Presentación de Omar CortésCapítulo decimoquinto. Apartado 9 - La quimera zapatistaCapítulo decimosexto. Apartado 2 - El presidente convencionista Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 16 - EL PODER

LA POLÍTICA DE CARRANZA




Mientras que el villismo y el zapatismo -definidos ya ambos como partidos políticos- condenaban verbal y públicamente, como suceso antirrevolucionario, la ambición humana de poseer mando y gobierno de la república, con el intencionado propósito de excluir al Primer Jefe Venustiano Cananza, de los negocios del país y de la Revolución, el propio Carranza, por su parte, fomentaba entre sus partidarios, bien civiles, bien guerreros, cualquier proyecto conexivo a la posibilidad de ejercer las funciones de gobierno y mando, no sin considerar que el triunfo de una causa que proclamaba la constitucionalidad de la República, tenía como principal tema a realizar, el de fortalecer el mando y determinar el gobierno de México. Y a este fin propendía, de una manera categórica, cuanto pensaba y decretaba hacia los días finales de 1914.

Así, no sólo para saber qué era lo que querían todos y cada uno de los jefes revolucionarios, sino también para dar crédito y organización al gobierno de la Revolución, Carranza muy señalada y astutamente, había embarcado los apetitos de los ciudadanos armados, pero sobre todo de las figuras primeras del Ejército Constitucionalista, con dirección a Aguascalientes.

Bien sabía Carranza, que una asamblea deliberante en medio de los más atropellados y violentos sentimientos de un pueblo sublevado, sería incapaz de dar concierto y autoridad al país.

Por otra parte, amante como era del imperio de la ley y del poder jerárquico, el Primer Jefe quería que en tanto los zapatistas y villistas, idealizando la Revolución, destrozaban entre sí y para sí el principio y bases de una autoridad —y tal ocurrió en el seno de la Convención desde el comienzo de las deliberaciones- él, Carranza, construiría y exornaría tal principio hasta llevarlo al reconocimiento pleno y garantizado de una jerarquía política, administrativa y guerrera; porque, debió pensar que no existía otra manera, si no era la del establecimiento de un gobierno fuerte y consolidado, para restablecer el dominio de la Constitución o cuando menos la función conciliatoria de la Constitución y las realidades populares.

Lejos, pues, de negar la necesidad definida y central de un gobierno de la Revolución, al cual, para mayor sencillez y comprensión se llamaba gobierno revolucionario, no obstante la incompatibilidad jurídica de gobernar y revolucionar. Carranza daba albergue, calor y decisión a ese requerimiento de gobierno Constitucional, gracias a lo cual iba sembrando el respeto para él, como encargado del Poder Ejecutivo y el respeto para los propios jefes revolucionarios, que compartían sus deberes entre el mando de las armas y el gobierno civil.

La idea de gobierno, prácticamente perdida desde la subversión contra el orden oficial iniciada en 1910, iba adquiriendo forma poco a poco; ahora que en esta ocasión, en torno a los principios de una jefatura que significaba o cuando menos pretendía significar, los derechos de una democracia en ciernes.

Carranza, pues, no procuraba ni procuró su triunfo político en el seno de la Convención. Lo procuraba, eso sí en el asiento de su gobierno, en las afirmaciones constitucionales, en las promesas de pacificación, en la reafirmación del mando que se debía a sí propio a su voluntad y carácter de persona de resolución y tenacidad.

Para esto, Carranza no empleaba ninguna fórmula de autoridad opresora. Todo lo llevaba, no sólo con rectitud y decisión, con inteligencia y autoridad, sino también con señalada prudencia, y hasta donde ésta podía ser aplicada dentro de una sociedad que, como la mexicana, vivía alarmada como consecuencia de la guerra intestina.

Y no era únicamente la lucha armada la que causaba alarma a la sociedad. Otros motivos existían al caso: el encarecimiento del costo de la vida cotidiana, el aumento cada día mayor de la desocupación urbana y rural y el poco crédito que ofrecía a la nación y a los individuos, el papel moneda llamado bilimbique.

