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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 28 - EL GENERAL CALLES

LA SUCESIÓN PRESIDENCIAL DE 1924




Aunque casi tres años del presidenciado que empezó el 1° de diciembre de 1920, se significaron como los correspondientes al gobierno de un triunvirato en el que intervenían los generales Alvaro Obregón, Plutarco Elias Calles y el civil Adolfo De la Huerta, lo cierto es que el presidente Obregón no compartió su mando y jerarquía, dando en cambio, tanto y constitucional realce a su personalidad, que el tal presidenciado adquirió un feliz y manifiesto tinte obregonista; y esto inspiró mucha confianza al país, de manera que hacia la primavera de 1923, todos los negocios, ya mercantiles, ya administrativos, ya industriales empezaron a desenvolverse ordenadamente, como en el preludio de un florecimiento nacional. Sólo los asuntos agrícolas, crediticios y políticos parecían avanzar sombríamente, pues no eran para menos las inquietudes humanas en torno a las cuestiones agrarias, por una parte; a la sucesión presidencial de 1924, por otra parte.

Así y todo, la gente comenzaba a vivir mejor. La grave y grande interrogación por la cual se trataba de resolver si el pueblo era más dichoso durante aquel período de paz y entendimiento hincado por la Revolución, que aquel vivido por el régimen porfirista durante treinta años, iba quedando poco a poco resuelta gracias a las virtudes de Obregón, la preciada de las cuales era mantener, en equilibrio excepcional, la respetabilidad y función de su autoridad entre dos amigos y colaboradores distinguidos como lo eran De la Huerta y Calles.

Gracias a las dotes de Obregón, el país se convencía de que para el goce de una tranquilidad y prosperidad nacional, no se requería la omnipotencia y perpetuidad presidencial, y por tanto era posible el cambio y reacomodo de hombres y partidos; tal vez el ejercicio de una democracia política. Además, la República parecía satisfecha de que la Revolución hubiese hallado el camino de la confianza entre los colaboradores del Presidente, cosa que no había sido así al través del régimen porfirista, puesto que el general Díaz suprimió la responsabilidad de sus ministros para cogerla totalmente él, de forma que aún la democracia intergubemamental quedó abolida.

A Obregón, —y como si aquello constituyese las primicias de un nuevo modo de vivir administrativo y político— le guiaba, en lo que respecta al trato con sus colaboradores, el principio de la amistad asociado al del paisanaje. Así, se llamaba a su gobierno, el gobierno sonorense o sonorista, puesto que las altas funciones oficiales correspondían más que a una idoneidad a un paisanaje amistoso.

Gracias al sistema seguido para organizar su gobierno, Obregón hizo un partido muy peculiar que le acompañaba y servía incondicionalmente, con lo cual podía estar seguro de que en el caso de una crisis, sus colaboradores se prestarían a remociones sin que con ello sufriera el orden, confianza y progreso del país.

Calles y De la Huerta acompañaban sinceramente a Obregón; ahora que el primero estaba más avezado a las cosas políticas, pues sin faltar al respeto y lealtad a Obregón, formaba en torno a él una verdadera pléyade ambiciosa más de mando que de gobierno. De la Huerta, en cambio, más iluminado que pragmático, tenía a la política más por arte que por ciencia, con lo cual si ciertamente ganaba popularidad, por otro lado perdía asiento y verosimilitud en los asuntos de Estado.

El general Obregón había aprendido de Carranza la técnica de hacer segundas partes a los amigos o servidores incondicionales; aunque con ello olvidó que, por seguir tal principio casi de manera absoluta, a la hora de la crisis defensiva, Carranza sólo estuvo circundando de un agradecimiento sin capacidad ni disposición para realizar las empresas principales del Estado y del Gobierno. Y este mismo error, estuvo a punto de cometerlo el presidente Obregón.

