fuerzas del ejército en los Estados, eran los mortales y acérrimos enemigos de los gobernadores, y en general de todas las autoridades civiles, que en vano se afanaban por hacerse respetar contra la fuerza de las armas.

Esto dio origen a la creación y aumento de las milicias cívicas; creación anfibia, en que sin evitarse los gastos de cuerpos sometidos a una estricta disciplina, se fomentaba el ocio y la vagancia, bajo una organización informe, perpetua amenaza de la tranquilidad pública.

El remedio no podía ser más inoportuno y falto de eficacia, porque el antagonismo que antes existiera sólo entre los jefes del Estado y los del ejército, se introdujo para siempre entre las tropas permanentes y lo que se llamaba entonces milicia ciudadana. ¿Qué importaba que en la Constitución se hallasen marcados los lindes del poder general y los de los Estados, y que se lanzaran los rayos del anatema contra el que se atreviese a traspasarlos?

Una hoja de papel que no cuenta con la sanción moral, y en cuya incolumidad no están vinculados todos los intereses, ha sido siempre dique muy débil para contener los avances desmesurados de la ambición que entre todas las pasiones políticas, acaso es la de más mala ley.

Tímidos eran los primeros desacatos de las pequeñas soberanías contra la Federación, pero luego pudieron persuadirse de que faltaba la energía para contenerlos, y que las amenazas estériles eran los únicos medios represivos de que podía echarse mano, la usurpación de facultades no conoció límite, la guerra fue a muerte y sin cuartel; los Estados independientes formaban entre sí grandes coaliciones para hacer más vigorosos sus ataques sacrílegos contra el centro, y el gobierno general vio con impotente rabia irse reduciendo poco a poco su influencia y sus recursos, quedando casi a merced de la generosidad de los extraños.

Al mismo tiempo tenía que hacer frente a los perpetuos y enconados combates de la representación nacional, que nunca dejó de disputarle el ensanche de cada una de sus atribuciones, porque emanadas las Asambleas conforme a las teorías de los utopistas, inmediatamente del pueblo, fuente purísima de toda autoridad, imposible fuera que viesen sin celo girar a otra con amplitud en una órbita independiente. Las borrascas, pues, entre el Legislativo y el Ejecutivo, vinieron a ser el cáncer permanente y como la enfermedad endémica de tan viciosa organización; enfermedad a que no pudo encontrársele otro antídoto, sino el de las subvenciones del tesoro a los diputados, con los cuales los Presidentes compraban siempre las mayorías, que no por eso dejaron nunca de conservar una actitud amenazante.

Así iba minándose de una manera paulatina el prestigio de las personas constituidas en los altos puestos, porque nada gasta tan pronto la respetabilidad del poder como las transacciones con los iguales y las condescendencias con los inferiores que lo presentan débil y exánime, y únicamente cuidadoso de su propia conservación.

Como luego que un gobierno deja de ser más fuerte que la sociedad que preside, quedan relegados al ridículo esos títulos de legitimidad que sólo se respetan en las abstracciones teóricas de los confeccionadores de sistemas políticos, ningunas circunstancias como las que ofrecía el poder mil veces hollado y vencido, eran más propicias para tentar a los agitadores ambiciosos, ocupados sin descanso en descubrir los medios de derribarle.

Y le derribaron, en efecto, cuantas veces les plugo, y llevaron las asonadas a feliz término con asombrosa facilidad, sin más que aparentar, porque así convenía por entonces a sus miras, que los males del país no reconocían otro origen que la imbecilidad o corrupción de sus gobernantes.

Seducir al ejército con el oro o con ascensos y grados que en realidad se prodigaban a sus individuos por el mérito de una defección, alucinar a las clases pasivas mediante las mentidas promesas de la exactitud en el pago de sus haberes, arrastrar a la muchedumbre estólida a un motín que le brindaba siempre con la esperanza de convertirse en cualquier desorden serio, incentivo constante de su rapacidad, compromisos anticipados con los infames traficantes del público tesoro sobre la realización de proyectos ruinosos para la nación, ofrecimientos relativos a optar los empleos existentes, y a crear otros con el objeto exclusivo de favorecer a los revoltosos de oficio. He aquí los principales resortes para poner en conflagración todos los espíritus, y obtener un resultado brillante en los pronunciamientos.