Esto último era, en la realidad, el problema más sensible que dañaba la seguridad colectiva y la confianza doméstica; porque, apenas entrado el Ejército Constitucionalista a la ciudad de México, el comerciante, el asalariado, el acreedor, el propietario, fueron obligados a aceptar la moneda de papel, impresa y puesta en circulación por los jefes revolucionarios, con el mismo valimiento que se daba anteriormente al peso fuerte, de manera que todas las transacciones, ora mercantiles, ora oficiales, sufrieron un considerable desnivel, en detrimento de todas las clases de la población civil, pero más de los filamentos más pobres de la metrópoli.

Y lo anterior, a pesar de que nadie se rehusaba a aceptar la nueva moneda, expedida originalmente por Carranza (19 de septiembre, 1913); aunque en cambio, los trastornos en los precios de compraventa fueron de tanta cuantía, que a poco, los metropolitanos empezaron a resentir el acontecimiento achacando todas las culpas de la situación a Carranza, no obstante que otro y otros individuos habían sido la causa de la guerra civil.

A esta situación se agregó, para empeorarla, el hecho de que, habiéndose declarado en huelga los tranviarios y cocheros de carruajes, como ya se ha dicho, los comerciantes del Distrito Federal, se creyeron capaces de poner a los bilimbiques fuera de la circulación; y al efecto, resolvieron cerrar las puertas de sus establecimientos, hasta en tanto —advirtieron- no existiera una moneda con garantía.

Muy tolerante se manifestó Carranza con tal acontecimiento, a pesar de que estaba decretada la ley marcial, y no obstante que el comercio metropolitano se mostraba en rebeldía abierta en contra de una de las bases fundamentales para el sostenimiento del Ejército Constitucionalista y de la administración pública. Mas como el capítulo de la tolerancia fue burlado, y el comercio consideró que el gobierno de Carranza era débil y de aquí partieron numerosos abusos y amenazas que mucho daño hacían a la pobretería, el Primer Jefe se dispuso a hacer sentir el peso de su autoridad. Al efecto, en primer lugar, decretó la incautación de la empresa de tranvías y por lo mismo, mandó que los obreros huelguistas volviesen a sus labores. Después, confirmó la obligación precisa que tenían todos los mexicanos de aceptar como válidos los bilimbiques.

No ignoraba Carranza que la condición de vida dentro de la ciudad de México iba a empeorar, porque suspendido o casi suspendido el servicio de las comunicaciones férreas, atemorizados los comerciantes y mercaderes de la capital, perseguidos y castigados los coyotes y especuladores, cerrados los principales establecimientos fabriles por falta de primeras materias, extinguido el crédito bancario, entregada la población pobre a las exigencias y abusos de los agiotistas y casas de empeño, la ciudad de México tenía que sufrir un mal tras de otro mal. De esta suerte, sin variar su política prudencial a par de resuelta, Carranza vivía entregado a las más hondas preocupaciones, sin que le ayudaran los hombres ni el medio.

Entre esas grandes preocupaciones estaba, en primer lugar, la reivindicación patriótica del puerto de Veracruz, que se hallaba en poder de la fuerza armada de Estados Unidos. La evacuación de tal plaza constituía, pues, un motivo que agitaba el alma del Primer Jefe. Y había doble razón para ello. Una, el del alto destino de la independencia y soberanía de México; la otra, poseer el asiento de una ciudad que, sin ser frontera, sirviese de puente tanto para el abastecimiento de las fuerzas guerreras, como de garantía, seguridad y confianza para el establecimiento del gobierno Constitucionalista; porque, al efecto. Carranza no despegaba de sí la idea de convertir a Veracruz en la ciudad capitana de la Revolución.

Así, todas las medidas que dictaba no se apartaban del proyecto de dar cabeza y pensamiento a un gobierno fuerte y de consideración. Para esto, no ocultaba los designios y principios de su autoridad, con lo cual iba ganando poco a poco, pero siempre con firmeza, el reconocimiento de los jefes revolucionarios que, aun siendo secundarios, correspondían a un grupo vigoroso y respetable por su cantidad; tanto así, que el propio Carranza debió calcular que podía someter, quizás con ventajas, a los líderes que concurrían a la Convención.

