Presentación de Omar CortésCapítulo séptimo. Apartado 7 - Los males de la subversiónCapítulo séptimo. Apartado 9 - Los democracia activa Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 7 - NUEVO GOBIERNO

LA REBELIÓN OROZQUISTA




El general Pascual Orozco, aunque correspondiente a la gente del común, poseía signos muy particulares de su individualidad, en la que notoriamente sobresalían los arrestos personales.

Por interno, Orozco podía ser clasificado como individuo que, no obstante la honestidad y ánimo de su vida, estaba excluido, hasta los días del régimen porfirista, de la vida práctica de iniciativa y provecho que, principalmente en los centros mineros del norte de México, sólo pertenecía a los empresarios y aventureros extranjeros. De aquí los recelos y resentimientos en las acciones de Orozco. De aquí, igualmente, sus vaivenes personales y con los mismos, sus inconsistencias política, administrativa y guerrera.

Exento, pues, de las cualidades formativas del hombre de partido y originario como era de la clase rural, Pascual Orozco no comprendía ni le era dable comprender, la disciplina y orden partidista que Madero pretendía dar a los revolucionarios; disciplina y orden que la gente de la Revolución consideraba como el abandono de las preocupaciones revolucionarias; y como a esos designios de Madero se unían el carácter particular del Presidente, quien hacía a un lado las leyes de la amistad, para de esa manera juzgar las cualidades de sus compañeros y partidarios, fácilmente se comprenderá cómo el Presidente, en un país no habituado a los deberes y reglas de partido, pronto acrecentó el número de sus enemistades.

Fuera de eso, que tanto contribuyó a los preparativos sediciosos de Orozco, había que agregar la inclinación al halago anidada dentro del tipo insosegado, veleidoso y lleno con ensueños de grandeza y aplauso que era el propio Orozco.

Así, éste cayó sin mucha demora y sin necesidad de excesivos requerimientos, en brazos de los adversarios del maderismo. Orozco, de esta manera, pronto se vio rodeado no sólo de sus antiguos compañeros de guerrilla, sino también de la gente rica de Chihuahua que, ya directamente, ya indirectamente, debía su fortuna al régimen porfirista.

Sin secretos, ni titubeos, pues, Orozco, luciendo, como consecuencia de sus acciones de jefe revolucionario armado, el grado de general, empezó a prepararse para la guerra.

Causas fundamentales para tales preparativos, que desde las primeras semanas de 1912 alarmaron al país y dañaron el crédito político de la Revolución, no existían en los conceptos orozquistas, puesto que los partidarios de Orozco señalaban como causa primera de su rebelión, la mala administración del señor Madero, y como segunda la ausencia de una efectiva libertad política y electoral, acusaciones que no podían apoyar con motivos y razones eficaces.

Esto no obstante, desoyendo los consejos de los líderes maderistas, el general Orozco, reunido (6 de marzo, 1912) con sus tenientes y amigos en la finca El Vergel (Chihuahua) aceptó acaudillar la rebelión con la categoría de Generalísimo en Jefe del Ejército Revolucionario, y en seguida mandó que sus huestes, que sumaban cinco mil hombres montados y pertrechados, avanzaran hacia el sur de la ciudad de Chihuahua, mientras que él, Orozco, establecía su cuartel general en Jiménez.

No ignoró el Gobierno los preparativos de Orozco, y como preliminar defensivo, el Presidente se dirigió al Congreso pidiéndole aprobara un decreto suspendiendo las garantías en la República. Después, por los conductos diplomáticos trató de que el gobierno de Estados Unidos prohibiera la exportación de armas y municiones a los rebeldes. En seguida, dirigió (5 de marzo) un manifiesto a la Nación, advirtiendo y condenando los perjuicios que iba a sufrir la patria mexicana como consecuencia de la ligereza política de Pascual Orozco y de los jefes revolucionarios que le apoyaban y a quienes el vulgo llamaba Colorados.

