Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo tercero. Apartado 2 - Las angustias nacionalesCapítulo vigésimo tercero. Apartado 4 - Oposicion a Carranza Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 23 - LA LEY

UN NUEVO CÓDIGO




Al acercarse el final del verano de 1916, el país recuerda que hace un año, quedó terminada, desde el punto de vista militar, la Guerra Civil, la Tercera Guerra Civil. La República admite la paz como un hecho. De lo que no tiene certeza es de que esa paz sea perpetua. Y no es probable su conocimiento sobre esto último, porque ¿qué va a ser del país con los tantos hombres súbitamente brotados en el campo guerrero y político de México, cuando cada uno de esos hombres se considera con capacidad para gobernar y mandar? ¿Será posible domeñar tantas ambiciones? Y aunque fuese posible, ¿en nombre de qué ley podría sujetarse el espíritu de progreso que ha despertado la Revolución en cada mexicano? ¿No la base principal de la Revolución fue precisamente el conceder valor y responsabilidad a la voluntad personal y colectiva? ¿Sería también posible desconocer lo que previamente fue conocido y que originó el levantamiento en armas de la población nacional, y principalmente de la clase rural que nunca antes había escuchado las voces de libertad, voluntad popular, derechos cívicos y otras más que constituyeron el eje de las aspiraciones de soldados y caudillos revolucionarios?

Quienes a las horas que se sucedieron a los triunfos del Ejército Constitucionalista en el centro de la República, tuvieron oportunidad de observar el fenómeno que ahora, a mediados de 1916, era patente en todas las direcciones del país, intentaron, aunque sin efectividad, hacer frente a la ola ambiciosa. La empresa había sido absurda, ya que constituía, en el fondo, una reacción. El espíritu creador de la Revolución, pues, no podía ser alterado ni detenido. Un alto en las esperanzas del futuro anidadas en el alma del soldado de la Revolución, hubiese equivalido al fracaso prematuro de la propia Revolución.

Las consecuencias del acontecimiento se presentaban como fatales; pero los bienes tendrían que ser superiores, puesto que encerraban un designio nacional si no razonado, sí intuitivo. De esta manera si la gente no estaba cierta de una paz perdurable, tampoco temía una nueva tormenta. Sólo Carranza, comprendiendo su alta responsabilidad, sentía los temores propios a su jerarquía, experiencia, carácter y saber de gobierno.

Había visto Carranza, como Primer Jefe, florecer primero el Constitucionalismo; después el carrancismo; y aunque siempre haciendo hincapié en el primero de los apellidos, dejaba correr el segundo; mas no por vanagloria, ni por bandería, ni por engreimiento. Creía Carranza en un personalismo momentáneo, como creía también que a éste debería seguir una constitucionalidad; y el Primer Jefe esperaba el momento oportuno para insistir en tal proclamación.

No era tarea fácil llevar a la República de la guerra a la paz; del capricho a la ley; del mando al gobierno. La idea de la constitucionalidad era fija; ahora que no estaba señalado el camino a seguir. El Plan de Guadalupe encerraba el principio de constitucionalidad; pero no decía cómo restaurarlo.

Había, aparentemente, una manera de proceder: poner en vigor pleno la Constitución de 1857; pues si el movimiento armado acaudillado por Carranza había sido en nombre y defensa de la Constitución, lógico era que terminada la acción de armas, se entrase al reino de la ley. El Código de la Nación era intachable; e intachable el acto de restaurarlo después de las violaciones del huertismo.

Mas, ¿una mera restauración comprendía el ser y el hacer total de la Revolución? La guerra era la pólvora, la paz, la Constitución; pero la Revolución, ¿qué era la Revolución? ¿Cómo explicarla y adoctrinarla si todos los acontecimientos quedaban constreñidos a la restauración constitucional?

