Presentación de Omar CortésCapítulo decimoctavo. Apartado 2 - Los frentes de combateCapítulo decimoctavo. Apartado 4 - Preliminares de batalla Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 18 - OTRA GUERRA

OBREGÓN Y VILLA




Si el general Francisco Villa era un genio intuitivo —genio con espíritu altamente creador de empresas tan grandes como la de organizar y movilizar a los hombres-, en cambio, por ser su mentalidad muy rústica, carecía de la capacidad para conocer el valor intrínseco de los individuos.

Con su portentosa intuición; su actividad en ocasiones volcánica; su casi sin par virtud de hacerse seguir, obedecer y admirar; su decisión, al arrostrar sin miedo los peligros y su disposición para acometer los problemas guerreros, el porvenir del general Villa y del villismo, al empezar la Tercera Guerra, parecía ser de aquellos que tienen asegurada la victoria en todas sus faces.

Sin embargo, imposibilitado, dado lo informe de su origen, para conocer el interior del alma humana, y con ello dar el lugar más conveniente a las aptitudes personales de los hombres, tuvo que hacer causa, y dar un lugar de preferencia a su lado, con los desalmados, de manera que más cuidó de quienes le circundaban que de sus enemigos; sobre todo, el enemigo principal: el general Alvaro Obregón.

Dueño de los mayores recursos de que pudo disponer o cuando menos de tener a su alcance un ciudadano armado, jefe revolucionario, o cabecilla rebelde desde mediados de 1913 a los días del 1915 que empezamos a recorrer; dueño de los mayores recursos, puesto que se contó entre los primeros en confiscar bienes rústicos y urbanos, en hacer trueques de ganado y minerales por todo género de abastecimientos bélicos, en intervenir y secuestrar fondos particulares y oficiales, en organizar una red de agentes compradores de armas en Estados Unidos, en vestir, montar y alimentar a sus soldados y en tolerarles el abuso de su fuerza en los lugares conquistados; dueño, en fin, de todos los recursos de que súbitamente se podía disponer en el norte del país para hacer la guerra, lo único que el general Villa no logró reunir en torno de él fue una pléyade letrada, con capacidad para dar al villismo ley y política; porque ¿de qué bastaban los triunfos de armas si tras de éstos no se aseguraba el orden jurídico y administrativo de la Nación mexicana?

Para elegir a sus lugartenientes, el general Villa se guiaba por la exteriorización de los hombres; y para conocerles o tratar de conocerles, se servía de los relampagueos intuitivos. A esto último se debieron, sin duda alguna, las faltas, a veces horrendas, que cometió, y debido a las cuales, en desdichadas ocasiones, se manchó las manos con sangre. Así, no por naturaleza criminal, puesto que era demasiado grande y magno en su persona, sino por dejarse arrastrar de las percepciones instantáneas, con las que sustituía el don que casi es innato en aquellos individuos que saben y gustan penetrar en los valores más íntimos de sus semejantes, no evitó crímenes de sus lugartenientes ni propios.

De haber poseído esta cualidad, el general Villa reúne en el seno de la División del Norte a los principales jefes revolucionarios, que se refugiaron a la sombra de Carranza a pesar del engreimiento y pocas aptitudes militares de éste.

Pero esa falta que existía en Villa, no sería únicamente en su detrimento. Iba a convertirse en un mal —un profundo mal, sólo redimible en muchos años de dolores y angustias— para México. Muy costosas resultarían, en efecto, para el país, las cortedades en el discernimiento de aquel gigante conmovedor que era Villa, representante excepcional y explicativo de la rusticidad mexicana. Y se dice que muy costoso, porque si Villa hubiese conocido y halagado la esencia de los hombres de su época, no incurre en los crímenes circunstanciales que cometió ni entrega la sangre de sus soldados al carácter osado y fiero del general Alvaro Obregón.

De éste, lo único que Villa adivinó o quiso adivinar, fue la audacia de presentar batalla a la División del Norte en el centro de la República; en el centro de la República, que equivalía al lugar más amenazante al que podía concurrir un jefe guerrero, puesto que era factible aislarle de su cuartel de abastecimientos y circundarle por muchos miles de hombres armados que aguardaban el momento del error obregonista.

