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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 17 - LA LUCHA

IDEAS DEL ZAPATISMO




Emiliano Zapata, como se ha dicho, no era un hombre con la capacidad de crear y pensar. Poseía, en cambio, la cualidad que generalmente se origina en el ocio, al cual Zapata siempre rindió culto, ya por ser tal estado propio a la relajación que la temperie produce en el individuo del sur de México, ya como consecuencia de las libaciones que a menudo le detraían de la acción personal y colectiva.

Esa cualidad que estaba dentro de Zapata como colateral al ocio, era la de ser hombre avisado. No faltaban así en él, la astucia y la previsión; y gracias a lo uno y a lo otro, sabía y podía ser prudente y sagaz; ahora que todo lo llevaba a la inacción del optimismo. Contrariamente a lo que se creía en sus días, no gustaba ni incitaba a la violencia. Había en Zapata un ser pacífico; en ocasiones llevando el pacifismo al estado de la indolencia.

Consideraba Zapata, observando el desarrollo político y guerrero que guiaba y conmovía al país, que la guerra entre Carranza y Villa agotaría las fuerzas populares, políticas y económicas de ambas facciones y que, con lo mismo, si el zapatismo sabía acumular y conservar energías ora de orden civil, ora de orden guerrero, automáticamente podía quedar en un lugar privilegiado y dominante de la República, de manera que irremediablemente acariciaría el triunfo o haría el triunfo por sí solo.

La idea, aunque idealizada, no dejaba de tener un fundamento de racionabilidad. Sin embargo, el análisis era tan primitivo, que si al mismo se asociaba la ignorancia de Zapata, sería fácil comprender por qué el zapatismo estaba derrotado de antemano. Quizás se hubiese salvado de una derrota si Zapata, usando de su genio previsor que le hacía entender lo factible de un triunfo para el tercer partido, toma un camino más definido y eficaz que el de una espera sosegada y providencial.

No fue así. No podía ser así, dado el carácter de hurañez y desconfianza que siempre acompañó al zapatismo. Sin embargó, tal contención serviría para que el pequeño círculo político de Cuernavaca que se movía en torno a la Convención, al coronel González Garza, al zapatismo y al propio Zapata, se convirtiese, sin medios de difusión y dentro de circunstancias y circunferencias, en un manantial de ideas; ideas que si no nutrieron a la República se debió al poder abrasador que en esos días que recorremos estuvo manifiesto en los triunfos del general Obregón. En los triunfos del carrancismo, puede decirse con mayor precisión.

Ahora bien: dentro de ese teatro cuernavaquense que tenemos a la vista, no serían conjugadas las ideas del general Zapata, puesto que éste sólo poseía una imagen de la tierra repartible, de la enemistad hacia la mayordomía de las haciendas y de los créditos destinados al progreso agrícola. Pero si no las ideas de Zapata, sí iban a dilatarse las ideas del zapatismo —de un zapatismo más allá de Zapata— producidas en medio de un clima político febricitante.

La publicidad, no sería parte de tal acontecimiento, a pesar de lo escueto de la lucha por el poder público, que reconvenía a los mexicanos a buscar un lubricante ideológico al limar de metales brutos, necesarios a la guerra y los guerreros.

Para el desarrollo de las ideas que se manifestaban en el seno de la Convención realmente no existía más que un escenario —el escenario de la tierra y de las pobrezas humanas de tal tierra. Esto no obstante, con ser único, tal escenario era pródigo.

Allí, en el suelo de Morelos, hasta los días anteriores a la Revolución, campeaban la iniciativa y el dinero de los grandes señores. Españoles, los más; mexicanos, los menos; pero de todas maneras grandes señores en el cuadro de la producción agrícola y en el estrado político morelense.

La hacienda en Morelos, ya hecha ingenio azucarero, ya representada en cultivos de arroz, constituía el ejemplo, con sus mayordomos españoles, sus peones acasillados, sus sistemas de préstamos a los jornaleros, sus métodos de venta a los trabajadores y labriegos, sus accesos y conexiones con el régimen porfirista, su fuerza al través de las guardias rurales, su poder en la aplicación popular de la idea de Dios y sus libertades hacia la función catequista de los curas de almas quienes habían sembrado con el consuelo de su religión el orden y la abnegación entre los peones y aparceros, jornaleros y labriegos; la hacienda en Morelos, se dice, constituía el ejemplo magnífico y práctico de lo que era y significaba la finca de campo en la Nación mexicana.

