Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo séptimo. Apartado 1 - La sucesión de CárdenasCapítulo trigésimo séptimo. Apartado 3 - Panorama de 1941 Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO QUINTO



CAPÍTULO 37 - TREGUA POLÍTICA

AVILA CAMACHO, PRESIDENTE




El 1° de diciembre (1940), el general Manuel Avila Camacho tomó en sus manos la presidencia Constitucional de México, en medio, si no de la aceptación popular, sí de la calma nacional.

En efecto, aunque a los últimos meses de 1940, el país pareció estar cerca de una guerra civil, puesto que muy grande era la excitación de ánimos en contra del general Cárdenas y del partido cardenista, el nuevo Presidente, adoptó un camino de moderación, opuesto, en la apariencia, al de su predecesor, con lo cual restableció la tranquilidad en la Nación.

Cárdenas abandonó el poder en calidad de execrado. Su nombre, que en 1934, era pronunciado no con el respeto que merecen los gobernantes, pero sí con la simpatía que inspiran los jóvenes caudillos honestos y discretos, al final de aquel sexenio fue objeto de manifestaciones hostiles, no sin que el vulgo le hiciese objeto de los peores vituperios, de lo cual se originó tanto abuso e incomedimiento, que llegó la hora en la cual, escarneciéndose a Cárdenas, se amenguaba la responsabilidad de México.

Además, como el general Cárdenas, sin medir las consecuencias, había permitido que se aceptase la idea de que el gobierno nacional y sus principales colaboradores eran socialistas, lo cual sólo formaba parte de un teatro convencional político y no de una realidad social y jurídica, al terminar su presidenciado y desaparecer en unas cuantas horas todo el escenario de seis años, el nuevo Jefe de Estado, obrando con decencia y patriotismo y separándose, se repite, del camino de su predecesor, aunque sin condenar a éste, puesto que había sido su jefe y amigo, conquistó el apoyo del país, que vio en él a un magistrado ecuánime y comprensivo, pero sobre todo guiado por un sentido cristiano; pues a pesar de haber combatido a los cristeros era catolicísimo.

Sin embargo, la responsabilidad de Avila Camacho era de mucha gravedad, porque así como estaba obligado a extinguir males sin acusar, también le era necesario reparar desperfectos sin gozar del crédito que dan los años de autoridad. Tanto sumaban los conflictos del legado de 1940, que no sólo requerían genio e intuición, antes una substancial prudencia.

El negocio del petróleo estaba quemando los faldones administrativos del gobierno; porque convertida la expropiación en razón de Estado y por lo mismo comprometidos el crédito, dignidad y soberanía de la Nación mexicana, había la obligación de acudir a la práctica de las más discretas y efectivas disposiciones, para la conservación y fomento de los nuevos intereses públicos; pues al acercarse al tercer año de la expropiación petrolera, esta industria, nacionalizada sin plan previo, sufría los males de la imprevisión que circundaron el decreto presidencial del 18 de marzo (1938).

Dejando a un lado tales imprevisiones, en su mayoría de carácter técnico y financiero, las conexivas al pago a las empresas expropiadas, sirvieron para alimentar un desequilibrio económico en el país, no tanto por las notorias imposibilidades de la Nación para cumplir con ese compromiso, cuanto porque la incertidumbre se había apoderado de los capitales nacionales, temerosos de que el Gobierno, apremiado por las exigencias de los extranjeros, recurriese a confiscaciones o moratorias domésticas, puesto que los primeros proyectos para realizar recaudaciones voluntarias, en las que tanto creyó el general Cárdenas llevado en alas de la más grande puerilidad patriótica, constituyeron un fracaso para el poder, ambición y popularidad del cardenismo y del sexenio cardenista.

En efecto, apenas decretada la expropiación, las esposas de funcionarios públicos o de contratistas de gobierno, o bien personas allegadas al mundo oficial, iniciaron una colecta de dinero, joyas y objetos de valor con la idea de redimir la deuda contraída por México en virtud de la expropiación de los intereses petroleros.

El suceso, que constituyó un fiasco, sólo sirvió para probar cuán lejos del gobierno de Cárdenas vivía el mundo popular de México, y cuán poco crédito, como acontecimiento dichoso para la patria mexicana, se daba al decreto de marzo de 1938. Comprobóse, además, cuán peligroso es el hecho de que los gobernantes pretendan uncir sus triunfos políticos a los pensamientos y realidades de una Nación.

Así, convencido Cárdenas del fracaso de la acción popular, en la que mucho creía y a la cual tanto estimaba; y advertido asimismo que la estatización del petróleo no admitía paralelo, en lo que respecta a resultados, a las confiscaciones de tierras pertenecientes a viejos o anémicos hacendados mexicanos, trató de salir de aquel trance, primero, dando al suceso, como en verdad lo era, un énfasis patriótico, hasta hacer que los propagandistas oficiales consideraran un delito de lesa patria la crítica a un caso fortuito e indoctrinado; después, reiterando el propósito gubernamental de indemnizar a los lesionados, y, por último, buscando el apoyo moral en la liberalidad del presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt, a quien se dirigió no sólo por la vía diplomática, sino también, y de manera emotiva, en carta epistolar.

