Indice de Memorias de Victoriano Huerta de autor anónimo CAPÍTULO CUARTOBiblioteca Virtual Antorcha

MEMORIAS DE VICTORIANO HUERTA

Autor anónimo

CAPÍTULO QUINTO

Sumario

Mr. Wilson triunfa.- El saque de la Tesorería.- Para los toros del Jaral ... - Rubio contra Mondragón.- Contraste.- Los volcadores.- Mi guardia.- ¿Volveré? - Los aristócratas huertistas.- Un resumen ministerial.- Maldades de tequila.- La leva.- Cómo saqué dinero.- ¡Dios nos bendiga!



Mr. Wilson triunfa

Las naciones americanas que forman la llamada Alianza del A. B. C. (Argentina, Brasil y Chile), intervinieron amistosamente para solucionar el conflicto mexicano-americano.

La fórmula de un armisticio se celebró desde luego y México envió a tres de sus hombres más serios, los señores Emilio Rabasa, Luis Elguero y Agustín Rodríguez, como representantes a Niágara Falls, lugar que se escogió por ser zona neutral.

¿Qué iban a discutir los delegados? Se sabía que el pretexto del desembarco de marinos en Veracruz lo habían tomado los Estados Unidos, queriendo vengar ofensas que no había recibido la bandera americana por la captura; que hizo el jefe mexicano Hinojoso de unos marinos en el Puerto de Tampico.

Este sería, pues, el tema; pero en el fondo no había más que un solo punto a discusión: mi separación del Poder.

Para separarme del Gobierno se había movilizado casi todo el Ejército americano sobre la frontera norte de México, se habían enviado sesenta unidades de la marina americana a nuestras costas, habían sacrificado más de seiscientos soldados americanos en el desembarco de Veracruz y se había bombardeado una escuela de niños ...

¡El señor Wilson triunfaba!

El saqueo de la Tesorería

La mañana del día que debía abandonar la Presidencia y mi Patria, la empleé en distribuir el dinero que quedaba en la Tesorería y en todas las dependencias del Gobierno.

A algunos de mis ministros; a mis familiares; a varios diputados; a mis criados; a los que me habían servido de verdugos o de terceros, les di dinero. Las órdenes eran giradas con el carácter de muy urgentes a Paredes, que se afanaba por hacer aquel reparto, sin duda para aumentar el número de los complicados en el fraude oÍicial.

Señalé sueldos fabulosos y comisiones imposibles a algunos de mis oficiales. ¡A Aguila, mi cuñado, a quien había hecho general, lo comisionaba en París para que estudiara los progresos de la caballería austríaca!

¡A Carlos Aguila que sólo era un borrachín, pero que me había servido de muchas cosas!

Di obsequios de cien mil, cincuenta mil y treinta mil pesos, se entiende que tomados de la Tesorería.

¡Era el último reparto y había que ser pródigo!

Mi renuncia yo la hice personalmente. En ella aparecía como realmente era: una víctima de Mr. Wilson. y hasta decía que con mi dimisión exhibía ante el mundo el atropello consumado por el Presidente de la Unión Americana contra mi persona.

Deliberadamente había dejado sin comisiones en el extranjero a algunos de los jefes y amigos que no me querían, pero que por haber servido con lealtad, estaban expuestos a las iras de la Revolución.

Para los toros del Jaral ...

Durante mi viaje, más de cinco mil hombres me cuidaban la vía. Yo no había de sufrir un asalto al tren, como el general Díaz, pues tenía tomadas las precauciones que me señalaba mi experiencia.

Sin embargo, sé que alguien pensó en cortar un puente para que el tren cayera al fondo de un precipicio y así obtener una ganancia fabulosa. Blanquet había celebrado un acuerdo con gentes de Nueva York para fusilarme. Yo había sabido los arreglos que tuvo mi ministro, pero siempre lo consideré incapaz de realizar tamaña acción.

El día de la fuga, habían entrado y salido de la Secretaría de Guerra muchos de sus amigos con pequeñas bolsas llenas de monedas de oro para el viaje del ministro. Había hecho todos sus preparativos: la calle de la Moneda estaba manchada por las cenizas de los papeles que habían sido del archivo de Blanquet.

