Presentación de Omar CortésCapítulo decimoquinto. Apartado 7 - Política del villismoCapítulo decimoquinto. Apartado 9 - La quimera zapatista Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 15 - LA DECISIÓN

LA POLÍTICA DEL ZAPATISMO




El villismo, sin lugar a dudas, era poderoso en el orden de la guerra. A la organización, bizarría y organización de sus soldados se seguían la figura y el gran don de mando, hecho luz y fuerza en el general Francisco Villa.

Este, con su excepcional laboriosidad, sus audacias determinantes y su desinterés probado en mil formas, alentaba a su tropa y estimulaba a sus generales, de manera que se hacía seguir fácil e irresistiblemente. Además, como era dúctil, aunque inestable en las maniobras políticas, si no podía medir sus armas con las de Carranza, sí le era dable volver las cosas contra el Primer Jefe, como se probó al lograr movilizar el asiento de la junta revolucionaria de la capital a la ciudad de Aguascalientes.

Servía también al crédito de Villa y del villismo, el carácter, la sobriedad e inteligencia del general Felipe Angeles, a quien mucho despreciaban los caudillos revolucionarios de Sonora aparentemente por ser aquél, un soldado profesional; pero en el fondo, por la envidia que entre los bisoños en política y en armas despertaba Angeles, a quien la falta de malicia y apetitos hacían enseñar todas sus facultades, de manera que muchos eran los recelos que le perseguían incesantemente, y de los cuales se originó que Carranza le tomara desconfianza, no obstante que le reconocía los méritos públicos que poseía.

Angeles, por su admiración y respeto a la memoria de Madero, había tomado la causa de la Revolución como cosa propia y comprendió -y para ello tenía un luminoso talento y una abrasadora alma— cuál era el origen y cuál la finalidad de la Revolución; y ello, no por querer mandar en el ánimo del general Villa a quien conocía muy a fondo, antes por designio patriótico.

Guiado, pues, por tal designio. Angeles insistió ante los convencionistas para atraer a los zapatistas al seno de la asamblea. Bien conocía el general Angeles, puesto que muy de cerca pudo hacer observaciones de la gente de Zapata durante los meses que dirigió la campaña militar en el estado de Morelos, la ineptitud y pobreza guerrera del zapatismo, que no debió su nacimiento a la población rural agresiva, como la norteña, sino a la masa rural ofendida.

Los hombres del sur, en efecto, tanto por ser correspondientes a la clase más pobre y rústica, como por estar lejos de las fuentes de abastecimientos bélicos, no significaban aisladamente, una fuerza en el mapa guerrero de la Revolución; pero el general Emiliano Zapata, aureolado como redentor de los jornaleros y apóstol de la emancipación de los campesinos, representaba una parcialidad aunque nebulosa política y social. Social, porque en el seno de la Convención, se hablaba de las cuestiones sociales a manera de suceso o pensamiento novedoso y atrayente; y como tal villismo, al igual que al carrancismo, le faltaba el poder de las ideas, el general Angeles, con señalada sagacidad política, procuró asociar al zapatismo a las filas del villismo; mas no del villismo de la guerra, sino al neovillismo: al villismo político.

Así, movida por la palabra vehemente y convicente del general Angeles, la Convención aceptó (sesión del 11 de octubre) enviar una comisión, presidida por el propio Angeles, para que, como ya se ha dicho, invitara al general Zapata a ser parte de la asamblea de Aguascalientes.

Zapata, debido a su genio rústico tan característico del misoneísmo rural mexicano de la época que estudiamos, engreído como estaba de su posición de caudillo, adulado por el entusiasmo y la ignorancia de sus huestes y por el grupo de medioilustrados, entre quienes sobresalían Otilio Montaño, Paulino Martínez, Gildardo Magaña y Antonio Díaz Soto y Gama; Zapata, se dice, seguía huraño respecto al Constitucionalismo y villismo a par de encariñado con el mando que con mucha abundancia ejercía en Morelos; y como parecía invencible, no tanto por el poder de sus armas, cuanto por la simpatía de que disfrutaba entre la clase rural, ello le proporcionaba un sólido carácter de autonomía.

Amparábase además, dentro de tal autonomía, con los enunciados del Plan de Ayala, que si establecían el principio de los repartimientos agrarios, no fijaban, en cambio, los instrumentos para su ejecución.

Era, en efecto, el Plan de Ayala una mera consecuencia de la intuición rural. Ninguna relación determinaba entre el Estado y los problemas de la tierra, de manera que los labriegos podían resolver por sí mismos sus necesidades y obligaciones. Tan grande fórmula de libertad, era incompatible con las actitudes y resoluciones autoritarias de Villa y Carranza; y como Zapata y sus lugartenientes no sabían cómo defenderse de tal autoridad, sólo tenían a la vista dos caminos: o perseverar a fin de obtener la incolumnidad de su autonomía, o hacer que Carranza o Villa reconocieran la supremacía del Plan de Ayala, con lo cual el zapatismo evitaba su sumisión a las facciones de la autoridad manifiesta del villismo o del carrancismo.

