Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 3 - Oposición en el CongresoCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 5 - Rentas del estado Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 24 - CÓDIGO FUNDAMENTAL

GUERRA DE GUERRILLAS




Exterminada la División del Norte y deshecho el núcleo principal del Ejército Libertador del general Emiliano Zapata, las partidas armadas que no se extinguieron por sí mismas o se rindieron al carrancismo, que ahora (1917) no sólo era el Gobierno constituido, sino el Gobierno constitucional, eran partidas que, careciendo de ley y amo, como se dijeron en Michoacán, estaban entregadas a una guerra de desesperación, durante la cual, no escasearon las violencias y los atentados al orden social.

Aparentemente tales partidas o gavillas tenían las exteriorizaciones del bandolerismo. Sin embargo, no llegaban hasta tal frontera sus atropellos. Algunas guerrillas eran el producto de la mente insurrecional, formada al través de siete años de guerra civil, puesto que estaba perdido, principalmente en el ambiente rural, el espíritu de obediencia a la autoridad; a otras, las mandaban individuos temerosos de que sobre ellos se ejerciera el poder de la venganza, tan común en los finales de las luchas intestinas. Las terceras, que sumaban la minoría, eran consecuencia de la falta de acomodo y trabajo, explicables dentro de las condiciones que reinaban en la República. Había, sin embargo, unos grupos armados de asaltantes profesionales dedicados a asolar aldeas, rancherías y haciendas.

Existía con todos esos acontecimientos que producían lesiones y zozobras un nacimiento societario; pues aquellos bandoleros, gavilleros o hazañeros, caracterizaban dolores y esperanzas de un pueblo rural agobiado por sus penas. De aquí la protección que los rancheros, jornaleros y pueblerinos daban a los alzados, haciendo así muy difícil el exterminio de las partidas de armados.

Para poner punto final a esas actividades subversivas que dañaban grandemente al país, puesto que los campos labrantíos continuaban en el abandono, y las comunicaciones estaban amenazadas y el comercio seguía desconfiado, el Ejército Constitucionalista era impotente. Y esto, no por ineptitud de los jefes ni por la falta de armamentos, sino por los incesantes movimientos de las guerrillas, que generalmente buscaban los lugares montañosos para sus operaciones y escondrijos, así como por el incentivo que era andar con las armas en la mano dentro de regiones que la guerra había devastado, y que por lo mismo carecían de los medios para la vida honrada y ordenada del vecindario.

A dar auge a aquella guerra de guerrillas contribuyeron las reapariciones, hacia la primavera de 1917, de partidas villistas, zapatistas y contrarrevolucionarias, con lo cual recibió mucho estímulo la gente gavillera. Grande estímulo también tuvieron los grupos alzados, con la venta clandestina de armas de fuego y municiones, porque decretado por el gobierno de Estados Unidos, el embargo de armas para los enemigos del gobierno de México, los ex soldados de todos los bandos se dedicaron a la venta de carabinas y parque, que se hizo uno de los negocios más lucrativos durante los días que examinamos.

De esta suerte, los depósitos de material de guerra hechos por las diferentes facciones, principalmente en el norte del país, no sólo sirvieron para el tráfico ilegal de armamentos, sino de nuevos transtornos que sufrió México cuando todo hacía creer que la paz era una realidad.

Las bandas armadas andaban en correrías por los estados de Veracruz, Tabasco, Michoacán y Chiapas, ahora que las más amenazantes estaban en Durango y Chihuahua; pues sus jefes aseguraban estar operando por instrucciones del general Villa, y por tanto hacían temer que éste volviese a merodeos más amenazantes para la tranquilidad general que la guerra misma. Así, tanto para perseguir a las bandas armadas, como para evitar una reaparición formal del villismo, el Gobierno envió refuerzos militares a Chihuahua, en donde el total de la tropa acantonada ascendió (1917) a diez mil quinientos hombres.