Y sin embargo ... yo desconfiaba de que a medio camino se arrepintiera y que con la gente del 29° y Supremos poderes, dos cuerpos que le eran a él más adictos que a mí, intentara regresar a México, después de aprehenderme.

En Tierra Blanca, una estación donde decidí pasar la noche, el pensamiento de que Blanquet me asesinara, me obsesionó.

En la noche, cuando en mi carro dormitorio ya no velaba nadie, salí oculto en mi capa y fuí a sentarme al pie de un árbol, desde el que podía notar todo lo que ocurriera en derredor del tren.

Y pensaba ... Si Blanquet decidiera aprehenderme hoy en la noche, se acercará con los soldados a! tren; yo veré la maniobra y podré salvarme ...

Pero, señores, ocurrió algo que no había pasado por mi mente. ¡Cuando ya estaba durmiéndome en mi observatorio, apareció a mi lado el general Blanquet!

También él había creído que yo lo asesinaría aquella noche.

Rubio contra Mondragón

Cuando me di cuenta de que Rubio Navarrete era hostil a los sublevados de la Ciudadela, comprendí que podía utilizarlo muy bien en el Departamento de Artillería, lugar que llenaba las aspiraciones del más ambicioso, menos de Rubio.

Este joven jefe inició una campaña contra los Ciudadelos, como él los llamaba. No podía comprender que el Ejército se hubiera sublevado; consideraba con toda la pasión que lo dominaba que el cuartelazo sólo abriría una etapa de disolución del progreso en que suponía encauzada a la República; en su oficina, que estaba situada debajo de la del general Mondragón, reclamaba a gritos y ante sus subordinados, el castigo de los sublevados.

Como le pidiera la Secretaría de Guerra que rindiera un dictamen sobre la posibilidad de bombardear la Ciudadela, respondió que tal cosa era imposible, a menos de que se expusiera a la ciudad a grandes daños; por esto se le consideró mi cómplice, pero nadie sabía que me propuso más de diez ocasiones asaltar la Ciudadela con una pequeña columna, y tomarla en media hora, cosa factible.

Así es que no sólo su amor al Ejército sino su amor propio, los sentía heridos con el triunfo de los sublevados. Y esto lo demostraba atacando en público a Félix Díaz y a Mondragón.

Contraste

Tenía yo controlado a Mondragón, con Rubio en el Departamento de Artillería. De subjefe, estaba un hombre inteligente propuesto por Rubio contra la voluntad de Mondragón: el coronel Salvador Herrera y Cairo.

Hubo una división muy curiosa entre el ministro y el jefe del departamento: Rubio prohibía a los contratistas que le trataran asuntos de dinero. Desdeñaba éste como si fuera a causarle la muerte. Hasta un cartelón que indicaba que los comerciantes no debían entrar a su departamento a hacer proposiciones, fue fijado en la antesala de la oficina, por orden del jefe de la misma.

Y arriba, en la oficina del ministro, sólo se hablaba de política y de millones.

Los volcadores

Muchos periodistas me han preguntado mi opinión sobre los personajes de la revuelta de mi tierra. Ya se las he dado como amigos, no para que las publiquen, pues no tiene objeto que digan mis pensamientos, hoy que ya no soy el responsable de lo que ocurre en México.

Carranza es un senador de Don Porfirio, es decir, es un porfirista de los más identificados con el régimen porfiriano. Su sistema de Gobierno sería el de Don Porfirio: una dictadura deprimente para todos los mexicanos. Pero no se asusten ustedes, señores: Carranza no hará nunca un Gobierno.

Villa es un bandido inteligente, muy volador. Tiene cualidades como hombre de acción. Se mueve mucho pero siempre se está acordando en sus acciones de que es un bandido. No tiene idea de lo que es un Gobierno y los políticos que lo rodean son los más desprestigiados, todos del grupo que manejan los señores Madero. Es muy volador. En esto se parece a mí. Nada más en esto.

