Presentación de Omar CortésCapítulo decimocuarto. Apartado 5 - La fuga de HuertaCapítulo decimocuarto. Apartado 7 - La revolución triunfante Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 14 - LA VICTORIA

RENDICIÓN DE LA CAPITAL




Abandonada la ciudad de México a las manos del licenciado Francisco S. Carbajal, ministro de la Corte y a quien hemos visto firmando los tratos de Ciudad Juárez, en 1911, la vieja metrópoli quedó al garete.

Carbajal no tenía un título de autoridad política o legal; tampoco debió existir en él el signo de la probidad jurídica o moral, puesto que aceptó presidir un gobierno que no existía conforme a la Constitución ni de acuerdo con la conciencia pública Así, abandonada la ciudad a las manos de Carbajal, éste, teniendo como consejero a Federico Gamboa, hombre de letras, pero de jeremiadas políticas, pues era ajeno a la idea acerca de los negocios de Estado, dudó entre entregar el hipotético mando al general José Refugio Velasco o reorganizar el ejército huertista, para hacer frente al victorioso Constitucionalismo. Tamaños dislates se originaban al influjo del manto imperial que durante treinta años había lucido la ciudad de México; porque ¡qué de ilusiones producía la capital al candor humano!

En medio de esos días de devaneos, la ciudad empezaba a salir del sopor de grandeza al recibir el impacto de la moneda de papel emitida por Carbajal, al sentir que se agotaban sus víveres y que ya no tenía fuentes de abastecimientos, ni créditos, ni hombres aptos para tomar las armas.

Y mientras todo eso sucedía en el seno de la metrópoli y los zapatistas se adueñaban de los puntos dominantes al sur del Distrito Federal, el general Obregón, al frente de dieciocho mil soldados, reparando la vía férrea, reconstruyendo puentes, confiscando cuanto le era necesario para sus planes, reinstalando las comunicaciones telegráficas y movilizando trenes con cereales cogidos de las haciendas del Bajío, llegaba a Teoloyucan, establecía su cuartel general y hacía que sus avanzadas se apostaran frente a las garitas de la ciudad.

Tras de las fuerzas de Obregón llegaban también a las cercanías del Distrito ocho mil soldados del cuerpo de Ejército del Noreste, al mando del general Pablo González, ocupando los puntos estratégicos al norte y poniente de la capital.

Luego, escoltado por soldados de González, se situaba a pocos kilómetros de Teoloyucan, el tren a bordo del cual viajaba Venustiano Carranza.

La ciudad de México frente al enemigo no tenía más que dos caminos a elegir: el de una rendición incondicional o el de la batalla; ahora que para esto último se requería un caudillo. Carbajal no podía serlo; era demasiado abogado. Las miradas se habían vuelto hacia el general Velasco, pero éste, aunque valiente y pundonoroso, comprendió la realidad de la situación, y sin rehusar el mando, tampoco lo aceptó. Era, pues, necesario, convenir la rendición; la rendición menos humillante, y al caso la autoridad civil y militar que quedaba en la plaza, porque Carbajal y sus colaboradores emprendieron la fuga comprendiendo la inutilidad de los ensueños, nombró al general Gustavo A. Salas, soldado de muchos valores morales, y a Eduardo Iturbide, personaje de comedia política a fin de que firmaran las actas de rendición.

Los comisionados se presentaron en el cuartel general de Obregón, quien con señalado criterio de mando, negó negociar la rendición, exigiendo una acta de entrega incondicional y la disolución del antiguo ejército federal; y como no había manera de cambiar el panorama, Salas e Iturbide firmaron. Por este hecho, al acta de rendición (14 de agosto, 1914), se la llamó Tratado de Teoloyucan.

Al día siguiente, ante el asombro a par de aturdimiento de los habitantes de la capital que no podían comprender cómo y por qué triunfaba la Revolución, el Ejército Constitucionalista avanzaba desde la calzada de los Gallos hasta la Plaza de la Constitución.

Tal acontecimiento, que hacía temblar hasta los cimientos de la ciudad de México, no sería el único de esos días; porque si dentro de los primitivos soldados de la Revolución, no radicaban designios políticos o económicos, sí se anidaba el deseo de satisfacer los agravios que en su carrera de soberbia, riqueza y placer había causado la capital a la masa rústica e ignorante. Y tanto, en efecto, era el odio que aquella gente, hecha ejército victorioso, sentía hacia la metrópoli, que Obregón llamó a ésta la tristemente célebre ciudad de México.

Sin embargo, mientras los revolucionarios desfilaban por las calles de la ciudad, Obregón, temeroso de que en el seno de sus tropas surgiera el deseo de la represalia, advirtió públicamente que cualquier atropello contra la población pacífica sería castigado con la pena de muerte; aunque sería el propio Obregón el primero que humillara a la capital, por no haber defendido al gobierno Constitucional de Madero y permitir con su pasividad, los osados y reprobables hechos del huertismo.

Para abatir el orgullo de la ciudad de México, el general Obregón, llevando el encendido de su alma de vengador nacional al mayor de los extremos, en vez de derribar las casas del enemigo, o de regar con sal los lugares donde se engendraron los crímenes políticos y morales de los hombres de Febrero, o de mandar fusilar a los complicados en tales crímenes, o de hacer barrer las calles a los delincuentes políticos, mandó que los jefes revolucionarios ocuparan las residencias de los adalides del porfirismo y allegados a Huerta y al huertismo; y como esto no le pareciera bastante, ordenó una ceremonia de desagravio en la tumba de Madero; y allí (18 de agosto), al tiempo de sacar su revólver, dijo: No tienen excusa los hombres que pudieron cargar un fusil por temor de abandonar sus hogares. Yo abandoné a mis hijos huérfanos y como sé admirar el valor, cedo mi pistola a la señorita Arias, que es la única digna (en la ciudad de México) de llevarla.

Con este acto, genial en un hombre que a veces se dejaba llevar de la cólera, daba a los habitantes de la capital mexicana el mayor de los castigos que pudiera sufrir una gran ciudad que había sido el eje de la vida nacional. Y tan grande fue el agravio hecho por Obregón, que no sólo sería indeleble, sino que la ciudad esperaría otros tiempos para vengarse; porque es muy frecuente que la mentalidad urbana sea más cruel que la del hombre acostumbrado a deleitarse en hacer el mal.

Realizado el castigo, y cuando la única persona de la ciudad de México, digna de caracterizar el valor y la ley era María Arias, Carranza hizo su entrada triunfal a la capital (20 de agosto).

Iba Carranza en medio de sus generales, que anunciaban una nueva época política de México. Carranza, a cuya hombradía y firmeza de ánimo se debía la victoria de la clase rural mexicana hecha carne y sangre en una Constitución que la masa rústica no conocía pero que intuitivamente amaba y respetaba; Carranza, se dice, era la más alta representación de la Revolución mexicana; también el manifiesto gobernante de México.
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