Villa, en efecto, tenía resuelto reanudar sus actividades bélicas, y al caso instruyó a sus lugartenientes Nicolás Fernández, Gudelio Uribe y Agustín García, para que organizaran una compañía de mil hombres seleccionados y bien armados y esperaran órdenes conducentes.

Al disponerse a abrir el nuevo capítulo de sus actividades el general Villa no se rehacía totalmente de la herida sufrida en el ataque a Ciudad Guerrero. Así y todo, y como estaba imposibilitado para montar a caballo, mandó que le llevasen en carricoche a Río Florido, lugar al cual había citado a sus lugartenientes, pues pretendía organizar una nueva División del Norte, a pesar de que ésta estaría reducida a mil soldados.

En Río Florido le esperaban dos centenares de hombres; y aguardando mejorar físicamente, se preparó para reiniciar sus actividades; y, en efecto, ya en aptitud de ser nuevamente jinete, se puso al frente de sus doscientos guerrilleros; atacó intempestivamente Corrales; derrotó al general Ignacio Ramos, quien murió en la refriega; entró a saco al comercio y sin pérdida de tiempo marchó, y asaltó y tomó la plaza de Jiménez, y como a esa hora llegó a la población un tren procedente de Torreón, mandó que los pasajeros entregasen sus valores. Además, viajan en el propio tren numeroso villistas que se habían amnistiado, exhortó a éstos para que volviesen a la guerra, y así lo hicieron, de manera que un día después de tales acontecimientos, las fuerzas del general Villa ascendieron a mil hombres.

El inesperado suceso ilusionó a Villa. Su alma indómita y aguerrida le hizo idealizar un nuevo y grande ejército; y entusiasmado por la idea, sin el comedimiento y enseñanzas que dan los cálculos, puso a su gente en camino a Parral, que tenía una guarnición de cerca de mil quinientos soldados bien organizados y fogueados. Mas esto no fue obstáculo para que Villa, sobrestimando el valor de sus acompañantes y el suyo propio, se abstuviera de atacar la plaza, en la que sufrió un serio descalabro, acrecentado con la retirada en desorden de su tropa, al grado que huyendo hacia su vieja guarida de Río Florido sólo le pudieron seguir ciento y tantos individuos.

Todos los males e impulsos que se originan en el despecho y la venganza seguían agitando el pecho de Villa; y como a tales males e impulsos asociaba su férrea voluntad que sólo le hacía pensar en la victoria, fácilmente se ofuscaba, al grado de hacer imposible el dominio de su rustiquez irresponsable. A esos días, el general Villa estaba convertido en el símbolo más admirable de lo que puede ser capaz un hombre del pueblo elevado súbitamente a la vida ambiciosa.

Incomprendido y despreciado por quienes eran mayores que él en inteligencia, disciplina, moral y principios políticos, pero no superiores en lo que respecta a audacia, valor, intuición y amor a la patria, el general Villa, entregado a las violentas y atropelladas malquerencias, no fue capaz de poner límite a sus intenciones. Aquel caudillo, que con su personalidad optimista había hecho guerra y guerrero, y reunido en torno a él hombres valiosos como los Madero, Aguirre Benavides, Angeles, Bonilla, Maytorena, estaba roído por los más grandes defectos humanos. Tan mayúscula era su desesperación que cada uno de sus actos se asemejaba al del agonizante que, sin aceptar la realidad de la muerte, se entrega a la muerte misma.

En medio de esas alteraciones de ánimo. Villa anunció una guerra sin cuartel; y ello a pesar de su carecimiento de soldados, municiones y dinero, y de que sus lugartenientes ya no eran los inhumanos fusiladores Rodolfo Fierros y Tomás Urbina; aunque todavía le acompañaba como segundo el cruel Uribe, a quien llamaban Corta orejas, porque éste, en vez de mandar al paredón a sus prisioneros ordenaba que les desorejaran. En Jiménez, después del triunfo sobre las fuerzas carrancistas, Uribe reunió treintiocho prisioneros e hizo que en su presencia fuesen víctimas de su infame capricho. Uribe mandaba un escuadrón que sólo tenía por objeto perseguir a los vencidos, castigar a éstos con tan macabro invento y entrar a saco a las poblaciones.

