Presentación de Omar CortésCapítulo decimotercero. Apartado 5 - La pléyade del constitucionalismoCapítulo decimotercero. Apartado 7 - Las discordias revolucionarias Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 13 - LA CAPITAL

LA MARCHA A GUADALAJARA




Al entrar las tropas del cuerpo de Ejército del Noroeste a territorio tepiqueño, el general Alvaro Obregón llevaba bajo su mando cuatro mil soldados de caballería, cinco mil de infantería, diez cañones de grueso calibre, diez ametralladoras y un biplano piloteado por el capitán Gustavo Salinas.

Por orden del propio Obregón, los generales Manuel M. Diéguez, Rafael Buelna y Lucio Blanco se adelantaron hacia el sur con dos mil ochocientos hombres montados. La vanguardia, como queda dicho, tenía como jefe al general Buelna.

Este, dejándose conducir por sus vapores de valentía y ambición, llegó hasta las goteras de Acaponeta (Nayarit) donde estaba esperando a los Constitucionalistas el general huertista José Solares con mil ochocientos hombres, entre soldados de línea y voluntarios; y Buelna, sin medir los peligros a que exponía a la vanguardia, atacó resueltamente a los huertistas, desarrollándose la acción con tanta violencia y audacia que a pesar de ser mayor el número de defensores de la plaza que el de atacantes, éstos rompieron la línea atrincherada de Solares y llegaron hasta el centro de la plaza; y aunque sii situación se hizo comprometida por momentos, pudo salvarse gracias al oportuno auxilio de las caballerías de Blanco.

Con esto, Solares no esperó más y salió con precipitación de la plaza; pero perseguido por el general Diéguez, el jefe huertista no tuvo más remedio que rendirse incondicionalmente (5 mayo, 1914), entregando a los Constitucionalistas mil cien rifles, un millón de cartuchos y tres cañones.

Entusiasmados por el triunfo, sin detenerse en Acaponeta ni recibir órdenes del general Obregón, Buelna y Blanco resolvieron continuar, sin dar descanso a sus tropas, hacia la plaza de Tepic, donde el gobierno de Huerta tenía concentrados mil quinientos hombres, que estrenaban las armas llegadas de España.

Con la misma táctica empleada en Acaponeta, Buelna se lanzó sobre los atrincheramientos huertistas de Tepic, y como la mayoría de los defensores de la plaza eran jóvenes cogidos de leva a la salida de los espectáculos de la ciudad de México, los bisoñes soldados se aprovecharon del desconcierto que entre los federales produjo la osadía de Buelna, para desembarazarse de sus armas y emprender la fuga.

Tan grande fue la confusión provocada por el atrevimiento de los revolucionarios que el general Buelna logró, apenas transcurridos quince minutos del comienzo del asalto, llegar al centro de la población; y como a tal acontecimiento se siguió la presencia de dos mil jinetes de Blanco, los federales desistieron de seguir luchando, y con lo mismo, la plaza quedó en poder de las fuerzas constitucionalistas el 15 de Mayo.

Como las acciones de Acaponeta y Tepic habían sido manifiestamente propias de la audacia de Buelna y Blanco, el general Obregón reprochó a éstos el empleo de sus ímpetus guerreros en ataques que deberían ser previamente estudiados; porque en efecto, Obregón tenía dispuesto la concurrencia de las fuerzas del general Diéguez a ambos asaltos; pero como Buelna estaba deseoso de triunfos y Blanco no desperdiciaba las oportunidades para obtener lucimientos personales, a fin de opacar la figura política y guerrera del general Obregón, hacia quien sentía envidia y recelos, las órdenes de éste quedaron sin efecto.

Fue esta rivalidad, propia de las campañas militares, la que inició una animadversión personal, tan absurda como perjudicial, entre los generales Blanco y Obregón, máxime que aquél, sobre su figura gallarda y su ánimo emprendedor no dejaba de enseñar, como había acontecido en Matamoros, su propósito de sobresalir en todos los órdenes de la campaña, mientras que el segundo no parecía resignado a abandonar los laureles conquistados en Sonora y a lo largo del estado de Sinaloa.

No dejaba por su lado, el general Obregón, de poseer íntimos y peligrosos reconcomios, debido a los cuales repugnaba y combatía las menores sospechas de una superioridad que pudiera ser contraria a sus designios e intereses. Sin este defecto, que brotaba indefectiblemente del alma de tan notable caudillo, el general Obregón habría mantenido invariable y firmemente el prestigio que ganan los hombres cuando viven y mueren iluminados por una maravilloso porvenir.

Entre desatinos, sospechas y sutilezas de los principales jefes del cuerpo de Ejército del Noroeste, que crecía en número y calidad de hombres conforme avanzaba hacia Guadalajara, —desatinos y sutilezas que no provenían de desemejanzas en ideas ni de manifestaciones mezquinas— todo el aparato de guerra del Constitucionalismo se movía con seguridad y sin titubeos en busca de nuevas batallas y triunfos.