Mas el problema del presidente Madero, no era tanto de palabras, cuanto de ejército; porque disminuido el número de soldados federales debido a la deserción de las clases; minorado el poder moral de los viejos generales y facultativos militares nacidos bajo el régimen de don Porfirio; destroncada la fuerza armada de la Federación tanto por la Primera Guerra Civil, como por las necesidades de atajar los avances y movimientos de las guerrillas zapatistas en varios estados de la República, y escaso el armamento de que se disponía en tales días, todo, todo eso, daba lugar a la creencia de que el general Orozco podía convertirse en una seria amenaza para el gobierno de Madero.

Esas faltas, sin embargo, fueron cubiertas bien pronto con el espíritu de empresa del Presidente. Era necesario improvisar soldados y corporaciones, tomando como base las del casi extinguido ejército federal y aprovechando aquellos oficiales y generales quienes, en la consideración de la nueva época democrática y constitucional, no se debían a los gustos, caprichos u órdenes del general Díaz, sino a las obligaciones que el militar contrae con la patria y las instituciones constitucionales.

Gracias a las disposiciones de Madero, a la primera noticia del alzamiento de Orozco, y sin mermar las fuerzas que operaban en Morelos, Puebla y Guerrero, el gobierno movilizó (6 de marzo) una columna de cuatro mil hombres a las órdenes del general José González Salas, hacia el norte de México.

Mientras esto sucedía, los orozquistas con mucha decisión y prontitud se situaron a ciento veinte kilómetros al norte de Torreón, destruyendo todas las comunicaciones que pudieran ser útiles a las fuerzas del gobierno, en tanto que por otra parte, mandaban reclutar gente en Coahuila y Durango, con lo cual para el 20 de marzo, Orozco firmó una ampulosa proclama asegurando ser comandante en jefe de seis columnas que se disponían a avanzar hacia Torreón y cuyos soldados sumaban poco más de quince mil hombres.

González Salas, conducido más por su espíritu de responsabilidad, que por sus conocimientos en el arte de la guerra, sin enterarse de las condiciones en que se hallaban las fuerzas orozquistas, con señalada precipitación se estableció a noventa kilómetros al norte de Torreón y se dispuso a cruzar con sus tropas, en su mayoría de bisoños, las abrasadoras llanuras del Bolsón de Mapimí.

Ningunas medidas de previsión dictó González Salas; y subestimando la capacidad guerrera de Orozco ordenó muchas imprudentes, que desde el primer momento fueron dañadas por la actividad de las guerrillas orozquistas. Además, la falta de agua y el exceso de impedimenta produjeron fatiga y desconcierto en las filas del ejército gobiernista.

Aunque sin dotes para un alto mando, el general Orozco espiaba los movimientos de González Salas, dispuesto a dar batalla en un terreno propio a la victoria de su gente. Trataba Orozco también de aprovechar todo el ingenio que se despierta dentro del soldado improvisado a la hora de la acción; y así dejó que González Salas avanzara a las llanuras de Rellano, en donde mientras que por los flancos aparecía la caballería de los Colorados, por el frente, Orozco despachaba una locomotora loca cargada con dinamita, que al chocar con los convoyes de los federales produjo el comienzo de un desastre militar (24 de marzo) para el gobierno; desastre que aparentemente daba un triunfo formal a Orozco, y ante el cual, el general González Salas no halló otro remedio que el de suicidarse.

Las pérdidas del gobierno en hombres y pertrechos fueron tan grandes, que por de pronto, el Gobierno pareció desarmado; ahora que tanta seguridad en el país y en sí mismo poseía Madero, que sin pérdida de tiempo ordenó la organización de una segunda columna, en esta vez, apoyada por las fuerzas irregulares de los viejos maderistas y los cuerpos auxiliares que el gobierno mandó organizar en el norte de la República.

Mayores eran ahora los arrestos de Orozco. Alentaba también a éste la facilidad con la que había obtenido, burlando la vigilancia del gobierno norteamericano, un cargamento de armas y municiones procedente de Estados Unidos, así como el estímulo que a la rebelión daban los hermanos Vázquez Gómez, quienes disminuyendo sus ambiciones e inclinaciones políticas, hicieron pública renuncia de una jefatura revolucionaria que según ellos les correspondía, para de esa manera reconocer la autoridad del general Orozco a quien facultaron para expedir decretos, contratar empréstitos, nombrar gobernadores y hacer convenios con otros grupos de sublevados, pero especialmente con los zapatistas.