Retirado a Río Florido, como queda dicho, el general Villa urdió nuevos planes. En ésta vez, no reúne gente. En cambio adiestra espías y manda que éstos se sitúen en los puntos débiles al ataque, y le tengan al tanto de los movimientos y condiciones del enemigo. Ahora, pues, el general se cree bien informado de lo que ocurre en Chihuahua, que es a donde sus agentes vigilan las actividades de los soldados del gobierno. Su mira es la capital del estado. Considera que todavía le es posible recuperar la ciudad principal y sentar en ella su cuartel general como en los años de la bonanza guerrera.

Los informes que le comunican sus agentes le hacen saber que en la plaza, el general Jacinto B. Treviño vive confiado, y como le han dicho que Treviño carece de fuste, aunque es colérico y capaz de actos violentos, cree factible realizar un asalto sorpresivo al jefe carrancista más amante del brillo que de la realidad, y manda que una vez más, las partidas villistas se concentren sigilosamente. En esta ocasión, es Fresno el punto de reunión.

Las fuerzas del Gobierno tenían perdidos de vista a los villistas. Estos, que anteriormente surgían cerca de las vías férreas, estaban desaparecidos, lo cual hizo que el general Treviño no cuidara las puertas de Chihuahua. Así, la junta de las partidas de Villa se llevó a cabo sin tropiezos, y a la madrugada del 16 de septiembre, burlando las defensas y vigilancias de Chihuahua, Villa entró a la ciudad, puso en libertad a los presos de la penitenciaría del estado, atacó el palacio de gobierno y los cuarteles, y sembró el desorden entre la gente de Treviño. Luego, convencido de su incapacidad guerrera y de los efectos que podía tener su audacia, se retiró en perfecto orden, dejando en ridículo a los carrancistas.

La osadía de Villa conmovió al país, que empezaba a acariciar formalmente los bienes de la paz, y Carranza se dispuso reparar tan grande descalabro. Al efecto, empezó ordenando que el general Treviño entregara la comandancia militar al general Francisco Murguía.

Murgía, era sin dudas, uno de los generales más aguerridos de la Revolución. Además, poseía relevantes méritos personales y sobre todo aptitudes de mando; ahora que mucho le perjudicaba no tener voluntad para dominar su vanidad, siempre excesiva.

En esta ocasión, sin embargo, el general Murgía no fio solamente en su valimiento personal. Comprendió de antemano que no fácilmente vencería a las guerrillas de Villa, en un terreno que éstas conocían y dominaban, y dentro del cual eran numerosos sus partidarios y admiradores. Murgía, en efecto, no se engañó en sus apreciaciones. Además, por cuidar su hoja de servicios, no quiso caminar en tanteos y sondeos inconducentes. Siempre aspiró a dirigir una campaña militar por sí solo; y ahora la oportunidad estaba a la mano. Su único jefe superior era Venustiano Carranza por quien sentía incambiable admiración y respeto.

Así, para empezar la campaña contra las partidas villistas, Murgía pidió soldados veteranos, y Carranza le mandó las mejores fuerzas de Guanajuato, Zacatecas, San Luis Potosí y Coahuila. En seguida, exigió armas, y Carranza le remitió cinco mil carabinas nuevas y dos millones de cartuchos; también veinticinco cañones.

Con todo esto, organizó una columna en Torreón; y el 11 de octubre, en la llanura que circunda a la estación ferrocarrilera de Santa Clara, al norte de la Laguna, el general revistó seis mil hombres de caballería. Otros tantos le esperaban, por órdenes de Carranza dentro del estado de Chihuahua.