Frente a esa disyuntiva que parecía incontrarrestable, el general Zapata y sus lugartenientes hallaron un tercer camino, que sin ser de sometimiento a otro partido que no fuese el zapatista, ofreciera un medio conciliador. Ese tercer medio lo señaló la Convención de Aguascalientes. La posibilidad de un acuerdo tolerante y decoroso con los grupos revolucionarios, aligeró la carga de responsabilidad que muy a menudo doblegaba al zapatismo; y de esta menera, Zapata no puso obstáculo para hacer presencia en Aguascalientes.

Al efecto, organizó y mando a la Convención una vasta comisión presidida por Paulino Martínez, instruyéndola previamente a fin de que antes de presentarse a la asamblea, conferenciara con el general Francisco Villa, a fin de que éste aceptara, de antemano, los postulados del Plan de Ayala.

No fiaba mucho Zapata en el general Villa; pero debió sentirse más cerca de aquel héroe popular, de eminente origen rural, que de Carranza a quien tenía por un ciudadano incapaz de llevar sinceramente en su pensamiento y acción las necesidades y exigencias de la población rústica del país. Y, realmente, no obstante el impulso y la fuerza de uno; la hurañez y debilidad del otro, mucha afinidad existía entre Villa y Zapata.

Instruidos, pues, para entenderse previamente con el general Villa, los delegados zapatistas se encontraron con aquél en Guadalupe (Zacatecas); y aquí, con un lenguaje político que el caudillo norteño no comprendía, los zapatistas, pero principalmente Martínez y Soto y Gama, le explicaron en qué consistía el Plan de Ayala y cuáles serían los beneficios para la nación en caso de ser aceptado por las facciones revolucionarias.

Villa, luego de escuchar a los adalides zapatistas y a manera de dar una palabra intrascendente, aceptó como bueno y efectivo el Plan de Ayala, y sólo advirtió que el propósito principal de él, y del villismo, consistía en pelear contra cualquier hombre que quisiera entronizarse en México, puesto que tal era el ideal de todos los mexicanos que habían tomado las armas en 1910.

Con esas palabras, el general Villa caracterizaba el meollo de las procuraciones revolucionarias de esos días; el meollo, también, de sus desconfianzas hacia Carranza, contra quien apuntaba sus rifles no tanto para ser él, Villa, el jefe del Estado nacional, cuanto para evitar que se repitiese la hazaña del porfirismo que todavía era materia lacerante para el alma de la patria mexicana.

La voz de Villa, escuchada en medio de las incertidumbres de las horas que recorremos, reconfortó grandemente a los zapatistas para quienes la organización y consolidación de un Estado nacional, que constituía la materia prima del Constitucionalismo y por lo mismo el principal designio de Carranza, era un suceso accesorio y por lo mismo preferían tener como tema esencial, para el triunfo y seguridad de la Revolución, el exterminar cualquiera disposición encaminada a fortalecer una autoridad suprema en la República.

Con tal criterio, y creyéndose dueños de un triunfo político como preliminar de su entrada a la Convención Soberana, los delegados del Ejército Libertador, se presentaron a la asamblea reunida en Aguascalientes, el 27 de octubre (1914).

La entrada al Teatro Morelos de los representantes de un grupo insumiso que parecía particularizar la independencia de los individuos, la autodeterminación social, la negación absoluta de la autocracia, la garantía de los derechos del hombre, la libertad, en suma, fue un acontecimiento conmovedor. El hálito de la paz acompañado de los ensueños de un entendimiento formal y definitivo de todos los mexicanos, llenó el ámbito de la sala de sesiones.

Aquel momento pareció como si, al fin, se hubiese hallado la solución a las guerras y con ello la unión de los revolucionarios; y a partir de tal hora, todo hizo creer que allí, en el seno de la Convención Soberana, estaba el porvenir de México -el porvenir en hombres, programas y realizaciones.— Queríase también significar que la Revolución no era, como generalmente se creía, la descomposición de las cosas, sino la sinergia de las cosas.

Tantas esperanzas abrió en el horizonte la concurrencia de los zapatistas, que éstos y los villistas, muy envanecidos, consideraron que aquello abría las puertas a un triunfo, y a otros muchos triunfos políticos y guerreros.

Sólo los partidarios de Carranza se sintieron derrotados; porque ¿quién, en medio del júbilo producido por la presencia de los zapatistas hacía memoria de Carranza? La gratitud humana y el interés institucional, desaparecieron momentáneamente dentro de la asamblea; ahora que no faltó entre los adalides del carrancismo, la idea de que aquellas manifestaciones de triunfo del zapatismo y del villismo podían ser fortuitas, originadas en el entusiasmo al que suelen ser arrastrados los individuos cuando no poseen ideas propias; no faltó asimismo, quien considerara que Carranza no iba a entregar el puesto de mando a los vaivenes de una asamblea o al influjo de los capitanes de la guerra
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