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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 27 - DEMOCRACIA POLÍTICA

LA REVOLUCIÓN CULTURAL




La Revolución había enaltecido el peso del hombre como guerrero y político; había llevado el alma de la individualidad más allá de los esenciales derechos humanos; pero al mismo tiempo, y porque no era posible que un solo acontecimiento fuese capaz de realizar todas las obras que merecen el ser y hacer de la gente, tenía olvidado, como ya se ha dicho, el valor del pensamiento y la cultura.

El descuido, sin embargo, no correspondía al desdén, al conocimiento. Debíase a que dirigidos los grandes acontecimientos de la guerra y política por una intuición preliminar del compuesto de un Estado, tal intuición si era creadora de empresas y doctrinas, no por ello estaba en el renglón de organizar súbitamente una ilustración nacional. De ésta, ciertamente, hubo escasez al través del origen y desarrollo revolucionarios; y tal falta apenas pudo ser sustituida con afanes de primeras letras, al grado que la escuela —plantel, maestro y alumnos— pareció ser esencia de la Revolución, y se convirtió en la antítesis del oscurantismo que se atribuía al régimen porfirista.

Escuela y democracia fueron, pues, durante los años que examinamos, hechos complementarios y por lo mismo inseparables. La Revolución, en el concepto de los adalides revolucionarios, estaba obligada a ser, simultáneamente, ambas manifestaciones, debido a lo cual, los caudillos y cabecillas insurgentes tenían un profundo respeto por el magisterio, los planteles de enseñanza y los libros de texto; y como muchos de los jefes revolucionarios eran analfabetos, su procuración más importante, aun dentro del fragor de la lucha armada, fue proteger las escuelas, establecer más escuelas, amparar al magisterio, y en ocasiones, otorgar grados militares a los maestros. Pareció así como si el abecedario estuviese llamado a dar al país los recursos para su progreso.

Tanto relieve alcanzó el maestro de escuela, que el solo hecho de que el general Antonio I. Villarreal tuviese tal título, se le tenía por más respetable, a pesar de que Villarreal poseía otras virtudes públicas y personales de mayor importancia. Así también, los jóvenes normalistas que se dieron de alta en las filas revolucionarias, automáticamente ganaron una categoría militar a la que muchos soldados no alcanzaban a pesar de sus méritos en los campos de batalla.

Entre las grandes ambiciones del general Alvaro Obregón, quien había inspirado sus años mozos en la lectura de las obras del P. Agustín Rivera, tan admirado por los liberales de la zona costanera occidental de México, estaba el progreso escolar. Así, a la sugestión que el general Villarreal hizo a Obregón y a De la Huerta, para que encomendaran los ramos de instrucción y educación al licenciado José Vasconcelos, en quien Villarreal veía las singladuras de un maestro nacional, tanto por su talento como por su ilustración, el propio Vasconcelos fue nombrado rector de la Universidad Nacional, primero; secretario de Educación Pública, después.

Vasconcelos no era ciertamente hombre de ciencia; tampoco correspondía a la cultura universal; pero poseía, como todos los mexicanos de la clase selecta de 1910, una maravillosa intuición asociada a una didáctica media. Así, sus conocimientos eran tan dispares como los fucilazos de su talento; y de aquí que a los períodos iluminados, durante los cuales percibió y emitió ideas nada vulgares se siguiesen otros frivolos y rutinarios. Estas desigualdades de su idiosincrasia y voluntad, de su ilustración y pensamiento, no le permitieron hallar su propia vocación. No podía ser literato por amor a la política; tampoco político, por devoción a las letras.

Tan desigual era Vasconcelos, que si en ocasiones trasponía la sima del Mal, luego caía en el infierno de la lujuria, para convertirse en esteta; y si se llenaba el alma con la ira durante los comunes ataques de despecho; y si renegaba de la sociedad; y si enaltecía el absolutismo individual; y si rozaba el cielo con la cabeza, era porque poseía un alma sensible para todo lo que significaba saber.

Debido a esto mismo había en Vasconcelos sobre todas las cosas e ideas, un espíritu tolstoiano incierto, ingenuo, inmalicioso. De aquí también que amara lo humanístico y desdeñara el pueblo, aunque adulaba a éste si le aplaudía. Entre sus ensueños estaba el ser caudillo popular; pero de un populismo sui géneris, pues exigía que le recompensaran el sacrificio que hacía de entregarse a las clases populares.

No era Vasconcelos un conversador ni un orador; y esto no por falta de ideas o imágenes, sino por la cortedad de su léxico; ahora que tal falta la sustituía con su alma creciente, que se manifestaba con una iniciativa esplendente, una laboriosidad arrolladora y un ejemplo sin igual de honestidad pública.

