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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 40 - OTRA POLÍTICA

LAS RELACIONES CON ESTADOS UNIDOS




Para dirigir los asuntos de México en el extranjero, aunque sin ocultar que él mismo deseaba tener a la mano tales asuntos, el presidente Alemán nombró secretario de Relaciones Exteriores a Jaime Torres Bodet, primero; después, al muy sensato y preparado Manuel Tello.

Aquél, además de su capacidad diplomática, estaba bien familiarizado con las cuestiones exteriores de México, puesto que había sido subsecretario del ramo durante los días de la Segunda Guerra Mundial. Sólo lamentábase en él su despego de la política doméstica, su falta de ductibihdad, su soberbia personal y el amor a su culto individual, lo que reñía con la tradición democrática y revolucionaria del país, de manera que su obra tendría que ser ajena a los comedimientos e intereses de la política alemanista. No sucedió lo mismo con Tello, persona bien interiorizada de los asuntos públicos nacionales, aparte de una política exterior de principio y decisión, que simplificaba con su excepcional discreción y modestia, de manera que en ello dejaba el realce a la fulgurante personalidad de Alemán, quien pudo hacer, según se puede examinar en fuentes mexicanas y norteamericanas, que el Gobierno de Wáshington diese al de México categoría de Estado colindante y que los Jefes de ambas Naciones se tratasen en un mismo nivel.

Después de Alemán, ya no se dudó de la autonomía de México, y se borró del vocabulario político nacional la denigratoria palabra de entreguismo.

Frente a la Cancillería mexicana, se alzaba la política a seguir con Estados Unidos, pues si ciertamente no existían signos capaces de oscurecer el entendimiento entre los dos países vecinos, de todas maneras tanto era el poder norteamericano después de la Gran Guerra; tantos los intereses que ligaban a los pueblos vecinos; tanto el influjo de tales relaciones no sólo en la vida de México, sino en las relaciones mexicanas con otras naciones, que el centro de gravedad de la diplomacia nacional estaba en la fijación de sus pensamientos y procederes con la Casa Blanca.

Estas relaciones habían sido conducidas por la Cancillería con mucha dignidad; pero a la mitad del presidenciado cardenista hubo intermedios eufóricos, que a renglón seguido se convertían en desconfianzas siempre explicables, pero inaceptables cuando existe una línea de conducta iluminada por una idea principal.

La familiaridad con la que el embajador de México en Wáshington llevó algunos asuntos al departamento de Estado tuvo en ocasiones un registro de ligereza; ahora que estas situaciones se salvaban gracias al talento, diligencia y patriotismo del embajador y a las informalidades que seguía la Cancillería, de manera que aquella política estuvo engolfada en no pocas adivinanzas. Faltaron en ellas la franqueza y la decisión; pues el solo temor de que se pudiese sospechar de la integridad patriótica del Gobierno nacional, la cancillería adoptaba fórmulas desconcertantes. Y esto, a pesar de que dentro de México nadie podía dudar del altísimo y acendrado patriotismo del general Cárdenas.

Más definidas, como ya se ha dicho, fueron tales relaciones durante el gobierno de Avila Camacho, cuando los asuntos diplomáticos los dirigió el licenciado Ezequiel Padilla; y esto a pesar de que Padilla se excedía en manifestaciones de amistad hacia Estados Unidos, pero sin faltar con ello a la probidad patriótica. Padilla creía, como punto de doctrina, én la franqueza diplomática.

Torres Bodet, sin seguir el camino de los dobleces ni el de una excesiva confianza, inició sus tareas con mucho decoro, teniendo como colaboradores a Antonio Espinosa de los Monteros, embajador en Wáshington y a Manuel Tello en la subsecretaría.

Ahora bien: Torres Bodet halló que las relaciones con Estados Unidos no correspondían al trato de los asuntos pendientes entre ambos países, y Espinosa de los Monteros procuró que el presidente de Estados Unidos Harry S. Truman, hiciera una visita a México.