Orozco, quien no necesitaba autorización alguna de los Vázquez Gómez, ya había comenzado a poner en práctica su jerarquía guerrera y política. Al efecto, tenía decretado el fusilamiento del presidente Madero, la incautación de bienes de los maderistas o de los simpatizadores del maderismo, la ocupación de fondos del Banco Nacional, la organización de cuerpos voluntarios, la exclusión de la vida política de México de quienes hubiesen servido en altos empleos al gobierno del general Díaz y la obligación de todos los particulares a contribuir con fondos, para el sostenimiento del gobierno presidido por el propio Orozco. Por último, el general Orozco reconocía a Emilio Vázquez como presidente constitucional de México a partir del día en que triunfara la Revolución Libertadora.

No menor era la actividad del Gobierno resuelto a sofocar la rebelión con el uso de toda su fuerza; y para esto, Madero no sólo esperaba organizar un nuevo ejército con las fuerzas irregulares, sino que con señalado interés —e inducido a ello por su ministro Manuel Calero—, empezó a halagar a los generales y oficiales del ejército federal, de manera que en el informe al Congreso (1° de abril), el Presidente aparentemente se ponía en manos de los antiguos soldados que habían servido al porfirismo, tratando de evitar que éstos recelasen del proyecto oficial, conforme al cual serían organizados batallones y regimientos de voluntarios, en los que se podrían dar de alta, ora los revolucionarios veteranos, ora los civiles interesados en la seguridad y paz del país.

Esto último, aparte de ser una medida de orden, constituyó, a su solo anuncio un acontecimiento de mucha significación; porque sería el embrión de un ejército revolucionario. Sería asimismo, aunque sin la propiedad debida, el principio de la Gran Revolución; porque esa disposición del maderismo que se marchitaba, no por escasez de savia, sino debido a la ausencia de verdaderos caudillos de la guerra y del Estado, iba a convertirse en Gobierno, puesto que de los nacientes cuerpos llamados, ora rurales, ora auxiliares, saldrían hombres de muchas elevadas estaturas.

Al unísono de tal suceso, aparecería otro fenómeno que en el discurso de pocos meses constituiría el instrumento para conducir al país a una segunda y cruenta guerra civil. Tal sería el de una unidad de armas y mando dada fortuitamente a los antiguos jefes del ejército federal. En efecto, después de los halagos y promesas a los soldados que habían servido a Díaz, un general de formación y tradición porfirista, iba a convertirse en caudillo de las fuerzas enviadas a combatir a los contrarrevolucionarios acaudillados por Pascual Orozco.

La derrota del general Salas en el estado de Chihuahua había sido un fuerte impacto al cuerpo de la Revolución, sentido principalmente por el presidente Madero; pero como todavía estaba muy fresca la hazaña de 1910, el Gobierno pronto se repuso del golpe, gracias también a que la opinión de los revolucionarios le fue favorable en todos los órdenes. Así, los veteranos y los nuevos maderistas acudieron presurosos al servicio del propio gobierno; ahora que, como no era posible improvisar soldados, Madero ordenó, como se ha dicho, la organización de una nueva columna federal; y no sin consultas y consideraciones de Estado, hechas en el seno del gabinete presidencial, resolvió dar el mando de las operaciones militares al general Victoriano Huerta.

Este, como consecuencia de su dudoso comportamiento en la campaña contra el zapatismo —comportamiento que Madero había censurado públicamente—, había pedido su separación del ejército; mas vuelto a su conveniencia personal y aprovechándose de las necesidades del Gobierno, en ocasión a la revuelta de Orozco, solicitó y obtuvo su reingreso al servicio de las armas, aceptándolo el Presidente como prueba de la confianza que tenía no tanto a Huerta, cuanto al ejército, con lo cual calmaba los apetitos del gremio castrense, mientras organizaba a los soldados de la Revolución.

Huerta, individuo de conocimientos facultativos, poseía un notorio y bien hecho trato militar. A lo uno y a lo otro, unía su audacia inescrupulosa y su deseo ardiente de conseguir poder y fama. El general Díaz, quien poseía un catálogo preciso sobre los hombres y funcionarios públicos, pero principalmente de los generales, había tenido siempre de imaginaria al general Huerta, por lo cual, dentro de éste bullía la idea de vengarse de su condición de postergado; ahora que tal estado de ánimo, lo llevaba con cierto aire de resignación.

