Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo primero. Apartado 1 - El Partido Nacional RevolucionarioCapítulo trigésimo primero. Apartado 3 - La lucha electoral de 1929 Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 31 - DERECHO DE MANDO

UNA ÉPOCA DE INCERTIDUMBRES




Desde los trágicos sucesos de 1927, que atolondraron la conciencia pública de México, las condiciones morales del país decrecieron tanto, que con ello se originó una época de incertidumbres, dilatada en 1928 con la muerte del general Alvaro Obregón y con los planes subversivos de los militares y civiles de pura cepa obregonista o que se decían obregonistas.

Influyeron asimismo para dar lugar a ese estado incierto de las cosas nacionales, la rebelión cristera, los excesos radicales de algunos gobernadores y los atropellos preliminares de las elecciones presidenciales anunciadas para el final de 1928.

Agregóse a todos esos motivos el carácter indoctrinado del presidente Portes Gil, quien sin los conocimientos y experiencias del mando y gobierno de una Nación, en vez de suavizar las asperezas políticas que ensombrecían el horizonte patrio, y de hacer esplendente la vocación creadora de México, para tener siempre la capacidad de vencer las cuestiones accesorias, procedió a incitaciones de lucha. Demasiado amaba Portes Gil el espíritu combativo del político, para comprender que un Presidente estaba obligado a dejar los apetitos o deseos de batalla a las puertas del Palacio Nacional.

Verdad es, sin embargo, que al llegar a la función presidencial, Portes Gil halló un ambiente de agravios e incitaciones que no era posible corregir en el acto. Las manifestaciones, ardimientos y encuentros populares poseían, en efecto, tan grande carta de naturalización en tales días, que sobre todas las cosas dominaba el alma de la violencia, como si el país estuviese condenado a vivir en tal violencia. Tan impregnados estaban el alma y suelo de México de inquietudes, que la gente dejó de esperar los bienes, para resignarse a soportar los males.

A acrecentar esa atmósfera tensa, cargada de amenazantes vapores contribuyó el jurado (2 de noviembre, 1928) de José de León Toral; pues el proceso que sólo se refería a un vulgar criminal, fue convertido en tribuna política desde la cual se procuró soliviantar los ánimos populares contra un partido conservador que en la realidad no existía, pero al que se hacia mención como punto de apoyo para los intereses oficialistas, que pretendían probar, en justo celo de partido, las intrusiones del clero en la vida política de México.

Ahora bien: tanto fue el abuso que se hizo de ese propósito oficial, que el procurador general de justicia Ezequiel Padilla, se excedió, en medio de su oratoria elocuente y grata al Estado, en sus pedimientos contra el asesino, como si Toral hubiese poseído doble vida para pagar su crimen, que no sólo costó la vida a un hombre, sino que también causó desdoro universal, aunque momentáneo, a la patria mexicana.

El proceso a Toral, pues, en el que se usaron palabras innecesarias, puesto que el asesino, convicto y confeso, no podía escapar a la pena capital, sirvió para acrecentar los sentimientos de violencia política, de manera que los adalides de los partidos Antirreeleccionista y Comunista hicieron también de las amenazas su propia bandera.

Entre los comunistas, adquirió tantos vuelos el alma tempestuosa, que su gente de guerra como el líder José Guadalupe Rodríguez empezó a planear una insurrección de los agraristas, mientras que el pintor Diego Rivera, quien tenía ganado mucho prestigio por su pintura jingoísta, alentaba a los intelectuales a la acción subversiva, de todo lo cual, los temores nacionales de ver perturbada una vez más la paz de México, se hicieron cada día más palmarios, limitándose con ello la vida normal del país.

Además, como el Congreso señaló para el mes de noviembre de 1929 los comicios para presidente constitucional de la República, en medio de ese ambiente, nada propio para el ejercicio de la democracia electoral, empezaron los preparativos partidistas; aunque, en la realidad, sólo el Antirreleccionista, dirigido por el ingeniero Vito Alessio Robles, estaba en condiciones de enfrentarse al naciente Partido Nacional Revolucionario. El Antirreeleccionista, sin embargo, al tiempo de prepararse electoralmente, volvía a tremolar, como en 1927, la idea de que el poder en México sólo era conquistable por medio de la fuerza.

Grande infortunio fue para la República, la reiteración de tan grave y amenazante convicción, pues tal parecía como si el país estuviese condenado a vivir en las zozobras y dramas de la guerra. Parecía asimismo como si los mexicanos no alcazasen a comprender el valimiento del Estado, la necesidad de las instituciones, el respeto a las leyes y los bienes del orden y la paz entre los individuos y comunidades.

Tenían, como se ha dicho, tanto arraigo los sistemas de violencia, que dentro de ese clima nació la candidatura presidencial de quien, como el licenciado José Vasconcelos, era la manifestación vivísima del talento creador a par de pacífico; esplendente, así como laborioso; analista al igual de conducente.

Vasconcelos, desde su ausencia de la secretaría de Educación, y después de su fracaso como candidato al gobierno del estado de Oaxaca, se había mantenido al margen de los sucesos nacionales, aunque sin dejar de ser el observador magnífico; pero al acercarse las elecciones de 1929, atraído por las promesas institucionales de Calles, por la presencia de un Presidente civil y por las esperanzas de convertirse en el guión de la democracia electoral mexicana, abandonó su retiro de escritor político y quiso ser político por excelencia.

