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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 12 - SOBRE LAS ARMAS

LA MANO DURA




Para vivir y procurar su auge autoritario, no le bastaría al general Victoriano Huerta domesticar a la gente de su propia casa. Los progresos de los revolucionarios en los cuatro puntos del país; el descontento que en los pueblos producía la leva; las escaseces que empezaban a experimentar los habitantes de la ciudad de México; el decrecimiento en los negocios industriales y mercantiles; la política latinoamericana que seguía el huertismo y la desunión entre quienes compartían la autoridad militar en la Ciudadela, hicieron creer a Huerta que sólo existía un camino a seguir a fin de restablecer el orden y ganar el título de campeón de la paz al que aspiraba desde que aprehendió a Madero y Pino Suárez: el camino de la mano dura. Porque, en la realidad, Huerta llegó a creer que él, y nadie más que él, era el llamado a ser el héroe de la paz nacional; esto es, a ganar el lugar de un segundo Porfirio Díaz.

Muy difícil era, para un hombre ignorante de la vida civil y ajeno a los sentimientos humanos, entender que había muchos caminos para conducir al pueblo de México a mejores condiciones de vida social y económica. Huerta, en efecto, sólo creía en la vieja escuela de la autoridad indiscutible. Dentro de aquel hombre, que no pudo detener su atropellada mentalidad, para evitar el crimen cometido en las personas de Madero y Pino Suarez, no era posible que se presentase alguna de las fórmulas que da la razón a los gobernantes, a fin de que éstos estén en aptitud de imponer el orden y de reconciliar los ánimos de los individuos y la sociedad.

Huerta no podía seguir la doctrina de Juárez, como la seguía Carranza. Juárez significaba la Ley, y Huerta era la antiley. La afirmación de que él, Huerta, se sostendría en el poder costase lo que costara, era la perfecta manifestación de su antijuarismo. Las normas de tal hombre correspondían más que a Juárez a la escuela elemental del porfirismo, y por lo mismo hizo dentro de él la idea de que la violencia no sólo tenía los caracteres de lo indispensable sino también de lo indiscutible.

Daba más consideraciones de apoyo a tal creencia el hecho de que para la clase selecta de México la caída de Madero se había debido a la debilidad del presidente. Y esta idea, tan falsa como infortunada, llenaba aquellos días impulsivos y trágicos de México. ¿No Huerta había dicho, como quien encuentra la cuadratura al círculo, que nada podía subsistir en el país sin la vara de la fuerza?

Con tan insano principio, ajeno a los preceptos de la civilización, Huerta aprobó el crimen político y en seguida de aprobarlo lo puso en ejecución, como ya lo hemos visto; ahora que eso no bastaba para llevar tal doctrina en aras de la paz y bienestar de la República.

Por esto mismo, sin necesidad de hacer mayores consultas a la conciencia ni a la ley, aprobó el asesinato del diputado maderista Adolfo G. Gurrión; después el del diputado Serapio Rendón; luego, el del profesor Néstor E. Monroy, el de Juan Pedro Didapp y el de Pablo Castañón. También conocería, sin darle importancia alguna, el informe de que el viejo periodista A. Cabrera, individuo comido por los achaques y la decrepitud, había sido secuestrado en Zacatlán, hecho objeto de las burlas de los soldados y por fin ejecutado, sin más causa que los odios de los antiguos porfiristas, quienes no le perdonaban los ataques literarios al general Díaz. Y los asesinatos seguían, unos en la ciudad de México; otros en los estados. En la capital, fueron asesinados el poeta y periodista nicaragüense Solón Argüello y el doctor y senador Belisario Domínguez; aquél acusado de escribir unos versos contra la usurpación; éste, por haber dicho un discurso antihuertista en el Senado.

Con tales crímenes, el huertismo advertía que no iba a detenerse para castigar con sangre a quienes se opusieran a los designios del general. Advertían asimismo que la violencia no sería aplicada únicamente en la ciudad de México, antes también en los pueblos; ahora que en éstos, las autoridades militares hallaron una manera que creyeron más eficaz para sembrar el terror de la mano dura entre los simpatizadores de la Revolución; y al efecto, los comandantes de zona discurrieron aprehender y consignar al servicio de las armas a quienes tenían inclinaciones revolucionarias, de manera que el vecindario lugareño vivió en verdadera zozobra, pues bastaba una pequeña denuncia para que la autoridad militar procediera contra el denunciado.

De ese terror de gobierno, no era Huerta el único responsable; porque tenía colaboradores como el doctor Aureliano Urrutia, a quien llamaba ministro de Gobernación, y quien escudándose en sus habilidades de cirujano, y de hombre de ciencia, no se tentaba el corazón para que sus subalternos cometieran o insinuaran actos contra la vida de los hombres; y como Urrutia se sentía apoyado por Huerta y estimulado por sus compañeros de gabinete, las manifestaciones y efectos de la violencia huertista abarcó a todo lo ancho y todo lo largo del país.