Además, en torno del general Huerta existían muchas rivalidades y temores. Los compañeros de armas sabían de cierto, cuáles eran sus ambiciones y preocupaciones. Esto no obstante, le reconocían como el jefe militar de más aptitudes en el ramo; pues a su carácter emprendedor asociaba un despejado talento, así como la teoría y práctica de las artes militares. La hoja de servicios de Huerta, si no anotaba victorias en los campos de batalla, sí le señalaba como instructor competente, como soldado de disciplinas y como jefe de imaginación, iniciativa y osadía.

Nombrado, pues, jefe de la División del Norte y recibidas las órdenes y recursos para salir a combatir a las huestes de Orozco, Huerta mandó la organización de dos brigadas. Una, a las órdenes del general Fernando Trucy Aubert y la segunda bajo la jefatura del general Antonio Rábago.

En seguida, para iniciar las operaciones militares, Huerta estableció (16 de abril, 1912) su cuartel general en Torreón; y como advirtió cuán mermadas estaban las clases dentro del ejército, pues se calculaba que los soldados desertores ascendían ya a seis mil, con mucho imperio dispuso que se hiciera leva en Zacatecas, Durango y Guanajuato; y esto, a pesar de que estaba prohibido tal procedimiento.

Pero así como tenía prisa para llenar los huecos en sus filas, en cambio procedió cautelosamente en sus planes militares. Poseía noticias de que Orozco estaba bien atrincherado, poniendo el desierto entre sus fuerzas y las del gobierno. Asimismo; estaba informado de que la moral de la gente de Orozco era de alta calidad; pero que los Colorados estaban mal pertrechados, carecían de haberes y no poseían reservas, de manera que Orozco, no podría contar con fuerzas de refresco en caso de apuro.

Para poner a prueba a sus hombres y verificar la consistencia del orozquismo. Huerta adelantó dos columnas expedicionarias. Una, hacia Cuatro Ciénegas; otra con rumbo a Tlahualilo. Ambas llegaron a su punto de destino, después de combatir y derrotar a los rebeldes, con lo cual el comandante de la División del Norte, no sólo advirtió el débil y poco material bélico de Orozco, sino también la desorganización en las filas de éste.

A pesar de que conoció la superioridad de sus fuerzas y de sus armas, el general Huerta fue cauteloso. No temía, pero le preocupaba el desierto que se dilata poco más al norte de Torreón. No olvidaba la lección trágica dada por la aventura del general González Salas. Recordó —y así lo escribió— los males que produjo al gobierno porfirista, desde el punto de vista militar, el apresuramiento en los movimientos de tropa, por una parte; la demora en los suministros del Centro, por otra parte. Prefirió, pues, prepararse debidamente. No puso atención a las críticas, en ocasiones llevadas en términos calumniosos, que hizo la prensa de oposición a Madero y al ejército. El, Huerta, estaba en lo suyo. La idea de triunfo no se apartó de él un solo momento. Así, por lo menos, lo comunicó a sus familiares.

Preparado con los hombres, armas y municiones que el Presidente no titubeó en poner a sus órdenes; teniendo a la mano todos los suministros pedidos a la secretaría de Guerra y Marina, el general Huerta, después de poner en marcha a lo más escogido de sus fuerzas y de halagar a la joven oficialidad del Colegio Militar que se incorporó a la División del Norte, ordenó el avance de una columna hacia Conejos; y la columna, con muchas precauciones, marchó a lo largo de la vía férrea del Central.

Dos mil orozquistas, bien atrincherados y seguros de que los soldados gobiernistas no vencerían el desierto, esperaban en el punto dicho. El general Orozco movilizó (8 de mayo) su cuartel general a Escalón; pero sin firmeza en sus determinaciones, puesto que cambió dos y más veces sus planes.

En efecto, mandó retroceder a sus hombres a Rellano. Pocos días después, los regresó a las posiciones de Conejos.

