Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo. Apartado 1 - Segunda contrarrevoluciónCapítulo vigésimo. Apartado 3 - Continúa la guerra Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 20 - PAZ INCIERTA

LOS PACIFICADORES




Otro cariz, aparentemente opuesto al de una beligerancia armada, aunque sí con los designios de formar en las filas de la Contrarrevolución presentaban los desterrados mexicanos establecidos en San Antonio (Texas). Estos, al efecto, organizaron (enero, 1915), una Junta Pacificadora, que se suponía iba a calmar los motivos y acciones levantiscos de los connacionales, y con ello a restaurar la concordia entre las facciones, ya revolucionarias, ya reaccionarias.

Reuníanse bajo tal bandera, individuos que efectiva y gravemente tenían responsabilidad en la organización, dirección, desarrollo y tragedias de la Segunda Guerra Civil. A la Junta correspondían el licenciado Querido Moheno, principal instigador del derrocamiento de Madero, Miguel Bolaños Cacho e Ismael Zúñiga, principales caudillos del huertismo regional; porque si éste fue la representación precisa del atropello huertista en Coahuila; aquél fue manifestación de la violencia de Huerta en Oaxaca.

Tres órganos de publicidad tenía la Junta. Los tres de apoyo al general Huerta y al huertismo: La Prensa, El Presente y Revista Mexicana. Poseía el primero, su propia independencia y elevado decoro, a pesar de su partidismo. Los otros dos eran francamente contrarrevolucionarios y con optimismo esperaban el regreso de su partido; ahora que ya no por medio de la lucha armada, sino predicando la paz.

A este respecto, bien erróneo era el camino elegido. La creencia de que a su sola palabra, los revolucionarios depondrían las armas, abrirían los brazos del amor fraternal, excluirían de los castigos a quienes hubiesen sido los culpables de la guerra y olvidando los agravios a la ley y a la patria, habrían volver al país a las manos de la miseria moral y política que habían encumbrado al general Huerta; la creencia, se dice, en esa sola palabra de los pacificadores, era un engaño que la Junta hacía a la República y a sí misma.

Esto no obstante, la Junta envió un mensaje (14 de enero, 1915) a todos y cada uno de los principales jefes revolucionarios, invocando, en nombre de la Patria, el buen corazón de los mexicanos, para volver a la era de paz. El documento, escrito en tono clamoroso, era el menos apropiado para ser dirigido a hombres de guerra; y de aquí, y del hecho de que los firmantes estaban estigmatizados por su complicidad en los crímenes que contra la Constitución y las personas había cometido el general Huerta, que el documento, en vez de ser recibido con simpatía a alguna manifestación de aprecio hecha por los revolucionarios, sólo produjera indignación en Villa, Obregón y Angeles.

Además, no faltó la sospecha de que tras de los pacificadores existiese una verdadera conspiración contrarrevolucionaria, que lanzaba aquella finta con el objeto de penetrar en alguna forma dentro de las filas de la Revolución, y producir así nuevas divisiones o desgarramientos en el seno del Constitucionalismo. Y tales miras, tenía en la realidad, el proyecto de los directores de la Junta, de manera que apenas recibidas las respuestas negativas de los caudillos de la Revolución, los pacificadores olvidaron todos los signos y promesas de paz y abierta y francamente empezaron a reunir fondos para auxiliar la Contrarrevolución; mas ya no la capitaneada por Huerta sino la que preparaba el general Félix Díaz.

Y mientras que los desterrados políticos reunidos en San Antonio, fracasaban en sus proyectos pacificadores y no se detenían más para ocultar sus verdaderos fines, los prelados mexicanos expulsos, reunidos en San Antonio, por iniciativa del obispo Ignacio Valdespino, organizaban una Junta de caridad para aliviar la indigencia de los connacionales pobres, que temerosos de la guerra habían huido del suelo mexicano, para tomar asilo momentáneo en Estados Unidos.

San Antonio era, ciertamente, el punto de reunión para quienes huían de México, sobre todo de quienes creyendo que la Revolución no tenía más objeto que la de vengar a un partido depuesto violentamente del poder, creían haber perdido la patria para siempre, y como la mayoría del tal gente correspondía a la clase pobre, su permanencia en Estados Unidos causaba congoja. Así, el dinero que reunía el clero expulso, servía de gran consuelo aquellos mexicanos víctimas de quienes, excitados por sus ambiciones personales, habían provocado aquel incendio que se dilataba de un extremo a otro extremo del país.