Tanta fuerza económica, social y jurídica poseyó la hacienda en Morelos, que vivía independizada del régimen bancario mexicano. Los créditos de la Caja de Préstamos eran secundarios para el crédito central y general que poseía la hacienda. El sistema de refacción financiera y de venta de la producción se llevaba a cabo al través de una organización específica de carácter conservador y con todos los tintes de lo privado, a la que se llamaba Pimentel Fagoaga.

A las haciendas en el estado de Morelos, se les daba un valor de ciento catorce millones de pesos oro, que sobrepasaba el valor total de las setenta y cinco principales haciendas del estado de Puebla donde había fincas tan ricas como las de Octaviano Couttolenc, establecidas en Aljoyuca, valuadas en dos y medio millones de pesos oro; a las de Antonio Couttolenc, dentro de la jurisdicción de Tlachichuca, consideradas con un valor de dos millones de pesos; a las de Soledad Caballero de Olmos, en la región de Atzitzintla, calculadas, dadas sus riquezas, en millón y medio de pesos oro.

Morelos, pues, representaba, no sólo la promoción agrícola más rica e importante del país, sino también el conglomerado rural más homogéneo de México, de manera que la Convención estaba establecida, durante el segundo mes de 1915, dentro de un ambiente exclusivo y dominantemente rural. De aquí, el poder que tenía la sola palabra libertad; y por esto, el ejército del sur se llamaba Libertador. Libertador quería decir, para aquella gente, emancipado, independiente, dueño de sí mismo. Tenía de esa suerte, el zapatismo, todos los alientos de la libertad individual y con lo mismo, muy a menudo hacía omisión del principio de autoridad.

Dentro de ese ambiente, e inspirados por el anarquismo de Pedro Kropotkin, los adalides de la Convención presentaron un dictamen, aprobado casi unánimente, en el cual plantaban el árbol de la libertad irrestricta del individuo. He aquí lo que decía ese documento de valor universal:

La tierra es de todos; en consecuencia, los terrenos que forman el territorio nacional quedan fuera del comercio de los hombres, y sus habitantes podrán explotarlos libremente y aprovecharse de sus productos ... Esta prerrogativa es inalienable, y, por lo mismo, ni los particulares, ni las autoridades del país podrán entorpercerlo o estorbarla ... Esta resolución se declara de carácter social, por lo que no podrá ser derogada por ley alguna posterior.

Hecha la tierra de todos. Legislada una condición imprescriptible e inmutable sobre el derecho humano de la propiedad rural y excluida la autoridad de tal comunidad, el Estado perdía su jurisdicción administrativa y política en los asuntos del agro. La clase rural de México adquirió con lo mismo una autonomía que estaba cerca de alcanzar el estadio de una soberanía.

Mas en seguida de tal acontecimiento, las más disímbolas ideas llenaron con sus manifestaciones el teatro de Cuernavaca, apenas alumbrado, en su interior físico, por una media docena de lámparas eléctricas. La oscuridad en tal recinto, sin embargo, no fue obstáculo para las proliferaciones doctrinales; porque si respecto a las ideas no hubo una clasificación científica, no faltó para las mismas una clasificación popular.

Fue por tanto, que muy a menudo, durante los debates, repugnó entre los delegados la idea del Estado; y aunque sin expresión precisa, dada la rusticidad de la asamblea, quizás por vez primera en el mundo, se planteó la desemejanza entre el orden político y el orden administrativo. La asamblea trató, en efecto, de limitar la autoridad política; mas no inquirió ni dictaminó sobre la autoridad administrativa. El régimen presidencial quedó elevado por los convencionistas a los términos odiosos de una dictadura. El sistema presidencialista fue identificado con la tiranía o el gobierno personal; y la Convención votó a la supresión del presidencialismo, para en seguida aprobar, por unanimidad, el establecimiento del régimen parlamentario.

La mayoría de los delegados ignoraba en qué consistía tal régimen; pero lo aceptó por suponer que con ello, los presidentes de la República no podrán ser absolutos como lo había sido el general Porfirio Díaz.

Para llegar a esta conclusión, no fueron examinadas las tradiciones, ni se hizo ejemplar la vida política de México, ni se consideró que un pueblo rural no puede ejercer la democracia electoral. Lo que desearon, sin expresarlo, fue el orden social. Los proyectos novedosos, por el solo hecho de garantizar o de considerar que podían garantizar la libertad, merecieron la aprobación por unanimidad.