Este aparato de verdadera fuerza armada, se puso en marcha hacia la plaza de Chihuahua. Ahora, Murguía podría disponer planes efectivos de persecución a las bandas villistas, Además, como entre su gente se hallaban veteranos de la guerra civil, le sería fácil emprender con efectividad una guerra de guerrillas, para la cual tenía más aptitudes que en el mando de batallas campales. El propio Murguía, era muy aficionado al golpe generalmente audaz y teatral de la guerrilla, en el cual más que el saber imperaban la destreza y la intuición. Murguía no tenía la fama del guerrillero, pero había en él, por naturaleza, un gran guerrillero.

Villa, al tener conocimiento de la presencia de Murguía no se mostró tan seguro de sus triunfos como cuando estaba el general Treviño al frente de la comandancia de Chihuahua. No ignoraba Villa el carácter osado, vigilante y ágil de Murguía. No desconocía que éste era capaz de acaudillar una partida de hombres y de buscarle personalmente al través de las sierras chihuahuenses; y por todo eso, mandó que su gente, abandonando la táctica de las guerrillas se reuniera en una sola columna, con el objeto de salir al paso de Murguía, seguro de que éste no estaría capacitado para dirigir una batalla formal.

Sin poder tener noticias precisas sobre la situación de Villa ni acerca de los movimientos de las guerrillas villistas, el general Murguía, dejando a un lado su acostumbrada intrepidez, en esta ocasión caminó lentamente a lo largo de la vía férrea del Central con dirección a la ciudad de Chihuahua; y conforme avanzaba iba acrecentando su columna, pues se le unían otras corporaciones enviadas por Carranza; y esto, al tiempo de recibir más abastecimientos bélicos.

Así, a los últimos días de noviembre apenas había acampado Murguía en las cercanías de Horcasitas, cuando de sus avanzadas le comunicaron que la fuerza enemiga se acercaba intempestivamente procedente del norte. Y, en efecto, el general Villa, burlando los destacamentos del gobierno se puso a la vista de Horcasitas con dos mil jinetes e igual número de hombres de infantería. La rápida y sigilosa reunión de aquella gente, así como su presencia frente a Murguía, tuvo los visos de un milagro guerrero.

Villa, conocedor del terreno en el cual se hallaban acampadas las fuerzas de Murguía, no quiso perder la oportunidad de dar batalla en aquel punto, que ofrecía, topográficamente, muchos inconvenientes para los movimientos de su enemigo.

En efecto, el campo en el cual apareció Villa dispuesto a combatir, imposibilitaba las maniobras de la caballería que era la mayoría de las fuerzas del gobierno; pero habiendo advertido ágil y militarmente los peligros de aquel terreno, Murguía mandó con mucha prontitud y decisión que sus seis mil jinetes echaran pie a tierra y avanzaran sobre la gente de Villa; y hecho esto, trabado el combate con el ímpetu de la columna de Murguía, poco a poco los villistas empezaron a retirarse hacia Chihuahua, lo cual alentó a los carrancistas, de manera que con más bríos emprendieron la persecución del enemigo que en menos de veinticuatro horas, casi en desbandada, huyó hacia la sierra de San Andrés.

Murguía entró a la ciudad de Chihuahua el 4 de diciembre. El triunfo de Horcasitas le dio gran prestigio, y como era hombre de iniciativa, sin detenerse empezó a dar órdenes con la idea de exterminar a Villa, haciendo omisión de los accidentes del terreno y del conocimiento que los villistas tenían de la región.

Bajo las órdenes de Murguía estaban dieciséis mil soldados, bien armados y municionados. De reserva, Murguía poseía cinco millones de cartuchos y dos millones de pesos fuertes. Además, estaba investido de facultades extraordinarias, de manera que podía movilizarse sin aguardar instrucciones superiores. También podía instalar o cambiar autoridades civiles.

Sin embargo. Villa no era el guerrero que se dejaba someter, ni temía a fuerzas superiores, ni creía en jefes más hábiles que él. Así, en seguida de la derrota en Horcasitas se retiró, como queda dicho, hacia la Sierra de San Andrés, pero pasadas dos semanas, llegó a un punto cercano a Mapimí a donde una vez más había convocado a sus lugartenientes, ordenándoles que se presentaran llevando, entre todos, no menos de dos mil hombres.