Gracias a estas cualidades que brillaban extraordinariamente en el firmamento de la ruralidad mexicana correspondiente a la Revolución, Vasconcelos catequizó al general Obregón, quien a mediados de 1920 le menospreciaba creyéndole un audaz leguleyo metido a político villista.

Otra virtud más fue causa de que Vasconcelos llegase a ganar la confianza y distinción de Obregón. Tal virtud fue el hecho de que con Vasconcelos, secretario de Educación en el gabinete de Obregón, la Revolución dejó de ser un mero teatro de política y de guerra, para convertirse en un espectáculo de cultura, sin paralelo en el país; quizás en el Continente americano; porque mucho amaba Vasconcelos todo aquello que se ofrecía a la contemplación intelectual y era capaz de atraer la atención pública. De aquí, que al tiempo de instituir el culto del arte, inauguró la temporada del circo deportivo.

La obra de Vasconcelos, pues, fue una revolución cultural, aunque improvisada como todas las transformaciones circunstanciales; ambulatoria como todo aquello que carece de formación científica; impráctica, como lo originado en las idealizaciones políticas o literarias. La revolución de Vasconcelos constituyó una nota atrevida y radiante lanzada a un cielo todavía cubierto con las negruras de la guerra; y si Vasconcelos no fue llamado a encauzarla y hacerla efectiva, no por ello dejó de ser su iniciador. Más adelante, la ciencia asociada al talento; lo humano a lo pragmático sobresaldría a las intermitencias vasconceleanas para dar al país un desarrollo armónico de la cultura.

A fin de llegar a su función educativa, Vasconcelos, con el apoyo franco y desinteresado de Obregón —y más mérito fue esto del Presidente que de Vasconcelos— fundó (5 de septiembre, 1921) la secretaría de Educación Pública, estableciendo automáticamente la centralización de la enseñanza. Así, bajo la inspiración tutelar de Vasconcelos quedó el porvenir de la instrucción y educación nacionales; y el Presidente, entregado a aquel hombre singular, abrió el camino a una época mexicana, que pareció como si con ella se pudiese llenar un siglo de cultura.

Con tan denotado apoyo de Obregón, Vasconcelos dispuso desde los primeros días de su ministerio de un presupuesto de quince millones de pesos oro, cantidad que representaba el doble de la autorizada por el gobierno de Madero al secretario de Instrucción Pública José María Pino Suárez.

Mas no fue tanto el dinéro puesto a su alcance, cuanto el propósito de ganar el renombre de su patria y de él mismo, lo que procuró Vasconcelos; y al efecto, empezó por construir edificio —y éste con mucha majestad— para el ministerio.

Luego, atrajo a los empleos de la secretaría a todos los jóvenes en quienes sospechó la existencia del talento o a quienes ya estaban iniciados en la carrera del talento.

De esta suerte, pronto el ministerio fue un enjambre de poetas y pintores; de músicos y filósofos; de profesores y estudiantes. Hombres amantes de todas las artes discurrieron por las galerías de la secretaría de Educación, y sólo faltaron los políticos; y es que éstos se hallaban estupefactos, preguntándose a dónde iría un gobierno de la Revolución que entregaba los triunfos del poder a una nueva clase ilustrada, capaz de organizar una aristocracia del talento. Además, los adalides políticos, todavía bajo el vivo influjo del estruendo de las armas, no creían que el autor de un poema o el pintor de un retrato, tuviesen capacidad para dirigir una oficina. Tampoco se consideraba factible que sobre una clase rural que vivía la era de las necesidades como la mexicana, pudiese tener dominio una clase literaria.

Sordo, sin embargo, a tales preocupaciones, Vasconcelos continuó imperturbable en sus trabajos de enseñanza y cultura; y aunque en él se registraban tantas intermitencias y era tan desigual en su carácter y decisiones que parecía poco apoyo para las funciones de gobierno, aunque eficaz para las de mando, México empezó a llamarle Maestro. Esto, especialmente porque pretendió llevar el alfabeto a los rincones más apartados del país; también a que empezó los preparativos para dar formación a una clase magisterial. Además, para alcanzar tal título se sirvió del sistema de las idealizaciones, al grado que él mismo llegó a creer que México era un pueblo ilustrado en grado superlativo, e inventó que la niñez mexicana leía con preferencia a Platón, y mandó editar a los clásicos; y como el Presidente le ordenó que publicara las obras del P. Rivera, el ministro no tuvo más que obedecer, pero advirtiendo en una nota editorial, para no disminuir la categoría de sus ediciones, pues ignoraba quién era Rivera, que tal publicación la hacía no por su decisión, sino por acuerdo del Presidente.