Al caso, Obregón estableció su cuartel general en la plaza de Tepic; y luego de ordenar que sus tropas continuaran avanzando hacia el sur, mandó ocupar las propiedades de la gente acomodada y de los huertistas; dispuso la clausura y ocupación de los templos católicos y la aprehensión del obispo Andrés Segura y de catorce sacerdotes. Presas también fueron las personas a quienes la voz pública señaló como partidarias de Huerta.

En seguida de su detención, el obispo de Tepic fue llevado ante un tribunal militar, acusado de haber cometido delitos del orden político, por lo cual fue condenado a ocho años de prisión, en tanto que para los otros clérigos se mandó la pena del destierro.

El acontecimiento, que en el fondo estaba desligado de los propósitos políticos de la Revolución, pareció dar a ésta el carácter de un hecho contrario a las creencias populares, originándose con lo mismo hondos resentimientos sociales que no acarrearon beneficios —aparte de enardecer los ánimos— a la idea central revolucionaria; ahora que esos resentimientos, en pleno estado de guerra, no interesaban mucho al general Obregón, más que lesionar las ideas religiosas quiso, con tales medidas, poner de relieve su genio resuelto, su propósito de renovar las cosas del pasado y su principio de autoridad. Acusando y minorando la autoridad de quienes representaban la autoridad religiosa, el general Obregón creyó acrecentar su mando personal, de manera que su palabra y acción poseían una fuerza y un poder que difícilmente tenía otro jefe revolucionario. Además, el general Obregón buscó, con el encarcelamiento de los curas tepiqueños, sembrar la alarma entre el clero de Jalisco, y principalmente de Guadalajara, para de esta manera ajar el ánimo de los jefes militares de Huerta que defendían la capital jalisciense, y a quienes el general Obregón suponía alentados por el poder religioso que el estado de Jalisco representaba para la República.

Obregón, en efecto, tenía informes que le hacían creer que el obispo de Guadalajara era el principal puntal del ejército huertista, y que, además, proporcionaba dinero para las tropas federales; y aunque tales informes carecían de solidez, no eran esos días de guerra y violencia aquellos que se prestaban para verificar las acusaciones, ya al episcopado tapatío, ya a la gente acomodada de Guadalajara.

Por otra parte, no sólo el general Obregón; no sólo los caudillos revolucionarios; no sólo los viejos y nuevos liberales sino el país en general y sobre todo la clase rural, siempre en la oscuridad y el apartamiento, conservaban la creencia de que la Iglesia en México poseía cuantiosos recursos pecuniarios y por lo tanto era ésta la única capaz de sostener a Huerta, dado que bien sabido se tenía el hecho de que los banqueros europeos y noramericanos habían cerrado sus cajas a los empréstitos huertistas.

Influyó también en el general Obregón para mandar la clausura de los templos, la aprehensión de los curas y la confiscación de los bienes del clero o conexivos a éste, los apuros económicos en que se hallaba; pues acrecentado su ejército, aumentadas las funciones sociales de la Revolución y restablecidos los sistemas administrativos, Obregón requería cantidades ilimitadas de dinero para el sostenimiento de aquel gran ejército que marchaba sobre Guadalajara. Y tantos, en efecto, fueron los apremios monetarios de los revolucionarios, que el general Obregón mandó imprimir vales por valor de seiscientos mil pesos; y como escaseaban los víveres para la población civil y el hambre empezaba a hacer víctimas en los pueblos tepiqueños y jaliscienses, pues las tierras estaban abandonadas ya que los jornaleros se daban de alta en las filas del Constitucionalismo o huían por la sierra temerosos de ser víctimas de la guerra, Obregón, llevado siempre por su genio emprendedor, ordenó la salida de una expedición armada a las Islas Marías, con el objeto de explotar pronto y eficazmente, los yacimientos de sal, suponiendo que tal explotación daría rendimientos económicos al Constitucionalismo y sería una fuente segura para auxiliar a los gastos del ejército revolucionario.

También mandó el general Obregón una columna de exploración a la sierra nayarita, con órdenes de buscar maderas y cereales, aunque tales iniciativas resultaron infructuosas, mientras que en Tepic donde estaban concentrados poco más de quince mil soldados, la situación de éstos y de los tepiqueños era cada día más precaria.