Al avanzar hacia el norte, los soldados del gobierno fueron hostilizados por las guerrillas de Orozco, que incitaban a las fuerzas federales a la persecución; mas Huerta se desentendió de los propósitos del enemigo y ordenó que el avance continuara; y el 12 de mayo (1912) ocurrió el primer encuentro frontal con los orozquistas, en Conejos.

La acción se desenvolvió con rapidez. La resistencia de la gente de Orozco no tuvo importancia. Los rebeldes retrocedieron y Huerta proclamó una victoria que no estaba medida con la realidad. El poeta que cantó la marcha y combate de Huerta, dio al acontecimiento los caracteres de una gloria militar.

Pero si el triunfo fue intrascendente en el terreno de las armas, en cambio sí lo fue en lo que respecta a la victoria sobre el desierto.

Vencido éste. Huerta pudo movilizar fácilmente su impedimenta, precedido por la artillería con los facultativos del arma, que tenían renombre en la República. Junto con la artillería iban los oficiales del estado mayor que trataban de dar lustre a los egresados del Colegio Militar.

Siguieron a la artillería, los cuerpos auxiliares adiestrados con señalada prontitud y eficacia. Huerta, en este renglón, se significó por la oportunidad de sus órdenes, así como por su incansable actividad. La División del Norte estaba compuesta por cinco mil hombres debidamente armados y pertrechados, y en aptitud de marchar hacia las abrasadas tierras al norte de Torreón.

Orozco, días antes del encuentro de Conejos hizo público el número de sus soldados, que ascendía a trece mil, la mayoría montados, aunque pobremente armados. Estas fuerzas, las situó el jefe rebelde a lo largo de la vía férrea, a manera de poderlas movilizar hacia cualquier punto amenazando por el ejército federal; ahora que por los tantos titubeos que acompañaron a su mando, Orozco no hizo acudir a su gente en auxilios de Conejos.

La derrota sufrida en este lugar, obligó a Orozco para determinar un segundo plan defensivo, y con buen tino eligió las llanuras protegidas por grandes lomeríos, para presentar batalla. En su opinión. Huerta no se atrevería a atacarlo, puesto que era temerario dejar a las espaldas de los gobiernistas un suelo inhóspito, falto de alimentos, abrigo y agua.

Ignoraba Orozco el carácter taimado a par de audaz del general Huerta. Este, por su parte, sabía que Orozco no sería capaz de resistir el aparato militar de los soldados del Gobierno, y con mucha decisión ordenó el avance de Rábago y Trucy Aubert sobre Rellano.

Los orozquistas ocupaban las alturas cuando los soldados de Huerta se presentaron a la vista. Era la mañana del 22 de mayo. Huerta, por su parte, advirtió la presencia del enemigo en ventajosas alturas, protegiendo la vía férrea. Además, posesionado de la estación del ferrocarril y con su principal apoyo, en el grueso de sus fuerzas acampadas en el arroyo y rancho El Sauz.

Orozco, en sus dispositivos de defensa, olvidó el valor de la artillería de Huerta, de manera que dejó una parte de su fuerza expuesta a la metralla de las bocas de fuego de los atacantes. Así, Huerta tuvo la oportunidad de fijar sus baterías y cañonear, sin peligro alguno, las posiciones de Orozco; pero especialmente a la columna central que aguardaba órdenes en El Sauz.

Mientras que la artillería federal hacía blancos en las líneas orozquistas, el jefe de los rebeldes, creyendo en la acción audaz de la guerra, mandó una columna con mil quinientos caballos, con el propósito de flanquear a la columna de Huerta. Este, a su vez, sin temor a los jinetes del enemigo, y observados los efectos de sus cañones en las filas contrarias, ordenó un avance general.

Tan espectacular fue el movimiento de Huerta, que el general Orozco aturdido y temeroso retrocedió. No hubo necesidad de una batalla formal. La decisión de Huerta se alzó sobre el valimiento de las balas. El poeta, por este suceso, ensalzó desmesuradamente al jefe de la División del Norte, atribuyéndole capacidad napoleónica. No era así, ni en la menor proporción, la calidad militar de Huerta. Había en éste, eso sí, eficacia en el mando y atrevimiento en sus resoluciones; pero nada más que eso. De ser un gran soldado, persigue a los orozquistas que se retiraron en desorden y allí mismo termina aquella insidiosa e injustificada rebelión. Y no fue así.