Villa, pues, no creía en Obregón. En el fondo de su ser, aunque en alguna ocasión le hubiese, insinuado su presidenciabilidad, le desdeñaba. Llamábale, despectivamente, perfumado. En medio de la guerra, quería decir incapaz de ser soldado de vivaque. Así, por no creer en Obregón, el general Villa no procedió a tomar las disposiciones necesarias y convenientes, para destruir a un enemigo poderoso. De esta suerte, si Villa llega a advertir, en los momentos durante los cuales se acercaba el capítulo primero de la nueva guerra, las aptitudes de Obregón, él, Villa, que no obstante sus impulsos, era cauteloso, procede de otra manera. Por otra parte, el solo hecho de que el perfumado o catrín, osara salirle al paso, pareció a Villa como una mera vanidad, que creyó poder castigar pronta y duramente.

Además, el general Villa, al iniciar sus aprestos para marchar al encuentro de Obregón, se confió a la superioridad númerica de sus tropas; también a la superioridad de su propia persona; y es que el general Villa, se insiste no podía sumarse entre los hombres que saben calibrar al prójimo; sobre todo calibrarle en las decisiones de su alma.

Dos ocasiones tuvieron Villa y Obregón para tratarse. Ambas sirvieron a éste y no a aquél, para guiar sus pasos futuros; porque el general Obregón, sabía escrutar las interioridades humanas y calcular el pensamiento de sus semejantes. Conjugaba la malicia como conjugaba la gracia de las palabras; como movía, sin esfuerzo alguno, el poder de su memoria.

Así, el general Obregón tenía por advertido el carácter voluntarioso de su rival. Daba por seguro que Villa no escuchaba consejos políticos ni militares. Era un rústico de tan grande y férrea voluntad; de tanta suerte en su carrera guerrera, que no buscaba la ayuda del prójimo ni la creía factible dentro de sus planes tan vastos como el imperio de sus órdenes.

Esta sola observación que Obregón había hecho acerca de Villa, le bastaba para calcular cómo procedería en una batalla entre dos fuerzas casi gemelas, o cuando menos gemelas en su origen y ambiciones. De aquí, lo mucho que sirvió a Obregón el trato con Villa; inclusive aquel disimulado aspecto que ofreció el jefe de la División del Norte, al insinuar la presidenciabilidad de Obregón.

Diez días convivieron Villa y Obregón en su primer trato; y aunque seguro de que Villa se consideraba dueño excesivo de sí propio, no debieron desagradar a Obregón la figura ni los designios rústicos y quizás infantiles de aquél, puesto que habiendo hecho ambos viaje a Sonora con el fin de evitar la lucha que, por razones de mando y autoridad, se desarrollaba entre el gobernador José Maytorena y el coronel Plutarco Elias Calles, y llegado ambos, sin la menor discrepancia, a un acuerdo total en la manera de dar fin al conflicto (29 agosto, 1914); y hecha, además, dentro del mejor y feliz de los acontecimientos, una proposición común (3 de septiembre, 1914), para hacer volver a la República al orden constitucional, que a su vez presentarían a Carranza; y llegando ambos, se repite, a una resolución final, el general Obregón llegó a considerar que el guerrillero rústico podía entrar al camino del orden y entendimiento.

El segundo trato de Obregón y Villa (16 de septiembre), pudo poner a aquél en guardia; pues fácilmente se enteró de que el general Villa, llevado a la excitación del ánimo perdía toda aptitud militar, volviéndose titubeante y tornadizo; porque, en efecto, el jefe de la División del Norte entregado a la ira con la sola sospecha de que Obregón no era el amigo en quien había confiado y con quien pensaba aliarse como lo creyó en el primer encuentro entre ambos, pronto descubrió sus sentimientos y la facilidad de sus mutaciones. Y tan mutable, ciertamente, era Villa, que cuando creyó hallar en Obregón no al amigo, sino a un posible enemigo, quiso fusilarle, mas luego cambió de parecer y resolvió enviarlo a México; ahora que en su segundo ataque de sospecha e irascibilidad, Villa reiteró la orden de fusilamiento, que pronto volvió a anular.