Mi guardia

La guarnición del Distrito Federal, nunca fue menor de cinco mil hombres, durante mi Gobierno. Y era de la tropa más escogida, de oficiales leales y de militares incapaces de una sublevación, por lo menos en la forma en que se había combinado el golpe al maderismo.

Esta guarnición nunca salió a campaña. Con movilizarla y ponerme al frente de ella, hubiera aniquilado a cualquier grupo de revolucionarios, pero yo no quise emprender la campaña, porque siempre vi tal cosa como un peligro. Sin ser muy inteligente, cualquiera podía comprender que en el caso de que saliera de la ciudad de México, no volvería a la Presidencia de la República.

La guarnición era, pues, mi guardia personal.

Los militares que iban a las campañas, se quejaron mucho de que algunos oficiales permanecieran siempre en México, recibiendo el favor presidencial; que estos oficiales recibían más honores y más ascensos, preocupaba mucho a los que andaban en las campañas.

La verdad, el asunto no tenía importancia. Los que estaban más cerca de mí, tenían que recibir más beneficios, salvo Joaquín, quien desde lejos tenía todo lo que quería.

¿Volveré?

También aquí, en Barcelona, hay un Café Colón ... Me persigue este nombre. Aquí, en este Café Colón donde no hay parrandas, ni generáIes, ni muchas otras cosas, yo me aburro.

Ya sabe el mozo que tomo coñac, pero hasta el sabor es diferente del que tomaba en México. Ya no me vienen a buscar los señores generales, ni los señores ministros, ya no puedo ir de aquí a mi casita de la Colonia de San Rafael, a jugar siete y medio.

Y, sin embargo, yo podría volver. ¿No estaba en peores condiciones cuando paseaba con mi amigo Mitre, con mi amigo Batalla y con el hoy ministro Zubarán?

Y sin embargo ...

Los aristócratas huertistas

Los señores de la aristocracia de México o cuando menos de las clases adineradas, pues alguien me ha dicho que en mi país no hay aristocracia, toda vez que los orígenes de las familias son muy recientes y casi todos humildes, se me arrimaron cuando les vino la desilusión de mi discípulo Félix.

Me ofrecieron un banquete en el Jockey Club y quedaron convencidos en él de que yo podría ayudarles en sus negocios mejor tal vez que el señor Madero, aunque en realidad aquel señor no les estorbó nunca en sus empresas.

A mi Estado Mayor hice entrar a varios que antes de un año tendrían que encontrar en el destierro alivio para su pena de perderme ...

Y a mi Cámara llevé a los más caracterizados señores de la aristocracia, a los más ¿cómo diré? a los más aristócratas, pues no se me ocurre otra palabra. Y sé que en la huída de los elementos huertistas para el extranjero, algunos lloraron en Veracruz y hasta hubo quien se inyectara ¡cacodilato para no morir de pena al saber que le habían robado su automóvil ...

Un resumen ministerial

Voy a recordar a mis ministros. Por algunos guardo tanto afecto que si yo volviera a México les devolvería sus carteras.

Fueron mis secretarios de Relaciones Exteriores: don Federico Gamboa, don Querido Moheno, don Manuel Garza Aldape y don José López Portillo y Rojas.
De Guerra: don Manuel Mondragón y don Aurelio Blanquet.
De Instrucción Pública: don Jorge Vera Estañol, don José María Lozano y don Nemesio García Naranjo.
De Fomento: don Alberto Robles Gil, don Leopoldo Rebollar, don Eduardo Tamariz y don Querido Moheno.
De Gobernación: don Alberto García Granados, don Aureliano Urrutia, don Manuel Garza Aldape e Ignacio Alcocer.
De Comunicaciones: don David de la Fuente y don José María Lozano.
De Justicia: don Rodolfo Reyes y don Enrique Gorostieta.
De Hacienda: don Toribio Esquivel Obregón, don Enrique Gorostieta y don A. de la Lama.
Fueron encargados del Despacho de Comunicaciones: mi compadre el ingeniero Alvaradejo, y de Gobernación: don José María Luján.

Llamo ministros de Fomento a los que fueron de Industria y Comercio.