A este número, el general Villa aumentó trescientos más que le acompañaban, y al frente de la columna se puso en marcha en dirección a la Laguna, caminando con extremado sigilo, y precaución, para no ser sentido en sus pasos por las fuerzas carrancistas. De esta suerte, y sin desmentir sus virtudes guerreras, a la noche del 22 de diciembre se situó a dieciséis kilómetros de Torreón, y al siguiente día penetró a la ciudad, atacando los cuarteles, el palacio municipal y las oficinas del comandante de la plaza, general Talamante, sembrando el pánico y el desorden entre los soldados del gobierno, de manera que en menos de dos horas quedó dueño de la situación.

Tan grande fue el desastre de la guarnición gobiernista, que el general Talamante, revolucionario sonorense de mucho pundonor, se suicidó, mientras que su gente se rendía o lograba huir en todas direcciones.

Dueño de Torreón, el general Villa se abasteció de armas, municiones y dinero, y habiéndosele incorporado muchos hombres que una vez más idealizaron a aquel guerrero conmovedor, creyó que era llegada la hora de la reivindicación política y militar; y en un manifiesto notoriamente improvisado por el optimismo entusiasta e incalculado, Villa proclamó que Torreón había sido siempre para él, el punto de partida a sus grandes victorias —de las victorias de la División del Norte—, y que por lo mismo, con aquel triunfo, el villismo presentaba un nuevo frente a Carranza y al carrancismo.

Al caso, y creyendo que realmente estaba en poder de la clave de su buena suerte. Villa organizó una columna de cuatro mil quinientos hombres y teniendo noticias de que el general Murguía, al saber lo sucedido, avanzaba a su encuentro por la vía férrea del central, resolvió salirle al paso, y con señalada dicisión marchó al norte, llegando con su gente a estación Reforma, a donde se dilataban llanuras y lomeríos propios para dar batalla.

Por su parte, el general Murguía, conociendo las mañas y empresas de Villa, se movió con todo género de precauciones y provisto de los informes necesarios para evitar que el enemigo le cogiese de sorpresa, llevaba muy calculada la hora a la cual se encontrarían frente a frente las dos fuerzas militares. Adelantóse, pues, Murguía hacia Reforma con todo su aparato de guerra dispuesto al fuego, llegando tranquilamente (3 de enero, 1917) a los puestos avanzados de Villa, con seguridad en sus pasos y triunfo. Con ello fácil le fue derrotar al enemigo, que ya más en son de aventura que de guerra, abandonó el campo en desorden, dejando el cadáver del general Martín López, tan celebrado por sus hazañas guerreras y su lealtad a Villa.

Un soldado de tanta responsabilidad y agresividad como Murguía, no iba a detenerse con aquel triunfo, así es que, sin levantar el campo, mandó que una columna de tres mil soldados saliese tras las huellas villistas.

El propio Murguía se puso en marcha tras los derrotados; ahora que como las órdenes para la persecución fueron dictadas en medio de prisas y entusiasmos, la gente de Murguía olvidando las astucias que los villistas empleaban, se adelantó tanto en la tarea persecutoria, que una de las columnas volantes cayó en una emboscada (12 de enero) en el Cañón de los Halcones, perdiendo cerca de cincuenta hombres.

Así y todo, creyendo poder cortar la cabeza a Villa, el general Murguía siguió con una tenacidad admirable todas las huellas que dejaban los derrotados; mas como Villa advirtiera que quien lo buscaba iba más entregado a la confianza que guiado por la prudencia, se propuso ocasionarle un castigo, y al efecto, le esperó (9 de marzo) en El Rosario; y sin que Murguía sospechara la presencia del enemigo, casi se entregó en manos de éste, que le causó una seria y amarga derrota, desluciendo, por el momento, aquella campaña de la cual parecía que Murguía saldría invicto.