No fue esa tarea practicada por los obispos, el único auxilio para aliviar las penas de los emigrados; porque entregados los caudillos de la Contrarrevolución a febriles actividades, y establecidas, a pesar de la vigilancia de las autoridades norteamericanas, agencias de reclutamietno a lo largo de la frontera, numerosos eran los individuos que, por su desesperación y omitiendo sus simpatías de partido, se daban de alta en las filas de los ejércitos en lucha; y tales hechos, de quienes acudían a remedios extremos, alentaban las aspiraciones de los antiguos huertistas, ya como pacifistas, ya como jefes de una facción.

Estos, preparando infatigablemente la Contrarrevolución, olvidando sus fracasos anteriores, así como la incompatibilidad que existía entre la guerra que organizaban y la paz que predicaban, correspondían, por otra parte, al despertar ambicioso. Así, después de haber ejercido la función de pacificadores, Federico Gamboa, Manuel Vázquez Tagle y Eduardo Iturbide, se sentían capaces de acaudillar un movimiento armado; y esto, a pesar de que Gamboa era un literato titubeante y un político asustadizo y Vázquez Tagle, un exministro de Madero, veleidoso y timorato. Sólo Iturbide, individuo que mucho lucía su origen aristocrático, tenía don de mando; aunque no poseía más experiencia que su breve autoridad como gobernador del Distrito Federal y sus tratos con políticos norteamericanos a quienes visitaba en nombre del Partido Pacificador, creyendo que de esta manera —tanta así era su ignorancia en materia política— que la presidencia de la República de México llegaría fácilmente a sus manos.

Ahora bien: si falsa fue la tarea de los pacificadores de la Junta sanantoniana, grandemente faltó al respeto de la independencia y soberanía de México, la intrusión de Estados Unidos, Argentina, Brasil y Chile en los asuntos domésticos mexicanos.

Al efecto, el coronel Edward M. House, consejero del presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, indicó a éste, en enero de 1915, y como si el gobierno de Wáshington estuviese obligado a hacer la guerra o la paz mexicanas, dentro de su antojo y capricho a su gusto y conveniencia, que era necesario poner fin a la lucha intestina en México; esto es, término a lo que llamaban los gobernantes de la Casa Blanca y del Departamento de Estado el problema mexicano; y al efecto, el coronel House, creyendo haber encontrado el secreto para dar fin a la conflagración en México, cuyas causas eran casi desconocidas por las altas autoridades norteamericanas, propuso a Wilson y éste aceptó, el proyecto, que se invitara a las potencias del ABC (Argentina, Brasil y Chile), para que, unidas a Estados Unidos, intervinieran en México con el objeto de hacer cesar la guerra y con ello volver la paz al país.

House, favorito y ministro universal de Wilson, estaba entregado, tanto por ignorancia personal, como debido a su política imaginativa, a ver las cosas que trataba solamente por el lado favorable a Estados Unidos, sin medir el tamaño de sus proposiciones ni las consecuencias que éstas podían acarrear. Así fue como llevó a la cabeza del Presidente norteamericano, tan sensible a la idea de que Estados Unidos tenía la capacidad para enderezar y dirigir la política y condición de cualquier pueblo del Continente americano, la creencia de que el propio Woodrow Wilson era el hombre indicado para llevar a cabo tal función; y en esa inteligencia, el Presidente norteamericano, alimentado por su generoso corazón y por la idealización que hacía de sus proyectos políticos, empezó a dar calor al plan de intervención política y jurídica, seguro dentro de sí mismo, que de esa manera salvaría a México semidestruído por el hambre y la guerra, de sus males y pecados.

Para el desarrollo de la proyectada intervención, el coronel House, encontró primero, el desdén del secretario de Estado William Jenning Bryan, quien no ocultaba su simpatía personal hacia el general Francisco Villa; después, la oposición de la República chilena que, justamente alarmada por ese nuevo sistema de intervencionismo, consideró improcedente tal arbitrio.

Y los planes de House hubiesen quedado sin efecto, de no ser que el secretario Bryan, ya atormentado por las intrusiones de House, renunció (junio, 1915) a la secretaría de Estado y ascendió a la misma Robert Lansing. De no ser también, que el embajador de Estados Unidos en Chile, logró convencer al gobierno chileno a concurrir al compromiso de hacer efectivas las ideas de House.

De esta manera, el gobierno de Estados Unidos logró reunir no sólo a los embajadores del ABC, sino también a los de Bolivia, Uruguay y Guatemala, que acudían generosamente, al igual de los primeros, a salvar de los horrores de la guerra a los mexicanos.

Reunidos, pues, los representantes de los seis países, enviaron una nota a los jefes revolucionarios mexicanos, incluyendo a Carranza no en su categoría de Primer Jefe, sino como caudillo, ofreciéndose de intermediarios, para hacer concurrir a los jefes de las facciones de México a una junta, con la idea de lograr, bajo el patrocinio de los plenipontenciarios extranjeros, la paz en la República. Tratábase, en términos generales, de repetir la asamblea de Aguascalientes, sólo que en esta ocasión, bajo la vigilancia y dirección de un intervencionismo infantil a par de precoz.

