Presentación de Omar CortésCapítulo sexto. Apartado 7 - El movimiento obreroCapítulo séptimo. Apartado 2 - Madero y la ciudad de México Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 7 - NUEVO GOBIERNO

MADERO EN LA PRESIDENCIA




Después de treinta años de falsificaciones del Sufragio Universal, el pueblo de México acudió, casi incrédulo, al espectáculo que ofrecieron las elecciones extraordinarias efectuadas el 15 de octubre (1911). Fueron éstas la confirmación del proverbial espíritu cívico de junio del año anterior.

En las de 1911, los votos a Francisco I. Madero fueron casi unánimes. En medio de una libertad electoral sin igual, los ciudadanos concurrieron jubilosos a las casillas. La legalidad perfecta en la elección de Madero, constituyó un acontecimiento incuestionable, y aunque el triunfo del candidato vicepresidencial fue también preciso, los votos a éste quedaron compartidos con las candidaturas de Francisco León De la Barra y Francisco Vázquez Gómez. Así y todo, la victoria del Partido de la Revolución quedó asegurada, y Madero declarado Presidente Constitucional, para el período que debería terminar el 30 de noviembre de 1916.

A las once horas del 6 de noviembre (1911), Madero llegó a la cámara de Diputados para juramentarse, escoltado por los jefes revolucionarios Pascual Orozco, Roque González Garza, Francisco Cosío Róbelo, Gabriel Hernández, Cándido Aguilar, Agustín O. Aragón y Arturo Laso de la Vega. A su paso por las calles de la metrópoli, engalanadas y colmadas de gente, el caudillo conmovió al pueblo. Su cabeza de autoridad y sus maneras sencillas atraían a propios y extraños.

Madero era, pues, Presidente de México. Recibió el mando y gobierno de la República si no en los umbrales del caos ni bajo el despejado cielo de la paz, sí a los comienzos de las pasiones desordenadas; en los días en que la libertad estaba considerada como un utilitarismo basto y grosero o a manera de un privilegio de hacer y deshacer sin considerar los sentimientos humanos y los intereses del Estado.

Además, como para el final de 1911, aquel cuerpo mecanizado que fue el porfirismo y al que vencieron los ideales y la audacia del maderismo empezaba a reverdecer, la libertad ya no fue una finalidad, sino un medio que se ponía casi a la mano de una casi probable Contrarrevolución.

De esta suerte, a la atonía de los primeros meses de 1911, se seguía ahora una amenazante dilatación de fuerzas movidas por los viejos porfiristas. Los proyectos de Contrarrevolución asomaban con franqueza y decisión. Los diputados a la XXV legislatura nacional, tan dóciles, sumisos y serviles en septiembre, en sólo dos meses después surgieron rebeldes y antojadizos. Carecían, ciertamente, de una causa; pero la tribuna de la cámara, siempre cuna de todos los dislates de que es capaz la política vulgar del atropello y los apetitos, les proporcionó oportunidad y tema para enramar y enviscar el ambiente. Y éste comenzó a propósito de una supuesta amenaza de las fuerzas zapatistas a la jubilosa, y en ocasiones gimoteante, ciudad de México; argumento de que se sirvieron la oratoria cursi y liviana de los diputados José María Lozano y la dramática de Francisco M. de Olaguibel, no sólo para llamar a Zapata bandolero de villa de Ayala y Genghis Khan mexicano, antes también a fin de insinuar la ineptitud del nuevo Gobierno para restablecer la paz total en la República.

Sin embargo, no era Zapata el que preocupaba a los diputados porfiristas, quienes habían aceptado continuar en sus muelles cargos, con el fin —dijeron— de que no se rompiera la continuidad constitucional de la República. Lo que movía el ánimo de los diputados era crear un ambiente propicio a la Contrarrevolución que preparaba el general Reyes, en San Antonio (Texas).

Ahora bien: dejando a su parte las preocupaciones subversivas de quienes continuaban creyendo en el porfirismo, el ambiente que prevalecía en el país a los primeros días del presidenciado de Madero tomaban sesgos peligrosos, puesto que trazaban caminos idealizados, y por lo mismo amenazantes tanto para el Estado como para la Sociedad.

En efecto, el triunfo de Madero despertó el ser ambicioso en México. La juventud y los ideales, las empresas y las instituciones, los hombres y las armas, el trabajo y el dinero, todo, todo eso resplandecía en 1911, al ascender Madero a la presidencia. Aquello fue un cielo mexicano, casi fabuloso. Nunca antes el país imaginó tanta ventura. Debióse a lo mismo que olvidó las lágrimas de la guerra, los odios del pasado, las venganzas del día. Porque, ¿quién, ya estando Madero en la primera Magistratura tenía autoridad para hablar de guerra, odios y venganzas? La República se caracterizó a los primeros días de noviembre (1911) como el nacimiento de una sola y magnífica familia. La fraternidad nacional se presentó, momentáneamente, como cosa contemplativa; el amor, tenía las exteriorizaciones de lo excelso. El entendimiento, la justicia y los ensueños adquirieron las proporciones de una potencia.

Todavía hasta tales días, los vencidos porfiristas, aunque empezando a murmurar, sufrían de hemiplejia política. Madero, a pesar de su investidura presidencial, no parecía ser, como era, un gran político, sino un noble guía de hombres que habían vivido extraviados, y a quienes ahora el caudillo de la Revolución daba camino y esperanza, luz y fe. Por eso, a las marchiteces anteriores a 1910, se siguió la idea de perfección; y como ésta sólo podía manifestarse en el ser idealístico, aquel improvisado exoterismo democrático reaccionó con asco ante las realidades amargas y funestas; pues si Madero, gran observador de la naturaleza y por lo mismo hombre frío y calculador en sus afectos políticos, no ofreció transformaciones para el mundo que esperaba la mutación de todas las cosas, los valores del héroe y del heroísmo empezaron a menguar. Así, bien pronto la verdad perdió carácter, la democracia se convirtió en confusión; y como crecieran la sinrazón y el titubeo, el vencido pasó del aturdimiento a la actividad práctica. De esto no fue culpable Madero. Cúlpese de ello a la ilusión popular, que no siempre puede contener o encauzar el hombre de Gobierno. El vuelo de tal ilusión fue, sin embargo, corto: le faltó, más que alas, velocidad. El pensamiento resultó más pesado que el medio.

Madero, por de pronto, estaba entregado a las satisfacciones del triunfo y del poder; pero entre una y otra satisfacción aparecían, como es natural, los problemas de la Revolución; y no estando el espíritu público preparado para las necesidades y programas que se presentaban como consecuencia del cambio de gobierno, el vulgo se dejaba arrastrar fácilmente por los más absurdos argumentos, siempre que éstos estuviesen enderezados contra el maderismo.

Así, qué de negruras para la patria mexicana levantó la gente a la sola iniciativa del secretario de Hacienda Ernesto Madero, para que el Congreso autorizara al Ejecutivo a disponer de ocho millones de pesos de la reserva del Tesoro nacional, con el objeto de destinar tal suma al licénciamiento final de las fuerzas maderistas y a la organización de los nuevos cuerpos rurales.

En pocas semanas lo que se presentaba como ilusión, empezó a convertirse en recelos y temores, de manera que el optimismo general se resintió cuando en el transcurso de los dos primeros meses de gobierno maderista, no se veía ni se palpaba lo que ilusivamente la mente popular se había trazado. Y dos meses parecía a la ingenuidad del vulgo que eran más que suficientes para sentir un cambio de cosas. La mentalidad humana caminaba tan de prisa que no era posible que la realidad le pudiese dar alcance.
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