Presentación de Omar CortésCapítulo decimocuarto. Apartado 8 - La revolución socialCapítulo decimoquinto. Apartado 1 - Alto en la guerra civil Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 14 - LA VICTORIA

LAS DIVERGENCIAS HUMANAS




La Revolución ofrecía hacia la mitad de 1914, la unidad de un pensamiento y de una acción; y aunque aquél no tenía las caracterizaciones de lo preciso, no podía dudarse de que su meollo era la libertad. Libertad en el orden político; libertad de índole nacional; libertad de inducción popular. Y, respecto a la acción concentrada en movimientos guerreros, era incuestionable que en medio de numerosas hazañas de riesgo y ventura, debido a las inexperiencias en el campo de las armas que causaron numerosas pérdidas humanas, hubo sentido de mando excelso, gracias al cual, los revolucionarios pudieron hacer los progresos que les llevaron a tomar la ciudad de México.

Sin embargo, como muchos eran los caudillos, inmensurables las ambiciones individuales, inorgánica la naturaleza armada, imperiosos los compromisos localistas y levantiscos de cada uno de los hombres que llevaba un rifle al hombro, la disposición de los agrupamientos políticos, más que los guerreros, constituían un problema que imprescindiblemente tendría que confrontar la Revolución.

Carranza, con el profundo conocimiento que tenía, si no de los hombres, sí acerca de las tradiciones y condiciones políticas de México, había advertido desde los comienzos de la Revolución, la necesidad de ligarse estrechamente a los grupos revolucionarios, a manera de hacer su mando objeto de la persuación y convicción de los individuos.

Esto, sin duda, fue uno de los principales motivos del viaje de Carranza, de Coahuila a Sonora; pues aparte de que en aquel estado, el alzamiento no obtenía los progresos necesarios, el Primer Jefe debió comprender que la situación geográfica de Sonora, unida a la decisión y arrojo de los sonorenses, podía ser la base no sólo para una fuerza militar, antes también para un partido político. Por lo mismo, y como ya se ha leído, dio alta categoría a Obregón y busco los medios para apaciguar los ánimos contra Maytorena, por quien sentía admiración, ahora que no dejaba de experimentar hacia éste, lós justos recelos que se anidan en el alma del recién llegado al mando y gobierno de una situación.

Grandes apoyos hallaron los designios de Carranza entre los jefes sonorenses, pero principalmente en Obregón, quien con su privilegiada inteligencia pronto asimiló los proyectos del Primer Jefe y estuvo diligente al apoyarlos y dilatarlos. De aquí, que Obregón suscitara no pocas envidias, aunque las expresiones pasionales no trascendieron luego, pues los hombres de la Revolución tenían un elevado concepto de la dignidad.

También en el estado de Chihuahua, no faltaban las envidias, pero tanta era la arrogancia y prestigio de Villa que éste llenaba el ambiente con su personalidad; y de las envidias era pasto el sur de la República, donde el general Emiliano Zapata pretendía, alegando la prioridad de su alzamiento en armas, la jefatura de la Revolución; ahora que el caudillo suriano desconocía los problemas nacionales, los apetitos humanos y las aptitudes para organizar un ejército. Demasiado llano dentro y fuera de su ser era Zapata, para llevar sobre sus espaldas las cargas de una dirección nacional. La sinceridad de sus propósitos le daba, sin embargo, un lugar prominente en la Revolución.

Así y todo, el Constitucionalismo dudaba de Zapata; pues si éste después de doce meses de sitio a la plaza de Cuernavaca había logrado tomarla (13 de agosto), el acontecimiento no le daba prestigio guerrero, máxime que para tal día el general Obregón estaba en la víspera de aceptar la rendición de la ciudad de México.

Y el general Obregón no correspondía al jefe que se deja quitar sus triunfos, de manera que tan pronto como ocupó la capital, mandó fuertes avanzadas al sur y poniente del Distrito Federal, con instrucciones de detener cualquier intento de penetración que hicieran los zapatistas.

Entre tanto Obregón daba esas órdenes, Juan Sarabia, antiguo miembro del Partido Liberal que presidía Ricardo Flores Magón, proponía a Carranza, y éste aceptaba, que el Constitucionalismo enviara una comisión al campo de Zapata con el propósito de hacer la paz y conciliación con el zapatismo; y como el general zapatista Genovevo de la O y el general suriano Jesús H. Salgado habían hecho proposiciciones semejantes, el Primer Jefe consideró llegado el momento de tratar con el general Zapata.

