Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo. Apartado 13 - El levantamiento en ChihuahuaCapítulo duodécimo. Apartado 2 - El Congreso y Huerta Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 12 - SOBRE LAS ARMAS

LA DETERMINACIÓN POPULAR




Si el gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, al dar ejemplo de hombradía y constitucionalismo negándose a reconocer la autoridad del general Victoriano Huerta, no vio, como él creía, que el pueblo de México acudiera súbitamente a coger las armas para emprender la guerra contra los usurpadores del Poder nacional, pudo en cambio advertir que la semilla sembrada iba a ser planta y fruto en el correr de las semanas; porque, en efecto, al pasmo que produjera en el pueblo la sucesión de los acontecimientos de febrero: levantamiento de Bernardo Reyes y Félix Díaz; toma de la Ciudadela; cuartelada de Huerta; aprehensión y muerte de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez; autoridad huertista y pronunciamiento de Carranza en pro de la legalidad; al pasmo, se dice, que causaron tales sucesos, se siguió la formación de las nubes del odio y la venganza; después, la decisión popular de coger las armas, para pelear contra Huerta y rehacer el triunfo de las libertades y la democracia.

Con esto, los grupos armados, que originalmente brotaron en Coahuila, Sonora, Sinaloa y en la República y las antiguas fuerzas maderistas, primero; en segunda, los civiles que se iban armando poco a poco, en ocasiones con escopetas y machetes, pero siempre espontánea y libremente, comenzaron a ocupar sus puestos de combate. Así, a las puertas de la ciudad de México se sublevó Jesús Agustín Castro con las fuerzas del 21° cuerpo rural, y luego de tomar el camino hacia el norte del país, hizo público su reconocimiento al caudillo coahuilense Venustiano Carranza.

En Michoacán, Gertrudis G. Sánchez y José Rentería Luviano, jefes de los cuerpos rurales 28 y 41, desconocieron (30 de marzo) la autoridad del huertismo y reinician la guerra. Sánchez tomó el mando de tales fuerzas y se dio a sí propio el empleo de general de división. Hizo brigadier a Rentería Luviano y coroneles a Joaquín Amaro y Cecilio García; y con esto tuvieron tanto calor las ambiciones humanas, y abrió tantas puertas al porvenir de quienes habían sido despreciados, que fueron numerosos los voluntarios que acudieron a sus filas.

Seiscientos hombres, de los cuales sólo las dos terceras partes llevaban un rifle al hombro, aunque otros más iban armados de escopetas o pistolas de todas las marcas y calibres, fueron los comandados por Sánchez al iniciar su campaña guerrera. Con ellos marchó, envuelto por el entusiasmo de él y de su gente, hacia la plaza de Tacámbaro. Aquí le esperaban los huertistas. Eran poco más de doscientos cincuenta, aparte de los vecinos que voluntariamente se unieron a la defensa de la plaza; pues como se había dicho —y la versión era muy socorrida— que los revolucionarios fusilaban a todas las personas que directa o indirectamente hubiesen sido empleados del porfirismo o del huertismo, los aludidos prefirieron coger las armas y pelear.

Sin embargo, tantos eran los bríos de la gente de Sánchez; tanto el miedo de los defensores de Tacámbaro, que la plaza sucumbió (14 de abril) con facilidad.

En seguida del triunfo, ¡qué de jóvenes se unieron a Gertrudis Sánchez! No iban en pos de quimeras. No hablaban ni pedían ninguna tierra ni cielo de promisión. La gente de Sánchez, como Sánchez mismo, sólo exigía el castigo del huertismo. No se pensaba en un futuro lejano, sino en el cercano y práctico ejercicio de las armas. Los revolucionarios de Sánchez, si no organizados y pertrechados como los de Sonora y Sinaloa llevaban al igual de éstos el alma de la venganza rural, más que de la venganza maderista. Sánchez fue, sin duda, el caudillo más importante y osado al sur del Trópico de Cáncer; y en efecto, no sólo le seguía la población de las aldeas, sino que se le aplaudía, puesto que, aparte de su valentía personal todo hacía creer que acabaría con los riquitos y mandones, que desde hacía muchos años eran los que gobernaban.

Además, como los huertistas habían aprehendido y consignado atropellada y violentamente a numerosos jóvenes michoacanos, enviándolos al servicio de los cuarteles, los padres de los destinados al ejército se pusieron sobre las armas; y otros muchos adolescentes temerosos de ser víctimas de los federales, también se unieron a Sánchez; y en pocos días unos fueron tenientes, y los que sabían leer y escribir, capitanes.

Brotes de hombres armados los hubo asimismo en Durango y Tepic. Anteriormente estaban los revolucionarios de Sinaloa acaudillados por Juan Carrasco; ahora que en suelo duranguense, Calixto Contreras y Orestes Pereyra, ambos coroneles desde el levantamiento de 1910, se hallaban de nuevo en la guerra al frente de una fracción del 22° cuerpo de rurales, y con suma diligencia y desafiando a las guarniciones de las plazas que ocupan los federales, mandaron quemar puentes, derribar postes y líneas telegráficas y levantar las vías férreas, de manera de dejar incomunicado al enemigo, al tiempo que iban de un pueblo a otro pueblo, entusiasmando a la gente y ganando la adhesión de mineros y labriegos, de manera que al final de agosto (1913) tenían reunidos poco más de dos mil quinientos hombres.