Ahora bien: para cumplir con las públicas reiteraciones de que México pagaría las indemnizaciones a los petroleros, el gobierno empezó a hacer un avalúo de las propiedades comprendidas en el decreto de expropiación, al tiempo que inició preliminares de las compañías desposeídas, con lo cual, la situación interna de México y las relaciones exteriores del país, obtuvieron una mejoría, máxime que el gobierno de Estados Unidos expresó satisfacción con la confirmación oficial de que la Nación haría precisas sus obligaciones; ahora que como no era posible creer en un pago cercano, el Presidente determinó que las divisas extranjeras que se obtuviesen por las exportaciones del aceite, fuesen destinadas a la liquidación de la deuda. Esto, sin embargo, sólo correspondió a los efectos de un paliativo, puesto que los principales países consumidores de combustible mexicano, eran aquellos cuyas empresas habían sido expropiadas y por lo mismo tenían suspendidas sus compras a México. De esta suerte, la República perdió ventas anuales de tres millones novecientos mil metros cúbicos de petróleo; pérdida de la cual sólo pudo lograrse recuperar un treinta y dos por ciento al iniciarse el sexenio de Avila Camacho. La producción total petrolífera de México tuvo, con todo esto, una merma de cuarenta y cinco por ciento, en el primer año de nacionalización; de treinta por ciento, al tercer año.

Tantas dudas flotaban en el exterior respecto a las posibilidades de los pagos de México, que el gobierno de Estados Unidos, oficiando en nombre propio y en el de Gran Bretaña, debido a que esta nación había roto sus relaciones diplomáticas con México, como acto de hostilidad convencional y de intervencionismo no declarado; el gobierno de Estados Unidos, se dice, pretendió (3 abril, 1940) que el gobierno mexicano sometiera a arbitraje la controversia que se había suscitado internacionalmente a propósito de las indemnizaciones a las empresas nacionalizadas, proposición que Cárdenas rechazó con mucha dignidad y razón.

Pero si el arbitramento quedó excluido, en cambio el gobierno nacional dio por buena la mediación de Francia, para que México e Inglaterra llegasen a un acuerdo, para dar fin al período de reclamaciones de los intereses británicos; ahora que esta actitud del gobierno francés, obligó al de México a suspender sus ventas de aceite en Europa; ventas que se realizaban oficial o semioficialmente, y esto último, debido a que el Estado mexicano, desde la expropiación, sentó plaza en el mercado universal petrolero, que anteriormente sólo correspondía a las sociedades mercantiles.

Dentro de esos planes de trabajo y producción domésticos, el gobierno nacional se obligó a lidiar con los obreros y contratistas del ramo; y al efecto, reformado el artículo 27 constitucional (27 diciembre, 1939), prohibiendo las concesiones para la explotación del petróleo y carburos. Cárdenas mandó la reorganización de la industria con la idea de reducir los gastos de producción y ampliar los mercados de consumo, ya que la nación se hallaba compelida a sobrellevar el déficit que ocasionaba la reducción de ventas de aceite, por una parte; por otra parte, a cumplir con la prometida indemnización a los intereses desposeídos.

El sexenio de Cárdenas terminó, pues, sin que este negocio tan importante a par de complicado para el país, tuviese solución total. Muchas fueron así las obligaciones que el general Cárdenas dejó a su sucesor; y aunque es normal que los compromisos de Estado no sean desconocidos por los legatarios en el mando y poder de las naciones, de todas maneras no dejaba de ser dificultosa la situación económica e internacional del Presidente, quien comenzó su tarea eligiendo prudentemente a tres de sus colaboradores, que le debían dar luces sobre las materias que era causa de grandes y graves incertidumbres nacionales.

Tales colaboradores fueron Eduardo Suárez, Miguel Alemán y Ezequiel Padilla, quienes se caracterizaban por su talento y moderación.

Al primero, que había sido secretario de Hacienda en el presidenciado de Cárdenas, le pidió que continuara en tal función, pues bien sabido era, que habiéndose opuesto a la súbita e impreparada expropiación petrolera, no sólo estaba familiarizado con los negocios administrativos del país, sino que él, solamente él, había podido sortear los estados críticos de la República durante los ex abruptos sociales y económicos ocurridos al través del sexenio cardenista. Realmente, tanto el general Cárdenas como el país tenían una importante deuda con la laboriosidad, prudencia y perseverancia de Suárez.

Deuda también, aunque de otro carácter, y ya no de Cárdenas, antes de Avila Camacho, era la que estaba fresca con el nuevo secretario de Gobernación Miguel Alemán, quien no únicamente como director de la política electoral del ávilacamachismo, sino a la hora de la crisis comicial, y aun pasando sobre los días más amenazantes para el gobierno cardenista había salvado de la derrota al candidato que el mundo popular llamaba oficial, con lo cual dio al ávilacamachismo un carácter de independencia, que produjo un clima de neutralidad dentro de la sociedad mexicana, de manera que el almazanismo, a la fecha en que sus caudillos proyectaron la sedición, vio reducidos sus apoyos morales, que buscó ansiosamente entre la gente del común.

Completó ese cuadro de colaboradores de confianza y condición política moderada y tolerante —cuadro que iba a servir para dar pronto y eficaz realce al nuevo Presidente— la figura de Ezequiel Padilla, quien como admirador de las instituciones democráticas de Estados Unidos constituyó, en los días que remiramos, un verdadero amortiguador, tanto para los negocios de Estado, como para el desarrollo de las nobles ambiciones del mundo civil de México, que detuvo su desarrollo a consecuencia de la política cardenista, por ser de suyo muy opuesto a los excesos multitudinarios. Padilla, pues, fue llamado, ya no a seguir una política incierta con Estados Unidos, y sí a dar aplicación patriótica a sus ideas propias tan afines, se repite, a la democracia norteamericana.

Con estas disposiciones de ánimo y hecho, el presidente Avila Camacho empezó su sexenio, cubriendo con muchas esperanzas el pesimismo bajo el cual viviera la Nación con aquel gobierno honesto, pero nubloso y azogado como fue el del general Lázaro Cárdenas.
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