Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo quinto. Apartado 8 - La subversión del ordenCapítulo vigésimo sexto. Apartado 1 - Rebelión de las armas Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 25 - EL CAUDILLO

EL PLAN DE AGUA PRIETA




La elección de Adolfo de la Huerta como gobernador del estado de Sonora, en 1918, fue un acontecimiento democrático. Su triunfo dependió del ejercicio del Sufragio Universal, a pesar de que sus rivales estaban apoyados, uno por el gobierno del Centro; otro, por el general Calles.

De la Huerta era hombre de mucha popularidad, a la cual daban mayor calor su carácter emprendedor y su rectitud excepcional, la sencillez de sus maneras y su devoción a los regímenes democráticos, su imaginación radiante y su tradición revolucionaria; pues su carrera política estuvo inspirada por Ricardo Flores Magón.

Hecho ya gobernador, como De la Huerta gustaba de la persuasión y tolerancia, todos los asuntos del estado caminaron sin tropiezos, venciendo las dificultades comunes con tacto e inteligencia; ahora que debido a la pureza de sus ideales, uno de sus primeros actos de gobierno fue tratar de cumplir el precepto constitucional de la independencia y soberanía de los estados, y en consecuencia, visto que la guerra que existía en la región del Yaqui producía grandes males a Sonora y defraudaba las promesas revolucionarias sobre los repartimientos de tierras, el 19 de septiembre (1919), luego de hábiles preliminares, firmó la paz con la comunidad yaqui, mandó que se entregaran a ésta los terrenos que reclamaba como propios a una tradición y le concedió el uso de aguas del río de Sonora.

Después, De la Huerta no sólo suprimió impuestos que indebidamente cobraba el gobierno federal dentro de suelo sonorense en detrimento de la economía del estado, sino que permitió actos populares contra los chinos residentes en Sonora, considerando que tales actos constituían una manifestación clara y precisa del espíritu de nacionalidad exigido y amado por el país, como parte esencial de la Revolución.

Estas decisiones de De la Huerta, aunque legales, parecieron a Carranza capaces de sembrar la semilla de la discordia e independencia de estados y gobernadores. Por otra parte, como tanto de un lado como de otro lado se buscaba, ya con intencionalidad, cualquier pretexto para hacer a éste motivo no sólo de disputa legal o política, sino de dictamen violento y militar, al igual Carranza que De la Huerta, se dispusieron a aprovechar la coyuntura para tomar posiciones de enemistad y lucha.

Argüyó el Presidente que lo realizado por el gobernador correspondía únicamente al ejercicio de la autoridad suprema del poder público y que por lo mismo De la Huerta se había extralimitado en sus funciones, y cometido delito. Este a su vez, consideró que la intervención del gobierno nacional dentro del estado de Sonora constituía un atentado contra la soberanía sonorense. En la realidad, aquello era un escarceo de literatura política y de ninguna manera un suceso constitucional, puesto que por derecho de Ley y Estado se entiende que la soberanía e independencia de los estados mexicanos equivale específicamente a la soberanía e independencia administrativas y no a la independencia y soberanía políticas, que significarían la desvinculación de las partes de un todo que es la estructura de la Nación mexicana.

Mas en tal disputa, ni Carranza ni De la Huerta, como ya se ha dicho, pretendían una argumentación jurídica acerca de la soberanía. Tratábase de ganar una posición política, electoral y guerrera; y como Carranza poseía, asociado a su dictamen, la fuerza de armas, sin llegar al fondo de la aparente disputa constitucional, mandó que el comandante militar de Sonora procediera a la aprehensión de De la Huerta, acusándole de haber violado el pacto federal.

La determinación del Presidente, hecha sin las consideraciones convenientes para establecer los efectos que podía causar, produjo la indignación de los sonorenses que hasta esa hora se habían situado al margen del juego de intereses políticos. Ahora, aquel asunto electoral se convertía, para el sentir de Sonora, en un atentado contra el localismo, como una minoración del derecho interno de los sonorenses, y con esto la defensa del estado se hizo tema popular de tanta magnitud, que el Presidente retrocedió prudente y patrióticamente; retiró la orden de aprehensión; se abstuvo de concurrir a una controversia a la cual le incitaba De la Huerta y se limitó a movilizar fuerzas militares hacia la región del Yaqui, con órdenes de someter a los rebeldes si estos insistían en su alzamiento.

De la Huerta, por su parte, con extraordinaria habilidad se aprovechó de las circunstancias, y sobre todo de la espontánea manifestación popular contraria a los designios de Carranza, para decretar la organización de una milicia del estado de Sonora.

El suceso, pues, dio ventajas al obregonismo y perjudicó el valor de la autoridad de Carranza. Los sonorenses, creyéndose agredidos o a punto de ser agredidos no dudaron en unirse a la milicia; y como el hecho alarmara al Presidente, éste dispuso que en tanto fuerzas al mando del general Juan José Ríos avanzaban velozmente desde Sinaloa hacia el sur de Sonora, el general Diéguez a quien tenía nombrado (15 de marzo) jefe de operaciones militares en el norte y occidente de México, se trasladara violentamente a Hermosillo y se hiciese cargo de la situación.

Por ser individuo irritable y con cierto aspecto de soberbio, aunque en la realidad poseía una naturaleza sensible e inteligente, el general Diéguez era el menos a propósito para el trato del carácter sonorense, tan de suyo emprendedor e independiente, por lo cual en vez de que con su presencia en Hermosillo se obtuviese garantia alguna, los ánimos se avinagraron más; la desconfianza se acrecentó y la impopularidad del gobierno nacional dio cuerda a todos los designios de violencia que nunca faltan en el seno de las multitudes.