Sin embargo, hasta la primavera de 1923, todo hacía creer que ninguna nube empañaría el horizonte, no obstante que las ambiciones y apetitos conexivos a la sucesión se acercaban a gran prisa hacia un estado de cosas que no se presentaba fácil y placentero. Y, en efecto, si el país no vivía en bonanza, y le conturbaba la situación creada en el campo por las violencias o reajustes agrarios, la simpatía que irradiaba el Presidente con su ingenio y cordialidad y su mando prudente, pero decisivo, había establecido una atmósfera de confianza.

Eran, por otra parte, aquellos días, el inicio de una época de funciones populares; el cinematógrafo y los salones de baile a los que tuvieron acceso los individuos de la condición menos calificada; el vehículo de motor asequible a los funcionarios públicos y a personas de clase media: los deportes, llevados a la juventud pobre por José Vasconcelos; la reglamentación del tránsito urbano, que daba más seguridades a la vida humana; la transformación sanitaria instaurada por Bernardo Gastélum y con la cual se minoraron las pestes en beneficio de la población proletaria; las nuevas comodidades en las comunicaciones urbanas que ofrecieron las líneas de autobuses llamados camiones; la política de puerta abierta para los campesinos, que promovió las relaciones entre la urbe y la población rural; todo eso sirvió para que la gente sintiera la existencia positiva de un nuevo orden; también para que considerara los beneficios del espíritu de empresa del obregonismo.

En el orden de la alta economía nacional, el presidente Obregón, aparte de los arreglos para la reanudación de la deuda exterior y de la vuelta a las relaciones diplomáticas con Estados Unidos, que le significaron como gobernante sin temor de negociar con el extranjero, procedió a desarrollar las líneas de navegación marítima en el Pacífico, para reconectar la vida de los estados noroccidentales con la vida en la Mesa Central. Después, inició la reorganización de los ferrocarriles, con nuevas tarifas de fletes y pasajes, pues grande era su apuro de que la red de comunicaciones se dilatase. Por último, dictó las primeras medidas a fin de que las instituciones bancarias reiniciaran sus créditos.

Ahora bien: en medio de estas condiciones que prevalecían en el país, sólo se oscurecía el sol de la confianza, cuando la gente venía a consideraciones sobre el problema de la sucesión, pues si era cierto que dentro del obregonismo existía la creencia de que los amigos y colaboradores de Obregón continuarían estrechamente unidos, al margen de la confianza del Presidente la política conexiva a la sucesión ofrecía numerosos y peligros meandros.

Conforme al desarrollo político normal, se aceptaba que sólo el general Plutarco Elias Calles o Adolfo de la Huerta podían ser sucesores del general Obregón. Señalábase al primero por sus notorios deseos de fomentar los intereses públicos y sociales y por el concepto que tenía acerca de la organización del Estado; al segundo, por su espíritu tolerante y conciliador. pues se creía que con él terminarían para siempre la unilateralidad que el vulgo daba a las ideas de la Revolución.

En la realidad, y de acuerdo con el análisis documental, esos dos hombres tenían cualidades políticas bastantes para justipreciar el material humano de la Revolución, de suerte que para el Presidente, la disyuntiva que se le presentaba al tratar de asegurar, como era de su responsabilidad, la paz política del futuro, era incuestionablemente de las mayores en la historia política de México; porque elegir a uno u a otro de tales hombres, como enfrentarles en una lid electoral, equivalía a promover, criminalmente, una contienda nacional con todos los visos de lo fatal.

Además, era notorio que tanto De la Huerta como Calles tenían considerable partido, por lo cual la inclinación del Presidente en favor de uno o del otro significaba violentar si no las leyes de México, sí los preceptos de la democracia política, puesto que equivalía a establecer el precedente de que el primer Magistrado estaba facultado para elegir a su sucesor.

Felizmente, Obregón tuvo la idea de llevar tan difícil asunto a la más digna cima de la amistad; y en tal cima halló la generosa y patriótica decisión de De la Huerta en favor de Calles. De la Huerta no sólo reconoció las virtudes civiles y políticas de Calles, sino que admitió la indisolubilidad del triunvirato, sin mengua de las leyes ni de la autoridad del Primer Magistrado.

