Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo. Apartado 4 - La autotitulación de HuertaCapítulo undécimo. Apartado 6 - Los problemas de huertismo Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD

LA PERSONALIDAD DE CARRANZA




Era Venustiano Carranza hombre de mucha integridad personal, como de elevada probidad política. Poseía entre sus muchas cualidades, aptitudes de mando y gobierno; también, arrestos militares. Tantos así, que Madero no dudó en nombrarle ministro de la Guerra en el gabinete revolucionario de 1911.

Sin embargo, no le venían a Carranza, de esos días de la Casa de Adobe o Gris ni de Ciudad Juárez, los arrojos de soldado; pues años antes de la Revolución y con motivo de una frustrada tentativa sediciosa (1893), mediante la cual se pretendió que el gobierno del general Porfirio Díaz permitiera en el estado de Coahuila la libre elección de alcaldes municipales y de gobernador, Carranza se distinguió como organizador y caudillo de esa causa libertadora que tuvo visos de alzamiento popular.

Poseía asimismo Carranza una vasta experiencia en asuntos políticos y administrativos, así como en el trato de los hombres y adalides de la política; porque aparte de sus empleos de diputado y senador, no sólo había conocido el alma ambiciosa o rutinaria de individuos prominentes del régimen porfirista, sino que dentro de la organización oficial logró, no como partidario del general Díaz, antes como ciudadano intachable, una posición de alto decoro y limpia independencia, que le hizo acreedor a señalado respeto; respeto del propio don Porfirio, quien le tenía por enemigo en quien debían de cuidarse y colegir muchas virtudes.

Había también en Carranza un culto preciso e inquebrantable a la Ley. Admiraba a Benito Juárez no sólo por tradición liberal, sino por el significado que Juárez tenía como obsecuente servidor de la Constitución e invariable señor del principio de autoridad. Y tanto, en efecto, era el apego de Carranza a la Ley, que no obstante sus discrepancias con el régimen porfirista, llevó, por respeto a las leyes orgánicas de la República, su situación personal al través de tal régimen, con tanta decencia y entereza que su persona y su proceder correspondieron al reconocimiento universal.

Madero que era tan escrupuloso y exigente hacia los líderes políticos, le consideró, en 1908, con todas las aptitudes necesarias para gobernador del estado de Coahuila; ahora que en esos días, el país vivía bajo un sistema de gobierno que era muy contrario a admitir y utilizar las virtudes cívicas de los hombres, y, por lo mismo, la voz popular dictada en favor de Carranza se extinguió fácilmente, y en la apariencia —sólo en la apariencia— siempre injusta y prematura. Carranza pasó a ser catalogado como uno de los tantos sujetos sumisos al régimen porfirista.

Tal idea, ajena a la realidad, no puso obstáculos para que Carranza se presentara, entre los primeros, al lado de los maderistas que constituyeron la Junta Revolucionaria de San Antonio; y aunque silencioso, y un poco apartadizo, concurrió al nacimiento de la Revolución, y sin ser de los amigos precisos de Madero, había entre ambos, en 1913, firme entendimiento; pues así como éste otorgaba al gobernador de Coahuila el crédito de la Federación a fin de que organizara las guardias rurales coahuilenses, así Carranza advertía al Presidente, con mucha gravedad y entereza, las amenazas que para la paz nacional se dibujaban en el cielo de México, con caracteres legibles y concretos.

En esto, más que clarividencia había en Carranza una admirable tenacidad observadora —la tenacidad del hombre que rinde culto al principio de autoridad—, y con tal tenacidad vencía la adustez de su rostro y la prosopopeya porfiriana que en él tenía el aspecto de ser innata.

Por otra parte. Carranza no era ilusivo, ni partidario de lo novedoso, ni correspondía a la clase de líderes que despiertan la pasión popular y se hacen seguir en un partido único compacto; mas esto lo sustituía Carranza con su porte varonil y la majestad que daba a sus órdenes; y si tales no eran de aquellas que le salvaban de las enemistades, podría afirmarse que llevaban en sí tanta convicción y conocimiento de las realidades, que el hecho de que su figura se convirtiese en el portaestandarte de la Constitución, bastaba para poner en duda la perdurabilidad de la autoridad que Huerta se había dado a sí propio.
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