No se entendería el ejercicio de esa maldad de no saberse que la representación de la autoridad civil, dentro del huertismo, estaba en manos de políticos noveles, quienes creyendo que la consolidación del régimen porfirista se había debido exclusiva y específicamente a un fuerte y despiadado pulso del general Porfirio Díaz, y no a las circunstancias dentro de las escuelas se desenvolvía la sociedad mexicana en el último cuarto del siglo XIX, alentaban a Huerta a seguir por el camino elegido.

Con tales procedimientos y pensamientos, mal hacían los políticos huertistas al país; mal al régimen porfirista, porque si es cierto que dentro de éste, en sus comienzos, no escasearon los asesinatos políticos, verdad también que no fue la violencia, como ya se ha dicho, el único instrumento utilizado por el general Díaz para pacificar; tampoco -de haberse seguido los métodos del porfirismo- el año de 1913 tenía la misma contextura del 1876. Otro, pues, fue el origen de la estabilidad porfirista. Y tan precisa es la afirmación, que mientras Díaz abrió una época crediticia al país, Huerta la cerró —y esto, para una larga temporada.

En efecto, fue tan falsa y condenable la acción impulsiva del huertismo, que éste no estuvo en aptitud de negociar el empréstito proyectado por el secretario de Hacienda Esquivel Obregón, del cual ya se ha hablado. Además, como Esquivel había envuelto el empréstito con un embargo de las rentas aduanales, ya de suyo decaídas como consecuencia de la guerra civil, y pretendía una conversión total de la deuda exterior, e inventaba al mismo tiempo un contrato para la inversión de bonos del erario nacional, y pretendía arreglar con el Banco de París un adelanto de cinco millones de pesos oro a cuenta del empréstito, mientras que por otro lado negociaba con intereses británicos para que éstos absorbieran una parte del préstamo, todo eso hizo más difícil el acoplamiento financiero a un solo propósito, máxime que todos esos problemas que se suscitaban en torno a la ayuda exterior, tenían los signos de las incertidumbres de unos y las ambiciones de otros. Así, Huerta desesperaba viendo que no era posible realizar un pronto arreglo de dinero, que era una de sus esperanzas a fin de tener los suministros necesarios para la guerra.

Sin éstos, Huerta no podía realizar su proyecto de elevar a cien mil el número de sus soldados, pues el ejército, seis meses después de los sucesos de febrero, gracias a la leva y a las armas que había comprado Madero, sólo tenía cincuenta y ocho mil soldados, incluyendo a los cuerpos rurales. En lo que sí estaba más fuerte el ejército de Huerta era en el arma de artillería. Esta había sido duplicada en su número y calibre de sus piezas, como acrecentada estaba la cantidad de ametralladoras. Además, el ejército esperaba ser reforzado con una escuadrilla de aeroplanos Bleriot, que si en la práctica no fue útil, se debió a que los técnicos del arma admitieron que era necesario instruir y organizar previamente a los pilotos.

No fueron ésos los únicos dispositivos de Huerta a fin de aumentar y mejorar sus fuerzas armadas. Al efecto, para el mando del ejército eligió a los más sobresalientes generales: José Refugio Velasco, Fernando Trucy Aubert, Antonio Rábago, Pedro Ojeda, Luis Medina Barrón y Joaquín Mass.

Sin embargo, todos los recursos que ponía Huerta al alcance de sus generales, para fortalecer al ejército, no constituían la garantía perfecta a fin de hacer volver la paz a la República. Huerta mismo no se explicaba qué sucedía; pues si sus soldados eran insuficientes para restablecer la tranquilidad nacional, el terror de Estado tampoco bastaba para apaciguar a la población civil y sembrar el temor entre los antiguos maderistas y los nuevos maderistas. Si de otro lado, tampoco se podía alcanzar tal objeto mediante las promesas que hacían los literatos de la política huertista de iniciar una legislación social, ¿qué debería hacerse para apaciguar la República y dar a ésta las satisfacciones del bienestar?

Las noticias de carácter militar procedentes de Sonora tenían desazonados a los huertistas. La derrota del general Ojeda en la frontera del norte; la retirada precipitada y desordenada de los destacamentos de los orozquistas y soldados federales en las haciendas y pueblos de Chihuahua frente a los progresos de la gente de Villa, empezaban a preocupar al general Huerta, quien no comprendía cómo los grupos armados, pero desorganizados de los revolucionarios podían derrotar al tradicionalmente vigoroso ejército federal. El general, al efecto, hacía omisión en sus consideraciones del poco o muy poco valor moral que poseía el soldado reclutado por la fuerza frente a los guerrilleros empujados por los vientos de muchas y grandes esperanzas.
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