Pero así como idealizaba, Vasconcelos también sabía penetrar a las realidades de México; ahora que su sensibilidad le hizo llevar a la Revolución hacia altas quimeras democráticas; y si en algunos días discurrió como socialista; en otros, más adelante, pareció un anarquista, por todo lo cual, admiró la Revolución rusa y mandó editar las obras del anti Estado de Flores Magón.

Al mismo tiempo, hizo su colaboradora a Elena Torres, inteligente mujer, partidaria del Comunismo; y llamó a México al pintor Diego Rivera, quien se hallaba en Italia, para que perpetuara en frescos las hazañas políticas, sociales y guerreras de la Revolución.

Rivera, sin embargo, no sabía ni le interesaba saber qué era la Revolución. El pintor, después de una prolongada ausencia del país estaba europeizado; no entendía el ser de México. Así y todo, Vasconcelos le conmovió; le conmovió igualmente el drama mexicano, y como por de pronto no pudo desdeñar su origen y como era muy limitada su ilustración nacional, empezó a pintar con laborioso desasosiego un facticioso cuerpo físico de México, omitiendo la naturaleza purísima del cuerpo moral y genial de los mexicanos.

Rivera, pues, no realizó la plástica patriótica que ambicionaba Vasconcelos. El pintor buscó lo espectacular y no lo esotérico; ambicionaba un teatro del cual Vasconcelos huía tratando de apaciguar el espíritu levantisco de la guerra. La discordia entre ambos se presentó de perfil y de frente. Vasconcelos condenó la negativa agresividad riveriana, que hizo satánicas las luchas intestinas, para glorificar las luchas de clases; pero sin desmayar de sus grandes proyectos, se empeñó entonces en buscar el alma de la música nacional. Era ésta tenue, lúgubre y quejumbrosa. Así la habían hecho la pólvora y la muerte, el hambre y las pestes. Vasconcelos concibió la idea de hacerla parte de una vida amena, agradable y riente, y agrupó y estimuló a los compositores; y a poco, la canción rural se hizo música de grandes coros; de la nota amarga surgió la optimista. México conquistó con esto la manifestación simultánea de sus penas y contentos, y los brazos de la patria se hicieron consuelo. Las marchiteces de la guerra se elevaron a alegorías y esperanzas. Hubo así una música mexicana —una música popular mexicana— con principio de nacionalidad.

Casi casi no se cree en esos milagros de Vasconcelos; y es que éste no realizó milagro alguno: reunió en un solo cuerpo la inspiración creadora surgida de la Revolución; porque la literatura, siguió con las concesiones a la pintura y a la música; y después quiso llevar el libro a cuan largo y cuan ancho era México. De esta suerte, en un año fundó doscientos ochenta y cinco bibliotecas públicas con treinta y dos mil libros, ciento treinta más destinadas a obreros y ciento veintinueve especificamente escolares. Además, en veintiún vehículos se movían en todas direcciones del país otras tantas improvisadas salas de lectura.

Ahora bien: si la gente de esos días lee muy poco (así lo marcan las estadísticas) es porque en seguida de los daños causados al país por las luchas intestinas mucho se piensa y se trabaja para la reconstrucción de México, cuando menos considera, ante la fiebre vasconceliana, que es necesario leer; y la idea de una escuela y de un libro se convierte en una ambición de saber. La escuela, pues, se hace manía popular. La aldea y la villa, la comunidad y la ciudad, piden planteles escolares, y de esta manera surge una pléyade de jóvenes que se dedica al magisterio, como anteriormente se dedicaba a la cura de almas. Así, en tales días, el empleo más honroso es el de maestro de escuela.

Sin cortar las alas de Vasconcelos para aquellos vuelos del espíritu y del talento, y buscándole colaboradores, pues también estaba entregado al goce que producía al país aquel desparpajo, pero encantador hacer vasconceliano, Obregón halló al doctor Bernardo Gastélum y no dudó en nombrarle subsecretario de Educación.

Al caso, Gastélum dejó a un lado la carrera diplomática iniciada como plenipotenciario en Uruguay, y por ser alma vibrante, voluntad realizadora y pensamiento de muchas irradiaciones quedó asociado a Vasconcelos; y como esto lo llevó a cabo el Presidente con comedimiento y precisión, Gastélum a la vera de Vasconcelos no fue menos que éste ni Vasconcelos menos a la vera de Gastélum. Pareció, en efecto, que con aquellos dos hombres dedicados a acrecentar los valores del espíritu, la patria mexicana había alcanzado los privilegios de la cultura a los cuales tienen derecho todos los pueblos; aun aquellos que, como México, habían pasado por una edad de sangre y estruendo, que no por ser de estruendo y sangre dejaba de ser generosa y portentosa.