Carranza, en medio de estas y otras consideraciones, vio, de pronto, abierto el horizonte de México. Advirtió la posibilidad de aprovechar el entusiasmo revolucionario, para dejar impreso el espíritu revolucionario. Creyó, que todavía, al calor del triunfo guerrero, sería factible llevar a cabo lo que más adelante sería violencias y apasionamientos; tal vez nuevas riñas o nuevos movimientos armados, y volviendo a Juárez y al juarismo que habían sido la inspiración de su política desde la hora en que llevó sus pasos al puerto de Veracruz, brilló en él la idea de una asamblea constituyente.

Tal idea, hecha pública (14 de septiembre, 1916) no tenía una precisión absoluta. Había dentro de ella no pocas inhibiciones tanto de carácter político como de exposición jurídica. No se acercaba a dar forma a un código, sino más bien apuntaba la posibilidad de un programa constitucional. No pretendía dar una nueva ley a la República, puesto que reconocía la Carta de 1857. Encerraba, eso sí, la necesidad de la reforma; de la clásica reforma legal.

Y no podía realizarse de otra manera el pensamiento de Carranza y de los caudillos revolucionarios; porque, siendo la Constitución el fundamento de la guerra y de la Revolución, no correspondía al Primer Jefe desconocer lo aceptado previamente. La Constitución de 1857, era, pues, intocable en su punto capital. Lo que faltaba era elaborar en torno a la misma, los proyectos que emanaban del espíritu creador de la Revolución.

La tarea, sin embargo, no se presentaba tan fácil. Requeríase comenzar improvisando legisladores. La Revolución, por sus características y sus principios, era un fenómeno alejado del viejo foro mexicano y por lo mismo nada tenía en sí referente a la práctica de las leyes. Los revolucionarios todavía formaban un material humano en bruto; y las constituciones provenían generalmente de teorías pulidas. Ni siquiera era posible hablar de un grupo político selecto, dueño de un vocabulario capaz de dar brillo a las letras y derecho constitucionales. Una Constitución sin el uso y aplicación de las voces convenientes y propias del lenguaje, daría ocasión a interpretaciones legales torcidas e inexactas. Mas ¿qué se podía hacer, en este último renglón, cuando las cabezas de la Revolución eran originarias de la población rural; y por lo mismo exentas de educación e instrucción?

Ahora bien: ¿era la ignorancia un obstáculo para que los hombres buscaran su felicidad al través del orden y entendimiento? ¿Sólo el saber y no el ser, tenía el derecho de preceptuar la vida de los individuos y de la Sociedad?

En el documento expedido y firmado por Carranza, éste, en medio de eufemismos, advirtió el porqué de un congreso constituyente, y sobre todo la causa por la cual la Primera Jefatura vetaba la forma y modo de la Constitución de 1857. Al efecto, explicó Carranza que a pesar de la bondad indiscutible de los principios de la Carta del 57, ésta, en 1916, resultaba inadecuada para la satisfacción de las necesidades públicas, y muy propicia para volver a entronizar otra tiranía.

Esto último, dicho después del gobierno democrático de Francisco I. Madero, parecía ser un reproche al maderismo. Mas no era así. Correspondía tal afirmación al desconocimiento de la realidad; porque ¿era posible acusar, a menos de ser ignorante, a la claridad democrática constitucional, de las oscuridades del régimen porfirista? Por otra parte, ¿podía decirse, sin apartarse de la verdad, que había sido la Constitución la que había conducido al general Porfirio Díaz al establecimiento de un gobierno personal?

Además, el Partido Constitucionalista y la guerra que éste originó no habían tenido como finalidad exterminar una tiranía, sino restaurar el imperio de la Constitución violada a fuerza de armas por el general Victoriano Huerta.