De esta suerte, las ideas de reformar al país; de dar una nueva manera de vivir a los mexicanos, agigantan a los delegados; y todos comprenden la necesidad de concertar un programa de México. No conocen la geografía del país; ignoran la historia; son ajenos a su verdadera mentalidad; la rusticidad y la imaginación se embrollan fácilmente; y con todo, el espíritu creador se vuelve y se revuelve sin método ni consideraciones propias.

Ahora, siguiendo tal camino, los convencionistas aprueban, por aclamación, la restitución de aguas y ejidos a los pueblos. Después, la fundación de bancos agrícolas y de escuelas agrícolas regionales, y rozan los problemas de la minería. Hay necesidad, advierten, de anular numerosas concesiones mineras; pero como no saben proceder ni entienden en qué consiste una concesión para las explotaciones de minas, optan por hacer un alto en la materia. Dejan también pendiente la idea de nacionalizar el subsuelo; porque, ¿qué sucedería, de realizarse tal nacionalización, a las concesiones petroleras otorgadas por gobiernos anteriores?

Una interrogación más surge en la mente de los asambleístas; y es la que se refiere a cómo implantar el régimen parlamentario; cómo iniciar el orden social y qué hacer para restablecer la paz, mientras no exista el orden jurídico. En medio del desdén hacia el Estado, los convencionistas se habían olvidado de la Constitución y de la aplicación constitucional; y era indispensable resolver tal problema. Así, la Convención determinó que la República debería volver a la constitucionalidad el 1° de enero de 1916.

Sin quererlo, aunque separándole del orden social, los convencionistas admitieron que no era posible vivir fuera del orden político; pero, eso sí, trataron de restringir tal orden; y, al objeto, acordaron suprimir la vicepresidencia de la República y las jefaturas políticas. Dieron, en cambio, a la Suprema Corte de Justicia la facultad para intervenir, en última instancia, en los resultados electorales. Aprobaron, en seguida, el voto directo, la efectividad del sufragio, la autonomía de los municipios; y aunque sin llegar a una conclusión, los convencionistas hablaron sobre la personalidad jurídica de los sindicatos y el derecho de huelga, las indemnizaciones en los accidentes del trabajo, las pensiones de retiro obrero, las jornadas de trabajo, las reformas a los códigos penal y civil, los métodos pedagógicos de la educación laica, la reorganización del ejército, la independencia del poder judicial, la protección a los hijos naturales y la emancipación de la mujer.

¡Qué de ideas; en ocasiones, qué de dislates! Mas, ¿qué milagro se realizó, para aquella gente que se sintió iluminada de la noche a la mañana? ¿Qué ha sucedido en el sur de México, donde la ignorancia y la pobreza atrofiaban las almas y los pensamientos? El fenómeno resultaría inexplicable si no se admitiese, como documento incuestionable, la transformación que produjo la Revolución dentro de la masa rural de México. Y se dice transformación, porque uno de los principales afanes de los convencionistas fue el de intentar componer el país para beneficio de todos los mexicanos. Así, lo que ocurría en tales días, formaba en una devoción revolucionaria; en un deseo de servir a la patria; en una ensoñación de progreso; en una libertad humana.

Y eran los zapatistas, guiados por los semiilustrados de la ciudad de México que se han unido a sus filas, quienes dominan en la asamblea. Los villistas apenas respiran, y a menudo son objeto de las burlas que les hacen los surianos; y esto a pesar de que el villismo, además del presidente provisional de la República convencionista, está representado por una docena de delegados que preside, con mucho honor, valor y talento, el coronel Federico Cervantes.

Mas el villismo, no obstante su fuerza militar, ya no es imperio de guerra y hazañas dentro de la Convención. Esta se encuentra entregada a las esperanzas de un bienestar social. Otros, pues, muy desemejantes a los propósitos del villismo, son los planes de los zapatistas; pues en ocasiones, éstos se sienten capaces de rozar el cielo bienaventurado con el soplo de sus palabras o la energética de sus designios. Los delegados de Zapata parecen, por momentos, hombres de futuras edades. Antonio Díaz Soto y Gama, se ha declarado anarquista. Rafael Pérez Taylor, trata de ser a semejanza de los jacobinos. El general Santiago Orozco es el paladín de la libertad íntegra. Luis Méndez es el procurador del movimiento obrero. Otilio Montaño, el autor del Plan de Ayala, sólo cree en la tierra; porque el hombre del barro vino y en barro se convertirá. Además el suelo lo da todo: alimentación, vestido, techo y bienestar. Heriberto Frías, el novelista, ha olvidado la ficción, y ahora sólo trata de probar que el pueblo de México está apto para instaurar la pureza democrática. El ingeniero Santiago González Cordero, pretende, como salvación de México, que la propiedad urbana se convierta en propiedad nacional, administrada por el Banco del Estado.

