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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 14 - LA VICTORIA

RELACIONES CON ESTADOS UNIDOS




Desde el trágico mes de febrero de 1913, el general Victoriano Huerta procuró, por todos los medios, pero principalmente por el diplomático, obtener la amistad o cuando menos la neutralidad del gobierno de Estados Unidos hacia la facción huertista, creyendo —tanta así era su inexperiencia civil—, que la Casa Blanca vería con beneplácito, y como alivio a sus negocios y conflictos en México, la existencia de una autoridad mexicana organizada y dirigida con mano fuerte.

Guiaron a Huerta, para hacer pie en tal creencia, primero las opiniones francas a par de fanáticas del embajador norteamericano Henry Lane Wilson; después, los consejos de sus principales colaboradores, en quienes veía los reflejos de la supuesta sabiduría política de los adalides del porfirismo.

El embajador Lane Wilson, por su parte, no dejaba de creer en su poder político cerca de Huerta y del huertismo; y tal creencia la comunicaba a su gobierno, con la seguridad de que éste le concedería carta blanca en el manejo de los asuntos públicos de México.

Confiaba así el diplomático norteamericano convencer al nuevo presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, de que las cuerdas de la autoridad mexicana podían moverse a través de la embajada en México, con lo cual Huerta no sería más que un instrumento; y aunque Huerta y los huertistas no ignoraban los designios de Lane Wilson, tanto era su amor al poder; tantos los deseos del desquite con los revolucionarios que les habían derrotado en 1911, que no tuvieron escrúpulos en aceptar las intervenciones del diplomático.

Sin embargo, tanto Wilson como Huerta y sus colaboradores vivían al margen de la realidad política norteamericana. Desconocían u olvidaban que Woodrow Wilson y el Partido Democrático de Estados Unidos, habían llegado a la Casa Blanca con un programa de libertades públicas y civiles; con una promesa de descentralización política y con la aspiración de hacer que el mundo viviese a ejemplo del pueblo norteamericano.

Wilson, durante su campaña electoral, presentó a su país las características de lider conductor de una política idealizada hasta en el más íntimo de sus ángulos, a manera de hacer con la Democracia un principio purísimo de populismo y libertad. Y al lado de Wilson, el nuevo secretario de Estado William Jennings Bryan, representaba la exageración democrática, con lo cual parecía que el pueblo de Estados Unidos había entrado en una nueva era política, que distaba mucho de ser aquella capaz de apoyar a un gobierno originado en la violencia, la ilegalidad y la usurpación como el de Huerta. De esta suerte, en vez de atender las recomendaciones de Lane Wilson a quien los políticos huertistas estaban haciendo víctima de sus apetitos, el gobierno de Wilson se preparó, desde el primer día de mando, a iniciar una política con respecto a México, contraria precisamente a la que el embajador y los huertistas pregonaban.

Además, el gobierno norteamericano, inducido por sus preocupaciones patrióticas quiso, desde sus comienzos, sacar el mejor partido de la situación mexicana; y como un capítulo importante para la Casa Blanca era el tener a la mano los instrumentos convenientes para contestar y minorar las exageradas reclamaciones de Gran Bretaña sobre los peajes del Canal de Panamá, con señalada habilidad, el secretario Bryan tendió las cuerdas para ofrecerse como medio eficaz a fin de obtener de México las ventajas posibles a las muchas ambiciones de Inglaterra.

Además, como uno de los primeros pasos de Huerta consistió en facilitar el camino para otorgar a los intereses británicos todo género de concesiones petroleras, contrariando de esa manera las inversiones norteamericanas, y creyendo asimismo que podría barajar ventajas, puesto que ponía a una y otra parte en el juego de los compromisos, el gobierno de Estados Unidos propendió a capitalizar en su favor las procuraciones de Huerta.

Este, al efecto, había hecho creer al embajador de Gran Bretaña, Lionel Carden quien favorecería a los inversores británicos otorgándoles concesiones exclusivas para las explotaciones petrolíferas. Sin embargo, lo que Huerta buscaba era servirse de tales promesas, para de esa manera producir los recelos de los inversores norteamericanos y con esto el apoyo de los mismos cerca de la Casa Blanca a fin de que ésta reconociera a la autoridad huertista gobierno de facto.

Mas nuevamente los consejeros de Huerta caían en el error. Volvían a desconocer el origen político del presidente Wilson, así que éste, en lugar de sentirse aturdido o temeroso por las promesas de Huerta a Inglaterra, procedió a retirar de México al embajador Lane Wilson, dejando como encargado de negocios a Nelson O'shaughnessy, hombre sensato, aunque de pocos alcances.

Antes de regresar a Estados Unidos, el embajador Wilson había advertido, gracias al frío trato que le daba el subsecretario de Relaciones Carlos Pereyra, que Huerta intentaba enviscar a Estados Unidos y Gran Bretaña y así obtener el mejor partido para los intereses del huertismo; y aunque de muchas maneras había demostrado su interés y apoyo hacia Huerta, ahora, al salir del país iba convencido de que sus servicios al huertismo eran mal correspondidos.

La zigzagueante política exterior del huertismo no sólo perdió con Wilson un portavoz, sino que hizo en éste un enemigo, de manera que cuando llegó a Washington presentó informes adversos a Huerta y al huertismo; y como por otra parte, hizo creer a su gobierno en la factibilidad de acabar, mediante el poderoso influjo de Estados Unidos, con la autoridad de Huerta y con lo mismo dar fin a la guerra civil, el Presidente resolvió enviar a México con el carácter de su representante personal a John Lind, hábil político, pero individuo más desconocedor de los negocios mexicanos que la propia Casa Blanca.

