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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 25 - EL CAUDILLO

SUBESTIMACIÓN DE LA CULTURA




Después de las grandes y violentas perturbaciones que sufrió el país a partir del final de 1910, la preocupación de quienes, ya individuos, ya partidos obtenían triunfos, ora locales, ora nacionales en la guerra, se contrajo a fortalecer los cimientos y muros de la autoridad política y armada. Y no podía ser de otra manera, porque siendo la idea central exteriorizada, aquella que estaba dirigida a debilitar el poder de los gobiernos acusados de despóticos o anticonstitucionales, lógico que todo marchase a tal fin; ahora que, dirigidas todas las voces e ímpetus a ese propósito, fueron la jerarquía y el orden los capítulos de la vida mexicana más debilitados, de manera que cuando la Revolución se caracterizó como un Estado de origen revolucionario, se hizo muy difícil rehacer lo que se había pretendido destruir. Así, hasta los menores signos de disciplina administrativa, electoral, fiscal o política eran vistos como un posible atentado contra las libertades públicas y como el posible también proyecto de restaurar una autoridad tiránica.

En virtud de tal condición, se presentaba como acontecimiento difícil de poderse realizar, la reparación de las grietas que amenazaban no sólo el desarrollo, sino el afianzamiento del edificio de una autoridad nacional.

No pasaba inadvertida al presidente Carranza esa situación tan ambigua como peligrosa; y con desmedido valor quiso salirle al paso, atajarla y componerla. Parecióle que la vuelta a una normalidad autoritaria no ofrecía muchos peligros. Tenía al efecto, una instrucción histórica que no perdía de vista; pero ignoraba, porque el suceso no pertenecía a la historia, sino a aquellos días que el propio Carranza vivía; ignoraba, se dice, que aparte de la causa exteriorizada que quebrantaba el poder de una autoridad, existía un motivo interno como era el de una pronta y magna incorporación de la masa rural a la vida civil mexicana.

Así, la restauración del principio de autoridad tenía dos enemigos, si no de la misma procedencia, sí llevados al mismo fin. Tales enemigos eran, de un lado, el temor al despotismo; de otro lado, el ejercicio de la soberanía individual. Cada uno de esos lados, estaba acompañado de intereses negativos que acrecentaban el problema en su centro y sus colaterales.

Era, pues, indispensable reparar, sobre todas las cosas, las grietas que amenazaban a aquel edificio que se hallaba tan dañado, puesto que la Revolución no podía ser guerra perenne, sino método, orden y progreso. Las edades del Estado a través de las muchas vicisitudes producidas por las luchas intestinas, iban sobreponiéndose las unas a las siguientes, de manera que Carranza consideraba estar en aptitud de realizar el Estado que él llamaba, para mediatizar el horror que en los revolucionarios causaba la voz Estado.

Dar cuerpo al Estado fue, pues, tarea primera del Presidente; y aunque no desconocía los numerosos escollos que aparecían a su vista confió en la colaboración de la pléyade hecha a sus hombros; y como por otra parte tenía sus propias virtudes de gobernante, al entrar el año de 1919, creyó tener a corta distancia sus propósitos.

Sin embargo, frente a Carranza se presentaba un obstáculo imprevisto, envuelto en muchos pliegues y por lo mismo un tanto sombrío. Tal obstáculo era la ausencia de una cultura; pero no sólo de una cultura literaria, histórica o filosófica, sino principalmente política.

Hecha la fuerza un culto momentáneo, los valores de la individualidad, moral, ilustración, consideración e inteligencia desaparecieron del país. El acontecimiento no era excepcional: correspondía a un estado de guerra. Mas, como también estaban minorados los valores de la Iglesia, que son correlativos a la cultura cuando no determinan un privilegio ni constituyen una glorificación; y como los obispos eran expulsos, los edificios seminarios confiscados y la curia constreñida por el temor a las persecuciones, también esto último influía en la reducción cultural, pues allí a donde la idea de Dios no es glosada con la idea de la ciencia humana, faltará un pensamiento capaz de vigilar y enaltecer las virtudes del hombre. Este, en efecto, no sólo se inspira en las prácticas terrenas, sino suele ascender al firmamento, aun sin ser correspondiente a secta o religión alguna. Tal vez el descreído es el que más invoca la creencia para sí y sus semejantes; pero la creencia en las ideas humanas.

