Presentación de Omar CortésCapítulo noveno. Apartado 3 - Hacia la CiudadelaCapítulo noveno. Apartado 5 - El poder de la Ciudadela Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 9 - LA CUARTELADA

LA DIGNIDAD PRESIDENCIAL




Caído el general Bernardo Reyes hacia el oriente de la Plaza de la Constitución y a no muchos metros de la puerta central del Palacio Nacional, y huyendo en desbandada y terror los soldados desleales al gobierno que escoltaban al caudillo del pronunciamiento, el poder moral y material de los defensores de la residencia del Ejecutivo de la Nación se acrecentó considerablemente. Los soldados de Villar cobraron bríos y sin respetar a los paisanos que, ya siguiendo a Reyes, ya movidos por la curiosidad se hallaban en la plaza, dirigieron el fuego de la ametralladora plantada a la puertas de Palacio sobre la multitud, causando numerosas víctimas, lo mismo entre inocentes que entre pérfidos; y caían los aspirantes; caían los mirones; caían los voluntarios, mientras que una muchedumbre, aumentada con la gente que a esa hora salían de la Iglesia Catedral, corría en todas direcciones tratando de salvarse de la muerte.

El fuego que hacían los defensores de Palacio no cesaba, a pesar de que los asaltantes estaban exterminados. Los soldados del ejército reparaban así la falta al honor y a la lealtad cometida por los comprometidos en la cuartelada; y tanto así, que en esos momentos pareció renacer el alma decorosa y pundonorosa del soldado; del soldado que tiene como principal misión defender a las instituciones establecidas por la Constitución.

La sublevación, como se ha dicho, habría terminado allí mismo, si el general Lauro Villar, tiene a sus órdenes un mayor número de soldados; pero la situación de Villar no era tan sólida para salir de Palacio y emprender la persecución de los sediciosos.

De todo esto, tenía noticias directas y constantes el presidente de la República, quien desde las primeras horas de ese domingo 9 de febrero no había cesado de dar órdenes; ahora que estas no podían ser cumplidas al pie de la letra, debido a que la mayoría de las fuerzas correspondientes a la guarnición de la plaza estaban al lado de los levantados.

Ordenó el Presidente a esas horas decisivas para la suerte del gobierno de la Revolución, entre otras cosas, que los secretarios de Estado fueran informados de todo lo que acontecía, advirtiéndoles que él, el Presidente, se dirigía al Palacio Nacional, en donde estaba el asiento de la legalidad y del orden. En esos minutos. Madero —y así se lo dijo al ministro Manuel Bonilla- sintió el hálito del valor, la decisión y la Constitución hecha ejemplo en Benito Juárez, quien en pensamiento, regresaba en aquellas dramáticas horas al mando y gobierno de la Repúbhca. Las enseñanzas de Juárez, quien había hecho tan respetable e inquebrantable el principio de autoridad, serían, a partir de esos momentos, el precepto mayor de la Revolución; también de los revolucionarios —aun de los revolucionarios más legos.

Dispuesto así a defender su jerarquía constitucional, Madero, quien a la sazón se alojaba en el Castillo de Chapultepec, resolvió marchar al Palacio Nacional; pero como no tenía más fuerza armada que le escoltase que los alumnos del Colegio Militar, ordenó que éstos se dispusiesen al cumplimiento del deber, para lo cual dio instrucciones al subdirector del plantel.

Madero estaba excitado; aunque la lucha era parte principal de su mentalidad osada y responsable; y aunque los primeros informes recibidos eran adversos a los intereses oficiales, el Presidente confiaba en rehacer su posición militar. No era, en efecto. Madero, de aquellos hombres que fácilmente se confían de las primeras impresiones. Cuando se dice que uno de sus principales errores de Presidente —que de no cometerlo, aseguran los impugnadores del maderismo, no se produce la cuartelada que remiramos— consistió en no haberse rodeado exclusivamente de maderistas, es que se ignora el meollo de lo sucedido en 1913. Al punto, es necesario no olvidar que la Revolución la hicieron dos docenas de semicaudillos; y que de éstos, sólo seis tenían experiencia respecto a la gobernación; tampoco la tenían en la organización formal de las corporaciones militares. Así, ¿a quién de los jefes del maderismo pudo el Presidente confiar el ataque a los posesionados de la Cindadela? Todavía, durante esos días que recorremos, no surgía la pléyade de guerreros y políticos que hiciera el tronco y la fronda de la Revolución mexicana.