El gobierno, incapaz de resistir al empuje de estos multiplicados arietes, cuya eficacia encontraba un poderoso auxiliar en el desenfreno y difamación de la prensa; sin fondos en las arcas públicas; vendido por los que debían sostenerlo; escarnecido, en fin, y vejado en toda la extensión del país, caía en medio de la rechifla universal para ser reemplazado por otra administración que a su vez, y acaso más pronto, tenía que pasar por las mismas Horcas Caudinas, por la propia serie de odiosísimas humillaciones.

No de otra suerte es como nuestra memoria abrumada, se rinde al peso de los multiplicados y escandalosos cambios de que ha sido a un mismo tiempo actor, víctima y testigo este desgraciado pueblo. El plan de Casa Mata, el de Tulancingo, el de la Acordada, el de Jalapa, el de Zavaleta, el de Cuemavaca, el de la Ciudadela, el de San Luis, los de Tacubaya, el de Ayutla, el de Navidad, etc., etc., o haciendo la enumeración por caudillos, el plan de Santa Anna, el de Montaño, el de Lobato y Zavala, el de Bustamante, el de Canalizo, el de Paredes, el de Urrea, el de Farías, el de Uraga, el de Zuloaga, el de Echeagaray, etc., ¿quién es capaz de reducir a guarismo tanto y tanto alzamiento vergonzoso, con que se miran manchadas las páginas de nuestra historia, y que han llenado de baldón a la República, a su suelo de sangre y de cenizas, y a las familias de luto y de miseria?

Viendo que los males, en vez de remediarse, se exacerban con la continua mudanza de las personas, se llegó a sospechar que su raíz arrancaba de un principio más alto, y que se encontraría fundamentalmente en el defecto de las instituciones.

Muchos de nuestros hombres eminentes que abrigaban la convicción íntima de que la gangrena que roía las entrañas de la patria tomaban su origen de que el sistema administrativo no era la traducción fiel de sus necesidades y antes bien contrariaba sus intereses, sus hábitos y tradiciones; esos hombres distinguidos no tuvieron el valor que era preciso para hacer frente a las preocupaciones vulgares, y a la grita insensata de los ilusos.

No acudieron por esto a purificar la fuente envenenada, y se contentaron con modificaciones que centralizaban más o menos el poder público, por si acaso con estos ensayos a la ventura se alcanzaba algún pasajero descanso, que viniera a suavizar las dolorosas angustias precursoras de la muerte.

Siguióse, pues, el cambio de Constituciones, sin que por esto se extirpara la vieja manía de renovar a cada paso el personal administrativo.

Después de la carta de 824 se publicó el código conocido con el nombre de: las Siete Leyes Constitucionales; se sancionaron luego las Bases Orgánicas; pasado algún tiempo se restableció la Constitución primitiva con las enmiendas que contenía una Acta de Reformas; y por último, puso término a esta serie lamentable de costosos experimentos, la famosísima Carta de 857, que dió el postrer golpe a la dignidad y decoro de la nación, a los fecundos elementos de su riqueza y a los mezquinos restos de sus esperanzas de vida.

¡Inútiles experiencias que semejantes a las que practica un médico que desconoce el origen de las dolencias del que sufre, limitándose a combatir los síntomas, sólo han servido para traer a México a la suprema postración de sus fuerzas, y para acelerar más y más el deplorable fin de su existencia!

Mucho se esperaba de la virtud de las instituciones republicanas para el caso de que, atacada la nación en su Independencia, fuese indispensable hacer un esfuerzo vigoroso.