Y tales privilegios los dilató Vasconcelos a los países iberoamericanos, y por tanto invitó al lar mexicano a poetas y filósofos sudamericanos; a historiadores de Centro América; a músicos españoles. El propio Vasconcelos se rozó con problemas metafísicos. Después, describió pueblos imaginarios e inventó una quinta raza, a la que apellidó Cósmica. El nombre fue hermoso, aunque derivado del capricho. Con ello Vasconcelos fue escuchado en los países de habla lusoespañola, e hizo de México un centro de alta cultura; también de ideas excéntricas.

La secretaría de Educación fue asi nido de llamados antiimperialistas, que se decían socialistas y bolcheviques; y en tal nido no faltaron aventureros. Roberto Habermann, un audaz norteamericano, con visos de agente de negocios y también de marxista, se hizo persona con privilegios dentro de la secretaría de Educación y guía del gobernador de Yucatán Felipe Carrillo Puerto.

Tanto fue el impulso y estímulo que en esa época recibió el talento, que empieza a esplender la obra, ya literaria, ya política, ya histórica, ya económica, ya social de Andrés Molina Enriquez y Enrique Martínez Sobral; de Manuel Gamio y Valentín Gama; de Manuel Toussaint y Artemio de Valle—Arizpe; de Enrique González Martínez y J. de Jesús Núñez y Domínguez; de Mariano Cuevas y Mariano Azuela; de Miguel Othón de Mendizábal y Mariano Alcocer; de Genaro Fernández Mc Gregor y Antonio Castro Leal. Nace una pléyade de poetas y músicos. Conmueve y deleita la Orquesta Nacional Sinfónica. Proyéctase un cine nacional. El público colma los teatros de alta comedia y drama. Genaro Estrada inaugura un período de historia patria documental con la publicación del Archivo Histórico Diplomático.

A esos mismos días corresponde que la antropología deje de ser una mera sección burocrática del Estado, para iniciarse como una ciencia. Surge con el Dr. Atl una crítica artística que sustituye a la gacetilla periodística. La muerte de mexicanos ilustres como Jesús Urueta (8 de diciembre, 1920), es duelo nacional. Antes lo fue la del poeta Amado Ñervo. La memoria de los patricios, como José María Iglesias, es objeto de honrosas conmemoraciones (20 enero, 1923).

Las investigaciones científicas las precede Isaac Ochoterena. Las asambleas del magisterio, los centros de periodistas, de librepensadores y literatos son parte de aquel hervidero de ideas y personajes. La República es ahora pequeña para dar albergue a aquel número considerable de individuos que piensan o hacen esfuerzos para pensar. El suelo de México anteriormente yermo en el orden de la intelectualidad popular, puesto que durante largos años el talento sólo fue compatible con la riqueza a la función oficial, es en los días de la animación vasconceliana, un verdadero vergel, y casi es inexplicable aquella proliferación mental.

En ocasiones ocurren notas atrevidas dentro de ese gran concierto que parece ser probación de que México quiere transformarse después de sus intensos dramas. Así, el catedrático de Derecho Antonio Ramos Pedrueza, loa a Agustín de Iturbide pretendiendo que fue a éste y sólo a éste que se debió la Independencia de México. Daniel Cosío Villegas pretende una sociología mexicana. Vicente Lombardo Toledano censura con donaire agresivo a las aristocracias decorativas del Palacio Nacional y trata de intelectualizar el sindicalismo. José C. Valadés teoriza sobre las guerras civiles usando instrumentos absolutos y por lo mismo erróneos. Tal época termina su primer capítulo, cuando Vasconcelos, creyéndose iluminado por luz propia, abandona la secretaría de Educación como protesta de justa indignación por el asesinato del senador Francisco Field Jurado (mayo, 1924), para dedicarse a la democracia electoral en un suelo que, como Oaxaca es el fenómeno preciso de una República rural.

También Gastélum sirve a la merma de aquel binomio Revolución —Cultura—; pues habiendo creado el ministerio de Salubridad, en donde inicia otra revolución nacional: la que propuso la salud física del pueblo, abandonó el centro vasconceliano, desde el que habían sido traspuesto precozmente las menudencias y debilidades del genio mexicano.
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