A tal propósito, Carranza había ido examinando, halagando y conquistando, sirviéndose al caso de su figura personal, su experiencia, sus conocimientos y su jerarquía, a esos jefes que hasta esos días figuraban entre las segundas partes de la guerra civil, y que no obstante carecer de nombre y de historia y ser ajenos a las ideas, estaban ávidos de triunfos; y como aquellos días de pólvora y laureles, habían enseñado a los ciudadanos armados, pero principalmente a los caudillos localistas, cuántos eran los privilegios que se podían obtener mediante las victorias guerreras, no fue difícil al Primer Jefe atraer y tener bajo su mando a numerosas partidas armadas que, sin ser parte de una organización verdadera, tenían aptitudes o apetitos para serlo. En esta confianza. Carranza aumentaba su desdén hacia las cuestiones que discutían los convencionistas y sólo tenía entre ceja y ceja, dar orden y halagos a los jefes de partidas armadas y obtener la desocupación del puerto de Veracruz.

Tan bien calculadas estaban por Carranza las contingencias políticas que podrían sobrevenir de un momento a otro en el seno de la Convención, que adoptó una actitud de paciente espera, con la seguridad de que ésta era la mejor de las tácticas a seguir frente al enemigo abierto, ante los titubeantes y con aquellos que, sin partido, estaban tentados por las más agradables ambiciones.

Carranza conducía sus designios con tan distinguida inteligencia y asombrosa clarividencia, que para los convencionistas, el partido carrancista estaba condenado a desaparecer. Además, el Primer Jefe, en vez de recurir a las añagazas tan comunes entre los políticos vulgares, sólo tuvo a la mano -e hizo ejercicio del mismo- uno de los instrumentos políticos de mayor fineza y efectividad: el del silencio. De él, de Carranza, no salió comentario sobre la Convención, ni un solo proyecto para lo futuro, ni un preparativo que anticipase propósitos civiles o guerreros. Tampoco trató de molestar o restar fuerzas o poderes a los jefes revolucionarios de quienes sospechaba, de manera que para los convencionistas Carranza vivía en la tierra de Babia.

Y las precauciones que tomó Carranza para evitar la divulgación de sus proyectos, fueron tan efectivas, que aun cuando podían ser visibles los preparativos de marcha que en la ciudad de México hacía el gobierno carrancista, nadie supuso que el Primer Jefe estaba a punto de abandonar la ciudad y de llevar consigo los medios y abastecimientos, necesarios de manera de que la vieja capital quedase reducida a plaza abierta, para quien la quisiese ocupar.

Así, cuando todo estuvo hecho, el Primer Jefe salió de la ciudad (noviembre 2), con el pretexto de hacer un viaje de inspección a la capital del estado de Puebla; mas anterior al viaje recibió informes, que no daban lugar a dudas, de que las guarniciones de Tlaxcala, Puebla, Orizaba y Córdoba le eran completamente leales y que los jefes de tales fuerzas no titubeaban entre la jefatura de Carranza y los decretos o disposiciones de la Convención.

Debió también tomar Carranza la resolución de viaje hacia Veracruz a la confianza que le merecía el general Francisco Cos, quien con mucha diligencia había organizado una división de ocho mil hombres, tomando en seguida los puntos estratégicos entre la ciudad de Puebla y Córdoba, de manera que además de dar seguridad al trayecto que proyectaba. Carranza organizaba una línea de defensa para lo futuro. Cos dio, pues, la primera milicia carrancista.

Grande, por lo anterior, fue el error del villismo y zapatismo unidos en la Convención, cuando consideraron que esa unión les aseguraba el triunfo sobre Carranza; porque ahora éste, después de la supuesta excursión a Puebla y Tlaxcala, ya en camino a Veracruz, llevaba en sus manos la espada y la ley, con la confianza de que marchaba a una nueva función en la guerra civil; función a la cual acercaba todas las esperanzas de una victoria, puesto que iba resuelto a mandar. Y, en la realidad, era incuestionable que ejercía el mando, a pesar de no tener conocimientos militares.

Y no sólo se disponía el Primer Jefe al mando de guerreros y civiles, sino que también cobraba brios en lo que respecta al gobierno del país. Ahora, en efecto, se disponía a gobernar no sólo como caudillo improvisado por las contingencias de las luchas intestinas, sino a gobernar como ciudadano que llevaba dentro de sí poco comunes designios; y si éstos no eran específicamente transformadores, ya que Carranza tenía más madera de gobernador que de revolucionario, sí serían capaces de abrir los cauces del porvenir de México.
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