Así y todo, guiado por la estrella de su audacia casi sin par, el presidente de la República, descendió del Castillo de Chapultepec, y entre los fusiles, con bayoneta calada, de los alumnos del Colegio Militar, empezó a avanzar por el Paseo de la Reforma. A su lado iban el ministro de Comunicaciones Manuel Bonilla y otros allegados a Madero y al maderismo.

La marcha fue lenta y con algunas precauciones, aunque no con las que requería un presidente constitucional de México. Los cadetes del Colegio estaban dispuestos a entregar sus vidas por el Presidente, pues a esas horas las definiciones valientes llenaban el alma de propios y extraños.

Aquellos jóvenes defendían, en efecto, no solo el honor del soldado y la Constitución. Defendían también el decoro y nombre de México, la vida y jerarquía del Presidente Constitucional. Y se dice esto, porque no ha faltado quien afirme que Madero cometió la torpeza de comprometer la vida de los cadetes en una aventura política.

Veamos, pues, a Francisco I. Madero, montado a caballo y avanzando por el Paseo de la Reforma. Su figura se ha transformado. Una vez más es el Madero que en las primeras elecciones municipales en San Pedro (Coahuila), diez años antes de los acontecimientos que se revisan, también montando a caballo, hizo que el alcalde porfirista respetara el voto de los ciudadanos. Asimismo, es la figura de aquel Madero que, en seguida de cruzar la frontera para acaudillar la guerra contra el porfirismo, se puso al frente de los primeros partidarios de las libertades políticas de México.

Y mientras que el Presidente avanzaba hacia la Plaza de la Constitución, los tiroteos continuaban en la ciudad. Los sediciosos, en su movimiento hacia la Ciudadela, habían abandonado a grupos de aspirantes y voluntarios que, sin saber qué hacer, disparaban desde las alturas de las cuales se posesionaran, en el centro de la Capital, desde el momento del fracaso del general Reyes.

Así, el Presidente llegó frente a las obras en construcción del teatro Nacional. Ahora, ya no sólo le acompañaban los alumnos del Colegio. Seguíanle también cuatro o quinientos paisanos, todos desarmados, pero dispuestos a la defensa del Caudillo.

Sin embargo, la hora no era la más propia para expresar simpatías. Los contrarrevolucionarios tenían al Presidente casi a tiro de fusil, por lo cual, con sentido de defensa. Madero resolvió suspender su marcha hacia Palacio y mientras que la tropa hacía limpia de tiradores optó por refugiarse en la fotografía Daguerre. Allí le acompañaban el ministro Manuel Bonilla, el jefe revolucionario Pedro Antonio de los Santos y el capitán de navio Hilario Rodríguez Malpica; y a poco de estar en tal lugar, se le presentó el general Victoriano Huerta.

Este, después de su comportamiento de glorificación personal y por lo mismo de desafío a la autoridad suprema de la República que le había valido ser destituido, con habilidad política, del mando de las fuerzas del gobierno en el norte, era un resentido, y su presencia, en aquellos momentos, podía llevar a no pocas conjeturas, pero a esa hora su conducta era recta. Posiblemente, no dejaba de pensar en la ambicionada perspectiva de alcanzar el mando y gobierno supremos de México pero ¿qué general del ejército federal, a partir de la caída de Porfirio Díaz, no soñó con la presidencia? ¿Escapó a esto, el general Aureliano Blanquet, no obstante lo ignorante y torpe que era? ¿Acaso no quiso también ser presidente el general Manuel Mondragón, quien no tenía más aptitudes que las de un sargento, aunque precedido de la fama que la publicidad le había dado, para enaltecer de alguna manera al régimen del general Díaz?