Comprendiendo, de un lado, que el encuentro armado con las fuerzas de Diéguez era inevitable; de otro lado, considerando que tanto más se demorase la llegada a Sonora de los soldados que se movían desde Sinaloa y al través del Cañón del Púlpito, tal demora favorecería sus designios. De la Huerta envió una comedida carta epistolar (31 de marzo) al Presidente, comunicándole que el estado, con tales movimientos de tropas, se sentía amenazado y por lo mismo en peligro de lucha intestina.

En esta vez, el Presidente cerró el paso a las persuasivas consideraciones de De la Huerta, y reiteró la orden para que las fuerzas procedentes de Chihuahua y Sinaloa avanzaran a Sonora por el oriente y sur.

Hizo un nuevo intento el gobernador para disuadir a Carranza. Al efecto, le envió (7 de abril) una segunda carta, mientras que el Congreso del estado expedía un manifiesto explicando los males que la llegada de los soldados de Diéguez causarían a Sonora y al país. En seguida de estos documentos, el general Calles se dirigió publicamente (8 de abril) a Diéguez, advirtiéndole que de continuar el avance de su tropa, el pueblo sonorense las combatirá.

La situación estaba, pues, definida. Ya no era posible el retroceso del Presidente ni del gobernador. Aquél, había quemado los puentes para una retirada honrosa; para una reconsideración política; para un arreglo democrático. Cierto que él, el Presidente, representaba la legalidad y que De la Huerta, aunque con la investidura de gobernador electo por el Sufragio Universal, significaba un antiestado; pero a tales horas, ya no eran posibles las consideraciones jurídicas o administrativas. La guerra estaba apuntando su camino, y sólo un espíritu conciliador de quien disponía de la fuerza, podía evitarla.

En estas condiciones, el gobernador De la Huerta se dirigió al congreso del estado pidiendo facultades extraordinarias en todos los ramos; y como se le otorgaron por unanimidad, nombró (9 de abril) al general Plutarco Elias Calles jefe de las operaciones militares, y puso bajo sus órdenes cuatro mil milicianos. A esa hora, el número de soldados que mandaba Diéguez sólo ascendía a tres mil ochocientos, por lo cual el general Calles, sin esperar a que llegasen al enemigo los refuerzos del sur y del oriente, dictó dispositivos de defensa.

Al efecto, incautó el ferrocarril Sud Pacífico, ocupó las aduanas fronterizas y oficinas públicas, se apoderó de los fondos federales y mandó aprehender a quienes consideró partidarios del Gobierno nacional. Luego, hizo avanzar a sus milicianos hacia el sur, con el propósito de detener a Ríos.

Este, alma candorosa a par de necia, en lugar de prepararse a la lucha, se dirigió telegráficamente a los jefes de cuerpos militares en Sonora, pidiéndoles que definieran su actitud respecto a la rebelión sonorense; y los interpelados, como respuesta única, le enviaron un mensaje colectivo (13 de abril), desconociéndole como autoridad militar y desconociendo asimismo a la autoridad del Centro.

El estado de Sonora, pues, con cuatro mil milicianos y poco menos de tres mil soldados federales estaba en abierta rebelión contra el presidente Carranza; y como a la rebelión le faltaba la substancia de su origen, el general Calles, cuyas aptitudes políticas ya se columbraban, procedió a dársela. Al caso, reunió un grupo de civiles y jefes del ejército en la población fronteriza de Agua Prieta, y allí, por unanimidad, los circunstantes resolvieron (23 de abril) redactar y firmar un plan al que dieron el nombre de la propia población.

El documento, es una viva y clásica representación del problema de la Sucesión - el problema que ha conmovido siempre a reinos y Repúblicas. Así, en seguida de acusar a Venustiano Carranza de haber tomado el carácter de jefe de un partido político y con lo mismo contrariando los preceptos constitucionales, los firmantes del documento desconocían y cesaban en sus funciones al Presidente, y le sustituían, provisionalmente. El sustituto a quien dieron el título de Jefe Supremo del Ejército fue el gobernador de Sonora Adolfo de la Huerta; pero el mando militar quedó en las manos del general Calles, quien desde esa hora, y significadas sus cualidades de organizador y gobernante, ganó el título de caudillo nacional.

De la Huerta, de acuerdo con el plan, tendría en sus manos él Poder nacional, mientras el Congreso votaba al Presidente Sustituto, quien llevaría a cabo el restablecimiento del régimen político de Ley y Democracia.

El documento quedó exento de literatura política. No tiene pretensiones doctrinarias; no incita ni promete promociones políticas o electorales. Es una mera consecuencia de una Sucesión todavía desgaritada. La preceptiva política no había encontrado hacia esos días —y años pasarían antes de llegar a tal encuentro- el camino generoso para dar orden, firmeza y bondad a la continuidad del orden mexicano.

No fue, pues, el Plan de Agua Prieta una vulgar proclama ni un trasnochado propósito de personalismo. El Plan, conforme se analiza, estaba más allá de los apetitos del obregonismo. Obregón, para aquellos hombres de Agua Prieta, no era más que una invocación popular, casi mágica. En la substancia del Plan, si el documento es examinado debidamente, se hallará la preparación de un porvenir político y electoral de México, basado sobre una conciencia histórica más que dentro de las normas precisas de una Constitución. Esta, sin ser un almodrote ni un ensueño, era un guión para lo porvenir.

Aquel Plan, pues, no sólo anticiparía la caída del presidente Carranza. Señalaría también el comienzo de la edad adulta del sonorismo; también de un capítulo durante el cual se iniciaría el desarrollo de la civilidad y la presentación formal de un notable y numeroso elenco de jóvenes mexicanos ambiciosos de mandar y gobernar en el país.
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