Con esto, el alivio a las preocupaciones del Presidente, lo fue también para la República que sin conocer las decisiones internas de aquellos tres hombres, pronto entendió que el futuro de Calles y De la Huerta estaba resuelto en completa armonía, aunque sin tomarse el parecer de los partidarios de uno y del otro; y sólo quedaba en la conjugación reflexiva de Obregón, un punto dudoso: las constantes dolencias que físicamente atormentaban a Calles.

Todo ese teatro político y electoral de 1923 avanzó, pues, pacífica y armoniosamente, hasta la hora en que empezó a trascender la declinación de De la Huerta en favor de Calles. Los intereses políticos menores, siempre con la esperanza de verse favorecidos a la sombra de su caudillo, empezaron las intrigas y murmuraciones y como no había objeción considerada y bastante contra Calles, pronto los inconformes le llenaron con vituperios presentándole como hombre de excesivas pasiones sociales y políticas, al grado de hacerle jefe de un supuesto partido radical y bolchevique. Y todo esto, a pesar de que Calles correspondía con precisión al mismo partido de De la Huerta, dentro del cual este último había sido más extremista en lo que respecta a favorecer a la clase obrera. Y, en efecto, tantas ligas tenía De la Huerta con el movimiento obrero y agrario, como las que llevaba el general Calles a la mano. Dentro de esos dos hombres no existían diferencias ideológicas. Tal vez lo único que les separaba era su carácter, pues mientras De la Huerta estallaba para reflexionar; Calles reflexionaba para estallar.

Así, en tanto que De la Huerta y Calles continuaban hermanándose, las disparidades, casi atropelladas, movían a los partidarios de uno y otro hacia quebrantos y pugnas que nadie tuvo capacidad ni continente para sofocar. Los simpatizadores de De la Huerta, aunque sin declaración personalista, se reunieron en el Partido Nacional Cooperatista, del cual era caudillo Jorge Prieto Laurens, joven de singular talento y extraordinaria audacia y diligencia, quien sin tener origen, tenía cautivados a los revolucionarios; pues a las muchas cualidades que le adornaban, como hombre más que como político, asociaba una indeficiente honradez personal.

Debido a sus aptitudes de caudillo, en quien sólo faltaban la experiencia administrativa, la responsabilidad jurídica y el conocimiento del trabajo en conjunto, Prieto Laurens tenía dentro del Cooperatista —partido que llevaba este apellido sin poseer merecimientos aplicados a la doctrina cooperativista- una novísima selección humana, que sin corresponder al poderoso agrupamiento de los ciudadanos armados, sí representaba una esperanza de democracia; de una democracia iluminada por las ciudades, pero exenta de la substancia rural, que era tan necesaria en cualquier acontecimiento político mexicano de esos días, puesto que no era posible olvidar la simiente del campo que había dado origen a la Revolución. El Cooperatista, pues, se guiaba por los comienzos de una madurez de la ciudad de México y otras poblaciones de importancia y no por la verdadera madurez que se hallaba en la mentalidad rural.

Tenía el Cooperatista ciento veintidós diputados, con lo cual representaba una fuerza política, que en la función cívica de un país totalmente democratizado, podía ser definitiva; ahora que en México a donde no existía el número cualificativo de ciudadanos, la suma de diputados era una fuerza engañosa. Más esto no lo consideraba Prieto Laurens, quien dejándose llevar por el cómputo cuantitativo creía que De la Huerta estaba obligado a corresponder a la demanda del Partido Cooperatista, que no cesaba de pedir al secretario de Hacienda que se enfrentase en buena y necesaria lid democrática a la candidatura del general Calles.