Con todo eso, aparecieron a lo largo de la zona costanera de Sonora y Sinaloa los fayuqueros, coyotes y especuladores, que pronto fueron una verdadera peste para el noroeste de México; pues el vulgo llamaba fayuqueros o coyotes a quienes se dedicaban al clandestinaje, monopolio o adulteración de artículos alimenticios; o a quienes vendían prendas de vestir importadas por malas artes de Estados Unidos; o comerciaban con las monedas metálicas o hacían trueques con los billetes de banco o los bilimbiques, todo lo cual les dejaba ventajosas ganancias. Especuladores se apellidaba a quienes realizaban las funciones de los antiguos empeñeros y quienes hacían objeto de sus habilidades a la gente acomodada, ya de antiguos porfiristas, ya de colaboradores del huertismo, que por andar a salto de mata y carecer de dinero, daban prendas a cambio de cualquier cantidad de moneda, para poder sobrellevar la azarosa existencia de tales días.

Los fayuqueros, coyotes y especuladores, como consencuencia de sus actividades, no sólo hacían encarecer la vida sino que daban pábulo a la creencia de que grandes e irremediables eran los males de la guerra y que por lo mismo, el infortunio del pueblo mexicano no tenía horizontes. Y como al desconcierto público y moral que sembraban tales individuos se agregaban las penas y lógicas consecuencias de la lucha intestina, se produjo el clamoreo de la gente, principalmente del centro de la República, que trajo como consecuencia una emigración casi multitudinaria, primero de carácter localista; después, nacional. Así, durante el año de 1914, salieron del país, para buscar asiento en suelo noramericano, ciento diez mil personas, mientras que la ciudad de México, como resultado de la concentración de la población rural, duplicaba el número de sus habitantes en sólo dos años.

Por otra parte, la propiedad urbana sufría los mismos males que la propiedad rústica; pues si ésta había perdido todo su precio, aquélla empezó a sentir una desvalorización casi vertiginosa. El precio de los solares en la colonia Roma de la capital nacional, que hacia los días del Centenario tenía un valor promedio de diez pesos el metro cuadrado, descendió a cuatro; y cuatro pesos que los compradores pagaban con billetes de banco que carecían de precio efectivo.

Ese era, pues, el panorama general del país, cuando en Tepic, el general Alvaro Obregón dio la orden de marcha a las columnas del cuerpo de ejército del Noroeste. La marcha empezó y pronto se hizo penosa; pues como se llevaba a cabo por tierra, esto originaba muchas dificultades para el avituallamiento de las tropas. Además, los suministros resultaban muy costosos, puesto que eran movilizados desde Nogales.

Otro obstáculo era la pesada impedimenta que movilizaba Obregón, máxime que, a partir de Mazatlán, fue necesario aceptar que los soldados llevasen consigo a sus mujeres e hijos, pues los revolucionarios tan pronto como estuvieron en Tepic y supieron que el objetivo del ejército era la ciudad de México, consideraron el suceso como si tuviesen que marchar a un país extraño y lejano, soberbio y amenazador. Tal era el concepto que tenía la gente rural respecto a la capital de la República.

Era de advertirse también dentro de las columnas, el crecido número de adolescentes que formaban en el mismo; y si todo esto favorecía los ideales e intereses de la Revolución y abría paso franco a nuevas generaciones, no por ello dejaba de entorpecer las marchas que ordenaba el general Obregón, pues aquella gente armada era ajena a la realidad disciplinaria y organizada de la guerra.

Los problemas que se presentaban a los revolucionarios, conforme el ejército avanzaba sobre Guadalajara no solamente consistían en la escasez de víveres e indumentaria, antes también en la falta de techos para alojar a tantos miles de hombres, y como a mediados de junio (1914), la temporada de lluvias se había presentado con violencia, cada hora aumentaba la exigencia de los soldados para tener donde protegerse del tiempo; y de esta manera, los propios soldados, sin tener órdenes expresas al caso, sino empujados por la necesidad empezaron a ocupar los templos católicos.

El acontecimiento, realizado con extraordinaria naturalidad, sin malicia ni propósitos antirreligiosos, fue considerado como un suceso normal dentro de una campaña guerrera, y por lo mismo, los soldados revolucionarios hicieron de las iglesias lecho y cocina, cuartel y divertimiento.

Así, en medio de estos accidentes y manifestaciones de la lucha intestina que sufría el país, el general Obregón traspuso los límites del estado de Jalisco, y el 24 de junio (1914), estableció su cuartel general en suelo jalisciense a tiempo de reiterar órdenes para que su ejército continuara avanzando en dirección a Guadalajara, donde el enemigo esperaba a los revolucionarios en tres importantes puntos fortificados.

Y haciendo los planes para el ataque a la capital de Jalisco se hallaba el general Obregón, cuando recibió noticias de que el Primer Jefe lo había ascendido a general de división. Mas junto a tal noticia, Obregón tuvo los primeros informes, gracias a un mensaje del general Francisco Villa, de las graves dificultades que se presentaban a la vista entre Carranza y el propio Villa.
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