De estos, quien mató más, fue mi general Blanquet y ... yo no creo que haya ladrones más grandes, que De la Lama y Alvaradejo.

Maldades del tequila

Los hombres que estaban cerca de mí sufrían con más frecuencia mis engaños. Me los tanteaba sin motivo, sin objeto, sin voluntad de hacerlo en muchas ocasiones.

Los señores que formaban el famoso cuadrilátero de la Cámara de Diputados, fueron los primeros en recibir las imaginarias carteras ministeriales que, la verdad, no tenía pensado ófrecerles en serio, nunca.

Recuerdo que con aquellos señores me iba a visitar con mucha frecuencia mi amigo el señor licenciado Francisco Escudero. El señor licenciado era mi paisano y no hizo mal en arrimarse a mí, pues yo lo estimaba ... porque era mi paisano. Que bebe mucho o que por aquella época bebía mucho, es asunto en el que yo no quisiera meterme. Los hombres no desmerecen ante mí por ese defecto.

Y bien, al señor Escudero le ofrecí una Cartera. Me creyó cuando los señores del Cuadrilátero ya no me creían. Aceptó conmovido el obsequio. Y como pocos días después ocupaba el ministerio ofrecido otro señor, el licenciado Escudero cometió la imprudencia de tomar mucho coñac o tequila, no recuerdo qué fue lo que tomó; pero el caso es que se fue a la Cámara, pronunciando un discurso en el que habló de recoger la bandera ensangrentada de don Francisco I. Madero y de vengar aquéllo ...

Al día siguiente, ya en mejores condiciones mentales, le dijo alguien lo que había dicho en la Cámara. Y se fue con Carranza o con Villa o con los dos.

La verdad, yo hubiera sido capaz de darle, a pesar de su discurso y tal vez por su discurso, la Cartera ofrecida u otra cualquiera ... pero hay hombres que no saben esperar ...

La leva

El sistema de cubrir las bajas de las filas federales con presos sentenciados, no lo implanté yo, pero sí lo amplié permitiendo que aquellos hombres que sufrían algunos procesos pudieran salir de las cárceles y entrar a las filas del Ejército como forzados. Esto entró en mi programa de militarización, tan alabado durante mi tiempo por los señores periodistas y literatos que me rodeaban.

Yo hice alguna vez esta consideración a los señores jueces que se oponían a darme sus presos para la campaña: Muchos soldados rasos han llegado a ser generales. Podía repetirse el caso con aquellos desventurados que salen de las manos de ustedes.

No se resistieron mucho a mi disposición algunos funcionarios, pero hubo jueces que me dieron la razón en forma tan completa, que quedé convencido de que había resuelto un problema de economía para el Gobierno: vaciar las cárceles y aumentar las filas.

El sistema fue objeto de ataques por los que lo consideraron como inmoral. Yo no quiero defenderlo. Me decían que los presos, una vez en libertad, huían para volver a sus correrías. Esto era verdad; los rateros regresaban a poco de salir uniformados con destino a la campaña, pues había señores jefes que les daban su libertad mediante un reemplazo y unos cuantos pesos.

Ocurrió también que los que eran sacados de las cárceles, gustaran de la vida militar, y entonces las poblaciones en las que se encontraban de destacamento los libertados de las cárceles, sentían tal pavor, que muchas veces desearon la entrada de los revolucionarios, y hasta en ocasiones se batieron desde el interior de las casas con los que los habían defendido por tanto tiempo de los ataques de los pronunciados.

Encontraban más facilidades para delinquir los criminales natos, armados de mausser y con sus uniformes de soldados, que antes vestidos de camisa y calzón blanco.

Pero también era verdad que aquellos delincuentes se batían y lo hacían bien a la hora del combate, que siempre era para ellos la esperanza de la siguiente, de la del saqueo de las plazas que iban a ocupar o de las que estaban defendiendo.

Mi sistema lo seguían los gobernadores de propia iniciativa y los jefes políticos y demás autoridades. Era una reforma de gran importancia desde otro punto de vista; pues, las autoridades, acostumbradas a tener a los delincuentes en la cárcel, sentían ahora la necesidad de defensa y se lanzaban a la lucha para no perecer a manos de los mismos soldados huertistas, antes calificados de asesinos o encerrados en jaulas de hierro.