Alentado por tal acontecimiento el general Villa, sin importarle la inútil pérdida de sangre mexicana, y como si la guerra representase para él una mera diversión, se movilizó violentamente hacia la ciudad de Chihuahua, que atacó (30 de marzo) sin son ni ton, puesto que no llevaba la menor posibilidad de vencer; ya que sólo le acompañaban dos mil hombres fatigados, escasos de municiones, andrajosos y sin brújula política ni guerrera, puesto que la concurrencia a aquella guerra de guerrillas sólo significaba una vulgar aventura. Y tan ilógico fue el asalto villista a Chihuahua, que los atacantes fácilmente fueron rechazados, teniendo que salir de la plaza en desbandada, y sin llevar provecho alguno.

Estas audacias del general Villa preocuparon profundamente al presidente de la República, quien temeroso de que el villismo presentara por enésima vez un grave obstáculo a la condición de la paz, mandó que las fuerzas veteranas de Sinaloa y Sonora que habían dado la victoria al carrancismo en el centro y norte del país, se trasladaran violentamente al estado de Chihuahua; y, al efecto, los viejos batallones de soldados sinaloenses y sonorenses, al mando de los generales José Gonzalo Escobar, Eugenio Martínez y Francisco Sobarzo, con un total de cinco mil hombres, pasaron a suelo chihuahuense.

Conocido por Villa ese movimiento de su enemigo, mandó fraccionar las dos columnas que había logrado reorganizar, y una vez más, las partidas armadas entraron al juego de guerrillas.

En seguida, fue tanta la celeridad de la acción villista entre el 4 de mayo al 27 de junio (1917) que las guerrillas, cada día más optimistas y combatientes, atacaron Parral, La Bonilla, Jiménez, y catorce poblaciones más, produciendo grandes daños entre los soldados del gobierno y causando la muerte del general Sobarzo, jefe respetable, valiente y querido por sus soldados. Sobarzo correspondía al grupo original de los revolucionarios idealistas, honorables y apasionados por las doctrinas democráticas. Nada brillaba, aparentemente, en la personalidad de Sobarzo; mas esto se debía a su modestia personal, casi inefable.

Pero, volviendo a Villa, diremos que éste, después de aquella racha de asaltos, albazos, emboscadas y escaramuzas, desapareció misteriosamente de la escena guerrera. Tres largos meses pasaron sin que se tuviera la menor noticia del guerrero; y es que Villa en un rincón de la sierra de Durango estaba aturdido después de leer una carta suscrita por media docena de sus viejos partidarios —de los partidarios en quienes mucho confiaba, pues les tenía como revolucionarios puros, y a quienes si nunca había escuchado en sus consejos, no por ello desmerecían en su crédito. La carta, en efecto, firmada por Manuel Bonilla, José María Maytorena, Miguel Díaz Lombardo, Enrique C. Llórente, pedía a Villa la suspensión de hostilidades. El país estaba cansado de la guerra, y de seguirla, el propio Villa sería entregado a la muerte por la gente de paz. Y no era todo: los firmantes le pedían que mantuviera incólume el ideal humano y político de la Revolución, tan contrario a los caudillos profesionales.

Ni una sola palabra contestó Villa a sus antiguos partidarios; pero pareciendo comprender el fondo de la misiva se dirigió a la hacienda de Canutillo, y allí deshizo a la columna que le acompañaba. Quedóse con una escolta de trescientos hombres; habló de paz y dijo haber hallado un retiro a su larga e ímproba carrera de aventuras.