No hay pruebas, una sola prueba, para reprochar a Huerta aquella actitud de subordinación y respeto hacia el presidente de la República. Manuel Bonilla, quien observó a un metro de distancia la escena durante la cual Madero conversó con Huerta en la fotografía Daguerre, refiere como el Presidente ordenó a Huerta, con señalada autoridad, que se hiciera cargo de la comandancia de la plaza, en sustitución del general Villar, quien había sido herido en la refriega frente al Palacio Nacional. Huerta no tenía otro aspecto que el de un verdadero soldado.

No ignoraba el Presidente, que Huerta tenía hondos resentimientos hacia Félix Díaz, y esto serviría para estimular al nuevo Comandante en su lucha contra un viejo adversario. Además, era incuestionable —y estaba comprobado por la campaña de Chihuahua— que el general Huerta poseía muchas prendas de soldado audaz, valiente y organizador.

Fiaba Madero a Huerta la defensa de la legalidad por una razón más, quizás la más poderosa: Huerta, destituido del mando militar en dos ocasiones por el propio Madero, había aceptado la orden presidencial con inigualable disciplina. La prueba de la lealtad de Huerta hacia el gobierno nacional no pudo ser más dura y efectiva en 1911 y en 1912; y eso, pues, constituía un mérito de soldado y de hombre. Aquel comportamiento de Huerta, significaba, hasta ese mediodía de febrero de 1913, que era general de fiar y que a cualquier actitud contraria a los intereses del gobierno y de la nación podía ser destituido, sin problemas para el Presidente ni para el país, del mando que se le daba con todos los caracteres de la responsabilidad y bien de la patria.

Hasta ese momento de la designación, no se observaba en Huerta el menor asomo de maldad. Estaba visiblemente emocionado por la prueba de confianza que le daba Madero. La maldad tocaría al hombre pocos días después, cuando en medio de los trances a los que lleva la guerra, considera que en lugar de ascenso y de la gloria ambicionada, podía ser destituido por tercera vez. Quizás la memoria, siempre rencorosa, que se ocultaba en el alma humana, salpicó con sus pronunciamientos vengativos, la mentalidad de aquel general que callada y resignadamente, había aceptado el destino que le daba el mando oficial; quizás las tentaciones que incitan a los sujetos exentos de principios morales —y Huerta estaba comprendido en esta clasificación— provocarían, a la hora de verse de nuevo dueño de una alta fuerza militar, un cambio dentro del ser de Huerta.

Madero, pues, tenía como gobernante práctico, bases sobre que apoyar la designación de Huerta. No entregaba la defensa del gobierno constituido en manos de quien no sólo poseía pasta de soldado calificado, sino también de ciudadano respetuoso de la jerarquía civil.

Como el Presidente conocía de sobra los recursos que en material bélico tenía el general Félix Díaz dentro de la Ciudadela, consideró que, para atacar el reducto de los pronunciados, no sólo se requerían conocimientos militares, antes también mucha audacia. Y reconocía que Huerta era osado, muy osado.

Este, estaba enterado de la situación en la Ciudadela. Sabía el número de hombres a las órdenes de Mondragón y Díaz, así como la cantidad y calidad de los pertrechos allí almacenados; y de todo informó al Presidente, y en seguida, con marcado respeto escuchó las instrucciones de Madero, quien le ordenó que aprovechara desde luego a las fuerzas rurales que estaban en el Distrito Federal, porque tenían una gran experiencia en el asalto a los cuarteles.

Todo eso lo hacía el Presidente con prestancia, conocimiento y decisión; y es que a tales horas estaba de por medio tanto la tranquilidad de la República como la dignidad presidencial, la tranquilidad y dignidad de la Nación mexicana.
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