Ahora bien: dentro de ese período crítico de necesarios valores de la Cultura, la República escuchaba dos voces que con mucho ardimiento del alma, buscaban una a Dios y otra a la Libertad. Una de aquellas voces salía del pecho de Antonio Caso; de Ricardo Flores Magón se alzaba la siguiente.

Ambos, aunque antagónicos en sus ideas formativas, opuestos en su ilustración, adversos en sus sistemas, coincidían en que a los golpes de una violencia autoritaria como la requerida por Carranza con el propósito de edificar un Estado poderoso, capaz de poner en marcha el programa de la Revolución, sólo se preparaba el advenimiento del poder y abuso de un superior.

Caso temía la rutina, la automatización, el presupuesto, la fiscalización; y como era un notable vulgarizador de la teoría de un universo de caridad y bondad, ponía a la sociedad dentro del aire de una Cultura indeclinable.

Desemejante -aunque llevada al mismo fin- era la idea de una Cultura en Flores Magón. Este, dejando a su parte el hecho de que no poseía los instrumentos proporcionados para la propagación de ideas, el conocimiento del lenguaje y la erudición, se caracterizaba por el dínamo de una intuición mayúscula producida por su devoción a la Libertad. Así, la cultura que anidaba Flores Magón, era eminentemente política, y no iba conducida al efecto de apoyar al Estado ni de oponerse al mismo, sino de hacerlo negación absoluta.

Además, la posición personal de Caso y Flores Magón distaba mucho entre sí. El primero poseía tribuna, verbo y seguridad. El segundo era un prisionero; y ello en un país extranjero, dentro del cual la ley tiene tanta adustez y gravedad, que no parece obra del individuo, sino de las extravagancias y exageraciones del hombre, puesto que un precepto intolerante es desafío a la ley humana. Flores Magón, en efecto, estaba preso y sentenciado en Estados Unidos a veintiún años de cárcel, por haber expedido (enero, 1918) una proclama contra la Primera Guerra Mundial.

Una voz más en defensa y admiración de la Cultura que las luchas intestinas habían debilitado, no se dejaba escuchar en la República hacia los días que examinamos. Los intelectuales del porfirismo, después de ser parte del huertismo, estaban caídos o avergonzados; y los individuos, aun aquellos que correspondían a la semiilustración se hallaban tan comprometidos en reorganizar y realizar sus propios valores personales, que los proyectos de Carranza para embarnecer el Estado, haciendo omisión de los peligros que podía ofrecer lo futuro, continuaban impertérritos, aunque no sin dejar de sufrir las mermas originadas en quienes por ignorancia o intereses entorpecían la obra del Presidente.

Carranza, además del objetivo reconstructor del Estado, llegó a hacer tantos cálculos en torno a la creencia de que el Estado era la Revolución, que en ocasiones adoptó posturas académicas, e invocó a Platón como aliento y guía de él y de sus legisladores.

No existía en aquella invocación platónica malicia ni ignorancia. Había, éso sí, una excepcional ingenuidad aldeana, casi inefable. También una portentosa, intuición, pues así como llamaba en su auxilio al genial Platón, así también tenía a la mano dos válvulas de escape con las cuales creía poder salvar el futuro de su Gobierno, de su fuerza personal y de su partido. Tales válvulas fueron el Municipio Libre y la Enseñanza Pública.

Para dar auge a ésta, no como mera escuela, sino como una doctrina novísima inspirada por la Revolución y la constitucionalidad, el Presidente creyó conveniente hacer más dúctil el Artículo Tercero de la Constitución; y al objeto, propuso al Congreso de la Unión (18 de noviembre, 1918), una reforma a tal precepto, con el fin de que la enseñanza fuese libre, aunque laica en los planteles oficiales y sujeta en los particulares a los programas e inspecciones del Estado.