Más que educador y filósofo, aunque sin dejar de tener visos de una y otra categoría, Vasconcelos era un político —un eminente político. Poseía, además, los bienes de su cultura y de su honestidad; y como Calles sabía que aquél jamás se uniría al obregonismo, no tanto por su vanidad, cuanto por sus exagerados resentimientos y reconcomios, creyó conveniente alimentar todas las esperanzas de triunfo entre quienes comenzaron a darse de alta en las filas vasconcelistas. De esta manera, colocando a Vasconcelos y al antirreeleccionismo en la oposición, Calles no sólo abrió cauce a la democracia electoral, antes también apartó de la contienda armada que se avecinaba a los núcleos de la gente ilustrada que todavía hacia final del gobierno callista, parecía inclinada en favor de la labor sediciosa que hacían los obregonistas capitaneados por el diputado Topete.

De esta suerte, para el naciente gobierno de Portes Gil no eran los problemas del amenazante obregonismo, ni del romántico antirreeleccionismo, ni de las minorías comunistas lo que detenía la marcha del Estado. Lo que en realidad preocupaba en tales días eran las mermas administrativas y, sobre todo, los descensos en los negocios mercantiles, bancarios e industriales.

Gracias a la habilidad y honestidad del secretario de Hacienda, Luis Montes de Oca, el orden administrativo del Estado se hallaba en vias de equilibrio. Al efecto, después de ver casi zozobrar las rentas públicas en 1927, al finalizar el año de 1928, Montes de Oca pudo asistir al espectáculo que proporcionó un inesperado aumento de veinte millones de pesos en los ingresos nacionales.

Montes de Oca con prudencial cautela hacendaria, sirviéndose de la franqueza en el trato de las rentas oficiales, de manera que los males y bienes de la hacienda pública fueron, durante ese período de Montes de Oca, del dominio nacional. Con ello, el Estado dilató la responsabilidad hacendaría a los contribuyentes y restableció la confianza a los créditos administrativos. Y, en efecto, tanto alcance tuvo la confianza, que a pesar de las demoras en los pagos de sueldos a los empleados del gobierno, y del moratorio para los compromisos exteriores, y la confesión de que México estaba imposibilitado de cumplir con los convenios internacionales de junio de 1922 y octubre de 1925, la suspensión de entregas a los servicios de las deudas ferrocarrileras, agraria y bancaria y no obstante el préstamo de la sucursal del Banco de Montreal; a pesar de todo eso, el volumen de las transacciones bancarias registró en 1928, un aumento de doce millones de pesos, mientras el fondo de pensiones civiles pudo hacer préstamos por siete millones de pesos y el gobierno federal logró continuar el desarrollo de su programa de caminos.

Estos nuevos niveles alcanzados por el Estado al terminar el 1928, hizo que el presupuesto nacional quedase elevado a trescientos dos millones de pesos y el Gobierno estuvo en aptitud de hacer saber al país, que en vez de un déficit, la hacienda pública tenía un superávit rectificable de dieciséis millones de pesos.

Había problemas, como el de Ferrocarriles Nacionales, que mucho afligían al país; pues aparte de que el déficit anual crecía, el desorden en el manejo de las vías férreas daba la idea de ser invencible; y como a todo eso no se hallaba solución. Calles proyectó la entrega de los caminos de hierro a una empresa privada mexicana que se suponía estaba en trabajos de organización.

Halagüeño, en cambio, fue al final de 1928, el panorama de la economía agrícola. Las tierras no estaban totalmente repartidas; los conflictos entre agraristas y propietarios, se sucedían en todo el país siempre con manifestaciones de violencia; la hacienda seguía siendo el centro de la actividad agrícola. Así y todo, la producción de maíz en 1928, ascendió a dos millones y cuarto de toneladas y la de azúcar a 4.25 millones de toneladas.

Para alcanzar esas cifras que denotaban, una mejoría en la economía agrícola en los diez años anteriores a 1928, el país hubo de pasar por muy considerables pruebas de trabajo, créditos, distribución y consumo. La prueba mayor fue la correspondiente al último año de gobierno del general Calles; y ello convirtió en realidad la transformación que se había operado en la Revolución, al pasar el país del estado de guerra civil al de una autoridad nacional.

Este acontecimiento, rara vez visto en la historia universal, fue suficiente y proporcionado, para dar respetabilidad a ese período de la Revolución mexicana que quedó comprendido dentro del presidenciado callista; y por lo mismo no es atrevido decir que si durante esa época el Estado mexicano no adquirió brillo y grandeza, sí quedó consolidado, y esto se debió tanto a la clara visión que Calles tenía de una autoridad suprema nacional, como a la firmeza del pulso del propio Calles, que si a veces tal pulso se perdió entre los excesos autoritarios que realizó castigos atropellados y aconstitucionales, no por ello desmerece una comprensiva estimación.

No fueron esos días del gobierno de Calles los mejores para el lucimiento de los hombres públicos; tampoco para hacer posible que en cuatro años de mando y gobierno pudiesen ser rehabilitados los daños causados por las luchas intestinas a lo largo y ancho del país. Todo un mundo de rivalidades, originado en el súbito y casi maravilloso despertar de las ambiciones humanas y en el inesperado nacimiento de una clase selecta con las cualidades convenientes para gobernar a la nación, no podía ser encauzado con la prontitud y sistema necesarios y óptimos para el orden y tranquilidad de México. El campo en el que se quería ver fructificar la democracia política y la democracia electoral, la riqueza del Estado y la riqueza popular, la honestidad absoluta de los individuos y la honestidad equivalente de las comunidades; el campo a donde se pretendía la extinción generosa de los odios de la antigua paz y los contraídos durante la guerra; el campo beatífico que todos deseaban para conquistar el bien de la Nación, no era tan fácilmente abonable. Requería mayor esfuerzo humano, mayor comprensión humana, mayor dilatación humana. La idea de la Revolución era una virtud mágica que empezó a develarse con Calles; porque éste, apartándose del camino de los ensueños ilusivos, creó una nueva escuela: la que se llamó, aunque no con verdad purísima, escuela de la realidad mexicana.
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