Anterior al envío de tal nota (11 agosto, 1915), hubo un acuerdo entre los firmantes de la misma, conforme a la cual, las tres facciones (carrancista, villista y contrarrevolucionaria) deberían admitir previamente un armisticio. Después, procederían, ya reunidos, a nombrar presidente provisional de México, en el entendido de que Estados Unidos, Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Bolivia y Guatemala se compromemetían de antemano a reconocer y favorecer con envíos de material bélico en cantidades ilimitadas, a quien resultase elegido en la junta; y esto último, con el compromiso de que las mismas naciones firmantes convenían en evitar el envío de armas y municiones a aquellos jefes revolucionarios que no aceptasen el acuerdo de la conferencia.

Inoportuno, entremetido y reprobable fue tal intento de intervencionismo. Lo primero, porque para esos días, el triunfo guerrero del carrancismo era indiscutible y por lo mismo, todo, dentro de la República, estaba encaminado a producir un régimen constitucional, de naturaleza y propiedad incuestionable no sólo nacional, sino también internacional. Entremetido, porque, dejando a su parte las gestiones individuales de los desterrados, para tener el apoyo del gobierno de Estados Unidos en el desarrollo de sus pasiones y ambiciones políticas, ni Carranza ni Villa habían pedido por sí ni por conducto de sus agentes, la concurrencia de los gobiernos extranjeros a un problema doméstico de México, y en el que no cabía la mano extraña en nombre de una paz que sólo estaban capacitados para alterar o restablecer los propios connacionales. Reprobable, porque si de un lado, la nota denotaba el deseo egoísta e imperial de Wilson, para acabar con los quebrantos y amenazas que la Revolución causaba en la frontera norteamericana; de otro lado, advertía el propósito de establecer un precedente político, diplomático y jurídico, que más adelante podía ser aplicado para justificar las intromisiones de las naciones firmantes en otros pueblos americanos, con lo cual se atentaba y se ponía en peligro la soberanía de las naciones del Continente.

Señalada y profunda molestia causó la nota de Lansing a Carranza y a todos los jefes revolucionarios a quienes fue entregado el pliego por los agentes norteamericanos.

Villa, quien empezaba a observar, más por su malicia y perspicacia de individuo correspondiente a la clase rural, que por razones de gobierno que no le era posible comprender, que su estrella iniciaba su declinación cerca de las altas autoridades de Wáshington, puesto que el hecho de tratar de reunir a los grupos combatientes significaba que el departamento de Estado norteamericano ya no tenía confianza en el triunfo del villismo; Villa, se dice, con su malicia y perspicacia pidió al ingeniero Manuel Bonilla y al doctor Luis de la Garza, ambos residentes en El Paso, pero identificados como villistas, que redactaran una contestación merecida a la nota; pues que él no aceptaba más gobierno que el Convencionista; aunque cuando ya estuvo redactada la respuesta. Villa desechó el borrador de los comisionados, y ordenó, primero en nombre de la Convención; después, en el suyo propio, que fuesen aceptados los buenos oficios de los gobiernos americanos aliados en aquella circunstancia, pero sin aludir, en tal respuesta, a la proyectada reunión de jefes revolucionarios mexicanos, con lo cual, prácticamente hacía a un lado el meollo del proyecto de Estados Unidos y los países sudamericanos.

Carranza por su parte, sintiendo agraviada su personalidad y categoría de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y encargado del Poder ejecutivo de la Nación, puesto que la nota había sido enviada a sus subordinados, y sintiendo también agraviados los principios de nacionalidad que constituían la fuente de la Revolución, demoró la respuesta un mes, enviándola (10 de septiembre), por conducto del secretario de Gobernación, encargado del despacho de Relaciones licenciado Jesús Acuña.

La contestación de Carranza, de suprema habilidad diplomática, fue una nota de referencia histórica moderada y doctrinal, rechazando el proyecto de una conferencia de facciones que lesionaría profundamente, dijo Carranza, la independencia de México y sentaría el precedente de intromisión extranjera. Además, el Constitucionalismo, con un ejército de cincuenta mil hombres, tenía sujeto a su autoridad la mayor parte del territorio de México, y por lo tanto, en lugar de poner a discusión la mánera de realizar la paz en México, pedía a Estados Unidos y Repúblicas sudamericanas, el reconocimiento del gobierno Constitucionalista como gobierno de facto. La pacificación del país, que, debería ser realizada por las fuerzas victoriosas en la guerra civil y de ninguna manera por los pacificadores artificiales, fuesen ellos mexicanos o extranjeros.
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