Herido entonces, se decía, en lo más delicado el sentimiento de la patria, cooperarán los Estados todos, desde los más próximos hasta los más remotos, con el contingente de sus armas, de sus tesoros y de su sangre para conjurar el peligro común.

Pues bien; el suceso de la guerra con los Estados Unidos no ha menester de que le comentemos, pues esta respetable Asamblea no puede haber olvidado que si se exceptúa el Distrito Federal y una que otra de las más pequeñas e insignificantes soberanías, las demás permanecieron de espectadoras impasibles en torno del circo sangriento, y aun hubo alguna que retirase sus recursos en odio del general en jefe del ejército mexicano y para vengarse de antiguos no menos que innobles resentimientos.

¿Qué más, señores? ¡La sangre hierve al recordarlo! El enemigo llegó a las aguas de Veracruz, hizo su desembarque, bombardeó el puerto, se apoderó de la ciudad, y en la capital de México se presentaba el vergonzoso espectáculo de una encarnizada contienda que sostenían los hijos de las familias más ilustres, en las calles, en las alturas de las torres y en las azoteas de los edificios.

Avanzó después un puñado de americanos hasta las puertas de la gran metrópoli, y sufrimos la humillación, porque éramos débiles, nos encontrábamos desmoralizados y estábamos divididos.

¡Tal fue, señores, el éxito de la primera prueba que hicimos de nuestras fuerzas, cuando ya llevábamos veinticuatro años de estar organizados bajo las formas republicanas!

¡Entonces se vio también con escándalo inaudito, a aquellos ardientes patriotas que siempre se habían manifestado tan celosos de la Independencia; que habían lanzado del país en épocas anteriores a multitud de mexicanos a quienes suponían enemigos de ella, dirigirse en toda forma a la que llamaron Asamblea Municipal para que pidiese la anexión de México a los Estados Unidos!

Insuficientes, en efecto, todas las Constituciones para afirmar el orden, restituir la paz, vigorizar los gobiernos y contener los avances de la inmoralidad que invadía todas las clases, por un instinto más fuerte que todos los sofismas, no sólo buscó la República el lenitivo de sus profundas heridas en la sucesiva adopción y repulsa de estos diferentes pactos fundamentales, sino que sintiendo, más bien que conociendo, que en todos ellos se propendía más o menos a debilitar el poder, ya con su distribución en distintas entidades, ya con trabas que sólo dejaban libertad para hacer el mal, se le vio sacudir el yugo de las que se llamaban sus preciosas garantías, y entregárse inerme en los brazos de indefinidas dictaduras militares.

¡Y cosa digna de notarse, aunque no rara y no prevista por todos! Los más exaltados demagogos, los partidarios más acérrimos de la República en su acepción más lata, y permítaseme la palabra, en su forma más roja, han sido los que después de haber soplado el incendio de una larga guerra fratricida por la incolumidad de una Constitución, jamás le han rendido el homenaje de su acatamiento, pues si bien invocada por sus labios, la han dejado como letra muerta, tratándose de las obras. ¡Ningunos más déspotas, ningunos más tiranos que los mentidos apóstoles de la falsa libertad!

Bajo estos gobiernos discrecionales, principalmente el último, apenas hay necesidad de advertir que el atroz despotismo del supremo jefe, delegado y subdelegado en multitud de esbirros, puestos a la cabeza de los Estados y Territorios, se ha hecho sentir con una barbarie indecible del uno al otro extremo del suelo mexicano.

La extorsión, la violencia, la injusticia, el plagio, el robo, el incendio y la muerte, tal es en resumen el sistema puesto en planta por las primeras y las últimas autoridades, para hacernos gustar por dondequiera las delicias de la libertad, y obligarnos a que marcháramos, mal que nos pesase, por la senda de un irrisorio progreso.

Llegado a este punto las cosas, bien se sabe que los gobiernos no han menester de colaboradores, sino de cómplices, con quienes por el soborno, el aliciente de infames ganancias; y la impunidad de los mayores crímenes, cuentan como con otros tantos sólidos apoyos para sostenerse.

