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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 26 - LA RECONCILIACIÓN

LA POLÍTICA DE DE LA HUERTA




Apenas en la presidencia de la República (1° de junio, 1920), Adolfo de la Huerta, puso de manifiesto la categoría de su personalidad y el poder de su mando y gobierno. Esto, sin embargo, lo hizo persuasivamente y con señalada sencillez democrática.

Era De la Huerta hombre de clara inteligencia y espíritu emprendedor; y a esas dos cualidades asociaba una virtud de gobernante que la República no había presenciado en siete años: la virtud de la tolerancia.

Una cualidad más enseñó De la Huerta desde los primeros días de su interinato: la de procurar hombres útiles por su experiencia o luces, para el servicio de la Patria. Así, las más hermosas y ambiciosas cabezas de la Revolución no necesitaron en aquellos días emprender rivalidades siniestras, ni tomar el camino de la intriga o murmuración, ni colocarse en el bando contrario al Gobierno. El Presidente abrió las puertas a las principales vocaciones, haciendo omisión de facciones y menudencias personales; sólo condenando a quienes habían servido al huertismo, y con ello llenó de gozo a la Nación, que no salía de su asombro ante la benevolencia oficial. Veíase, como cosa increíble, que el Presidente reuniese en torno de él no sólo a los líderes revolucionarios, sino también a la gente de paz —a la misma que con señalada indiferencia había concurrido al desarrollo y triunfo de la Revolución.

Dando un lugar dentro del gobierno y mando del país a esa gente, De la Huerta hizo renacer la confianza pública, y los odios producidos por la guerra desaparecían como por obra de magia; y a la confianza seguía la seguridad, sobre todo, porque rendidas las partidas armadas; sometidos los cabecillas; suspendidas las enemistades partidistas, la colaboración nacional fue un hecho. La Revolución entró en una nueva etapa; y la ciudad de México anteriormente desdeñosa hacia los problemas rurales se convirtió en el centro del ruralismo.

La elección de De la Huerta (24 de mayo), hecha por doscientos veinticuatro votos del Congreso había sido recibida con reservas por el país. De la Huerta sólo poseía un nombre nacional improvisado por el Plan de Agua Prieta; pues si era gobernador de Sonora, para la República. Sonora era un estado lejano, habitado por individuos violentos y escasos de civilización. Unas semanas después de la designación de De la Huerta, otra era la opinión de México respecto al Presidente. Y no ocurría un cambio únicamente acerca de la figura del primer Magistrado. Sentíase con la mutación como si hubiese nacido un mesianismo. En el país sólo se hablaba de democracia; y lo que era temor, odio o desdén hacia la Revolución se convirtió -tal era el aspecto inefable que con De la Huerta alcanzó la República— en respeto a la Revolución. Empezó así a distinguirse lo que era la Guerra Civil de lo que significaba la Revolución como manifestación y práctica creadoras.

Gracias a la tolerancia y singular independencia de De la Huerta, quien dio al Poder Ejecutivo un altorrelieve de autoridad, los colaboradores presidenciales no correspondieron tanto a las parcialidades, cuanto a la responsabilidad y conocimiento de las materias que habían de tratar. De esta suerte, Salvador Alvarado fue el secretario de Hacienda, a pesar de su enemistad personal con el general Obregón, y José Vasconcelos fue nombrado rector de la Universidad, no obstante su filiación convencionista y estar reconocido como el autor de los manifiestos antiobregonistas del presidente Eulalio Gutiérrez. De esta suerte también. De la Huerta nombró embajador extraordinario a Félix F. Palavicini, uno de los líderes del civilismo carrancista, e invitó a colaborar al general Antonio I. Villarreal, persona de ilustrado criterio, pero antagónico a los triunfadores de Agua Prieta; y permitió que Francisco Bulnes, audaz a par de estrafalario publicista del porfirismo escribiese en la prensa periódica de México. Además con mucha entereza y decisión, el Presidente condenó las violaciones al Sufragio Universal y quiso hacer concurrir, al acercarse la fecha para las elecciones de presidente constitucional, a los ciudadanos mexicanos a un gran ensayo de democracia electoral.

Ahora bien: como De la Huerta no desconocía el carácter imperioso y agresivo del general Obregón, a quien se consideraba como el llamado a ser el nuevo Presidente, toda vez que la oposición trató de improvisar la presidenciabilidad de Carlos B. Zetina, un industrial acomodado, y de Alfredo Robles Domínguez, un amable simpatizador de la Revolución; como De la Huerta, se dice, no desconocía el carácter de Obregón, con mucho atrevimiento, se anticipó a establecer un compromiso del futuro político del propio Obregón con una acción nacional comprensiva y conciliadora, y al efecto, abrió todos los cauces de la libertad.