Y también, el propio González Cordero, se pregunta por qué no entregar a la Nación, los bancos, las minas, las negociaciones mercantiles y las industrias de todos los géneros.

No se hallan, al través de los debates, vocablos específicos capaces de determinar las nuevas instituciones que, en medio de aquel concurso ilusivo que es la asamblea convencionista, trazan los hombres. Y no los hay, porque así como no habla precisamente de Socialismo, tampoco se le da nombre a la doctrina que parece esplender de la asamblea. Quizás la única palabra partidista que escuchan los convencionistas es la palabra Anarquía. Y esto se debe a que hablar de anarquía, esto es, de no gobierno, equivale a construir el baluarte preciso e inimitable de la libertad; y la lucha de México -la gran lucha de la Revolución— era la lucha por la libertad. Sobre todas las cosas, la masa rústica que corresponde al zapatismo ama intensamente la libertad. Es ésta, la esencia de sus principios. Lo demás constituye las partes accesorias. El disfrute de cuanto ha discutido y aprobado la Convención es la plenitud de la libertad. Por lo tanto, es muy común que los zapatistas se llamen libertarios. A lo mismo se debe que el lema del zapatismo sea a partir de 1915: Reforma, Libertad, Justicia y Ley.

Las ideas, pues, aunque carecen de apellido, inquietan a la Convención; inquietan asimismo al zapatismo. Quizás los únicos, que ante tal movimiento del espíritu creador, despierto casi mágicamente en el seno de los labriegos y jornaleros surianos, permanecen insensible e impávidos, sin hacer planes de guerra, sin pretender intervenir en los negocios políticos, sin creer, en fin, en el orden político, son los generales zapatistas. Estos gustan más del vivaque, de la aventura, de la escaramuza o del venadeo. Pertenecen a una especie de cofradía a la que llaman La compañía; y creen que corresponder a la compañía, tiene mayor validez que pensar, discutir, proyectar; y como se dedican al ocio, a las suposiciones y a la intriga, no dejan de enviscar a la gente o de provocar reyertas. Figura entre la primera línea de estos especímenes el general Manuel Palafox; ahora que hay otros generales como Genovevo de la O, Francisco V. Pacheco, Everardo González, Amador Salazar y Valentín Reyes, que a pesar de su rusticidad y su poco apego a los debates del convencionismo, no abandonan sus puestos de vigilancia; pues saben que los generales carrancistas se preparan para atacar a Villa y Zapata.

Este, vive lejos, de acuerdo con su propósito de ausentar su autoridad de caudillo, del seno de las discusiones convencionistas, del centro de las ideas. Ni su presencia, ni sus opiniones, ni sus lugartenientes pesan en el seno de la asamblea; mas no por esto deja de ser el caudillo a quien todos respetan no tanto por su capacidad, cuanto por su perseverancia; porque Zapata es la carne y sangre de la perseverancia mexicana.

De su cuartel general establecido en Tlaltizapán, Zapata va a Jonacatepec, o a Cuautla, o se acerca a bordo de su carro dormitorio a Chalco; y esto lo hace calladamente, sin movimiento de tropa, sin alardes de valor. Casi siempre le acompaña uno de sus principales confidentes: el general Gildardo Magaña, en quien seguramente admira la lealtad y el desinterés. Principalmente el desinterés; porque Zapata es de los hombres que creen que el individuo debe hacer omisión de su porvenir.

Quizás Zapata gusta mucho de la soledad. Hay en él un poco de melancolía y de ascetismo. Es a semejanza de sus soldados: huraño, tranquilo, generoso y enfermizo. Lleva en su cuerpo lo enclenque que agobia a la gente del sur de México. A Zapata, para unirse a la Revolución, no le inspiró, como a Villa, el alma de la aventura y de la pelea. Zapata fue un inspirado de la pobreza —de la pobreza propia y de la pobreza de sus semejantes. Hállase en él un redentorismo, que no es político, ni agrario, ni constitucional: es un redentorismo humano, sin tesis, sino llanamente humano; de ese redentorismo que se funda en creer que es posible hacer el bien al semejante; y del bien al semejante dentro de un criterio rústico que dominaba, centímetro a centímetro, la vida y la historia de Zapata.
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