De la Huerta, reflejo incuestionable de una formación democrática y atormentado por la idea de que no era posible que el Presidente concurriese a una resolución sobre su sucesor, no podía hacer menos las simpatías y exigencias de Prieto Laurens y los cooperatistas; parecíale que con ello volvía la espalda al compromiso constitucional, ya quebrantado en el orden político con los sucesos de 1920. Por otra parte, tenía empeñada su palabra en favor de Calles, y se sentía impedido para retroceder. Consideraba, eso sí, que la resolución entre el triunvirato había sido prematura y escasa de valores democráticos; y este remordimiento íntimo, le colocaba en el terreno de las contradicciones y fluctuaciones siempre peligrosa en la historia política.

Así las cosas, un acontecimiento tan vulgar como accesorio, llegó a cambiar el panorama electoral; y como el suceso halló a De la Huerta en un estado conflictivo en la que se jugaban dos compromisos: uno con el Presidente y Calles; otro con las portentosas idealizaciones del 1910, ese hecho secundario le condujo a una hora trascendental.

Al efecto, en el estado de San Luis Potosí, de donde era oriundo Prieto Laurens, y como resultado de las elecciones de gobernador, estaban instalados, gracias a los ardides de los muñidores profesionales y a manera de preliminar del 1924, dos congresos. Uno, en la capital potosina; otro, en Cárdenas. Del primero era esperada la designación del gobernador; del segundo, se aguardaba la duplicidad de esa autoridad local. El hecho correspondía no tanto a la voluntad popular, sino a los reglamentos de policía, toda vez que estaba amenazado el orden.

De la Huerta, por su impresidenciabilidad, hecha sin frutos ni títulos, se hallaba al margen de ese y otros pleitos electorales. Sin embargo, más por agradecimiento hacia Prieto Laurens que por interés político, se creyó obligado a llevar su voz cerca del Presidente en favor de Prieto Laurens, y lo hizo con cordialidad, primero, con exigencia al tener la palabra negativa de Obregón, después.

Este, que ya había aceptado la declinación de De la Huerta en favor de Calles, de pronto, en virtud de aquella demanda imperiosa de su ministro, creyó descubrir en el propio De la Huerta una reconsideración de actitud política y compromisoria; y lo que pudo ser conducido cordial y amistosamente ascendió a los términos de la violencia y el disgusto. Obregón, por ser suceptible y caviloso, y por estar escuchando casi a cada paso advertencias contra supuestas deslealtades de De la Huerta, creyó que éste estaba interesado en satisfacer a Prieto Laurens con propósitos ulteriores; propósitos que no podían ser otros que contender con Calles.

De esta suerte, un estallido sincero de De la Huerta; una sospecha infortunada de Obregón, fueron causa del rompimiento de aquellos dos grandes hombres, que se complementaban en las tareas del Estado y de la patria; y ya quebrantada la amistad y la confianza entre ambos, fueron inútiles las intervenciones de otras personas; de Calles también, y De la Huerta pidió al Presidente que le aceptara su dimisión a la secretaría de Hacienda (2 septiembre, 1923).

Obregón —tan grande así era su estimación a De la Huerta y tan poderoso en él, el deseo de mantener la unidad del cuerpo revolucionario y obregonista— mucho se detuvo para admitir la renuncia de De la Huerta; y Calles aprovechó aquel intermedio para tratar de disuadir al secretario de Hacienda de su separación del gabinete.

Mas la concurrencia de Calles a aquella crisis fue a destiempo. El solo rumor de que De la Huerta había renunciado, llenó de alborozo a los cooperatistas, quienes vieron la oportunidad de tener su propio candidato presidencial, para oponerlo al del Partido Laborista que era Calles. De la Huerta ya no pudo desmentir tales rumores. Ni él ni Obregón, en medio del torbellino electoral, podían hacerse atrás a menos de perder su autoridad, y la secretaría de Hacienda quedó acéfala (25 de septiembre) y la lucha entre callistas y delahuertistas salió a la calle. La ruta de México cambió desde esa hora. El obregonismo quedó dividido no tanto para el mal de Obregón, cuanto para desgracia del país.