Mas Carranza, sin poder fundamentar el porqué de la necesidad de una nueva o reformada Consitución, en el fondo lo que mucho que quería era obtener un lucimiento para la política civil. Deseaba opacar la luz de los caudillos de la guerra; pues si éstos habían ganado laureles para la causa carrancista en los campos de batalla, ahora el Primer Jefe quería obtener la gloria civil con una Constitución que sin sobresalir a la anterior, diese prestigio y lustre a la política de la Primera Jefatura.

No existen evidencias de que Carranza persiguiese o tratase de realizar un ideario político. Todavía no se sentía en el país el espíritu del progreso en la institución. El sistema presidencial, a pesar de ser amenazante, si no se le restringe, para las libertades públicas, seguía invariable en la mente de los adalides revolucionarios.

Dentro de los propósitos de Carranza, dejando a su parte los egoístas motivos personales siempre inherentes a la naturaleza humana; también a los fines políticos explicables como remate a una guerra intestina; dentro de los propósitos de Carranza, se dice, estaba la glorificación de la Revolución. No bastaban, para reconocer y ensalzar aquel acontecimiento que tanto conmovía a la República, pero principalmente a la gente rural, las mayores alabanzas verbales o escritas. Tampoco bastaban los cambios en los sistemas políticos; porque el gobierno de los hombres, aunque llevado a nuevas prácticas, estaba siempre en peligro de los mismos hombres. Era necesaria, pues, una consagración doctrinaria de la Revolución. De aquí, apuntó Carranza la obligación de reformar el Código de 1857.

Sin embargo, desde la expedición (19 septiembre) de la convocatoria para la Asamblea Constituyente, se observó que el sólo nombre de ésta indicaba que no se proyectaban tanto las reformas a la Carta de 1857, cuanto la expedición de una nueva Constitución.

La convocatoria, por otra parte, no únicamente anunciaba otra Constitución. Ordenaba asimismo un ensayo electoral más, después del efectuado en 1912; ahora que en 1916, el derecho de la voluntad popular, principio y fin del Antirreleccionismo de 1910, iba a sufrir las limitaciones propias a las condiciones anormales del país; también las que señalaban la inexperiencia política nacional, puesto que, no por ineptitud de los ciudadanos mexicanos, sino por no existir la clase ciudadana, ya que el ochenta por ciento de la población de México sólo correpondía a la clase rural, los caudillos políticos del carrancismo estaban ciertos de que el Sufragio Universal debería estar adaptado a las circunstancias del país y de la vida mexicana.

Así, a las elecciones para votar a los diputados al Congreso Constituyente, no podrían concurrir los individuos, que hubieren ayudado con las armas o servido empleos públicos en los gobiernos o facciones hostiles a la causa Constitucionalista.

Comprendía la exclusión a los funcionarios y empleados del régimen del general Victoriano Huerta, puesto que habiendo tales personas violado la Consitutución de 1857, no estaban en capacidad de restaurarla o reformarla. Estaban asimismo dentro de la exclusión los villistas, convencionistas y zapatistas, de manera que la asistencia al congreso tenía la apariencia de ser un privilegio del carrancismo; y se dice que la apariencia, porque la gente llamada de paz o no faccional no quedaba impedida de ser parte de tal reunión.

Los términos del contexto dieron motivo a numerosas censuras, la mayoría de éstas de carácter jurídico; mas ello no tenía validez en tales días, y no porque Carranza fuese sordo a las demandas de justicia, sino a que la disposición del Primer Jefe estaba dentro de aquellas que determinan a los gobernantes a dictar cuantas medidas sean necesarias, aunque sin el derecho a recurrir a leyes infrahumanas, para preservar la paz de la República; y como mucho había sufrido el país como consecuencia de las luchas intestinas, Carranza se sintió con la obligación de decretar una medida del saber y ser autoridad, conforme a la cual quedaban al margen de una asamblea deliberante quienes tenían ya probado que con sus artes verbalistas sembraban el desasosiego, si no es que la guerra, en el país.