Al efecto, y mientras que el general Rábago pretendía iniciar la persecución. Huerta mandó que sus fuerzas permanecieran en Rellano, preparándose para llevar a sus soldados hasta la parte final de la zona desértica, a pesar de que ésta estaba vencida. Pequeño error de cálculo que frustraría más adelante su empresa, por lo cual, en vez de exponerse a la aventura, optó por seguir el camino de la cautela; y esto a pesar de las órdenes del Presidente, que a través de la secretaría de Guerra urgía a Huerta para que terminara la campaña.

Un mes dejó transcurrir Huerta antes de emprender nuevos avances. Con ello, Orozco pudo rehacer sus cuadros de combate; lograr una nueva y fuerte introducción de armas a suelo nacional y construir atrincheramientos en Bachimba. De esta suerte, a mediados de junio (1912), Orozco fue capaz de reunir por segunda vez trece mil hombres, tendiendo una línea de fuego de poco más de cuatro kilómetros.

Huerta, entre tanto, aparte de recibir refuerzos, supo que el orozquismo estaba amenazado en el oriente y poniente de Chihuahua, puesto que fuerzas irregulares maderistas avanzaban desde Sonora y Coahuila, de manera que para los últimos días de junio Orozco tenía tres frentes. El principal, sin embargo, era el de Huerta, quien el 1° de julio, y después de una tediosa espera, durante la cual perdió gente a consecuencia de las altas temperaturas del desierto, a la falta de alimentación completa y a las enfermedades que empezaban a minar su tropa, ordenó que se procediera al avance sobre los atrincheramientos orozquistas en Bachimba.

Aquí, la acción principal (3 de julio), se desarrolló después de muchos preliminares de guerra. Al efecto, la caballería de Orozco atacó a derecha e izquierda; y si no hizo daños de consideración, sí detuvo el avance central de Huerta; aunque al fin, en medio de una y veinte escaramuzas, puso en movimiento tres columnas a la mañana del 3 de julio, y sin grandes esfuerzos desalojó a los orozquistas de sus atrincheramientos, y advirtiendo que el enemigo retrocedía en desorden, mandó al general Rábago que lo persiguiera.

En esta ocasión. Huerta puso en acción mil quinientos hombres de caballería, que había organizado cuidadosamente, advirtiendo la importancia de esta arma en las guerras del desierto.

La rebelión orozquista pudo darse por terminada. Orozco y sus lugartenientes huyeron hacia el norte; la ciudad de Chihuahua fue evacuada y ocupada por las fuerzas de Huerta; la plaza de Ciudad Juárez se rindió. El gobierno de Madero consolidó su posición política.

En su retirada al norte, Orozco quemó puentes y estaciones; destruyó líneas telegráficas y telefónicas; impuso préstamos a los particulares y entró a saco las oficinas públicas. Después, intentó invadir el estado de Sonora, pero le salieron al paso las fuerzas auxiliares.

Estas, no sólo detuvieron los ímpetus finales de Orozco, sino que también se presentaron como una amenaza al futuro del ejército federal; y así lo advirtió el general Huerta, quien después de querer castigar en la persona del jefe guerrero Francisco Villa el valor de los auxiliares, desdeñó la colaboración de los antiguos maderistas, desconoció a las autoridades civiles en Chihuahua y mandó el establecimiento de prefecturas militares.

Tanta fue la autoridad que Huerta pretendió para sí mismo, que el presidente de la República, sin circunloquio alguno, le quitó el mando de la División del Norte, marcó un alto a los ímpetus de los jóvenes militares de la columna de Huerta, restableció el gobierno civil en Chihuahua, dictó disposiciones llevadas al fin de crear un ambiente de paz, ofreció la amnistía a los restos de los sublevados, fijó las normas constitucionales para las comarcas que estuvieron sometidas a los caprichos y fuerza del orozquismo e hizo regresar a Chihuahua, con su categoría de gobernador constitucional a Abraham González.
Presentación de Omar CortésCapítulo séptimo. Apartado 7 - Los males de la subversiónCapítulo séptimo. Apartado 9 - Los democracia activa Biblioteca Virtual Antorcha