Tales episodios, no obstante lo desagradable de los mismos, sirvieron al general Obregón para conocer las curvas del temperamento veleidoso como el de Villa. Este, por su parte, supuso que la actitud resignada que en los momentos dramáticos mantuvo el general Obregón al enterarse de que iba a ser pasado por las armas, era señal inequívoca del temor o debilidad del general carrancista, lo cual —recordando el acontecimiento— le hizo creer, cuando se acercaban los acontecimientos de armas en marzo de 1915, que Obregón, en seguida de satisfacer la vanidad de llegar hasta la plaza de Querétaro, retrocedería a la sola presencia del volumen guerrero de las huestes villistas; y tal creencia fue un grave error del general Villa, comenzado desde el momento en que ordenó el avance de todas sus fuerzas hacia la región del Bajío.

En la creencia, pues, de que con una gran masa militar amedrentaría al general Obregón, Villa, sin escuchar la opinión de sus generales; ya que mucho le disgustaban los consejeros militares o civiles, al grado de que en esos días quiso hacer salir del estado de Chihuahua al licenciado Miguel Díaz Lombardo, porque los carrancistas atribuían a éste ser la cabeza política del villismo; tanto, se dice, disgustaban a Villa los consejos y opiniones de sus subalternos, que sin escuchar a persona alguna, y sin medir lo que podía ocurrir sobre sus flancos y sin hacer un plan de campaña, mandó la concentración de todas sus fuerzas y de las que diciéndose villistas operaban en Michoacán, Querétaro, Guanajuato, Jalisco y San Luis Potosí.

Al ordenar tal concentración, el general Villa acudía, en el exámen de las posibilidades numéricas, a las cifras más optimistas. Tan pronto hablaba de quince mil soldados, como de veinticinco mil. Creía, en medio de sus cálculos, que le sería factible reunir en Irapuato veinticinco mil hombres, para aumentarlos a treinta y cinco mil con la llegada de la gente de Fierros, y de las partidas armadas procedentes de Michoacán, México y San Luis Potosí. Creía asimismo, que además de los treinta y cinco mil que marcharían al encuentro de Obregón, todavía podía dejar ocho mil en el ataque a Ebano, siete mil en los estados de Coahuila y Nuevo León, tres o cuatro mil en Tepic, más los cinco mil que correspondían a las fuerzas del general Medina, en Jalisco.

En las cuentas y recuentos de Villa no figuraban los zapatistas. El caudillo del norte seguía menospreciando al zapatismo. Tal vez, siempre consideró a Zapata muy lerdo; pues como no era capaz de penetrar al alma humana ni a las hazañas de que es capaz el hombre definido, le debió parecer que Zapata no tenía aptitudes de soldado; y aunque esto hubiese sido así, ¿quién podía negar que los hombres que seguían a Zapata eran tan altivos y valientes como los norteños y que sólo faltaban para ellos las armas y el guía de la guerra?

Ahora, si volvemos a los preparativos de Villa para ir al encuentro de Obregón, será que, dejando a su parte el número de sus soldados, el general Villa tenía en Chihuahua un depósito de quince mil rifles, diez millones de cartuchos, sesenta y cinco cañones con sus respectivas dotaciones de carruajes y municiones y vestuario, comprado en Estados Unidos, para veinte mil soldados. Organizado tenía igualmente, un sistema de pagadurías de campaña y de ambulancias; y había expeditado previamente la vía férrea desde Ciudad Juárez hasta León (Guanajuato), de manera que le permitía movilizar pronto y eficazmente sus trenes.

Dentro de esas grandes preparaciones y previsiones, el general Villa cometió un error; porque en vez de seleccionar y mandar al combate a sus tropas veteranas, ordenó que éstas quedasen entreveradas con las guerrillas indisciplinadas y los reclutas de última hora, que era la gente que se presentaba voluntariamente en Aguascalientes, Zacatecas y Guanajuato. Verdad es que todos esos soldados vivían el entusiasmo que el nombre y fama de Villa producía en el cuerpo rural mexicano. Así y todo, tales individuos, que no estaban acostumbrados a la militancia, fatigas, alimentación y sacrificios que demandan los ejércitos ni tenían el valor de su lealtad a la hora de los quebrantos, no servirían al villismo, y en los momentos más difíciles de la pelea, serían los primeros en sembrar la confusión y el pánico al encontrarse frente a frente con los soldados del general Obregón.
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