¿Quién entonces piensa en la responsabilidad de los autores del mal; quién en la purificación de su manejo administrativo; quién en la cuenta y razón de los que han podido dilapidar cuantiosísimos caudales de las arcas públicas? Muy al contrario: porque aquel empleado que por vías más indecorosas tiene ya asegurada su fortuna, no es dudoso que habrá de ser el más fiel y robusto sostén de todo lo existente, aquel que imagine los impuestos más gravosos e insoportables, y que tenga el valor, según la frase sacramental, de tomar los recursos de donde los haya para saciar su propia y la ajena sed de riqueza, ése será el atleta más decidido para afrontar todos los peligros de la situación.

Después de esto, señores, después del fomento, siempre creciente de la empleomanía a fin de rodearse de ciegos partidarios, no puede ya sorprendernos que la docilidad para el cohecho, haya llegado a ser la recomendación más importante de los que aspiran a las colocaciones en los ramos de hacienda; que el derroche y la bancarrota hayan tomado el lugar de la sabia economía y de las creces del erario nacional, y que los autores de la desamortización de bienes eclesiásticos, no para nacionalizarlos como se ha hecho en otras partes, sino para monopolizarlos entre un puñado de especuladores, y de cuya operación no ha recibido un sólo beneficio la comunidad, figuren entre los héroes en estas épocas luctuosas de vandalismo y de rapiña.

Tampoco puede llamar la atención de nadie, que dando rienda suelta a las depravadas propensiones de la gente maligna, que abunda por desgracia en el bajo pueblo de todos los países, se hayan por una parte envilecido los puestos más decorosos hasta ser ocupados por bandoleros y salteadores, y revestídose, por otra, con una apariencia engañosa de popularidad, a lo que los demagogos apellidan el progreso y la reforma y que se ha reducido a la salvaje destrucción de los establecimentos e instituciones más venerables, que han formado siempre la gloria de las naciones cultas.

Es herencia, y herencia bien triste por cierto, de la Humanidad decaída, que el mayor número, la actividad mayor, y el acuerdo más perfecto, se pongan constantemente del lado de los complots criminales, porque basta la enunciación de un delito, para que las turbas agitadas como las olas del mar, se agrupen obedientes en torno del que primero levante la voz para consumarla.

El artesano, pues, el menestral y el cultivador que con mil afanes adquieren un jornal mezquino, ¿cómo no habrían de arrojar lejos de sí los instrumentos regados con el sudor del trabajo, cuando se les convocaba por sus mismas autoridades a improvisarse sin él, dueños de las fortunas ajenas?

Y sí los vagos, y los viciosos, y los bandidos, ¿cómo fuera dable que vacilasen en seguir el camino que se les señalaba, levantando la prohibición de todos los atentados?

Sí, bajo este punto de vista, popular y muy popular para mengua suya, ha sido lá reforma en México, e inmenso el séquito que tras el estandarte del progreso ha recorrido los campos para talarlos, las aldeas para incendiarlas, las grandes ciudades para saquearlas y reducirlas a escombros.

El progreso y la reforma, si lo reflexionamos bien, han venido a reducirse a la destrucción de los fondos de las iglesias y de los capitales del clero. Si esas cuantiosísimas sumas se hubiesen invertido en la construcción de ferrocarriles, en el pago de la deuda exterior o interior, en el establecimiento de algún banco o en cualesquiera otros objetos de que hubiese reportado la nación grandes beneficios, acaso hubiera sido menor la repugnancia con que el pueblo vio el escándaloso despilfarro de tanta riqueza.

Mas no fue al país a quien trató de favorecerse; no fue a la sociedad a la que redundó un solo bien de tan universal ruina; fueron únicamente los particulares; los que ocupaban los puestos públicos; los que formaran su clientela y eran sus paniaguados, los que repartiéronse el botín, y esta operación, bien diversa por cierto de la de nacionalizar los bienes de manos muertas, es la que ha sido considerada como un robo descarado y la que ha merecido el anatema de todos los buenos.