Allí estaba Villa, gozando de la tregua que él mismo se había dado, cuando el 19 de octubre (1917), le sorprendieron las fuerzas del gobierno; pero poniéndose nuevamente al frente de sus hombres, derrotó al enemigo; le hizo ochenta prisioneros; se apoderó de un tren de abastecimientos y como creyó que estaba condenado a seguir peleando, pues el gobierno no dejaba de perseguirle, mandó que los prisioneros fuesen fusilados; y en seguida, entregado una vez más al espíritu de la venganza feroz, ordenó a sus lugartenientes Silvestre Quevedo, Chico Cano, José Jaurrieta y Nicolás Cano, que hicieran leva de todos los jóvenes que hallasen a su paso y de esta manera improvisó una columna de tres mil hombres y marchó sobre Ojinaga, con la idea de hacerse dueño de un puerto fronterizo, abrir cauce a la fuente de abastecimientos que imaginaba tener nuevamente en Estados Unidos y reiniciar las actividades en grande; aunque no faltó quien intentara disuadirle del incalculado plan.

El asalto a Ojinaga (14 de noviembre) fue infructuoso. La plaza permaneció impávida ante la improvisada agresión villista.

Esa guerra de guerrillas; tal audacia guerrera asociada al ejercicio vengativo de grupos o facciones rurales, no estaba únicamente en el norte del país. No era Villa, ciertamente, el único jefe de guerrillas. Estas tenían carta de naturalización en casi toda la República. Y ello a la hora en que el Congreso Constituyente acababa de expedir el nuevo Código Nacional.

Dentro de Michoacán, los generales Luis Vizcaíno Gutiérrez, Jesús Cíntora y José Luis Chávez García, los tres originarios del villismo, peleaban por cuenta propia; fraccionados a veces en guerrillas; unidos más de una ocasión en columnas amenazantes no tanto por su número, cuanto por sus ímpetus; también por sus violencias irresponsables y sus atropellos inconducentes. Acaudillaban, en efecto, una guerra de desesperación, sin bandera ni cuartel; aunque en el fondo de sus propósitos, no abandonaban las ideas políticas de 1910, pues si eran hombres sin miramientos, asimismo correspondían a un preciado desinterés. No dejaban, sin embargo, de cometer estupros y robos, venganzas y abusos. Así y todo, seguían caracterizando lo primitivo del cuerpo rural mexicano entregado a la Revolución. Pero al mismo tiempo advertían la existencia de problemas que no eran políticos, sino que correspondían al deseo de un bienestar no alcanzado por la población rusticana, que vivía en el aislamiento social y bajo el castigo de la autoridad local y nacional.

También en Morelos continuaba la guerra de guerrillas; que se acrecentó a partir del día de la toma de Torreón (23 de diciembre, 1916); pues habiendo ordenado Carranza al general Pablo González, comandante en jefe de las fuerzas carrancistas en operaciones contra Zapata, que retirara seis mil hombres del estado de Morelos para que marchasen violentamente al norte del país, tal hecho fue considerado por los zapatistas como una debilidad del gobierno; y por lo mismo, reanimado con la esperanza de derrotar a los cinco mil soldados de González que quedaban en Morelos, Zapata ordenó una ofensiva. No estuvieron fuera de punto los cálculos de Zapata; pues comprendiendo el general González que le sería imposible sostener sus posiciones en Morelos con la salida de la mayor parte de sus tropas, levantó su cuartel general de Cuernavaca, poniendo de hecho la plaza en manos del zapatismo, que respondió al acontecimiento no sólo ocupando la ciudad, sino imprimiendo un manifiesto firmado por Zapata, en el cual, asegurando éste tener el dominio militar en ocho estados de la República, anunció su decisión de avanzar violentamente sobre la ciudad de México, para dar garantías a sus habitantes, defender a los comerciantes metropolitanos atropellados por Carranza, establecer un gobierno responsable y sereno y realizar la unión y concordia de todos los mexicanos.

Zapata, al efecto, se preparó para dirigir personalmente el avance hacia el Distrito Federal, pero como a esas horas tuvo informes de que entre sus lugartenientes se conspiraba en favor de la paz y de que algunos de esos lugartenientes se entendían con el gobierno de Carranza, determinó hacer un alto en sus movimientos guerreros, y mandó abrir una averiguación y como hallase pruebas de que el general Otilio Montaño, el profesor de pueblo, autor del Plan de Ayala, y el más sincero defensor de los labriegos y peones, se entendía, aunque sin compromiso con políticos carrancistas, ordenó que se le aprehendiera y consignara a un consejo de guerra, mismo que considerándole culpable del delito de traición, le condenó a muerte, acto que se cumplió el 18 de mayo (1917).