De esta manera, el Presidente consideró que podía establecerse un enlace entre un Estado que crecía y una Cultura anémica. Así, la reforma del artículo 3° no se llevaba a cabo en correspondencia a propósitos de tolerancia hacia el Clero, sino con el fin de allegar todos los medios posibles para dar cauce a una cultura medida y vigilada.

Esto mismo guió al Presidente para inaugurar una temporada de acercamiento a la Universidad Nacional. La vieja idea de que el renacimiento universitario a las postrimerías del régimen porfirista había tenido por único objeto impresionar al extranjero, empezaba a decaer, para realizar la necesidad de organizar una nueva clase selecta de México. La población estudiantil estaba entregada en un cuarenta por ciento a la cultura médica. La juventud no pensaba en las letras, ni en las artes, ni en las leyes. Las humanidades parecían haber quedado sepultadas por el fuego de los cañones; y ahora el Presidente proyectaba cambiar aquel panorama.

Al final de 1918, ya en tren de reformar la universidad, el número de universitarios era de mil ochocientos, de los cuales, doscientos setenta y cuatro correspondían a la escuela de Leyes, ochocientos sesenta a la de Medicina y seiscientos ochenta y uno a la de Altos Estudios. De estos últimos, sin embargo, la mayoría eran meros espectadores; pues la cátedra de Antonio Caso se había convertido en un divertimiento literario. En efecto el principio doctrinal de Caso se perdía en medio de una elocuencia arrobadora.

Entre las procuraciones culturales del Estado, no faltaban las manifestaciones literarias de la gente de paz. Nada nuevo ni clásico producía el pensamiento literario de México. Había, dentro de tal pensamiento, timidez e incertidumbre. Las letras en una novela de Alfonso Teja Zabre parecían temblantes, sin ocultar el esfuerzo de dominio del autor. Por la escasez de valores propios del día y de los sacudimientos nacionales, las endebles y nacientes casas editoras acudieron a reproducciones de la obra poética de Manuel José Othón y Sor Juana; de las prosas de Ignacio Altamirano y Justo Sierra; del teatro de Ruiz de Alarcón.

Todo eso hacía creer en una impotencia cultural de la Revolución; pero principalmente en lo conexivo a la cultura política; y la pregunta de cómo podría ser organizado un México nuevo en letras y pareceres propios no hallaba respuesta. El valor de las armas, tan grande y notable durante una década no parecía alcanzar un nivel en el valor del pensamiento político.

Una excepción -verdadera e interesante excepción— fue la obra publicada por el general Salvador Alvarado sobre los problemas políticos y sociales de México; también acerca de los económicos. No era tal obra una pieza literaria; pero sí uno de los primeros intentos de un caudillo revolucionario para estudiar y resolver las cuestiones fundamentales del país.

Alvarado no estaba instruido técnicamente en las causas y efectos de las necesidades y voluntades nacionales. Carecía de la educación previa capaz de hacerle analizar las causas de los problemas mexicanos. Tampoco poseía un vocabulario adecuado para exponer y definir sus ideas. Quizás no era él mismo el autor literario total de la obra. Así y todo, Alvarado tuvo la fortuna de examinar y hacer presentes las contradicciones entre el Estado y la Sociedad, de manera que su trabajo (La Reconstrucción de México) tuvo el mérito de realizar'la inspiración creadora que se estaba produciendo en el país y que, en gran parte, contrariaba un frío fortalecimiento del Estado.

Avanzaba la obra de Alvarado hacia un proscenio de la Cultura; hacia un proscenio, porque con genial intuición quedaba al lado del gran público —de la gran masa popular, decía. La Cultura, pues, si estaba en desdicha, no por ello podía quedar apartada de la Revolución; ahora que el ayuntamiento de esas dos proposiciones no debería ser casual ni automático. Preparada la Revolución en el silencio; ahora era indispensable capacitar la Cultura en la gimnasia; y ésta tenía que ser practicada lentamente, como que era una pieza no sólo del ser, sino también del saber.
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