El principio de la propiedad, señores, nunca ha dejado de atacarse, comenzando por el flanco que presenta menos resistencias, es decir por aquellos intereses que son de todos y de ninguno, y en cuya destrucción no mira de pronto el individuo el peligro que amenaza a sus particulares intereses. Los cuerpos morales; los establecimientos de piedad y de beneficencia, son los que sufren en la vanguardia los primeros embates, mas es infalible que llegado a hollar el derecho, la violación no se ha de circunscribir a una parte de la sociedad, protegida por él, sino que habrá de extenderse a toda ella, roto una vez el dique impuesto por las prescripciones de la moral.

Las iglesias, las comunidades religiosas, los ayuntamientos, los hospitales, etc., eran bien poca cosa para satisfacer la sed de despojo, especie de fiebre dominante de la época, y muy pronto la nación entera fue el inmenso botín señalado por la ambición a una codicia sin límites. ¡Tarde se desengañaron los propietarios de que en este desarrollo inicial del sistema del comunismo, ellos, en efecto, estaban destinados a representar el papel de usurpadores!

¡Tarde, muy tarde, los ultrajes y violencias que han sufrido para ser extorsionados, les habrán hecho conocer que sólo es verdaderamente libre en el goce de todas sus garantías, el pueblo cuyos individuos dan el toque de alarma, y se ponen en una actitud imponente de defensa, luego que se lastima el derecho de uno solo de los miembros de la comunidad!

Sea, sin embargo, de todo esto lo que fuere, la Comisión no ha bosquejado el cuadro, ni ha hecho ante esta Asamblea las observaciones que preceden, sino para preguntarse en seguida: y bien, ¿cuál ha sido el pretexto plausible que se ha alegado para llevar al cabo la dilapidación de tantos tesoros, la ruina de tantas fundaciones filantrópicas, que contaban ya siglos de estar derramando a manos llenas el bien sobre las clases menesterosas?

Señores, no hay que olvidarlo: el pretexto ha sido que el clero, apegado a las rancias preocupaciones del tiempo del oscurantismo, e influyente, así por su ministerio como por su gran riqueza en el espíritu dominante en la sociedad mexicana, era una rémora poderosa para los adelantos que demanda una época positivista; que con estos grandes elementos, él era una potencia colocada frente a frente de la administración pública, y muchas veces mas fuerte que ésta; que venciendo al gobierno, inclinaba casi siempre la balanza política por el extremo propicio a sus ideas añejas; que nada era más conveniente, como, destruirle, quitándole sus principales armas, esto es, el cúmulo de caudales amortizados entre sus manos, y por último, que haciéndolos circular en las de todas las clases, se crearían intereses permanentes en favor de un orden determinado de cosas, se pondría fin a la revolución, y se abriría el suspirado templo de la paz.

Pues he aquí que el pensamiento que se creía o se aparentaba creer tan fecundo en prosperidades, está realizado acaso en términos más avanzados que en los que se concibió: las riquezas se encuentran desamortizadas, si bien no han formado el patrimonio de la nación, sino el de un pequeño número de procaces avarientos; el clero se ve ya vilipendiado y en la mayor humillación; los adjudicatarios en el pleno goce de su presa, y ... señores, ¿qué ha sucedido? ¿Se han remediado los males, o siquiera ha podido adquirirse la esperanza de remediarlos?