Fue un infortunio la trágica caída de Montaño; pues si éste carecía de cultura tenía en cambio las virtudes del individuo de pensamiento ágil, deseoso de saber. Era sin duda, una caracterización de la sensibilidad rural mexicana, gracias a lo cual percibía fácil y efectivamente las congojas y contentos del pueblo. Gracias a esa cualidad, Montaño comprendió cuán inútil era para el zapatismo, siendo facción independiente y meramente zapatista, alcanzar la victória; y como la Constitución de 1917, no distaba mucho de la esencia del Plan de Ayala, queriendo servir si no a la causa personal de Zapata, sí a la del partido agrario que tenía a Zapata como caudillo, encendió cerca de los civiles que acompañaban al general Pablo González una luz de pacifismo, sin el menor asomo de traicionar a Zapata ni al zapatismo, toda vez que el jefe del Ejército Libertador siempre le había otorgado su confianza y dado facultades para el trato de los asuntos públicos del propio ejército.

Las manifestaciones pacíficas de Montaño, no parecieron dignas a Zapata, quien atribuyendo a su lugarteniente un acto de deslealtad, mandó enjuiciarle con los resultados trágicos de que se ha hablado arriba.

Perdió el zapatismo, con el fusilamiento de Montaño, un instrumento purísimo y noble de la guerra agraria en Morelos; perdió asimismo un buen número de jefes que, al saber el fin de Montaño, se retiraron de las guerrillas o se rindieron al gobierno, minorando con todo eso el valor del zapatismo.

Minorando también estaba el prestigio guerrero de los caudillos contrarrevolucionarios, que desde el fracaso de la expedición del general Félix Díaz a Chiapas, andaban a salto de mata, expidiendo proclamas, decretos, nombramientos y promesas, con lo cual creían congraciarse con la masa popular del campo, principalmente en el estado de Veracruz a donde ahora habían trasladado el centro de sus operaciones.

Hallábanse al efecto, en suelo veracruzano y al lado de Díaz, los generales Pedro Gabay, Higinio Aguilar, Roberto F. Cejudo, Cástulo Pérez y Luis Medina Barrón; y aunque tales acompañantes de Díaz tenían fama de buenos soldados porfiristas, no hacían daños a las fuerzas del Gobierno, aunque sí lesionaban los deseos pacíficos del país.

Transladadas las hazañas contrarrevolucionarias a la realidad guerrera, no tenían otra estampa que la de una aventura novelesca; pues sus grupos iban de un lado a otro lado, huyendo y ocultándose, pero respetando siempre al vecindario pacífico. Tales movimientos, sin embargo, servían para que los líderes de la Contrarrevolución, que operaban en Nueva York, continuaran reuniendo fondos, expidiendo noticias alegres y asegurando que el general Díaz estaba a punto de derrocar a Carranza y de restaurar un régimen de orden.

Figuraban entre los líderes más emprendedores de la Contrarrevolución movida desde Estados Unidos, el general Aureliano Blanquet y los licenciados José Castellot, Guillermo Castillo Nájera, Nemesio García Naranjo, Enrique Gorostieta y Querido Moheno.

Mas todo ese aparato de propaganda, no era obstáculo para que el Gobierno constitucional continuara fortaleciéndose, dejando a segundo término la guerra de guerrillas, máxime que para mediados de 1917, el ejército nacional sumaba cien mil hombres, mejor armados y municionados que durante la lucha intestina de 1915. Los nuevos gobernantes empezaban a ser respetables y el Estado tenía todos los visos de un tronco que embarnecía, para dar seguridad a México.
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