Lind llegó a México con un instructivo preciso del presidente Wilson, en el que luego de advertir que los tratos de su representante deberían ser con las autoridades que ejercían influencia en el país y no con el llamado gobierno del general Victoriano Huerta, aconsejaba a tales autoridades que hicieran cesar las hostilidades entre los grupos combatientes dentro de la República, y que a continuación efectuaran elecciones generales, libres y efectivas, pero fijándose de antemano que el general Huerta estaría eliminado como candidato.

El representante de Wilson, al efecto, no sin advertir que no trataba con el gobierno de Huerta, sino con la autoridad que ejercía influencia en el país, conferenció (15 de agosto, 1913) con Federico Gamboa, quien llevaba el título de secretario de Relaciones Exteriores; y fue a Gamboa a quien hizo conocer el proyecto amistoso del presidente de Estados Unidos, mediante el cual podría ponerse fin a la guerra civil en México.

Gamboa rechazó las propuestas del gobierno de la Casa Blanca con aparente indignación. El hecho de que Wilson indicara un camino a seguir para dar término a las luchas intestinas mexicanas, constituía un acto de intervencionismo clásico; un atropello a la soberanía nacional; y aparentando, no obstante su origen inconstitucional, ser el portaestandarte de la Ley y del patriotismo. Gamboa puso a la mano de Huerta un vehículo para que éste hiciera creer que las desgracias de México se debían específicamente a las intrusiones norteamericanas.

Así, contestando Gamboa al Presidente de Estados Unidos por conducto de Lind, calificó —como si la usurpación de funciones a la luz del día no hubiese sido bastante para desmentirlo— de imputación mayúscula, el hecho de que la Casa Blanca dudara de la existencia de un gobierno nacional en México, dado que Huerta dominaba en veinticinco estados, tres territorios y el Distrito Federal. La teoría del dominio violento elevada a la categoría de derecho constitucional, sólo podía ser, dentro de la autoridad huertista, colateral a un derecho del crimen político.

La acusación, envuelta en precisa intencionalidad, que Huerta hacía al gobierno de Estados Unidos de pretender inmiscuirse en los negocios interiores de México, no obstante que el documento de Wilson sólo era un parecer y de ninguna manera una demanda, únicamente tuvo por objeto ganar adeptos a una causa que parecía adoctrinada en los principios de la legalidad y la autonomía.

Grave, en efecto, fue el error cometido por la Casa Blanca con la misión de Lind, ya que estaba obligada a considerar, después de los sucesos de Febrero, que Huerta carecía de sustantivo moral y que, por lo mismo, colocarle dentro de un dictamen democrático equivalía a proporcionarle un instrumento que más adelante podría utilizar al fin de enturbiar las relaciones entre dos países vecinos. Con tal misión, pues, el gobierno de Estados Unidos adquiró los visos de un clásico pastor y actor del intervencionismo.

Tan poco acorde con las circunstancias estuvo el instructivo de Wilson, que cuando éste reaccionó, ya Huerta había tenido tiempo para hacerse aparecer como víctima de Estados Unidos; y esto, con tanta habilidad, que el presidente de Estados Unidos quedó estigmatizado como estadista sombrío.

Además, la actitud de Wilson fue tan comprometedora para Estados Unidos, que la situación mexicana —el Caso México, según la definición del departamento de Estado— se convirtió, repugnando el acontecimiento con los principios de la amistad y derecho internacionales, en capítulo de la política doméstica de Estados Unidos.

Así, hundido en el golfo del Caso México, y sin poder retroceder, el presidente Wilson decretó (27 de agosto) el embargo de armas destinadas a Huerta o a los revolucionarios; mas esto, lejos de minorar el error de origen, sólo sirvió para encender, en la mayoría de los países continentales, la voz popular del antiintervencionismo, que ahora presentaba al general Huerta como caudillo del latinoamericanismo.

Preocupado Wilson por los equívocos efectos de la misión de Lind, a quien en todos los tonos se le llamaba Funesto agente del intervencionismo yanqui, pidió consejo al secretario Bryan; y éste escribió (octubre 28):

Cuando un déspota local es sostenido en el poder por poderosos intereses financieros y recibe el dinero de éstos, el pueblo queda en manos de la nación que otorga abastecimientos (militares) al dictador. No podremos obtener la confianza de Latinoamérica mientras no probemos que no queremos territorios ni autoridad sobre las políticas nacionales. Nuestra única intervención debe ser la de reiterar que el pueblo (de México) tiene derecho a votar y elegir a sus gobernantes.

Wilson escuchó a Bryan, y mandó salir del país a Lind (noviembre 13), y haciendo un resumen de sus pensamientos de política aplicada, dijo refiriéndose a la situación mexicana:

No puede haber paz en América hasta que el general Huerta entregue su usurpada autoridad. Somos amigos de los gobiernos constitucionalistas de América. Esperemos que el orden constitucional quede restaurado en el afligido México por aquel de sus caudillos que prefiera la libertad de su pueblo a sus propias ambiciones.

Había, sin embargo, un obstáculo para que el gobierno de la Casa Blanca pudiese llevar a cabo la idea expuesta por Bryan de cortar no sólo los suministros de armas, sino también los financiamientos extranjeros. Ese obstáculo era Inglaterra. Y, en efecto, la Foreign Office, tratando de forzar a Estados Unidos en el asunto de los peajes de Panamá, cada día parecía abrazar la causa de Huerta con mayor decisión. Huerta, pues, no estaba sirviendo a su patria, sino a los intereses y disyuntivas de dos potencias extranjeras.
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