Truman llegó a la capital de la República (3 marzo, 1947), aureolado por la cruenta victoria bélica de Estados Unidos en el Pacífico y por el poder militar que la bomba atómica daba a su país; también por el hecho de ser el primer presidente norteamericano que visitaba la ciudad de México. Nadie, en tal ocasión, reprochó a Truman la catástrofe de Hiroshima. Los goces del triunfo guerrero, que siempre son los mayores que experimentan las naciones, llenaban el ambiente universal; el de México también.

La visita de Truman constituyó un triunfo para Alemán; y como esto ocurrió a los comienzos del sexenio presidencial, el Presidente lo aprovechó para hacer embarnecer su gobierno.

Con el viaje de Truman, por otra parte, terminaron los temores de que la crisis provocada en el país por el retiro de los capitales refugiados y de ventura pudiese descomponer la vida económica de México. Por otra parte, se alentó la posibilidad de un regreso al inversionismo norteamericano, sólo que en esta ocasión, previamente legislado y sobre todo, hecho como suplemento al dinero nacional.

Finalmente, el acontecimiento sirvió para que Alemán y Truman iniciaran una amistad personal que mucho sirvió, dentro del orden económico a México, pues si tales beneficios no se manifestaron en tratos específicos, Alemán se valió de la coyuntura, para redoblar la fuerza de iniciación dentro de su carrera presidencial; hecho que se acrecentó al corresponder la visita al presidente de Estados Unidos.

Así, cuando Alemán regresó a México (7 de mayo), significó una victoria política sin igual, acrecentada por la adulación y la publicidad pagada, con la cual quedó expedito un camino no sólo para las relaciones diplomáticas, antes también para los negocios financieros, mercantiles e industriales, que tanto ambicionaba la clase selecta poner en vías de desarrollo.

Asoció el gobierno de México a las ventajas obtenidas por el viaje de Alemán a Estados Unidos, las más amplias, pero asimismo precisas definiciones sobre la organización de un sistema Interamericano, capaz de fortalecer los vínculos entre los países continentales; y utilizó tales definiciones en la reunión de Ministros de relaciones efectuadas en Quintandinha (15 agosto, 1947), durante la cual Torres Bodet advirtió líricamente que las Repúblicas americanas no se unían para concertar alianzas bélicas, sino a fin de formular un pacto de carácter jurídico, con el cual defender el patrimonio de sus libertades y consolidar la armonía panamericana. A todo eso fue ajeno el país que sólo vio en Torres Bodet el afán de ganar preseas personales.

Pero el principio fundamental de tal política interamericana del Gobierno de México fue más vivo en lo conexivo a la política continental al través de la conferencia de Bogotá (mayo, 1948). Aquí, Torres Bodet confirmó la necesidad, con lo cual se acercaba ya una realidad, de que un instrumento de seguridad y defensa colectiva de los Estados americanos quedase complementado con un pacto de cooperación económica, social y cultural. Para México, la conferencia de Bogotá estaba obligada a integrar cabalmente la Carta de San Francisco, base de las Naciones Unidas, con el contenido específico de los ideales americanos.

Gracias a estos principios, Torres Bodet realizó en Bogotá una obra perspicaz. Persuadió a los delegados de la bondad y franqueza de las proposiciones mexicanas, y los delegados aprobaron un convenio económico, nunca realizable y propio de las siempre inútiles asambleas deliberantes, un tratado de soluciones pacíficas y una carta de garantías sociales. El vocablo social fue llevado así, aunque inciertamente por México al sistema Interamericano, ahora que como cada día era más dilatado, sus aplicaciones ya no tenían horizonte. En este sentido Torres Bodet sólo hizo demagogia diplomática.

Constituido así el Sistema Interamericano, los pueblos representados en Bogotá se obligaron a un vivir unidos, sin intervenir los unos en los otros. Obligáronse asimismo a mantener los preceptos democráticos, sin los cuales un Sistema de tal naturaleza no podría existir moral ni jurídicamente; aunque todo sólo era quimérico y verbalista.
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