Presentación de Omar CortésCapítulo decimoquinto. Apartado 5 - La Convención de AguascalientesCapítulo decimoquinto. Apartado 7 - Política del villismo Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 15 - LA DECISIÓN

LOS HOMBRES DE LA CONVENCIÓN




La reunión de los revolucionarios mexicanos instalada en Aguascalientes, no es una asamblea legislativa, ni una junta militar, ni un mitin político. Llámasele Convención no sólo como reflejo de quienes conocen y tratan la historia de la Revolución francesa, antes por suponerse que en ella, los caudillos de la Revolución mexicana van a convenir acerca de los principios que norman el gran suceso político, así como a convenir sobre la manera de realizar y consolidar la unión de los revolucionarios.

Y no hay, ciertamente, dentro de la atmósfera convencionista un propósito de partido. El verse cara a cara los más disímbolos capitanes de la guerra, los más desemejantes caracteres nacionales y los sujetos más hazañosos de una historia corta en cuanto a su edad, inmensa en lo que respecta a su capacidad, todo en el interior del Teatro Morelos se vuelve conmovedor. Hay allí un fraternal incienso de vivaque; una curiosidad de proyectos; un deseo de entendimientos; una voluntad patriótica anhelante de transformar los males del pueblo en bienes repúblicos.

Cada quien recorre mentalmente la historia de cada cual. Búscase entre los delegados la tradición revolucionaria. Los liberales de la primera década del siglo están aureolados por su tenacidad, y se ve en ellos a valientes y dignos individuos que dejaron a un lado intereses y cariños para luchar por las libertades públicas de los mexicanos. La palabra antiporfirista suena más en el pecho de los convencionistas que el vocablo de revolucionario. Aquellos que osaron combatir al gobierno del general Díaz que era apellidado dictadura, y más enfáticamente, odiosa dictadura, tienen los miramientos que sólo alcanzan los próceres. Aquellos que como Villa y Obregón improvisaron ejércitos y ganaron batallas a los militares profesionales, son objeto de la admiración; y esto a pesar de que el general Villa permanece en el más modesto de los retraimientos y el general Obregón cubre sus glorias con el más albo de los mantos democráticos. La vanidad, de la que podrían jactarse no pocos de los asambleístas, ha quedado envuelta entre los hermosos y generosos pliegues del patriotismo; porque será difícil hallar en la historia de México un acontecimiento como ese del Teatro Morelos en el cual, los hombres que poseen la fuerza se han despojado de la fuerza. La sencillez del alma rural, que vive tan unida a la naturaleza observando los soles y las lunas, es manifestación purísima en la reunión de Aguascalientes.

No se hallan allí, pues, hombres preparados en los laboratorios del saber y de la reflexión. Júntase, en cambio dentro del recinto, el mando y gobierno del genio que produce la intuición popular. Y esto es suficiente para hacer de la convención un espectáculo humano maravilloso.

Si no se sabe qué es la Revolución o qué hará la Revolución para convertirse en práctica y beneficio nacionales, sí saben los convencionistas elegir el signo de la rectitud, de la honorabilidad, de la hombradía y de la lealtad a los principios revolucionarios; pues al efecto, hacen presidente de la convención al general Antonio I. Villarreal.

Este correspondía a la nómina de los hombres instruidos, honestos y de inmaculado origen revolucionario. Además, era coautor principal del programa expedido por el Partido Liberal, en 1906; y como en Villarreal, más que un guerrero había un individuo de ideas, este hecho bastaba para que representara la mejor causa de la Revolución.

Al lado de Villarreal, en la directiva de la Convención, fueron elegidos los generales José Isabel Robles y Pánfilo Natera, ambos de origen maderista y bizarros como capitanes de guerra.

Dos grandes grupos quedaron organizados apenas instalada la asamblea. A la derecha del lunetario estaban los constitucionalistas presididos por los generales Alvaro Obregón y Lucio Blanco. A la izquierda, se hallaban los villistas, de quienes eran paladines el general Felipe Angeles y el coronel Roque González Garza. Faltaba en el seno de la reunión, el tercer gran grupo de la Revolución: el de Emiliano Zapata, por lo cual Angeles propuso, y la asamblea aceptó, que una comisión convencionista marchase desde luego al estado de Morelos con el objeto de persuadir al general Zapata a fin de que concurriese a Aguascalientes.

Aunque la mayoría de los asistentes se ostentaban como generales, al juramentarse como miembros de la convención, lo hicieron, luego de escuchar respetuosamente los acordes del Himno Nacional y de estampar sus firmas sobre la bandera mexicana, como ciudadanos armados. Aquellos hombres querían borrar cualquier sospecha de que lo porvenir de México iba a depender de las armas o de las ordenanzas castrenses. El generalato, pues, no constituía una carrera, sino un accidente de la Revolución —un medio para el ejercicio del mando sobre los voluntarios que concurrían a los campos de batalla. Lo militar era, en la realidad convencionista, incompatible con el espíritu civil, político y jurídico del Constitucionalismo. La derrota de Huerta seguida del licenciamiento del ejército federal significaba la derrota y exclusión de la profesionalidad militar.

Cuidábase de esa manera, cualquiera manifestación que indicase un retorno al pasado que se suponía construido y sostenido a fuerza de armas. Buscábase, en cambio, dar gran empaque a la asamblea, puesto que en la realidad, allí, en su seno, estaban los representantes, si no del Sufragio Universal, sí de un Consenso Nacional. Por esto mismo, sin proemios oratorios, ni proclamas altisonantes, ni decretos autoritarios, ni ensueños transformativos, los delegados, como si hubiesen alcanzado la meta de México, aprobaron, en medio de un lírico entusiasmo y tras de las notas marciales del Himno Nacional, que la Convención se declarase Soberana. Así nada estaba sobre ella. Era, pues, el Gobierno de la República.

Quedaba de tal suerte el mando en las manos de Carranza, ya que los convencionistas hasta el momento de la declaración de Soberanía, no le restaban la jefatura del Estado; ahora que concedían tan alta categoría a la asamblea, que ésta, sin determinar su jurisdicción, adquirió los relieves de una autoridad capaz de determinar el gobierno del país.

De esta suerte, la declaratoria de Soberanía hecha por la Convención alarmó a Carranza, quien en seguida de preguntar a los asambleístas en qué consistían los derechos soberanos, advirtió que no desistiría de su autoridad como jefe del ejército y como jefe del Poder ejecutivo de la Nación.

Y, en efecto, el mando y gobierno de Carranza en la República, a pesar de las funciones gubernamentales que la Convención Soberana se decretó a sí misma, era una realidad.

Desdeñaron los convencionistas este hecho sustancioso, de manera que el general Villarreal, como presidente de la asamblea, idealizando su posición creyó tan vasta la autoridad de la Convención, que la consideró capaz de ordenar un alto el fuego en Sonora, adonde las fuerzas del gobernador José María Maytorena y del general Benjamín Hill estaban combatiendo por causa tan local como fútil; de pedir a Zapata que reconociese la autoridad convencionista y de advertir a Carranza y a Villa, que la Revolución no era para que determinado hombre ocupara la presidencia de la República, sino para acabar con el hambre en la República Mexicana.

Tales palabras, sin embargo, no dejaban de ser ajenas al origen del Constitucionalismo y de la Convención. Eran también ajenas a una realidad política y revolucionaria —a la inspiración creadora sobre todo— que movía el alma y la pólvora de los ciudadanos armados —quizás de todos o la gran mayoría de los mexicanos.
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