Presentación de Omar CortésCapítulo noveno. Apartado 6 - La suprema decisión de MaderoCapítulo noveno. Apartado 8 - El General Huerta, sedicioso Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA

LA PERSONALIDAD DE MADERO




Se ha visto a Francisco I. Madero al través de los capítulos que señalan el ascenso del hombre hasta el más alto estrado de la República. Ahora, es indispensable remirar la personalidad de tal hombre en las horas que precedieron a su súbita caída.

Para llegar al Poder supremo de México, Madero tuvo una autopreparación asistemática, pero doctrinaria. Con lo anterior quiere decirse, que si no concurrió a las disciplinas políticas que se hacen dentro de la administración y jurisprudencia de los Estados, en cambio vivió en la teoría de la Democracia, de manera que hizo de esta materia, no una mera lección provechosa a la política, sino una verdadera doctrina. Fue así Madero un doctrinario democrático. Creyó, al efecto, en todo lo relacionado con la intervención del pueblo en el gobierno de la nación; y su creencia alcanzó los vuelos de la ortodoxia.

Esto no obstante, y sin rectificar la razón pura de su credo. Madero se adaptó a las exigencias de la democracia práctica e hizo factible, con lo mismo, la realidad política de su patria.

Tal fue posible, porque Madero era un hombre de talento casi deslumbrante. Tan deslumbrante así, que para sus coetáneos, torpes o ignorantes, tenía características de locura. Y es que aquel grupo o grupos que circundaban al general Porfirio Díaz estaban acostumbrados tanto y tanto a la rutina de las cosas, de los pensamientos y de los hombres, que no creían en los aconteceres extraordinarios. Parecíales que eran imposibles los nuevos albores, y con éstos, otro tipo político de hombres. Estaban ciertos, o cuando menos consideraban estar ciertos, de que más allá del mundo oficial nada podía florecer en la República. Así, cuando al general Díaz le advertían del surgimiento de algún individuo con prendas, o de talento, o de administración, contestaba don Porfirio que ya les conocería cuando, necesitando del gobierno, se acercaran al Gobierno.

Mucho batalló Teodoro Dehesa, gobernador ilustre del estado de Veracruz, para que el general Díaz aceptara recibir a Madero, en los días en que éste estaba resuelto a ser candidato a la presidencia de la República del Partido Nacional Antirreleccionista; y cuando la entrevista se llevó a cabo, Díaz trató a Madero desdeñosamente. Parecióle, y así se lo comunicó al ministro de Hacienda José Ivés Limantour, que Madero era un hombre vulgar; tan vulgar que no sabía él, el presidente de la República, cómo tenía el atrevimiento de decirse candidato presidencial. El propio Limantour, de suyo muy observador, y quien además fue el político más ilustrado de México hasta 1911, no creyó en las cualidades de Madero.

Para el ministro Limantour, Madero no era más que un libelista. Escribía Madero, en la opinión de los adalides del porfirismo, por despecho. El Gobierno, pues, era demasiado fuerte, para ponerle atención y precio. Don Porfirio estaba tan confiado en la suerte de la nación mexicana, bajo la mano severa del porfirismo, que cuando resolvió poner en prisión a Madero creyó que ese castigo sería suficiente para hacer volver al lider democrático al redil de la rutina y del silencio.

Don Porfirio no poseía los atributos personales para ser hombre de pensamiento considerado y previsor. Era, en cambio, un hombre excepcional en lo que respecta a las virtudes en el mando y gobierno de los pueblos; pero como esto no siempre basta para mantener el orden y la paz, y no quiso tomarse el trabajo de reflexionar en torno a la actitud valiente y definida de Madero y de los maderistas, ya sabemos lo que aconteció en la República. De esto no fue culpable Madero. Fue culpable el desprecio que el general Díaz sentía hacia quienes por estar al margen del oficialismo, no le merecían categoría política ni social. La autoridad personal de don Porfirio se había hecho, en el correr de los años, tan absorbente e imperiosa, que el Presidente perdió discernimiento propio y necesario en un gobernante, para observar y diferir los problemas, ya teóricos, ya aplicados de la nación.

Pero si el general Díaz no entendió, no por falta de inteligencia y astucia políticas, no por escasez de la sensibilidad que requieren los Jefes de Estado, sino por la mezcla de soberbia y dejadez que se desarrolló en él después de la victoria pacífica de los Treinta Años, los valores intrínsecos y extrínsecos de Madero, no aconteció lo mismo dentro del pueblo de México.

Sin embargo, al hablarse del pueblo mexicano no se hace referencia exclusiva a la población de la capital de la República. Menciónase como pueblo de México a lo que no estaba contaminado de los males que siempre siembran los gobiernos autoritarios o personales; y a la parte del país que no se hallaba inficionada ni viciada en los procedimientos y disignios de cómo era la gente de los estados. Esta, en efecto, dentro de su pobreza, su abandono y su rustiquez poseía su propio, aunque ingenuo, almacén de principios políticos.

De aquí, precisamente de aquí, la creencia de que si Madero tenía perdida su popularidad en la ciudad de México, también la popularidad le había abandonado en toda la República. Y no era así. A los mayores tropiezos que encontró el Presidente en sus tareas oficiales,mayor fue la simpatía y apoyo que alcanzó en el centro, norte y zonas costaneras de la República.

A los comienzos de 1913, cuando en la metrópoli todo parecía ser adverso o era realmente adverso a Madero, en los estados del oriente y poniente del país, el nombre y personalidad de Madero se acrecentaban como la del caudillo que sin entregarse a la cobardía en medio de los tantos obstáculos que salían al paso de tareas democráticas, desafiaba a los infortunios, y sin variar el rumbo de la nave política, continuaba imperturbablemente el cumplimiento del programa que se había trazado y que era del dominio público.

Y esto último, que era notorio y que por lo mismo estaba al alcance de cualquier cabeza más o menos observadora y ajena a las vehemencias partidistas, no lo sabían —y si lo sabían no lo comprendían— los adalides de la Contrarrevolución, quienes creyeron que un triunfo de cuartel en la ciudad de México sería bastante para que la nación entera aceptase como suceso irreparable el derrocamiento del Presidente.

Madero, pues, encerraba una doble y por lo mismo maciza personalidad: la personalidad constitucional que era la exaltación de la voluntad del pueblo de México y la personalidad humana que significaba el calor vivo y directo de quienes, como sujetos, daban carne y sangre a la Nación.
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