Debido a tales limitaciones, las elecciones se efectuaron (22 de octubre) pacíficamente en la República, resultando que dentro de las libertades electorales y políticas de que gozaron los comicios, la mayoría de los diputados elegidos correspondían a los grupos llamados de ciudadanos armados; y entre tales grupos, y ya con las formas de un cuerpo, estaba el que correspondía a la obediencia y admiración otorgadas, sin compromiso previo, al general Alvaro Obregón.

Además surgía entre la nueva hornada política de México que se iniciaba en aquel otoño de 1916, un buen número de jóvenes, que fluctuaban en las edades de los veinte a los veinticinco años. Era esa pléyade la advertencia clara y precisa de que el país veía nacer una clase gobernante —la clase que tanto ambicionó Madero en 1911—, pero que en esos días no era posible hacer y consagrar; pues nunca el espíritu y responsabilidad de gobernar pueden aparecer súbitamente en los hombres ni en los pueblos.

De esta suerte, la ceñida convocatoria expedida por Carranza, sirvió para la floración de una pléyade mexicana que si iba a hacer ensayos de verbos y derechos, no por ello dejaría de marcar otros rumbos a la República; porque al atolondramiento de la mayoría de quienes se reunieron el 20 de noviembre (1916) en la sala de la Academia de Bellas Artes, de la ciudad de Querétaro, se siguió un despertar de ideas incontenible e inefable.

Tan tímida, aunque aureolada por la victoriosa Revolución, estaba aquella juventud inexperta, que en la primera junta previa del Congreso Constituyente, nombraron presidente de la asamblea a Manuel Amaya, honrado más por su edad de adulto y su amistad personal con el Primer Jefe Venustiano Carranza, que por su ser revolucionario o su saber en Legislación y Derecho; pues su historia personal era oscura y estaba lejos de corresponder a la Revolución, debido a su origen de pura cepa porfirista.

El despego a los intereses personales o de grupo de los diputados contituyentes, asociado al candor juvenil y a la noble puericia rusticana, no reparó en la disonancia entre la presencia de Amaya y la presencia de un ambicioso porvenir nacional. Tampoco paró mientes en que el primero de diciembre, al quedar instalado oficial y solemnemente el congreso, fuese elegido, sin malicia ni prevención presidente de la asamblea el licenciado Luis Manuel Rojas, persona en la que no escaseaban méritos individuales y políticos; pero que había sido apegado al régimen porfirista y a la sazón colaboraba con Carranza.

Dieron cuerpo legal y representativo al Congreso Constituyente ciento cincuenta y ocho diputados, la mayoría de los cuales eran neófitos en política. Mas, como se ha dicho antes, de éstos, quien más, quien menos, estaba inspirado por los temas de una elevada idealidad revolucionaria. No todos eran oradores. El orador político no existía en México. Fueron escasos durante el régimen porfirista. La Revolución, por su parte, no les prohijó; pues mayor fue su requerimiento de los hombres de armas tomar que de predicadores.

A la instalación formal del Congreso, efectuada el 1° de diciembre (1916), concurrió el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista encargado del Poder Ejecutivo, Venustiano Carranza, quien llegó a Querétaro procedente de la ciudad de México, a caballo. El suceso no dejó de ser espectacular. Carranza quiso con eso significar su fortaleza física a la cual acompañaba incuestionablemente, su fortaleza de ánimo. En él, todo era completo. Nada faltaba a su garbo de caudillo político.

Cuando se presentó a la asamblea inaugural del Constituyente, una aureola de triunfo y poder le circundaba. Podía hablar con suma autoridad, pues todo era favorable a su responsabilidad de mando y gobierno de la Revolución y del país. Lo negativo que había en él respecto a las disposiciones guerreras, era plausible para aquella asamblea en la cual el derecho sustituía a la pólvora.

Carranza, frente a los constituyentes, pues así se llamó a los diputados, parecía estar inspirado por la Revolución francesa; aunque en el fondo seguía siendo una réplica de Juárez, sin menoscabo de su personalidad ni de la personalidad de Juárez.