Al efecto, Carranza comisionó al general Antonio I. Villarreal y al licenciado Luis Cabrera para que se trasladaran al estado de Morelos e iniciaran tratos con Zapata; y el 27 de agosto (1914), los comisionados carrancistas estaban en Cuernavaca donde los lugartenientes del caudillo suriano establecieron como condición principal para un entendimiento con el Constitucionalismo, que éste reconociera, como fundamento de la Revolución, el Plan de Ayala y por lo tanto reconociera también a Zapata como jefe de la propia Revolución.

No bastaron la cordura de Cabrera y Villarreal, para detener la marejada de ambiciosa superioridad pretendida por el zapatismo; del zapatismo, porque no dejaron de advertir los comisionados de Carranza que no era Zapata la verdadera cabeza del Ejército Libertador; pues la indolente rústica actitud de aquél, dejaba todo el peso de las negociaciones a los generales Manuel V. Palafox y Alfredo Serratos, quienes eran tan ignorantes como inconsecuentes.

Para adoptar tal actitud, los líderes del zapatismo se sentían estimulados por una declaración del presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, favoreciendo la idea de que en México se realizara una revolución agraria, a fin de que la equidad en los repartos de la tierra produjera un verdadero bienestar a la clase rural mexicana.

Esta afirmación de Wilson fue, para la mentalidad ingenua y pueblerina de los zapatistas, como una evidencia de que el gobierno de la Casa Blanca se sentía inclinado a reconocer un gobierno de Zapata; y de aquí, de tan peregrina ocurrencia, se originaron las altas e inconducentes pretensiones de Palafox y Serratos.

Al conocer Carranza tales pretensiones, las rechazó unánime y prontamente, por lo cual Zapata cobró mucho odio al Primer Jefe.

Sin embargo, lo sucedido con los revolucionarios del sur, no tendría la trascendencia que adquirió la situación en Sonora, primero; en Chihuahua, después; porque las desaveniencias de Francisco Villa y José María Maytorena con Carranza y el carrancismo, y las discordias del carrancismo con Maytorena y Villa, desaveniencias y discordias que provenían de una rivalidad siniestra entre dos partidos de la Revolución, estaban tintando de negruras el cielo de México.

Tan tensa era la cuerda de las enemistades entre principales jefes revolucionarios, que al acercarse la puesta del 1914, las últimas luces de los días de triunfo proporcionaban reflejos a los preparativos silenciosos, pero efectivos, para una Tercera Guerra Civil.

Una sola esperanza quedaba dentro de aquel atardecer de borrasca: la posibilidad que Villa y Obregón, reunidos (24 de agosto) por vez primera, con el objeto de buscar un avenimiento del gobernador Maytorena y del coronel Plutarco Elias Calles, se entendieran e hicieran entender a los discordantes en la necesidad de dar tronco a la paz nacional.

Unidos, pues, en una misión, hombres tan desemejantes como Obregón y Villa, llegaron a Nogales (29 de agosto) aparentemente dispuestos a realizar un acto de buena voluntad; y allí se juntaron con el gobernador Maytorena, individuo de fuertes pasiones, de mucho valor, pero demasiado severo en sus apreciaciones e intereses políticos, y ya reunidos, convinieron en que Maytorena quedaría como comandante de todas las fuerzas en el estado de Sonora.

Sin embargo, el acuerdo era endeble a par de provisional; tanto así que fue necesario suscribir un nuevo trato (30 de agosto), conforme al cual los maytorenistas continuarían bajo el mando de Maytorena, mientras los carrancistas pasarían a servir bajo las órdenes del general Benjamín Hill.

El trato, sin embargo, lejos de servir a la conciliación, no hacía más que preparar los ánimos para la lucha. Los remedios que por momentos parecieron dar solución a aquel conflicto y a otros que amenazaban la unidad revolucionaria, iban quedando fuera de la vista real y positiva del país y de la Revolución. La guerra volvía a llamar en todos los puntos cardinales de México. La Constitución no era efectiva, puesto que sólo habían triunfado las armas. La República necesitaba regresar a la mentalidad de lo pacífico, y esto no podía ser posible en días durante los cuales tanto los hombres como las cosas olían a pólvora.

Sólo los ensueños y las idealizaciones tenían capacidad para hacer creer en un fácil regreso de la violencia guerrera a la paz de la razón. Las cuestiones personales y sociales, continuaban latentes. Los males de hombres y pueblos no se enmiendan tan fácil y prontamente como se pretendía que sucediera en la República de México.

Las ambiciones humanas, por otra parte, no estaban colmadas de bienes y satisfacciones. Era necesario aguardar; tener prudencia. Esperar, en fin, a que se cumpliera el ciclo de todas las vocaciones —de todas, incluyendo las populares y las aristocráticas. En el huerto no había una sola manzana; numerosas eran las que estaban al alcance de la mano del género humano; pero no de los mexicanos, en los días que remiramos.
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