No corrieron con la misma suerte los revolucionarios del territorio de Tepic, puesto que se frustraron los primeros intentos para reunir gente y atacar los puestos del huertismo. Y, en efecto, Martín Espinosa y Rafael Buelna, aquél, general maderista; éste, estudiante y secretario del Colegio Civil Rosales, de Culiacán, tuvieron que abrir un intermedio a sus proyectos insurreccionales, pues si no lograron agrupar a los maderistas, tampoco reunieron el dinero requerido para la compra de armas y municiones.

Dentro del estado de Sinaloa, como se ha dicho, llevaba el mando de los revolucionarios el improvisado general Juan Carrasco, quien desde el 6 de marzo (1913), en seguida de juntar a los antiguos maderistas en un punto cercano a Mazatlán, mandó un propio a los amigos que estaban en la plaza, y en especial al estibador Angel Flores, que era individuo de singular resolución, para que le acompañasen en la empresa de tumbar a Huerta. Y no era este el único núcleo revolucionario que operaba en Sinaloa. Al norte del estado se habían levantado a los primeros días de marzo más de mil individuos, quienes luego marcharon en grupos, a acrecentar las filas de las fuerzas irregulares de Sonora.

El incendio revolucionario cundió, pues, en la República. Fortunato Maycotte, cabo de las fuerzas irregulares de Zacatecas, se hallaba sobre las armas con doscientos hombres, cuyas intrepideces decuplicaban su número y su acción. Pochutla y Juchitán (Oaxaca) se hallaban en poder de José Baños y Pablo Pineda, ambos de cepa maderista, con muchos ímpetus, pero escasos de armamento.

Los Figueroa -familia de veteranos del antirreeleccionismo— acaudillados por Rómulo, estaban nuevamente en actitud de lucha dentro del suelo de Guerrero; y para tomar esta resolución no titubearon ni un solo día desde la hora en que tuvieron noticias del asesinato de Madero y Pino Suárez, mientras que en Huejutla (Hidalgo), Francisco de P. Mariel, con cincuenta irregulares atacó a uno y a dos destacamentos federales, aunque sin hacer grandes progresos debido a que pronto fue circundado por fuerzas superiores.

Los levantamientos, en ocasiones eran tan heroicos como románticos. El 9 de marzo (1913), Porfirio del Castillo, al frente de dos amigos y catorce peones de las haciendas vecinas de la ciudad de Tlaxcala, estableció su campamento rebelde en las estribaciones del Popocatepetl. Allí redactó, firmó y expidió un manifiesto. Llamó al pueblo a las armas. Ofreció la libertad, la democracia y el bienestar para todos los mexicanos; y como prueba de sus buenos y firmes propósitos, en seguida del manifiesto, dio a todos y cada uno de sus acompañantes un grado militar; y como el acontecimiento fue conocido en los pueblos de Puebla y Tlaxcala y el incentivo no era despreciable, a poco, Del Castillo vio crecer sus filas; y ya al frente de doscientos cincuenta hombres se acercó a Huejotzingo.

Otras ocasiones hubo en que los alzamientos se apagaron trágicamente, como cuando Camerino Mendoza y su hermano Cayetano pretendieron sublevarse en Santa Rosa (Veracruz) y cayeron en manos del enemigo; ahora que no sucedió lo mismo en Chiapas y Tabasco. En el primero de los estados, Juan Hernández se presentó amenazante en las cercanías de Tuxtla. Traía ochenta hombres; pero luego veía acrecentar el número de sus soldados. A las solas voces de ¡Muera Huerta!, ¡Viva Madero! Hernández halló apoyo en las aldeas y rancherías, y en unas y otras se le unieron voluntarios; y si su pequeño ejército sólo era de doscientos soldados al final de agosto (1913), no por esto dejó en paz a los federales.

En Tabasco, el general en jefe de los revolucionarios fue Luis Felipe Domínguez. Y no sólo era general, pues sabía mandar y gobernar a los hombres. Tenía otra cualidad: quería exterminar los males que sufrió el país. Creía en una justicia que correspondía a la colectividad humana, y por lo mismo trazó un gran cuadro social —quizás uno de los más importantes del 1913 que recorremos—, decretando absoluta la libertad del trabajo, nulas las llamadas deudas de sirvientes y peones de campo, castigados los propietarios de fincas rurales en los casos de flagelación o crueldad con los mismos sirvientes del campo y reivindicados los terrenos del Estado que hayan sido objeto de concesiones indebidas.

Las disposiciones de Domínguez, no sólo incorporaron al pueblo al seno de las leyes e instituciones sino que acudieron al alivio de los dolores humanos, causados no tanto por la naturaleza cuanto por la artera mano del hombre; porque las prohibiciones que dictó el general Domínguez, constituyen un documento que señala evidencialmente cuáles eran las condiciones de vida de la clase rural mexicana en el sur de la República.

Antes de Domínguez, no se había escuchado entre los insurgentes de 1913, palabras tan definidas contra los grandes terratenientes y concesionarios de tierras; y aunque esto no era necesario para dar valimiento a la Revolución sí advertía que existían grandes males en México; males que de no ser remediados a tiempo y razón, podían ser causas de constantes violencias, siempre perjudiciales para la felicidad del país.
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