Así, la libertad sindical se hizo realidad. La Confederación Regional Obrera Mexicana adquirió personalidad política en una Convención efectuada en Aguascalientes (1° de julio); el Departamento del Trabajo tuvo funciones de conciliación permanente, efectiva y honorable; la intervención personal del Presidente estableció el equilibrio en los salarios obreros de Aguascalientes y Guanajuato; las jefaturas de hacienda en los estados, procedieron a la total desintervención de los bienes incautados durante la guerra; la función de las instituciones bancarias volvió a ser libre; los trabajadores católicos no hallaron obstáculos para sindicalizarse y la Rerum Novarum, de León XII, circuló, ya sin censura oficial; los diputados, estimulados por el propio Presidente, examinaron la posibilidad de establecer en México el régimen parlamentario; los enemigos políticos del Gobierno no hallaron obstáculos oficiales para organizar el Partido Nacional Republicano, con el objeto de postular a Robles Domínguez; la propagación de las ideas sociales, aunque a veces extravagantes, no encontraron fronteras; y el mismo general Obregón, en seguida de confesar (9 de septiembre) que carecía de preparación política, se declaró admirador del Socialismo. El Socialismo (dijo) es un ideal que debemos alentar todos los hombres. El Socialismo busca una distribución equitativa de los bienes con que la naturaleza dotó a la humanidad.

Tanto creció el culto por la democracia, que Vasconcelos, a pesar de su posición oficial, criticó públicamente al presidente de Venezuela, Juan Vicente Gómez, a quien llamó dictador y enemigo del pueblo; y a continuación, se dirigió á los maestros y estudiantes mexicanos a fin de que combatiesen las tiranías que existían o pudiesen existir en el Continente americano.

Por su parte, el general Antonio I. Villarreal propuso la organización de una anfictionía libertaria continental, que sirviese tanto para asociar a los pueblos como para presérvalos de los gobiernos emanados de cuarteladas o revueltas políticas.

El Presidente a su vez, estimuló las peticiones de libertad del proletariado y ordenó un subsidio secreto y discreto a la CROM. Después llamó a colaborar en la presidencia a una media docena de líderes obreros y nombró gobernador del Distrito Federal a Celestino Gasca, antiguo zapatero y caudillo del obrerismo; y en medio de esa euforia de libertades y de amor oficial al proletariado, el coronel Filiberto C. Villarreal, empuñando una bandera rojinegra, que era la insignia desafiante de la clase trabajadora, logró llegar al balcón central del Palacio Nacional (17 septiembre), para hacer ondear tal lienzo, conmoviendo al país que creyó profanado el lugar destinado a los presidentes y a la insignia patria.

Todo eso, como es natural, alentó a la clase trabajadora. La organización sindical creció pronta y vigorosa; pues aparte de la Confederación Regional Obrera Mexicana, nació la Confederación General de Trabajadores, inspirada por los anarcosindicalistas Sebastian San Vicente, Herón Proal, Alberto Araoz de León, Rafael Quintero, Ursulo Galván, mientras que los admiradores de la Rusia Soviética y partidarios de Carlos Marx y Nicolás Lenin, fundaban el Partido Comunista Mexicano, bajo la dirección de José Alien.

En esos días de optimismo y libertades llegaron a México los líderes Marxistas Sen Katayama y Louis Eraina, con el objeto de establecer en el país un centro de propaganda comunista para los pueblos americanos de habla española.

También los maestros de escuela se sintieron entusiasmados con la idea del asociacionismo. La unión hace la fuerza, fue lema de oficios y profesiones. El unionismo quedó, pues, idealizado. A los miembros del magisterio no les importaba la mejoría en sus sueldos; les interesa la transformación del país. Con todo eso, renació la esperanza en México. Ahora se habla de mexicanismo; de una ideología mexicana; de una política mexicana. Nuevamente se estimó la potencialidad económica del país. Antonio Caso proclamó un México colosalmente rico.

El optimismo contagió a la población nacional. Hacia esos días, quién más, quién menos, trató de reparar las lesiones sufridas por el cuerpo nacional durante la Guerra Civil; quién más, quién menos, presentó proyectos ya para mejorar la hacienda pública, ya para hacer vergeles, ya para extinguir la pobreza, ya para enaltecer y practicar la pureza democrática.