Los acontecimientos están frescos para que haya necesidad de recordarlos: lo que ha sucedido, que si en verdad se crearon intereses bastardos en un menguado círculo de personas, se lastimaron más profundamente los muy legítmos de que el resto de los mexicanos estaba en pacífica posesión, que se hirió el sentimiento nacional, ligado íntimamente con el respeto al sacerdocio y con la magnificencia de su antiguo culto; que de esta manera, mientras se lograra conquistar la amistad de uno, se tuvo el deplorable tacto de concitarse el odio encarnizado de mil; que en consecuencia se avivó más y más la llama devoradora de las discordias intestinas; que el imperio de la anarquía se extendió sin ningún embozo por todas partes, y en todas las cosas, en las autoridades lo mismo que en los súbditos, en las ideas políticas lo mismo que en las opiniones morales; que las propias leyes que constituyen el código de la reforma, fueron la más flagrante trangresión de la Carta fatídica de 857, en que, como todos saben, se dio el más amplio desarrollo a los principios que forman la idolatría de los demagogos republicanos, y en una palabra, que fue preciso relegarla al olvido y al desprecio, para atender a las exigencias de una revolución inextinguible, que cada día se presentaba bajo dimensiones más imponentes.

En vista de lo expuesto, señores, de los dolorosos desengaños que nos presentan ocho lustros consumidos exclusivamente en estériles luchas; de que por fruto de nuestras locas teorías sólo hemos recogido la depravación de un pueblo antes morigerado, la miseria de un país antes opulento, la desmembración de un territorio antes extensísimo y el escarnio de las naciones que antes nos respetaban; ¿habrá un sólo hombre, entre los propios y los extraños, que crea en la eficacia de nuestras Constituciones y que se persuada que siguiendo por la misma senda de las utopías republicanas, hubiéramos de lograr, entregados a nuestros propios esfuerzos, el bien inapreciable de nuestra definitiva consolidación?

¡No, no, mil veces! Probado está por un reguero de sangre en que se han ahogado casi tres generaciones; por la destrucción de las mejor cimentadas fortunas; por el último abatimiento del espíritu nacional; por la esperanza y la fe que han abandonado todos los corazones, que los sistemas de gobierno hasta hoy tan infelizmente ensayados, serán, si se quiere, de una excelencia suprema para países colocados en cierta altura, en que las mayores virtudes no sean una excepción, y en que el patriotismo venga a ser como la herencia forzosa de las armas vulgares.

Mas por lo que a nosotros toca (y en esto la Comisión apela al testimonio de todos los habitantes de la República, cualquiera que sea el color político a que pertenezcan), la luz de una evidente demostración, acredita que los hombres del poder jamás han logrado ejercerlo en pro de la sociedad, porque aun los que han tenido benéficas miras, han visto enervada su acción por la complicada máquina de las Constituciones; que los amigos de éstas, no pudiendo dejar de confesar el mal, culpan a su vez a las personas de no haberse desarrollado en cincuenta años el grandioso sistema que ellas entrañan, y que lo seguro es que la repugnancia que existe entre esas formas, y la educación, costumbres y carácter del pueblo, han mantenido en perpetua guerra a los gobernantes con los gobernados, y a unos y otros con las leyes fundamentales de la nación.

En los padecimientos morales casi siempre el remedio brota de la misma intensidad del mal.

El encono de las facciones había llegado a recrudecerse de tal suerte, y la excitación de los espíritus era tan inconciliable y tan honda, que en los últimos tiempos, desesperando todos de las fuerzas propias, buscaban por instinto en las extrañas la salvación de la nave en el naufragio de todos los principios que conducen al orden y a la paz.

El mundo sabe ya las tentativas hechas por el gobierno de Juárez en Veracruz y posteriormente en México, para lograr un protectorado directo de los Estados Unidos que habría dado muerte a nuestra Independencia, y con ella a nuestra raza y a nuestra religión; y ya no son hoy un misterio para nadie los esfuerzos hechos en Europa por los hombres más prominentes del partido conservador, a fin de lograr la intervención de aquellas potencias, a las cuales sólo la ignorancia más supina puede suponerles miras interesadas de usurpación y de conquista.

Los demagogos, para realizar su pensamiento antinacional, estaban prontos a ceder a la República vecina acaso la parte más rica y más feraz de nuestro territorio, mientras que los que pedían auxilio de la Francia, Inglaterra y España, no lo hicieron sino salvando ante todas cosas la integridad e Independencia de México.