El Presidente, sin alarmarse, pero comprendiendo cuán grave era la crisis política que se avecinaba, se retiró a su finca El Fuerte, en el lago de Chápala. Calles se encerró en su hacienda de Nuevo León. Todavía hubo esperanza de reconciliación y apaciguamiento. El general Ignacio C. Enriquez llamó a las puertas de los dos caudillos. Su empresa era nobilísima, pues preveía el conflicto al que conducirían los agravios y ambiciones. Todo fue inútil.

Las cosas caminaron demasiado de prisa. Obregón volvió a su fiereza y descargó su ira contra De la Huerta. A dar vuelos a la cólera presidencial llegó la voz del ingeniero Alberto J. Pani, siempre amante de las fórmulas capaces de enconar los ánimos.

Pani, en efecto, censuró no tanto la inoportunidad de la renuncia de De la Huerta, sino los tratos que éste había firmado con el Comité Internacional de banqueros; y como era individuo que pretendía abarcar todas las cosas con una suficiencia correspondiente a su altísimo talento, y como el propio De la Huerta lo había sugerido como un posible buen secretario de Hacienda, el Presidente, con extremada prisa le dio esta función, y ya dentro de ella se propuso, con cortedad de responsabilidad política y patriótica, satisfacer la irascibilidad de Obregón y en menos de diez días de haberse encargado del despacho del ministerio, y a pesar de que era físicamente imposible que en tan corto tiempo quedase enterado de los negocios de tal cartera, acusó (7 de octubre) a su predecesor de haber gastado diez millones de pesos en otorgar canonjías y de haber cargado deudas injustificables por la suma de treinta y siete millones de pesos; y dicho todo esto, el Presidente, ya en el tren de la violencia política, hizo público que debido a los males manejos de De la Huerta, el Estado nacional estaba frente a una bancarrota material y moral.

No se detuvo con lo anterior la poca consideración y levedad hacia la tranquilidad del país, sino que, sin calcular el daño que podía hacer al crédito exterior de la patria mexicana y de los gobernantes mexicanos. Pani no titubeó para comunicar a Thomas Lamont, presidente del grupo de acreedores de México, que De la Huerta había hecho mal uso de la confianza que le había otorgado el Presidente en sus tratos con el Comité de Banqueros y en el manejo doméstico de la secretaría de Hacienda.

A todo eso, que era tan bochornoso para el país y que sólo servía para enardecer las pasiones humanas y políticas que vivieron casi dominadas desde los sucesos de 1920, De la Huerta contestó pidiendo que se procediera a una investigación de fondo sobre su gestión hacendaría. Pero no eran esas las horas más convenientes para escuchar razones y cuentas de honorabilidad. El Presidente, con su excepcional clarividencia, sabía que no sería posible evitar la violencia electoral que se presentaba en el horizonte nacional, y como pertenecía a ese género de individuos que gusta anticipar a los males combatiendo las causas que los producen, puso todos empeños a fin de precipitar los acontecimientos que tan justa y atinadamente preveía, Obregón temía, y con razón, que De la Huerta pudiera convertirse, si se le dejaba tiempo para acercarse a la población civil, en un caudillo peligroso; pues aparte de su carácter afable e insinuante, era pertinaz y emprendedor.

Pero todo lo anterior, y considerando los daños que iba a sufrir el país de prolongarse la crisis electoral, buscó y halló los medios para hostilizar a De la Huerta y a los diputados cooperatistas; y, al efecto. De la Huerta se vio compelido a aceptar su candidatura presidencial (23 de noviembre, 1923) en medio de una entusiasta, aunque idealizada convención política del Partido Cooperatista.

La sucesión presidencial de 1924, como la de 1920, tomó con este suceso los caracteres de conmovedoras violencias; también de insondables tragedias; y de esto no eran culpables las ambiciones y compromisos de los líderes políticos. La responsabilidad estaba en un pueblo empeñado en no querer analizar y aceptar su realidad, puesto que seguía en el error de creer que las obligaciones y derechos de los ciudadanos, así como el cumplimiento preciso de las leyes democráticas, podían integrarse y cumplirse en un país incuestionablemente rural.
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