Para dar a conocer el porqué del Congreso y el porqué de sus proyectos de reformas, Carranza censuró a la Constitución de 1857, no obstante que en su nombre y defensa había tomado las armas y convocado a los mexicanos para que concurriesen a la guerra. La censuró, porque tal Constitución -dijo- era una serie de fórmulas abstractas en las que se habían condensado conclusiones científicas de gran valor especulativo, pero de las que no había podido derivarse otro acontecimiento, sino el de la tiranía.

Al hacer tal afirmación. Carranza no culpó a los hombres que a través del juarismo y del porfirismo hicieron impráctica la Carta Nacional. Culpó a la propia Constitución; a la Constitución que defendió infatigablemente desde febrero de 1913, y a la que ahora zarandeaba con un poco de altisonancia propia a la gente victoriosa en grandes empresas.

Nada, aseguró el Primer Jefe, fue efectivo de la Constitución del 57: ni la división de los poderes públicos, ni los derechos individuales, ni la libertad y soberanía de los estados. Grande fue el valor del Primer Jefe al hacer tales afirmaciones. Con éstas, proferidas con franqueza sin igual, Carranza fundó la más elevada doctrina política democrática de México. Dio además, continuidad a la Revolución, de manera que lo iniciado y realizado en 1910, quedó prolongado, sin duda alguna, hasta las puertas del propio Constituyente.

De las maneras negativas de la constitucionalidad. Carranza se adelantó a proclamar lo efectivo, puesto que sí era posible la división de los poderes, como eran los derechos individuales y la libertad y soberanía de los estados. Volvió, pues. Carranza, al federalismo puro.

Así, para la efectividad de su pensamiento, que reflejaba a su entender, el pensamiento de la grey revolucionaria, presentó a los diputados un proyecto de reformas a la Constitución; proyecto en el cual se mandaban, en primer lugar, las garantías a la libertad humana en todas las manifestaciones que de ella deriven de una manera directa y necesaria, como constitutivas de la personalidad del hombre.

Quiso Carranza, con lo anterior, hincar fuertemente el poder de la individualidad frente al Estado. Este no debería ni podría a pretexto del orden o de la paz, motivo que siempre alegan los tiranos para justificar sus atentados, tener que limitar el derecho y no respetar su uso integro, atribuyéndose la facultad exclusiva de dirigir la iniciativa individual y la actividad social,esclavizando al hombre y la sociedad bajo su voluntad omnipotente.

Vivía en Carranza, como vivía en el alma de los mexicanos, y principalmente en el alma de la población rural, el temor a un Estado absoluto, capaz de creer que a él concurrían el saber, conocer y hacer de las cosas. Esto, que era la génesis de la Revolución, mereció la ovación de los diputados; también del país.

Más allá de las fuentes de 1917 fue Carranza, al dirigirse por vez primera al Congreso; porque ahora, el Primer Jefe más que el restaurador de la Constitución, era el Reformador. No ocultó que quería instaurar y no restaurar. Lo que dijo en el Constituyente fue quizás el más atrevido principio establecido por un gobernante; porque si en su informe al Congreso hay párrafos de condena precisa y completa a todas las formas de la tiranía estatal o personal, hay otros en los cuales, sin eufemismos, ensalza las libertades; y ésto a la manera de un grande y notable teórico de la Democracia y la Revolución.

Carranza redime, en tal documento, el autoritarismo del Poder Público y lo pone al servicio de la colectividad para, en seguida, elevar al estrado supremo de la Sociedad y la Nación, el principio de la voluntad popular, gracias a lo cual, rechaza las arbitrariedades autoritarias; da valimiento excepcional al poder judicial; aboga por la ocupación de la propiedad particular previa indemnización; condena el latifundio y los monopolios y hace del Sufragio Universal un derecho inalienable.
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