Juárez, mutilando el país en favor de la política anexionista de un gobierno que bajo la capa de fraternidad sólo ha sido nuestro enmascarado verdugo, se lisonjea, sin embargo, de simbolizar el tipo más perfecto del patriotismo; el resto ae los mexicanos, es decir la inmensa mayoría de los hombres de arraigo, y que representan los intereses legítimos de la sociedad, esos son, en su concepto, traidores a la patria, porque han implorado el poder de Europa occidental, para que se pusiese término a la deplorable anarquía que devoraba nuestras entrañas.

¡Tal ha sido en todos tiempos la lógica de las pasiones!

Lo que sí puede asegurarse es que si la intervención ha llegado felizmente hasta el corazón de nuestra patria, no se debe, ¡vive Dios!, a los esfuerzos de los conservadores, sino a los salvajes desmanes de la facción de Juárez, que echando en olvido lo que exige de los gobiernos el derecho de gentes, hirió en lo más delicado el decoro de las naciones amigas, que se resolvieron por fin a hacerse respetar por medio de la fuerza.

La necesidad, pues, de una intervención, era reconocida por todos como principio, y la popularidad de la que acaba de realizarse, merced a la incontrastable firmeza del magnánimo Emperador de los franceses, no había menester, si no es para el convencimiento de los ilusos, de las espléndidas ovaciones, de las demostracjones indecibles de júbilo de las grandes capitales, luego que se han visto libres del yugo de la demagogia; en cuanto a los hombres pensadores que pueden penetrar algo en el espíritu del pueblo, bien que reprimido por las violencias del despotismo, aquella popularidad no podía ser dudosa, y había sido pronosticada muy anticipadamente.

Las armas de la Francia, atravesando el Atlántico, no han traído sus águilas triunfadoras a las distantes playas del Continente de Colón, sino para decir a los mexicanos: Libres de toda presión ejercida por facciones fratricidas, tiempo es de que constituyáis a vuestra patria como mejor os plazca; consultad vuestros precedentes; llamad en vuestro auxilio a la experiencia; no recordéis vuestros antiguos padecimientos sino para investigar sus causas; extirpadlas, pues, que para apoyaros todo nuestro poder es con vosotros.

La Comisión no alcanza cómo insistiendo en los mismos errores, corresponderíamos a esta generosidad sin límites; cómo hundiéndonos en el mismo fango, y en la propia anarquía de que acabamos de salir, curaríamos los desastrozos efectos de nuestras antiguas aberraciones; cómo, en fin, volviendo a instituciones gastadas, en cuya eficacia no creen ni aún los impostores que las sostienen por su privado interés; a sistemas de que está hostigada la nación, y que le son aborrecibles porque no pueden separarse del recuerdo de tantos crímenes y de tantas desventuras, no nos haríamos dignos de todos los anatemas del cielo, que nos ha arrastrado como a pesar nuestro, a esta última única coyuntura de labrar nuestra permanente felicidad.

Para lograrla no se nos exigen las profundas elucubraciones a que se elevan sólo las privilegiadas inteligencias; no necesitamos las felices dotes exclusivas del genio, del talento y de una precoz civilización; nos basta, señores, abrir los ojos y ver; menos todavía, nos es suficiente sentir el peso de nuestros infortunios; y pues que no siempre nos hemos visto abrumados con ellos, y hemos pasado por largas épocas de prosperidad y bienandanza, no habemos menester más que de la facultad de comparar los tiempos, que por fortuna no ha sido negada ni a las capacidades más vulgares.

¿Habrá un solo mexicano que no pueda marcar el año, el mes, el día y hasta la hora, en que México, abandonando los goces con que le brindaban el bienestar y la abundancia, emprendió la vía de la decadencia en que ha marchado más de cincuenta años, y por cuya pendiente rápida se halla al fin de su viaje en el fondo del más horrendo abismo?