Había cierta cobardía en un principio para cumplir esta orden; pero poco a poco se fueron familiarizando las autoridades en la forma de reclutamiento y lo que se empezó a llevar a cabo de noche, se hizo al fin en pleno día: las poblaciones, pudieron ver las cuerdas de presos conducidos a los cuarteles y horas después los contemplaron uniformados y armados con sus fusiles y sus uniformes nUevos ya convertidos sus componentes en defensores de la sociedad, capaces de dar su vida por el Supremo Gobierno.

Cómo saqué dinero

¿De dónde saqué dinero para sostenerme durante el tiempo que estuve en la Presidencia de la República? Ni yo mismo lo sé. Las dificultades que encontraba para obtener dinero eran innumerables. La falta del reconocimiento de mi Gobierno por el de los Estados Unidos, me obligaba a buscar dinero en México, donde no lo hay ni lo podrá haber en mucho tiempo. Se llegaron a plantear algunos empréstitos en el extranjero, pero todos fracasaron. Uno que tuvo más probabilidades de llevarse a buen término lo intentaron el general Mondragón y sus amigos.

Fue un escándalo la sola proposición de tal empréstito. ¿Qué hubiera sido si se lleva a cabo? Pregúntenle al señor Mondragón.

No faltaron consejeros que me orientaran hacia los Bancos de la República. No sé si el mismo Paredes fue quien me propuso que tomara de los Bancos el dinero que hubiera para atender a las necesidades de la campaña. Ordené que se consideraran como efectivos en Caja, los certificados expedidos por la Comisión de Cambios y Moneda y también las letras y obligaciones giradas por los generales y gobernadores de los Estados contra el Gobierno federal.

Con esto inicié el saqueo de las instituciones bancarias, un saqueo que sólo produjo cerca de ciento veinte millones de pesos.

Reduje el cincuenta por ciento de la garantía de los billetes de banco al treinta y tres por ciento y como no alcanzaba tanto dinero para todas las necesidades de mis amigos, parientes y generales, ordené la emisión de billetes que no tenían garantia alguna y en ocasiones los saqueos de los Bancos por la gente armada.

Las arcas de la Tesorería no eran suficientes para satisfacer las hambres de mis generales, hambrientos unos desde sus mocedades y otros desde que el general Díaz los tenía de la jáquima, como decimos los rancheros.

De la Secretaría de Guerra a la de Hacienda corría un río de oro y de acuerdos ...

No era un saqueo metódico, porque Paredes, que era quién lo presidía, no es metódico no obstante que trabajó muchos años bajo la sabia dirección del señor Limantour.

Paredes no sabía hacer las cosas. Tal vez dentro de este hombre ocurría una catástrofe motivada por el uniforme de general en que lo encerré y que él gustaba ponerse como si fuera a librar un combate contra los intereses nacionales.

¡Cosas que no comprendo!

¡Dios nos bendiga!

Me siento cansado, pero no con la laxitud del que quiere abandonar la lucha por falta de fuerzas. Sin arrepentirme quisiera haber muerto frente a las fuerzas que ocuparon Veracruz. Si yo hubiera ido entonces, con mis sodados, con mi pueblo, a sucumbir allí

Y digo esto sin creer en la gloria, como no creo en las virtudes de los hombres. ¡Pero, señores, la vida en el destierro, lejos de mi Patria, después de haber triunfado, de dominar a un pueblo!

Es preciso regresar a México. Yo que nunca fui impaciente, puedo esperar ahora el momento oportuno. No hice otra cosa en mi vida, y con este único sistema logré el triunfo que había ambicionado por tantos años. Esperar el momento oportuno, tener energía para resistir los embates de la adversidad, no impacientarse, sufrir estoico todos los golpes de la fortuna hasta que llegue el momento oportuno, he allí la única regla para triunfar.

Así, pues, yo volveré.

Dios bendiga a ustedes, señores, y a mí también.

Barcelona, España, año de 1915.
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