Era tan grande el ánimo de tales días, que contagió a los antiguos intelectuales del porfirismo. Estos, dejando a su parte los impulsos o aventuras contrarrevolucionarias, apreciaron y aprovecharon las libertades en que vivía el país, para exponer y exornar sus designios. No presentaron fórmulas novedosas ni populares; y si se opusieron al programa ideal de la Revolución, lo hicieron con frivolidades literarias. Aceptaron, eso si, como principio general, que era indispensable consolidar la paz mexicana. Pareció con todo eso como si hubiese una disposición irrefragable para un avenimiento de orden y tranquilidad. Además, todas las procuraciones individuales o colectivas dieron la idea de estar encaminadas a fortalecer el Estado.

A este fin, y con sentido de estadista surgido súbitamente, aunque sin cultura universal, el presidente De la Huerta abrió todos los cauces posibles a la concordia popular y a las corrientes capaces de embarnecer al Estado.

Hubo, sin embargo, un mal que causó grandes estragos a la población nacional y que entorpeció el desarrollo completo del Estado: la depresión que sufrían las fuentes fiscales, mercantiles e industriales del país. Los temores que produjo en el país el problema de la sucesión presidencial de 1920, fueron tan profundos que lesionaron los intereses oficiales y particulares, de manera que todavía hasta el otoño de ese año se sentían los efectos de tal crisis.

El daño mayor lo llevó la hacienda pública, tanto o más sensible a las alteraciones políticas que los negocios privados, por lo cual, el presidente Carranza había iniciado las tareas presupuestales en 1918, con mucho comedimiento. Presupuestóse ese año un ingreso de doscientos millones de pesos; pero como no existían fuentes capaces de determinar los canales de tal ingreso, las cifras oficiales sólo quedaron escritas como una esperanza en lo futuro.

Tan ilusivas fueron las cuentas correspondientes a 1918, que el año siguiente las rentas calculadas sólo ascendieron a ciento sesenta y dos millones de pesos, de los cuales se entendió que treinta y cuatro deberían corresponder a derechos de exportación e importación, trece a la explotación del petróleo, veintidós al impuesto del timbre y veintisiete a contribuciones federales. Así y todo, las recaudaciones sólo llegaron a ciento veintidós millones de pesos, debido a lo cual la hacienda pública se vio en grandes y desventurados apuros.

Para el año de 1920, la secretaría de Hacienda calculó que las recaudaciones nacionales ascenderían a doscientos millones de pesos; pero las erogaciones mínimas no podrían ser menores de doscientos trece millones, y esto después de las reducciones hechas en todos los ramos administrativos por el gobierno. De tales egresos, ciento trece millones correspondían a la secretaría de Guerra, ahora que, al finalizar el mes de abril de ese mismo año, del total apuntado, ya había sido invertido en pagos un setenta y cinco por ciento.

Al ser nombrado Presidente interino De la Huerta halló prácticamente exhausta de dinero la tesorería nacional. El oro y la plata recogidos en Aljibes no correspondían a la contabilidad federal. El erario estaba en quiebra; la hacienda pública en angustia; y muy semejante la situación de las rentas públicas en los estados. Chihuahua tenía, en 1918, un presupuesto de egresos igual al de 1907; y todavía menor fue en 1920. Los ingresos a la tesorería de Sinaloa nó alcanzaron en este último año a medio millón de pesos.

Decreció también en el país la circulación monetaria, que había tendido a normalizarse al comienzo de 1920. Durante el tercer mes del ejercicio de De la Huerta, la moneda circulante representaba un total de treinta y un millones de pesos, al mismo tiempo que se producía una baja en la producción de metales preciosos.

La única herencia favorable al país, que en el orden económico dejó Carranza, fue la casi total redención del régimen de papel moneda. En efecto, aunque la secretaria de Hacienda no pudo precisar el valor total de las emisiones de bilimbiques, la Comisión Monetaria fijó que, gracias a la obligación de los causantes de pagar los impuestos con billetes Infalsificables al valor de diez centavos por peso, sólo quedaban en poder del público (julio, 1920), de setenta a ochenta millones de pesos bilimbiques.

Debido a los males que padecían las rentas públicas, De la Huerta, auxiliado por el general Salvador Alvarado, siguió una política de conciliación, tratando de borrar las desconfianzas producidas por la guerra y procurando poner en movimiento los pocos capitales mexicanos que existían, puesto que la mayoría de los inversionistas extranjeros, a excepción de los petroleros, habían huido del país. La tarea, sin embargo, no era posible realizarla dentro del período correspondiente al interinato.
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