¡Oh, no! Los reveses nos han hecho más cuerdos y las preocupaciones que nos obligaron al principio a confundir la conquista inapreciable de la Independencia, con los infinitos desaciertos cometidos para obtenerIa y para disfrutar sus inmensos beneficios, han llegado a disiparse, como se disipan las ilusiones de una vida licenciosa cuando se aproximan las últimas agonías de la muerte.

¿Volveremos, pues, a nuestros gobiernos de un día; al crónico despotismo de una tiranía permanente; a los desmanes de nuestros califas militares; a ser fríos espectadores en la desmembración del resto de nuestro territorio; a la administración de justicia puesta en venduta pública; a los crímenes de un ejército mandado por célebres facinerosos; a la proscripción de la Religión y del culto católico; a los perpetuos amagos de la propiedad; a las extorsiones escandalosas así de los ricos como de los miserables, para henchir diariamente las arcas del erario siempre exhaustas; al derroche del tesoro público para improvisar escandalosas fortunas; a la paralización del comercio y de todos los giros que son la vida de los pueblos; al abatimiento profundo de las artes y profesiones; al imperio del puñal de los asesinos, que recorren con el triunfo de la impunidad las grandes'y las pequeñas vías de comunicación; al detestable sistema de la leva, que arranca del seno de las familias a los padres, y del trabajo a millares de robustos brazos; al espectáculo de fértiles campiñas convertidas en lagos de sangre, o cubiertas de cadáveres insepultos; al horror de las prisiones y al suplicio de los cadalsos; al incendio de nuestras aldeas; a la ruina de nuestras bellas capitales; a la violación de nuestras mujeres y de nuestras hijas; en una palabra, al último extremo de la miseria y al insondable abismo de la inmoralidad y de la humillación?

¿Queremos reproducir este espantoso cuadro de delitos y de infortunios, de oprobio y de vilipendio, que excita a un mismo tiempo la indignación y la sensibilidad de cuantos lo contemplan?

Pues, señores, este abominable panorama que abre en los ojos una ancha vena de lágrimas, y hiela la sangre en el corazón, es el panorama de la República en México, de la República en todas sus posibles combinaciones, desde la que otorga mayor latitud al elemento popular en las localidades, hasta la que más vigoriza el poder público en un centro común de unidad; desde la en que se gobierna por las prescripciones que deberían ser inmutables de una Constitución, hasta aquella que las pone en entredicho, y abandona al país a las eventualidades de una autoridad discrecional.

Tratándose de esas formas y de estas instituciones, ¿falta acaso por hacer algún ensayo?

Si el defecto está en las personas, ¿se cambiarán los hombres de hoy a mañana?

Si la falta se encuentra en el sistema, ¿dejará de ser de hoy a mañana por una especie de encanto, lo que ha sido constantemente en cuarenta años, respecto de la nación? No corramos voluntariamente los ojos a la luz que sobre esta materia arroja casi medio siglo de dolorosos contratiempos, y sacudamos por fin el yugo de la preocupación funesta que sólo nos ha servido para consumar nuestro exterminio.

Seamos francos y leales, pues que la patria apela a estas virtudes (que aún no abandonan por dicha a todos sus hijos) en esta solemne coyuntura, en que su vida o muerte va a salir como una fatídica sentencia de nuestros labios. ¿A quién tememos, señores? ¿Qué es lo que puede sofocar en la garganta el grito de nuestra conciencia? ¿Cuál sería la influencia bastante poderosa para poner nuestros votos en contradicción con nuestras convicciones íntimas?

Ninguna: ¡oh, con qué placer lo repetimos! ¡Ninguna, absolutamente ninguna!

Índice de Historia de una infamia. Documentos referentes a la Junta de Notables de 1863, compilación de Chantal López y Omar Cortés Sesión del 10 de julio de 1863 Dictamen de la forma de gobierno (Segunda parte) Biblioteca Virtual Antorcha